Ilustración de Daniela GaravitoEste texto de Alejandra Pizarnik (encontrado sin fecha cierta de escritura en tres páginas escritas a máquina y corregidas a mano), abre el volumen Una traición mística que acaba de publicar Lumen y donde se reúne una selección de sus mejores textos en prosa, extraídos a su vez de sus Prosas completas. La pieza es una muestra perfecta del sustrato poético de su prosa, de los temas que obsesionaban a la escritora y de la densidad simbólica de su mundo literario.

 

Juego tabú

 

Por Alejandra Pizarnik

 

Ante todo una mancha roja, de un rojo débil pero no sombrío y ni siquiera opaco. La mancha configura un sombrero colorado que se inserta en el color arena húmeda del suelo compuesto por tres tablas de madera.

 

El conjunto –sombrero rojo y madera ocre- relumbra igual que en algunas iglesias umbrosas el manto de la Virgen. Fulgor mediocre que resplandece por obra de la oscuridad vecina.

 

El desconocido dueño del sombrero podría ser un niño que, asomado a la ventana, está jugando con una máscara. Tampoco es improbable que alguien, otro niño, huyera del lugar a fin de no ver la escena de la ventana. En la fuga habría dejado caer su sombrero, y así, la mancha roja que está más acá de la ventana sería el sombrero de un ausente temeroso del recinto cuyo emblema es la conjunción de Eros y la muerte.

 

Las tablas de madera y las manchas rojas relumbran en un primer plano desierto con señales de ausencia. Se trata, evidentemente, de un anuncio del otro y verdadero primer plano, o sea el interior visible por la ventana, en donde brilla una luz apenas suficiente para iluminar una escena signada por el ocultamiento más ambiguo. El corazón del espacio es, aquí, la ventana de una choza en ruinas.

 

La escena reúne cuatro personajes infantiles en un recinto diminuto delimitado por un marco oscuro. La pareja del fondo se entrega a juegos eróticos. El niño, tan borroso que aparece despojado de rasgos, apoya su hermosa mano cerca del pubis de su compañera, la que se encuentra en medio de un salto eróticamente ambiguo. También ella, pero más aún que el niño, carece de figura. Una toca blanca, semejante a la de una religiosa, le oculta la cara y los cabellos. Esa niña poco visible aunque nada misteriosa evoca cierta imagen de la muerte con velo blanco que llaman la velada.

 

Otro niño y otra niña hay delante de esa alegre pareja. El niño parece querer adherir a su cara una máscara que representa un rostro viril, adulto y muerto. La mano del niño, ocupada en fijar la máscara a su rostro, es innoble, y, en armonía con la máscara, algo muerta. El niño forcejea con la máscara con el visible fin de apropiarse del aspecto de un muerto o, lo que es igual, de la muerte. A la vez, su mano casi muerta atenúa la impresión de forcejeo violento. No, el niño no se estremece paroxísiticamente para enmascararse de muerto; sólo quiere mantener la máscara fijada a su rostro. Pero también, y sobre todo, parece que su afán consiste en ver qué se ve a través de ella, como si los ojos ausentes de la máscara fueran de otro mundo. Y lo son, en efecto. Y más aún: las vacías órbitas negras son el primer rasgo de muerte que muestra esa trivial y aterrante máscara.

 

Al lado del pequeño enmascarado hay una niña entregada a una contemplación indefinible: mira el afuera como lo miraría un animal. Su carita es muy fea, se parece a la de una joven muerta. Dueña de una serenidad bestial, se muestra del todo indiferente a su vecinito.

 

Los cuatro niños emergen de una oscuridad densa, consistente, al extremo de creer posible cortar con un cuchillo tanta sombra.

 

La oscuridad no es negra. Color de sombra de una pared vieja y a la vez, color inofensivo que acepta la invasión de colores de los cuatro minúsculos seres. El azul, el lila el verde, el encarnado y el blanco dominan una oscuridad que reina para revelar los colores de los pequeños visitantes de la ruina.

 

La luz es originaria del lugar exterior que no cesa de mirar la niña de cara de animal luciente. La máscara de muerto brilla como un sol. Y no lejos, hay la extraña luz de la mancha roja que sería el sombrero de un presunto fugitivo.

 

Más que la luz, perturba la fusión del movimiento (los niños lascivos) y de quietud (el gesto paroxístico del niño de la máscara aparece como esculpido; la misma inmovilidad hay en los ojos de muñeca de su vecina). Los rasgos de la máscara son impasibles y tensos, como si integraran una escena de inmovilidad desmesurada. Los labios de la máscara son el signo distintivo de una sensualidad frenética e inútil. Cabe preguntarse para qué se manifiestan los furiosos deseos resumidos en esos labios, si lo más probable es que el niño emitirá gritos a través de ellos para asustar a sus compañeros.

 

Los labios de la máscara o la nariz descomunal o su color borra de vino son figuras insuficientes  en comparación con los ojos, órbitas vacías, oquedades negras. Por ellos todo entra y cae en la ausencia. Por esos huecos negros, la máscara es idéntica a la del rostro de un muerto, el cual es idéntico al de una máscara. Y es ésta la máscara con la que un niño quiere cubrir, con ardor incomprensible, su cara viviente. No es que quiera ocultarse detrás de un rostro ajeno sino detrás de un rostro ocultado en sí mismo.

 

Tal vez el niño de la máscara ha visto a sus compañeros y no los aprobó, y decidió, por tanto, desaparecer y convertirse en el embozado, el velado, el larvado. Se disfrazó de demonio de la muerte. Sea por error, sea para adquirir poder. De cualquier forma, es una aterradora figura condenada a la soledad perpetua.

 

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Alejandra Pizarnik: ¿La escritura o la vida?

 

Por Tina Suarez Rojas

 

Desde la lejana Rovno hasta el puerto de Buenos Aires, un modesto matrimonio de inmigrantes judíos rusos, los Pozharnik, dejan atrás y para siempre tierra, costumbres, idioma, y la propia naturaleza de su apellido; por dificultades en la expresión escrita quedarán registrados en adelante como Pizarnik, una vez ubicados en el suburbio bonaerense de Avellaneda.

 

Dos años después de ese 1934 y en el mismo mes de abril en que arribaran a la Argentina sus padres, nace Flora Alejandra Pizarnik. Que el mundo se prepare.

 

Buma en la infancia familiar; Blímele en la escuela judía; Flora en la juventud argentina; Sasha en las fantasías rusas; Alejandra en su escritura, Alejandra en sus transgresiones, Alejandra en sus voces. Alejandra Pizarnik risueña, contradictoria, deliciosa, terrorífica, humana, extravagante, vulnerable, fatal. He aquí al bichito, al hermoso bicho. Aquí Alejandra1, uno de esos entrañables seres indigentes que se jugaron, que se juegan, la vida con los peligros del poema, desde los lúcidos atajos del insomnio, para quedarse o salir huyendo, para ponerse en riesgo y tomar posesión así de las palabras que hagan posible el silencio que falta fuera del papel, de los versos, de los espacios en blanco, de los puntos y las comas. Para ponerse en riesgo sí, porque no debe de haber otro lugar más bello donde dejarse morir.

 

Morbosamente embelesada, camino de lo Absoluto, al borde de la abstracción, llevando sólo consigo «condensaciones de angustia, de sed devoradora» en palabras de Olga Orozco2, Alejandra Pizarnik hace frente al lenguaje, a la búsqueda de la palabra definitiva que enuncie, contenga y en la que concluya la realidad que no es capaz de decir. Esta tensión metapoética, obsesiva al mismo tiempo, recorre toda su obra: trascender, remontar la vida desde el cuerpo del poema hasta el punto de caer, consciente o inconscientemente, en la mágica «confusión de lo real con lo poético»3. Cuando la palabra exacta se torna inalcanzable —porque al final los nombres resultan ser sombras con máscaras— surge la idealización del silencio, todo un espacio: si no existe lenguaje que dé forma a la palabra tiene que haberlo para el silencio. Respecto del silencio es significativa la confesión que por carta hace la autora al poeta paraguayo Miguel Ángel Fernández a propósito de un verso suyo que le gustó especialmente:

 

    Y cuando llegué a este verso suyo: El Silencio no es la mudez, es la Casa de la Palabra me alegré, por usted, por mí, porque esta verdad tan compleja de pronto se presentaba con una evidencia fulgurante, sencillísima y sabia a la vez.4

 

Dar con la palabra precisa refleja la angustiosa necesidad de profundizar detrás de lo aparente y tocar su quintaesencia sin salirse del poema. Habitarlo y cohabitarlo como tierra prometida, el poema es el medio de llegarla lo que A. Fontenla denomina «los sentidos ocultos del amor y la infancia, de la muerte y del miedo, o de la soledad»5. Admirable es la capacidad de la poeta para expresar una imagen de perfecta concisión, eliminando incluso signos de puntuación como parte superflua del texto así como cualquier tono que degenere en sentimentalismo. Antes bien, la atmósfera que rodea sus pequeños fuegos suele ser ambigua, mezcla de trágico erotismo, de irónico, apasionado testimonio de experiencia límite.

 

La persistencia del silencio en la obra de Alejandra lleva a Susana Haydu a afirmar que «cuando le falta el orden simbólico del lenguaje, Pizarnik hace una regresión que le lleva al silencio y equivale a su impasse suicida»6. Tal vez no sea ésta la ocasión propicia para tratar de establecer un estudio de correspondencias entre los referentes poéticos de ‘suicidio’ y ‘silencio’, sin embargo no está de más recordar que bajo el atractivo vocablo ‘suicida’ se dejó hechizar más de una vez la poeta argentina. Este es un ejemplo de tantos:

 

    ¿Y cómo es posible desdeñar el conflicto no poco suicida que cada uno de nosotros mantiene con el lenguaje?7

 

Es precisamente ‘suicida’ el singular calificativo —a nuestro juicio acertado— que Frank Graziano atribuye a la obra de Pizarnik para advertir la supremacía del tema de la muerte en sus poemas, que además sostuvo su visión, dio forma a su arte y definió sus restantes perímetros temáticos. Ahora bien, el hecho de que el suicidio de Alejandra coincida con el de su obra sólo da lugar a que sus poemas queden «autenticados», en expresión de Graziano, de manera retrospectiva y adquieran validez en función de las circunstancias a las que remiten, esto es, compulsando textos poéticos con vida real, para aplicar de forma final una mala estrategia de lectura que hace que la tragedia personal de la autora parezca la veraz comprobación de lo plasmado en la página. A este tipo de enfoque lector, Graziano lo llama «perspectiva post mortem». Partir de la misma supone entrar en una polémica inevitable. Es desde esta óptica macabra desde la que Perla Schwartz, con escasísima fortuna, pretende justificar de modo aberrante la muerte de Pizarnik: «Hermética ante su propia desesperación, el suicidio fue la única posibilidad de recobrar la lucidez perdida (…) Prisionera de sí misma, acorralada por sus fantasmas no pudo sobrevivirse (…). La poesía fue el exorcismo que le permitió vivir temporalmente, de lo contrario mucho antes hubiera partido. (…) Desembocó en un necesario suicidio para sobrevivirse en el éxtasis tras haberse dado muerte a sí misma, para vencer su exilio interior, por no encontrar un lugar en el mundo terrestre (…).8

 

No, por favor, así no. Vana resultaría la pretención de desmentir —nada más lejos de nuestra humilde intención— las declaraciones de sus coetáneos, de sus amigos más íntimos que son los que todavía hoy reconocen en Alejandra ese empeño que tuvo de vivir en la literatura, sobrevivir desde la poesía, trasponer la escritura a la vida, dejarse mediatizar por su propia obra y suplantar a la persona por la autora, por el personaje que ella misma poetizaba y quería hacerse, llevada de su gusto por el malditismo, la marginalidad y la heterodoxia, las actitudes bovaristas, la atracción de los excesos (recuérdense sus grandes divos, casi todos escritores de la (auto) destrucción: Nerval, Lautréamont, Baudelaire, Rimbaud, Kafka, Holderlin, Gunderode, Potocki, Sade…). Todo esto está muy bien para los que prefieran las novelerías a las novelas de un escritor, con perdón del atrevido comentario, pero de lo que se trata es de no incurrir en el error facilón de la señora Schwartz, al menos en el caso de la autora que nos atañe… ¿Y el poder subversivo de sus poemas?, ¿y el talento de la persuación, el don de «fingimiento» que alegaba el maestro Pessoa? Se nos antoja relevante la contundencia con la que Ana Becciú, poeta y amiga también de Pizarnik, echa abajo todo este tipo de interpretaciones equívocas: «como si el hecho de morirse antes de la edad natural, permitiera sacar la conclusión de que todos sus poemas no han hecho —ni harán otra cosa— que anunciar esa muerte. Me parece que un poeta no tiene necesidad de andar escribiendo tanto y después morirse a fin de que los comentaristas den con la explicación de lo escrito. (…) Regalo para lectores, seguramente, me suicido para que entiendan lo que escribo.»9

 

La obsesión de la palabra, el horror a la limitación del amor, la fascinación por la muerte —que Enrique Molina hace derivar de la fascinación por la infancia perdida10—, la imposibilidad de esa infancia irrecuperable, y la presencia de la soledad, todo ello desde la ambientación onírica, la pincelada surrealista y la musicalidad abstracta, bien pudieron ser materia poética de sus textos, pero gozados y/o padecidos desde sus escritos, y siempre con una intencionalidad estética muy marcada debido al acusado sentido del perfeccionismo que se reconocía en sí misma. Y es que la poesía de Alejandra, lejos de cualquier azar iluminador, revela una rigurosa elaboración en la construcción textual, fundamentada sobre todo en una imaginería dialéctica, dialéctica de metáforas, paralelismos antité- ticos, oxímoron, juegos especulares en los cuales la palabra no es gratuita, no existe expresión de más ni de menos si no es con un seleccionado valor semántico, e incluso fónico, en cada uno de sus emblemas. Por otro lado, la apariencia formal, especialmente de los poemas en prosa, presenta un predominio de proposiciones sintácticas inconexas, fragmentadas, disonantes y tamizadas de delirio.

 

Nada más revelador para entender la suya que las consideraciones que hace sobre la poética de Matosa D. G. Medicis en otra carta a Beneyto:

 

    No apela a toda su persona para escribir. Fantasea —y siempre hay imágenes lindas— y fantasea pero no tiene conciencia del cuerpo del poema, ni de la rigurosa lucidez que vale la pena poner al servicio de los tesoros provinientes del inconsciente inspirador u «otra voz o lo que fuere (…)11

 

La brevedad de algunos de sus poemas al igual que los abundantes espacios en blanco entre verso y verso adquieren un carácter plástico, lo cual no es de extra- ñar si tenemos en cuenta su pasión por el arte pictórico y la enorme influencia que éste ejerce en su obra: dos de sus libros llevan el título de pinturas de Jerónimo Bosco, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical. Alejandra no sólo escribe los poemas, los dibuja en una especie de ceremonial de trabajo:

 

    (…) adhiero la hoja del papel a un muro y la contemplo; cambio palabras, imprimo versos. A veces, al suprimir una palabra, imagino otra en su lugar, pero sin saber aún su nombre. Entonces, a la espera de la deseada, hago en su vacío un dibujo que la alude. Y este dibujo es como un llamado ritual (Agrego que mi afición al silencio me lleva a unir en espíritu la poesía con la pintura (…)12

 

Jardines y bosques; incendios y sombras; juegos y trampas; futuros desastrosos y nostalgias inciertas; transparencias y desgarros; voces, vientos, muros, paredes, animales, lilas, cenizas, espejos deformes, ausencias corpóreas… conforman la cosmovisión, el ideolecto poético de la autora, todo un código de realidades cuyo sentido está en su propia forma. También abundan las visiones de sí misma y de «la otra», recreando y reencarnando, casi siempre a la luz de la noche, a la sonámbula, la hermosa autómata, la pequeña muerta, la princesa, la leprosa, la amazona… No hay cabida en los poemas para referencias a una realidad de características anecdóticas sino de expresiva subjetividad, y en los que el fenómeno intertextual es frecuente con autores contemporáneos en su mayoría franceses. Bretón, Michaux, Artaud, Jouve, Bonnefoy, que por otra parte tienen mucho que ver con su escritura.

 

Definitivamente, en los poemas de Pizarnik, la mirada poética, la intuición estética del lector es el vehículo idóneo para acceder no ya a lo que el poema significa sino a su manera de significar. Porque descubrir claves estéticas o contextúales, ya sabemos, no garantiza el conocimiento del texto.

 

Como bien resume Florinda G. Goldberg, los aná- lisis de la poesía de Pizarnik privilegian dos aspectos: la temática existencial (prescindiendo de o incorporando el referente biográfico) y su preocupación por el lenguaje»13. Adentrémonos pues en esta obra: La tierra más ajena (1955); La última inocencia (1956); Las aventuras perdidas (1958); Árbol de Diana (1962); Los trabajos y las noches (1965); Extracción de la piedra de locura (1968); Los poseídos entre lilas (1969); La condesa sangrienta (1971); El infierno musical (1971); Textos de Sombra y últimos poemas (postumo, 1982); comprometerse es el mayor gesto de amor hacia el artista y hacia su arte, y asumámosla como revelación de una experiencia, pero no necesariamente biográfica sino nacida «de una serie de instantes en cada uno de los cuales se da el ser plenamente»14.

 

Redescubramos a la extraordinaria poeta, eso sí, sin apiadarnos de ella; resultaría absurdo apiadarse de alguien que supo perfectamente jugar al ajedrez contra el infinito.

Datos biográficos

 

Flora Alejandra Pizarnik nace en Buenos Aires el 29 de abril de 1936. Cursó sin completarlas las carreras de Filosofía y Letras y Periodismo en Buenos Aires, y llevada por su afición a la pintura y el dibujo ingresa en el taller del maestro de origen catalán Juan Batlle Planas, aunque por poco tiempo; la dedicación a la poesía es mayor y termina por absorberla.

 

Durante la década de los cincuenta se afilia a la bohemia porteña y frecuenta la casona del poeta Oliverio Girondo en cuyo salón suele congregarse casi todo el Buenos Aires literario. Conoce y traba amistad con los célebres grupos de Poesía Buenos Aires y Sur. De 1960 a 1964 vive en París donde trabaja para diversas publicaciones y traduce a Michaux, Artaud, Cesaire, Bonnefoy… y también del ruso. Se permite atender estudios de Historia de la Religión y Literatura Francesa Contemporánea en la Sorbona. Marca un sello amistoso, que duraría hasta su muerte, con Paz y Cortázar y también con otros escritores extranjeros como Ítalo Calvino o Pieyre de Mandiargues.

 

En 1969 se le otorga la Beca Guggenheim y en 1971 la Fulbright a la que renuncia por problemas de salud.

 

El 25 de septiembre de 1972, una semana después de abandonar la clínica psiquiátrica donde se restablecía, telefonea a algunos amigos para compartir velada. Debido a distintas causas ninguno puede acompañarla. A la mañana siguiente, por sobredosis en la ingestión de barbitúricos, su cuerpo es descubierto definitivamente dormido, en aquel apartamento de la calle Montevideo, pequeña guarida entre cuyos muebles y paredes, reproducciones de pinturas, láminas de dibujos suyos, fotos de poetas de ayer, hoy y siempre, miniaturas de animales e insólitas muñecas, Alejandra Pizarnik edificó su mundo más íntimo.

 

Notas:

1- Aquí Alejandra es el título del poema homenaje que dedica Julio Cortázar a la poeta tras conocer la noticia de su muerte.

2- Beneyto, Antonio, «Alejandra Pizarnik. Ocultándose en el lenguaje», 1983.

3- Graziano, Frank, «Una muerte en que vivir», en Alejandra Pizarnik, Semblanza, p. 12,1984.

4- Fernández, Miguel Ángel, Carta de Alejandra Pizarnik, 1996.

5- Poncela, Alejandro, «Introducción» en Alejandra Pizarnik, Poemas, pp. I-Vl 11.1982.

6- Haydu, Susana, «Persistencia de la voz poética en Alejandra Pizarnik», 1992.

7- Beneyto, Antonio, «Cómo conocí a Alejandra Pizarnik: Cartas inéditas y poemas de Sombra», 1992.

8- Schwartz, Perla, El quebranto del silencio, pp. 95-101, 1989.

9- Becciú, Ana, «Alejandra Pizarnik; Un gesto de amor», 1984.

10- Molina, Enrique, «La hija del insomnio» en Alejandra Pizarnik, La última inocencia y Las aventuras perdidas, 1976.

11- Beneyto, Antonio, art. cit.

12- Pizarnik, Alejandra, «El poeta y su poema», 1963.

13- Golberg, Florinda G..Alejandra Pizarnik: «Este espacio que somos», p. 16, 1994.

14- Pezzoni, Enrique, «Alejandra Pizarnik: la poesía como destino», 1986.