Varda: Cine y EscrituraCon la técnica de la cinescritura, de su propia invención, Agnès Varda (1928- 2019) realizó una obra cinematográfica notable, lúcida y original que mucho aportó a la llamada nouvelle vague del cine francés de gran influencia en directores de todo el mundo. Ese es el hilo conductor, lleno de admiración bien documentada, de este ensayo-semblanza que conduce a la siguiente afirmación: “Varda no hizo sino manifestar su ternura por el mundo, e hizo de ello el núcleo de su arte”.

 

Publica La Jornada

 

Por Evelina Gil

 

Aunque no comparto del todo el optimismo con que la crítica de cine Carrie Rickey expone el desarrollo profesional de la gran directora greco-francesa Agnès Varda, en su libro titulado simplemente Agnès Varda (Circe, Barcelona, 2025), se agradece, sin embargo, que no la victimice y se reitere su portentosa resiliencia. Varda podría ser el prototipo de lo que se dice respecto a las mujeres, artistas o profesionistas: que les cuesta cinco veces más alcanzar el reconocimiento que a un hombre de excelencia afín.

 

Se empeñó en hacer cine en tiempos de vacas flacas, donde a sus coetáneos de la nouvelle vague, varones todos, les costaba menos esfuerzo obtener financiación para sus películas, mientras que Agnès tenía que pizcar acá y allá y ejecutar sus proyectos con un mínimo posible de presupuesto, lo que no pocas veces la obligó a recurrir a actores improvisados. Pienso en Sabine Mamou, quien comenzó trabajando para Varda como editora, sin ninguna instrucción como actriz, interpretando a una encantadora madre soltera en una de mis películas favoritas de esta directora, Documenteur (1981), junto con Matthieu Demy, hijo menor de la cineasta, procreado con el también admirado director Jacques Demy, quien suma una trayectoria bastante respetable como actor. Mamou, por su parte, continuó laborando como editora para Varda y terminaría dirigiendo sus propias películas. Varda recurría a sus dos hijos no por nepotismo, sino porque era lo que había a la mano.

 

Sinceramente fascinada por las vidas ajenas, en particular aquellas en las que casi nadie reparaba, la directora se caracterizó asimismo por su solidaridad para con diversas causas sociales.

 

Visiblemente embarazada de Matthieu, participó en la histórica manifestación del 8 de noviembre de 1972, en Bobigny, donde centenares de mujeres reclamaron su derecho al aborto, misma que recaudó cientos de célebres firmas, entre otras, las de Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, la actriz Delphine Seyrig y la de la propia Varda, que no fue la única mujer que nunca había abortado y que, en solidaridad, estampó su nombre, exponiéndose a ser arrestada. En sus testimonios, la cineasta define aquella violenta protesta como “lo más divertido que me ha sucedido”.

 

Fotografía, lectura y nouvelle vague

 

Agnès Varda, cuyo verdadero nombre era Arlette (la ciudad donde fue concebida) nació en Ixelle, París, el 30 de mayo de 1928, tercera de cinco hijos. Era muy bajita y conservó de por vida un corte tipo casquete. La guerra obligó a su familia a moverse de un lugar a otro. Varda adjudica a la herencia de su padre, tornero de profesión, su propia habilidad manual. Lo que entusiasmaba a la jovencita Agnès era la fotografía, y justo eso estudió. Se ganó la vida haciendo retratos para bodas, bautizos y fiestas navideñas.

 

Su primer cuarto de revelado, cuenta Rickey, fue un baño en desuso en cuyo bidé enjuagaba las fotos. Se empleó en un museo clasificando y retocando postales para souvenirs. A los veintidós años, habiendo leído a Virginia Woolf, se propuso encontrar no sólo una habitación propia sino otra adicional donde trabajar dignamente su fotografía, y ambas las encontró en una calle con el significativo nombre de Rue Daguerre, donde viviría los próximos sesenta y ocho años. Ahí, la joven fotógrafa soñó que sus imágenes suspiraban y adquirían movilidad. Esta súbita necesidad la llevó a colaborar en el teatro, experiencia que le permitió entender que un verdadero artista no se aísla en un estudio: busca sintonía con una colectividad ávida de cultura.

 

Del director Jean Vilar aprendió cómo dirigir y negociar con los actores. Mirando. Sólo observando aprendió a hacer cine, su cine. Le afligía, sin embargo, la certeza de no haber visto ni cien películas en toda su vida. Era, en cambio, voraz lectora, en especial de literaturas de vanguardia, lo cual funcionaría más a favor que en contra. Esto, y su relativa ignorancia en materia de cine, le permitió comenzar desde cero, crear un estilo muy personal que, con el tiempo, influenciaría a otros directores e inauguraría la llamada nouvelle vague.

 

 Varda, embelesada con Las palmeras salvajes, llevaba avanzado el que sería su primer largometraje, La pointe courte, con pujanza fundada en su lectura de Faulkner, en la que narraría en dos planos las historias de unos pescadores, interpretados por pescadores reales, y la de un matrimonio resquebrajado integrado por unos muy jóvenes Phillipe Noiret y Silvia Montfort.

 

“Cinescritura”, nombró su técnica. Había ya creado el icono de su productora Tamaris: un gatito atigrado, inspirada en su amor por estas enigmáticas criaturas, aunque carecía de distribuidora. Consciente de sus handicaps, se incorporó a las veladas de los jóvenes de la revista Cahiers du Cinéma (Truffaut, Godard, Resnais, Demy, etcétera), a los que escuchaba, sin interve- nir, absorta, sin tomar notas. Esos muchachos, tan jóvenes como ella, fungieron como su universidad de cine, retroalimentados, a su vez, por la primera película de aquella silenciosa y emprendedora joven.

 

La nouvelle vague

 

Expuesta La pointe courte en funciones privadas desde 1956, sin embargo es El bello Sergio, de Claude Chabrol, estrenada en 1958, la citada como impulsora de la nouvelle vague. Varda logró que el ya reconocido Alain Resnais le prestara dos sincronizadores de manivela. Le enseñó, además, cómo numerar cada fotograma y terminó montando La pointe courte, seducido por la audacia y el tesón de Agnès. Ver juntos al enorme Resnais, también conocido como La Esfinge, de casi dos metros, y a la chiquilla de un metro 52 centímetros, se volvió algo cotidiano, incluso se rumoró un romance entre ellos, cosa que una hija del cineasta confirmó.

 

Para 1958 ya Agnès había exhibido tres cortos documentales, género que le permitía mantenerse activa mientras surgía la oportunidad de trabajar en un largometraje. No pasaría mucho para rodar la que muchos consideran su obra maestra, Cléo de 5 a 7, protagonizada por la cantante y actriz Corinne Marchand, que aquí interpreta a una pop idol. La historia transcurre en dos horas, citadas en el título, durante las que la protagonista debe esperar el resultado de una biopsia, pero en vez de encerrarse se brinda la libertad de vagar por París y hablar con la gente común. Se trata del filme más dulce y precioso, visualmente hablando, que he visto. Cléo es un personaje diáfano, encantador, que corre una impensable aventura, temiendo que le sea decretado el final de su vida. Se siente como un musical sin serlo, tal es la cadencia con que transcurre la acción. Dicho filme se llevó a cabo gracias al apoyo de Carlo Ponti y Georges de Beauregard, que conocían el trabajo previo de la directora. Obtuvo una nominación a la Palma de Oro en Cannes, en 1963, pero ni siquiera eso solucionaría los problemas de Varda, cuyo perpetuo dolor de cabeza sería encontrar apoyo financiero y distribución para sus siguientes películas, por no mencionar los enormes sacrificios que cada filme entrañó.

 

El ultraconservador gobierno de Vichy nunca financiaría arte como el de Agnès. Esto no le impediría replicar el encanto de Cléo en Una canta, la otra no (1977), ésta sí un musical y un genuino himno a la sororidad. Varda obtuvo apoyos gubernamentales hasta el ascenso del socialista Francois Mitterrand (1981-1995), gracias a lo cual filmó la que para otros es su verdadera obra maestra, con una narrativa bastante inusual, Sin techo ni ley (1985), protagonizada por una muy jovencita Sandrine Bonnaire, que obtuvo múltiples reconocimientos, entre otros, algunas nominaciones al César, de las cuales ganó el de mejor actriz para Bonnaire, así como el León de Oro en Venecia.

 

Varda documentalista

 

La faceta como documentalista de Varda es asimismo impresionante. Mi favorito es Salut les cubains (1963), en blanco y negro y formato 35 mm, con el que la cineasta se suma a la celebración por el triunfo de la Revolución Cubana.

 

Realizado a través de fotos que capturó durante su estancia en la isla, celebra la música y el baile de Benny Moré, la literatura de Alejo Carpentier y brinda una suerte de espaldarazo a la novel directora Sarita Gómez, a quien retrata con una trenza cruzada al pecho, a modo de cartuchera.

 

Sarita dirigió una docuficción bastante aceptable, replicando la estrategia de su maestra francesa de usar personas comunes como actores, interpretándose a ellos mismos. Por desgracia, la cineasta cubana murió por un ataque de asma a los treinta y un años, justo durante la postproducción de este filme. Eché de menos la mención de esta directora en el libro de Rickey, nutrido de referencias a directoras europeas y estadunidenses.

 

Jacques Demy, Jane Birkin et al.

 

Tras una breve aventura con el actor Antoine Boursellier, quien interpreta al militar que ronda a Cléo, la joven Agnès queda embarazada y opta por conservar a su hija, Rosalie, quien, apenas dejar de gatear, se suma al equipo de asistentes improvisados de su madre. Algunos años más tarde, Agnès iniciaría una convivencia amorosa y profesional con Jacques Demy, director, entre muchas otras maravillas, de Los paraguas de Cherburgo, glorioso musical protagonizado por Catherine Deneuve, nominado al Oscar en lengua extranjera en 1966.

 

Juntos, Demy y Varda pasarían una larga temporada en Los Ángeles, de cara a la meca del cine. Demy dirigió una sola película, Model Shop (1969) sobre la que tenía un mínimo control (quería a un jovencísimo Harrison Ford como protagonista pero el productor le impuso a otro actor que se perdió en el olvido) y fracasó en taquilla.

 

Varda, por su parte, se volcó más al aprendizaje que a buscar oportunidades. Su único producto en inglés y made in L.A, fue una comedia tan densa como divertida titulada Lions Love (1968), con los protagonistas del musical Hair, James Rado y Gerome Ragni, y una de las musas de Andy Warhol, Viva, conocida por un par de películas pornográficas (“porno-chic”) dirigidas por el propio Warhol. El enigmático final de este filme nos presenta un speech de Viva, frágil y hermosa como virgen prerrafaelita, que podría interpretarse como una catarsis con respecto a su autopercepción antes de que Varda se empeñara en trabajar con ella, pese a carecer de la solidez de una verdadera estrella. En 1984, Viva realizaría una breve aparición en Paris, Texas, de Wim Wenders.

 

Las únicas superestrellas a las que Varda dirigió fueron Catherine Deneuve (Las criaturas, 1961, que algunos consideran “un fracaso”) y más adelante brindaría un nuevo aire a la carrera de Jane Birkin a través, primero, del emotivo documental Jane B. by Agnès V. (1988) donde la sex symbol anglofrancesa, universalmente conocida por interpretar junto con quien fuera su esposo, Serge Gainsbourg, una de las canciones más atrevidas de todos los tiempos, “Jet t’aime... moi non plus”, pero precedida por una carrera fílmica importante. Vemos llegar a una más que casual Birkin a su cita con Agnès en un bistró, quien comienza a filmar e inmortaliza el justo instante en que Birkin se ruboriza y desvía la mirada de la lente con timidez adolescente. En algún momento de este documental, que es el homenaje que hubiera deseado cualquier actriz, Birkin y Varda escenifican una graciosa recaudación de fondos a través de juegos de casino, para financiar la película que, se dice, parte de una fantasía erótica de la chica sexy de Blow-Up de Antonioni, con guión de Julio Cortázar (1966). Esta se llevó a cabo bajo el título Kung-Fu master (1988) y el hijo menor de Varda, Matthieu, interpreta al adolescente del que se enamora el personaje maduro de Birkin.

 

Apenas Demy y Varda retornaron de Estados Unidos, colmados de experiencias, fotos y anécdotas fabulosas, algo comenzó a resquebrajarse en su relación. Ella no ignoraba la bisexualidad de su esposo, lo cual no hizo menos dolorosa la ruptura cuando él se enamoró de un joven llamado David.

 

Lejos de albergar rencor contra Demy, fue su paño de lágrimas cuando David murió de sida y, posteriormente, se hizo cargo de él al manifestar la presencia del mismo virus. Entre ellos existía amor, así como un vínculo todavía más poderoso: mutua admiración. Volvieron a trabajar en equipo hasta la muerte de él. Entre otras cosas, Varda se encargó de realizar una retrospectiva de la filmografía de Demy, lo cual implicó restaurar algunos de sus más importantes trabajos. Posteriormente realizó la película Jacquot de Nantes (1991) que Demy, quien falleció en 1990, no alcanzó a ver terminada. Se aproxima a lo que hoy llaman “biopic”, aunque Varda captura un momento esencial en la vida de su compañero: el hallazgo de su vocación. Y todo descubrimiento conlleva un deslumbramiento.

 

Hijo de un mecánico, en cuyo taller todos cantaban ‒lo que pudo influir en la preferencia del director por los musicales‒, el niño Jacquot comienza a enamorarse del cine a través de filmes italianos y de Hollywood que proyectan en un cine de su barrio, para posteriormente buscar la forma de hacer sus propias películas a través de cámaras de juguete que evolucionan en cámaras semiprofesionales.

 

Varda intercala con imágenes de los filmes de Demy la narrativa de cómo el niño pasa del juego a la certeza de una vocación con la que su padre no está de acuerdo, así como comentarios del propio Demy, a quien Varda inmortaliza poro a poro, sin omitir los característicos eczemas parduzcos propios de su enfermedad. Varda recorre su piel rugosa, las raíces de su cabello, sus anárquicas cejas, como acariciándolo con la cámara. Hay en esos close-ups intensa familiaridad y profundo amor.

 

Ternura por el mundo

 

Tras la muerte de Demy, Varda continuó trabajando, negociando, cine-escribiendo y replicó a su fallecido esposo en cuanto a redactar una autobiografía titulada Varda por Agnès (1995). Se arriesgó a realizar otro tipo de trabajos artísticos, instalaciones y retomar la fotografía, todo lo cual la llevó hasta el MoMA de Nueva York. En esta tercera y última etapa de su carrera, la cineasta comenzó a recibir la atención y el reconocimiento que le había sido regateado. Fue una de las primeras directoras o directores en filmar ‒Los espigadores y la espigadora (2000)‒ con una cámara Sony Mini DV DCR que pesaba apenas un kilo, menos que su primera cámara de fotografías Rolleiflex, y la adoptó con el entusiasmo de una adolescente, a los noventa y un años de edad.

 

Entre los premios que recibió estuvo el César al mejor documental por Las playas de Agnès ‒la directora jugó con la estatuilla, como si hiciera pesas‒, el Leopardo de Oro de Locarno en homenaje a su trayectoria, un galardón por parte del Festival Cine Europeo, celebrado en Riga, Letonia; la Palma de Oro honorífica en Cannes y, en 2017, un Oscar honorífico que recibió de manos de la actriz y asimismo directora Angelina Jolie, donde su speech de casi siete minutos, salpicado de bromas, provocó aplausos y risas. Sin importar que Martin Scorsese se refiriera a ella como una diosa, Varda no hizo sino manifestar su ternura por el mundo, e hizo de ello el núcleo de su arte. Falleció de cáncer el 29 de marzo de 2019, habiendo concluido apenas la versión cinematográfica de su autobiografía.