¿Para qué hablar de teoría literaria hoy? ¿Por qué valdría la pena defender su vigencia o necesidad? ¿Qué sentido tiene enseñar e investigar en torno a la teoría literaria en un mundo en el que esas reflexiones parecen no tener lugar o, de tenerlo, solo son importantes en los contextos universitarios? ¿Qué hacer para que el pensamiento sobre lo literario se recubra (¿de nuevo?) de relevancia social y política? Esta nota se adentra en el problema de qué es hoy aquello que identificamos con la tradición de la teoría literaria, dado que su papel social, político y disciplinar, por fuera de círculos académicos, parece ser poco significativo, contradictorio o, en el mejor de los casos, poco nítido.
TRES TESIS SOBRE TEORÍA LITERARIA HOY: POLÍTICAS DE LA TEORÍA
Publica Revista Chilena de Literatura
Por Andrea Torres-Perdigón
En contextos universitarios y de investigación literaria no parece ser clara hoy la función de esa forma de escritura y pensamiento que identificamos con la teoría literaria, y su lugar por fuera del ámbito universitario parece ser aún más difuso o irrelevante. Esto no significa que en todas las universidades del mundo –o en las latinoamericanas en particular– los profesores e investigadores no impartan cursos de calidad ni transmitan los movimientos asociados a la teoría, en especial del siglo XX. Tampoco es una crítica al trabajo o a la dedicación de quienes imparten cursos de teoría literaria o de introducción a los estudios literarios. Creo percibir dos asuntos en nuestro presente –asuntos que no tienen un carácter universal, por supuesto–, pero que considero, caracterizan la aproximación que tenemos al enseñar e investigar sobre la teoría literaria.
El primero es que tiende a asumirse que la función y el lugar de la teoría son incuestionables, que han estado ahí y seguirán estando siempre, lo que lleva a que la pregunta por su vigencia, pertinencia o vitalidad no sea frecuente, al menos en las universidades y en algunas publicaciones académicas, y a que su cuestionamiento genere incomodidades y molestias, puesto que se percibe casi como una afrenta al campo de estudio.
El segundo es que las discusiones sobre teoría que se dan en las aulas y en la investigación –sea como crítica literaria o como estudio literario– no parecen permear hoy debates por fuera del ámbito universitario. Si se nos permite una simplificación analítica que nos ayude a pensar –aun cuando pueda parecer injusta y local–, podríamos identificar el primer asunto con una suerte de dogma de la teoría literaria, en la medida en que se piensa que siempre ha existido y seguirá existiendo, y el segundo con su aislamiento dentro de los mundos universitarios contemporáneos.
Autores como Escobar, acerca de la traducción al español de Fabio Durão, coinciden con esta lectura en Latinoamérica y añaden preguntas que nos parecen pertinentes para analizar cómo se recibe la teoría en nuestra región, principalmente cuando llega desde el contexto angloparlante:
¿Somos consumidores pasivos de tecnologías discursivas que luego aplicamos sobre nuestra propia literatura? ¿Hasta qué punto se hace necesaria una historia de la recepción de las escuelas literarias, desde el formalismo ruso, pasando por el formalismo checo y el francés, hasta las teorías poscoloniales en nuestras academias? ¿En qué medida los lenguajes teóricos que se reproducen en las aulas de clase, las revistas indexadas o debates académicos son en realidad síntomas de la inserción de campos disciplinares en la economía del conocimiento y no marcos de análisis pertinentes para nuestras formas de producción cultural? (Escobar 386)
En estas preguntas observamos el interés por no asumir el dogma de la teoría literaria, sino por indagar acerca de cómo se reciben y producen las distintas teorías, en especial en el ámbito latinoamericano. Asimismo, coincidimos con cuestionar qué ocurre con las clases y las publicaciones de investigación literaria ligadas a la teoría, y a qué obedecen las formas en las que se imparten y se legitiman debates en un contexto de neoliberalización de las universidades.
En algunos casos, la teoría literaria se enseña porque está en los currículos y, en esa medida, nos da una cuota de respeto a la tradición de nuestro campo disciplinar, aunque cada vez más esta tradición trata de integrarse –aunque con tensiones– con teoría de los estudios culturales y, más recientemente, con autores que se identifican como poscoloniales o con otros del giro decolonial. En esas tensiones podría verse aquello que señala Escobar como la necesidad de los universitarios de insertarse en la economía del conocimiento y cómo, en esa medida, a veces “la teoría se articula con los modos de producción intelectual de la universidad neoliberalizada” (385), en lugar de ser un lugar de crítica o resistencia.
En otros casos, la teoría se enseña con un corte historizante, pero con reflexiones tal vez poco profundas frente a las implicaciones que suponen los andamiajes conceptuales en relación con los contextos sociales y literarios que los produjeron; es decir, se fija su interés histórico, pero se desliga de sus operaciones sociales y del hecho de que toda construcción conceptual tiene también unos lugares de enunciación y un contexto de producción que incluye tanto “series” (Tynianov) literarias como sociales. En otras situaciones se pierde de vista el carácter histórico y contingente de este tipo de pensamiento, con lo cual se cree y se defiende que la teoría literaria siempre estará presente y será una necesidad, asumiendo que, de la Poética de Aristóteles en adelante, todos los textos hacen parte de un continuo histórico y transcultural. Pues bien, este ensayo busca cuestionar la vigencia de la teoría literaria –cuando por ella se entiende en la práctica una defensa irreflexiva de nuestra tradición– y de las formas como se ha enseñado. Para esto, desarrollaré brevemente tres tesis sobre apuestas que podría tener la teoría literaria hoy en un mundo enteramente enmarcado en el neoliberalismo contemporáneo.
TESIS 1: PENSAR CONTRA LA NEUTRALIDAD
Varios autores han señalado la crisis de la teoría literaria. Desde Terry Eagleton hasta Florent Coste, pasando por Tzvetan Todorov, Antoine Compagnon, William Marx, Francisco Becerra Grande y Miguel Dalmaroni, entre otros, han manifestado la inquietud por la vigencia de lo que, en el siglo XX, se identificó como teoría literaria. Heredera de la modernidad europea, del Romanticismo y de la idea de literatura y de arte que se forjó en esa época –principalmente en Europa–, la teoría literaria que emergió en el siglo XX compartió rasgos con cierta concepción moderna de literatura. Cabe preguntarse en qué puntos aún somos contemporáneos de estas dos concepciones.
En Latinoamérica, hay figuras a las que podríamos volver para pensar en esta vigencia como Alfonso Reyes, Ángel Rama o Josefina Ludmer, a partir de algunas relecturas que se han venido haciendo, como la que describe Santucci en su presentación al número especial sobre teoría literaria latinoamericana en el caso de la Argentina, por ejemplo. En esas aproximaciones ronda también la inquietud por la palabra ‘crisis’ ligada a la teoría. Aquí buscamos continuar el debate sobre si esos problemas de la teoría literaria están vigentes hoy o si la relectura de esas diversas teorías nos invita a redefinir lentes conceptuales. Si aún somos contemporáneos de la teoría literaria y de la idea moderna de literatura, nos parece importante cuestionar las dificultades que tenemos para establecer su necesidad, su vigencia o su relevancia en nuestro mundo, por fuera de las discusiones curriculares.
También cabe indagar si una teoría literaria es posible y deseable en la invasión actual del neoliberalismo de todas las instancias de nuestras vidas –en la cultura, la educación, la investigación, los medios digitales–. Con esto, queremos decir que, ahí donde el neoliberalismo ha ido cooptando todo como posible mercancía –incluso el saber universitario–, es relevante pensar si la teoría literaria que hemos heredado es compatible con esa dinámica actual de las universidades o si habría que reinventar otras formas de hacerla y transmitirla para evitar que sea una mercancía más. Asimismo, habría que indagar si para ese neoliberalismo es cómodo que la teoría literaria simplemente se enseñe y transmita como algo que ya ocurrió, sin que ello implique ninguna transformación institucional o social. En este sentido, es posible cuestionar si hoy la teoría se trata como un asunto exclusivamente discursivo, es decir, como si hubiese perdido capacidad explicativa o de transformación de las formas de leer, y qué implicaciones genera esto, de ser así.
Esbozamos lo anterior asumiendo que sería deseable un acercamiento a la teoría que no se acople de forma inocua, sumisa y silenciosa al neoliberalismo universitario, sino que logre mantener un enfoque crítico que opere una apropiación de su tradición, pero –sobre todo– que funja como resistencia y transformación de formas y hábitos de lectura, de construcción de sentidos y, de igual manera, de las prácticas de enseñanza, publicación y circulación de ese mismo enfoque crítico. En este sentido, coincidimos con Coste en que
esta alineación conformista de la literatura y la teoría literaria con el orden político imperante demuestra la importancia de trabajar a favor de una teoría de la literatura genuina y vigorosamente crítica, y de desarrollar políticas de la teoría que consideramos deseables.
En particular en las últimas dos décadas, hemos sido testigos de una suerte de declive y de progresiva irrelevancia de la teoría literaria que la aleja de las experiencias de las décadas del sesenta, setenta u ochenta, ya sea en América Latina, en Norteamérica o en Europa. De hecho, al indagar en perspectivas contemporáneas como la narratología posclásica (Alber y Fludernik), por ejemplo, en ocasiones es difícil encontrar un cuerpo de teorías o autores que nos sirvan como argumento para defender que la teoría literaria sigue produciéndose o, de producirse, que goce de la relevancia de antaño. Pues bien, si en los años sesenta y setenta autores como Roland Barthes, Tzvetan Todorov, Gérard Genette, Hans Robert Jauss, Wolgang Iser, o de los años ochenta como Terry Eagleton, Fredric Jameson o Edward Said lograron configurar un corpus llamativo de pensamiento teórico fue debido a su carácter crítico frente a la literatura misma y a cómo esta se relaciona con las condiciones de vida y los discursos de la burguesía y de las sociedades industrializadas. El conjunto de estos autores, y quizá en especial el tipo de pensamiento de autores como Barthes, Genette, Eagleton y Jameson, desarrolló una teoría muy consciente de la necesidad de un pensamiento crítico frente a la ideología dominante de la clase burguesa, la que bien podía reiterarse en textos literarios o verse criticada y dislocada en ellos, pero no dejó de ser un punto central al momento de proponer formas de leer tanto los textos como sus referentes.
Después de ese período de una teoría de críticas agudas a la ideología, pasamos a una época que acusa con frecuencia a la teoría literaria de ser abstracta y de estar desconectada del mundo real (Kaufmann). En ese movimiento de acusaciones encontramos varios argumentos: que la teoría separó la literatura del mundo real; que la convirtió en una serie de juegos abstractos o formales; que limitó la posibilidad de disfrutar de la lectura; que, en la enseñanza, se transformó en una caja de herramientas para repetir procedimientos irreflexivos; que ha reforzado y defendido una idea de literatura elitista, o que ella misma se ha vuelto elitista o ilegible desde los años sesenta en adelante. Acá hay un punto interesante: ¿cómo pasamos de generaciones que creyeron en el poder crítico y emancipador de la teoría literaria (y de la literatura) a otras que la consideran irrelevante, causante del desinterés en la lectura literaria y, quizá la acusación más grave, cómplice de un elitismo intelectual excluyente? Ya no parecemos contemporáneos del XX al menos en cuanto al poder que se le otorgaba a la teoría literaria; tal vez heredamos los rasgos formales (hasta el exceso), pero perdimos el gesto crítico en el camino.
La historia de ese proceso es larga y compleja, y algunos autores (Kaufmann; Coste) han trazado ya el movimiento que nos llevó hasta este punto en contextos occidentales u occidentalizados. Sin embargo, en este texto quisiéramos destacar que, en esa teoría que logró una relevancia determinada en la segunda mitad del XX, el rasgo fuerte de una crítica ideológica fue determinante para transformar las formas de leer y evaluar la literatura. Ante esto, nuestra primera tesis es simple: de querer reivindicar la teoría literaria, hay que pensar contra la neutralidad. A diferencia de un pensamiento que opere por categorías abstractas como “texto”, “autor”, “lector” como iguales a sí mismas y ahistóricas –como justamente le critica Florent Coste a Antoine Compagnon en el contexto francés– urge una teoría que proponga modos de lectura y cambios en las expectativas y los roles que intervienen en la circulación de textos literarios. Contra el ejercicio descriptivo de la literatura con sus temas y formas, o incluso contra el gesto de dar panoramas teóricos sin comprometer ninguna postura frente a la literatura y a cómo opera su política –es decir, contra un neoliberalismo teórico y humanista bienpensante– es fundamental proponer y proyectar una teoría que se piense contra la neutralidad y contra el estado de las cosas. Como lo señala Coste en su crítica a Compagnon, “con este sistema de coordenadas reductor, El demonio de la teoría reconduce una distribución de roles elemental, donde brillan por su ausencia unas determinaciones sociales, culturales y políticas” (31). Para evitar una teoría elitista, abstracta y desligada por completo de la experiencia social y política de la lectura y la escritura, habría que formular ideas contra la neutralidad para hacer críticas reales a los textos literarios y sus formas de operar hoy. La teoría literaria, en este sentido, no debe quedarse en la consolación ni la resignación frente el estado actual de cosas, sino que habría que transformarla en un pensamiento que salga de la irrelevancia y de la noción más elitista de cultura a la que ha terminado por ligarse (Williams).
TESIS 2: TRABAJAR EN TORNO AL FETICHE LITERARIO
Lo sabemos desde hace ya un tiempo gracias al marxismo: el fetichismo tiene que ver con la entrada de un producto al mundo de las mercancías y con cómo, en esa entrada, parece quitarse de encima su valor de uso y ganar autonomía para su valor de cambio. En el ámbito literario, “la devoción se infiltra casi por todos lados” (Coste 89), de manera que cierta noción romántica de absoluto, de totalización y, en términos más prácticos, de genio (autor) o de interpretación como un desvelamiento (en la lectura), terminan opacando las condiciones materiales de eso que llamamos literatura, así como posibilidades de lectura no esencialistas ni fetichistas. En esto, seguimos siendo contemporáneos del Romanticismo alemán: pocas lecturas tienen en cuenta las condiciones de producción y cómo un texto se va consagrando en ciertas culturas académicas o populares, y por qué razones. Una suerte de halo mistificador simbólico sigue operando en torno a lo literario como un fetiche que implica una veneración “mal orientada” (Coste 92) hacia los autores, los libros, las biografías, los objetos personales, entre otros, pero que no deja ver con claridad los valores que se están defendiendo, criticando o creando.
Esto no ocurre solo en ámbitos de periodismo cultural, donde tiende a venerarse, por ejemplo, la figura de los autores por medio de entrevistas y encuentros con gran público, sus biografías o sus objetos personales: ocurre también tanto en la teoría como en la crítica literaria o en los estudios históricos. En estos trabajos esa veneración opera con frecuencia –y casi de manera inconsciente– en los juicios y análisis de textos canónicos y también de otros que lo son menos, sobre todo en la fetichización de la figura del libro y del autor. Por eso resulta tan difícil desmitificar obras canónicas y, con ellas, la noción de literatura que conllevan; de ahí también lo indispensable de repensar en una teoría realmente crítica de los cánones y de los corpus de textos leídos por grandes grupos de lectores.
Al respecto, sería interesante investigar más sobre si ciertos movimientos críticos contra el canon más recientes en las universidades, como los estudios poscoloniales o los decoloniales, han logrado salir de la fetichización y hacer críticas distintas a aquello que revela la predominancia de cierto tipo de textos en detrimento de otros. O si, por el contrario, esos movimientos están recreando una nueva fetichización, ya no tanto de los autores y los textos, sino de referencias identitarias a comunidades o culturas, por ejemplo. De ser el caso, frente a postulados poscoloniales o decoloniales, por ejemplo, estaríamos ante una producción intelectual sobre textos literarios, pero que no habla tanto de los textos o de los autores, sino más bien de temas que se valoran por su carácter identitario racial o étnico. La fetichización, de tener lugar, ocurriría entonces en la veneración de qué tantos rasgos o temas identitarios devela un texto literario, y no tanto en qué aporte hace a las formas de leer actuales. Quizá en este punto sea interesante retomar el trabajo sobre la canonización y la fetichización que algunos estudios inspirados por la sociología de la literatura (Sapiro) han llevado a cabo, tal vez para analizar con detalle qué está ocurriendo con valores poscoloniales o decoloniales en el ámbito literario respecto de la teoría y la crítica que producen.
Trabajar en torno al fetiche literario significa entonces asumir que no hay valor literario absoluto; también significa algo más difícil de digerir para quienes trabajamos con textos y es que esto no le quita relevancia a la literatura; quizá le otorga un valor más contingente, pero más real. Los textos que empiezan a canonizarse y a considerarse obras pasan por un proceso que es siempre relativo y que se relaciona con valores específicos de momentos históricos, valores que son siempre sociales, relacionales y cambiantes. Los estudios de género, por ejemplo, han permitido mostrar cómo los valores asociados a las obras pueden cambiar al transformarse la perspectiva histórica con la que son leídos: textos clásicos que eran venerados estéticamente han pasado a considerarse problemáticos en términos de género, raza y etnia develando rasgos interesantes del papel social de lo literario. Por eso es también diciente de los valores de una época el tipo de texto literario que la gran masa de lectores venera, así como la que reivindica el mundo universitario; en ese contraste es observable el tipo de ethos que se valora y se busca como ideal literario, y cómo se dan esas pugnas ligadas al gusto, para usar el término de la estética del siglo XVIII.
Por ejemplo, actualmente tienden a reivindicarse textos literarios que trabajan su compromiso con lo real y con sus referentes locales, ya sea por medio de nociones como la autoficción, la autobiografía, las literaturas testimoniales o nuevas versiones de realismo. En ese valor, y en el lugar privilegiado que se le da al yo en estas discusiones y en esas prácticas de escritura, es posible leer un coletazo de prácticas neoliberales en las que toda experiencia satisfactoria se reduce a lo personalizado, en un mundo de redes y opiniones hechas a la medida de cada individuo. La creencia de que todo es mejor (y comercializable) si se adapta a las necesidades meramente individuales refuerza, en el ámbito literario, prácticas que ponen el foco en lo individual, pero con mensajes, recetas y lugares comunes en ocasiones bastante genéricos que ocultan la naturaleza social de varios juicios, deseos o comportamientos. Una teoría literaria que trabaje el fetiche de lo literario tendría que adentrarse, por ejemplo, en qué prácticas y creencias sociales muestra el auge de términos como el de la autoficción en nuestros días. En última instancia, para trabajar el fetiche tendríamos que comprender que la escritura es una práctica y que la escritura literaria, en particular, comparte los mismos procedimientos con otras prácticas de escritura. Su especificidad no es ninguna esencia y, sobre todo, no es una forma fija que debamos venerar; lo único específico –de existir– es cómo esa práctica de escritura que llamamos literatura reconfigura y retrabaja otros discursos y las variedades lingüísticas mismas, entrando en un circuito de lectura y de valoración social.
TESIS 3: REVISAR CONSTANTEMENTE LA IDEA DE LITERATURA OPERANTE
Una vez que el término ‘literatura’ se fue asentando con Mme. de Staël, fue difícil evitar que englobara prácticas escritas y orales de las culturas y las lenguas más diversas. Esa noción de literatura visibilizó varios textos, pero a la vez los reintrodujo en un circuito de circulación de sentido distinto. De hecho, con frecuencia ocurre que la noción moderna de literatura se extrapola a contextos históricos previos o a culturas que no necesariamente han tenido la misma relación con la cultura escrita y con el mundo del libro. Pero ¿es posible estudiar y caracterizar diferentes nociones de literatura? ¿En ocasiones estas se traslapan? ¿Qué pasa si uno plantea la necesidad de poner entre paréntesis esa seguridad académica que nos lleva a pensar que nuestros objetos de estudio –la literatura y la teoría literaria– van a existir siempre, independientemente de sus condiciones históricas? Sin entrar en el fatalismo finisecular y de comienzos del XXI sobre las múltiples muertes de la literatura o de las artes, más bien buscamos volver a una reflexión anterior sobre qué leemos, por qué leemos, qué prácticas de lectura y escritura reiteramos irreflexivamente y cuáles proponemos o creamos. ¿No tendría que trabajar en esta dirección una teoría literaria hoy?
Una de las tareas urgentes nos parece esta: revisar constantemente la idea de literatura operante. En lugar de asumir que hay una concepción ‘correcta’, por ejemplo, que usualmente está en las universidades, y otra ‘popular’ que estaría en las grandes masas de lectores, la teoría literaria podría estudiar cómo operan ambas, qué valores y prácticas de escritura y lectura defienden, y en qué puntos se traslapan. Esto ayudaría a establecer qué se valora en una y en otra, y qué es necesario criticar de esos valores tanto expertos como legos. En este sentido, y como pertinentemente señaló uno de los evaluadores de la primera versión de este texto, es fundamental el ensanchamiento de la idea de literatura que operan algunos estudiantes de pregrado al analizar en sus trabajos de grado el manga, los videojuegos y otra serie de géneros que no han pasado por los mismos procesos de canonización que la novela, el cuento o el ensayo en países occidentales u occidentalizados. Sería interesante analizar estos movimientos qué le están haciendo a los cursos universitarios y a la investigación literaria.
En esta revisión constante se da una posibilidad de autoexamen de quienes investigamos en literatura, para evitar forzar textos, performances o experiencias diversas en nuestra idea fija de literatura, dentro de nuestros fetiches ligados, por ejemplo, al soporte del libro. En este autoexamen es fundamental un nuevo acercamiento a estudios críticos de las lenguas y los lenguajes, puesto que parte del carácter material y semiótico de los textos sigue estando ligado a una reconfiguración constante de los discursos y las lenguas. Volver a tender puentes entre estas dimensiones, como un su momento lo trabajó Mijaíl Bajtín, podría apoyar apuestas rigurosas de lectura crítica no solo centradas en las dimensiones temáticas de los textos, como en ocasiones ocurre con críticas inspiradas en los estudios culturales, sino en el trabajo sobre las variedades lingüísticas y los discursos que se cruzan, reiteran o critican en los textos.
Tal vez, al partir de estas tres tesis iniciales, podríamos repensar el papel de la teoría literaria. Asimismo, podríamos acercarnos a responder, como trabajadores de nuestro campo literario, preguntas incómodas que se relacionan con el papel excluyente o irrelevante que se le atribuye a la teoría literaria hoy. Por ejemplo: ¿cómo cierta noción elitista de literatura ha sido cómplice de ciertas exclusiones? ¿Cómo la teoría literaria ha dejado de ser crítica con ciertas condiciones del presente? ¿Cómo explicar que no se trata, como pensaba Compagnon, de un alejamiento entre sentido común y teoría literaria (vista como alejada de las experiencias de lectura), sino de la urgencia de intervenir –de formas más claras y pragmáticas, incluso– el sentido común (neoliberal y humanista) y la actitud apolítica frente a la teoría? ¿Cómo defender la teoría literaria por su capacidad política de configurar formas de lectura, y no solo por el gesto conservador de apelar a una gran tradición? ¿Cómo comprometerse con una noción de literatura no elitista, pero que defienda formas de lectura y escritura que vayan contra la lengua común y el estado de cosas actual? Urge pensar en la política de la teoría y en cómo ganar injerencia en los debates públicos y en las tensiones discursivas y prácticas de nuestro tiempo.