EN CHINA, DONDE VIVEN LOS CHINOS...Por Cristina Fernández Cubas

 

1

 

      Tengo una poética en el cajón. O mejor, tengo varias. Pero no estoy muy segura de que sirvan. Mis poéticas se parecen mucho entre ellas, sólo que invariablemente, en el instante en que pongo punto final a un nuevo libro, siento como si de repente se hubieran encogido. Han quedado cortas, incompletas, truncadas... O eso creo yo, en un primer momento. Luego recapacito, releo, asiento... Y me digo: «Sí, eso es. Pero hay algo más...».

      A veces tardo mucho tiempo en averiguar en qué consiste ese «algo más» para el que no acierto a encontrar palabras. Otras, francamente, no lo averiguo nunca. Cada cuento ha emprendido un camino que sólo él conoce. Y aunque suelo reunirlos en una encrucijada y hablar de aventura, necesidad, viaje o conjuro, no ignoro que, en el mejor de los casos, me quedo a la mitad del recorrido. En alguna ocasión -siempre en voz baja- me he atrevido a aludir a «los oscuros secretos del alma», a citar a Pascal («La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan») o a señalar el cuento como género idóneo para navegar por aguas turbulentas y abandonar en una isla, a pan y agua, a los molestos policías de la sensatez, el juicio, el llamado «sentido común» o el recto discernimiento. El cuento, entre otras muchas cosas, es libertad. Posibilidad de burlar el reloj y modificar el mapa del tiempo. Con un equipaje obligado: la verosimilitud. Ese es el precio. Cuanto más alejado de la supuesta realidad se encuentre el cuento, más creíble y verosímil debe resultar. ¿Estoy hablando de «la verosimilitud de lo insensato»? Seguramente. Pero dejémoslo ahí. De momento.

 

2

 

      El cuento, a ratos, parece un organismo vivo. Un microcosmos autosuficiente que impone sus designios desde las primeras líneas y contra el que no cabe cualquier intento de resistencia. Se diría que sólo él conoce sus propias reglas, no ya las generales -a las que todos podemos llegar con sólo meditar un poco- sino las específicas, las aplicables a cada caso, a cada historia, mucho antes de que lo hayamos concluido. Por eso solemos acercarnos con cautela, hablar de esfericidad, de mecanismo de relojería, de punto de arranque, de intensidad, de concisión... sabiendo que no agotamos, ni de lejos, el extenso inventario de atributos. Porque el cuento es también un género escurridizo que se nos escapa de las manos a la menor ocasión; un género en el que vale tanto lo que se dice como lo que se oculta; un género en el que, muy a menudo, se cuenta sobre todo lo que se oculta. Quizá sólo se trate de permanecer atentos, y la voz, que empezó siendo nuestra pero que ya no nos pertenece, se encargará de expulsar lo que no le convenga. Aunque, a veces, ese mecanismo de relojería se convierta en un auténtico detonador de bomba. Y nuestro cuento, pese a todos los esfuerzos, termine explotando irremisiblemente. Cuando esto ocurre, no es raro que, entre asombrados y armados de paciencia, constatemos al cabo de un buen rato que el detonador no está en la historia, que el lenguaje es conciso y el punto de vista adecuado, que los elementos de inquietud han sido sabiamente dosificados, que posee, en fin, todos los ingredientes de un buen cuento... Pero no lo es. Porque inexplicablemente hemos equivocado el tono.

      Confieso que no sé cómo se encuentra el tono, cómo se le invoca cuando no aparece, o cómo se produce esa fusión o milagro que nos lleva a creer, exageradamente o no, que de todos los caminos para contar una historia hemos optado por el único. Pero sí sé reconocer al instante cuando no se ha producido. El tono, cada vez más, me recuerda a aquel fantasma que, cansado de permanecer durante siglos en el mismo castillo, junto a varias generaciones de una familia que ya no le hace el menor caso, decide tomarse unas vacaciones y recorrer mundo. Nadie reparó en él mientras estaba. Ahora, en cambio, todos echan en falta su presencia.

 

3

 

      Dije antes que el cuento, a veces, parece un organismo vivo. Pongamos un cuento junto a otro, y a otro y a otro... y comprobaremos que no sólo lo parece, sino que lo es. Me refiero a cuentos de un mismo autor o, mejor, a los cuentos de un mismo autor que juntos configuran un libro. No es tan sencillo, ni el resultado «libro» se deriva automáticamente de la suma arbitraria de una serie de cuentos, por excelentes que estos puedan ser uno a uno, por separado. Entran aquí una serie de factores, una atmósfera, una particularísima unidad, un orden... A veces ese orden -a menudo interno, personal, misterioso, pero de claros efectos en el resultado «libro»- surge por sí mismo. Otras no. Pero es muy fácil reconocer cuando todavía no se ha dado. Se diría entonces que los cuentos no se encuentran del todo a gusto en el espacio que se les ha asignado, que se revuelven inquietos reclamando algo más o algo menos, y que, aunque no lleguen a devorarse entre ellos, sí se molestan, se entorpecen, se ensanchan o se contraen como amebas. De todo este festival celular más de una vez sale despedido uno, medio asfixiado, opacado por las pretensiones expansionistas de los otros, aunque -cosa curiosa-, de nuevo en solitario, recupere de inmediato sus posibles virtudes. ¿Y qué pasa entonces con los otros? Puede ser que el libro esté ya ahí, que esas unidades autosuficientes, pero piezas al cabo de una unidad superior, se encuentren al fin a sus anchas. O puede ser que no. El orden no es nunca una casualidad. Surge o se encuentra. Pero allí está. Como el armazón, la carcasa de un barco. Y aunque el lector, asistido por todos los derechos del mundo, inicie su andadura como le venga en gana, empezando por popa, terminando en proa, o pasando caprichosamente de un camarote a otro, lo hace siempre sobre la superficie de un buque de cuya estabilidad, resistencia o distribución de las estancias, el autor -constructor, armador y también estibador- es el único responsable.

 

4

     

      Vuelvo a la verosimilitud. Al cuento aislado. Al obligado equipaje para adentrarnos en aguas turbulentas, en arenas movedizas, en territorios desconocidos. El cuento tradicional lo tenía claro. No necesitaba esforzarse «Érase una vez...». «Hace muchos años...», «En un país remoto...». Ahí estaba la espita, el resorte, la fórmula infalible. La vaguedad sobre el tiempo y el espacio -contenida en poquísimas palabras -preparaba al lector para asistir a un desfile de prodigios, impensables en su mundo cotidiano, aceptables, en cambio, desde la convención de que todo sucedió «hace mucho tiempo» o en «lejanos» lugares de imposible localización geográfica. A menudo oportunas precisiones no hacían más que agrandar distancias. «En aquellos tiempos en que los animales hablaban...» (Las mil y una noches), por ejemplo. O también: «En aquellos tiempos pasados en los que el desear todavía servía de  algo...» (Grimm). Pero de todos esos inicios aplastantes, que nos introducían sin rodeos en la irrealidad o en la fantasía, hay uno que, por curioso, no me resisto a dejar en el tintero. Pertenece a «El ruiseñor» de Andersen y dice así:

 

      «En China, donde viven los chinos, todos, incluso el emperador, son chinos.»

 

      Recuerdo aún mi sorpresa en la primera lectura de «El ruiseñor». Un estupor infantil. «¡Qué tontería!», pensé entonces. Pero, con los años, ese singular arranque en que la evidencia, lo sabido, lo que parece lógico y previsible, se nos presenta como una rareza, ha terminado por cobrar un puesto relevante en la memoria. Y pienso ahora que tal vez, desde Poe, los cuentistas actuales no hagan otra cosa que vivir en China. Una China llena de chinos donde (hasta el emperador) es chino. Una postal tranquilizante en su uniformidad. Una fotografía que trasluce orden, normalidad, armonía... Hasta que algo, de pronto, se introduce en ese escenario inmóvil. En la cotidianeidad. En el día a día. La postal se resquebraja. La fotografía se cuartea. Si nos ayudamos de una lupa descubrimos un montón de grietas en las que antes no habíamos reparado... Pero están ahí. Por un momento al menos. Tal vez sólo el tiempo en que lo extraordinario o lo imprevisto se ha paseado por las páginas del cuento. Después todo vuelve a su lugar. Los chinos -con su emperador al frente- retoman sus puestos. ¿De nuevo la normalidad? No estoy segura. Más bien la apariencia de normalidad. Y nada tan prudente -y realista-como acostumbrarse a desconfiar de las apariencias.