Temporada de huracanesTemporada de huracanes: los muertos, las muertas y la muerte

Por Ernesto Bottini

 

            Si es cierto que cada nueva generación de autores mexicanos tiene que establecer su especial forma de diálogo con Pedro Páramo, no es menos cierto que los nacidos a partir de los años ’70 también tienen que incluir en ese diálogo a Las muertas. La narrativa mexicana, por tanto, puede pensarse como un coloquio en el que el orden del día propone, de partida, un puñado de temas cuyo análisis se impone actualizar.

 

            Temporada de huracanes (2017), la segunda novela de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), irrumpe en este coloquio con una potencia poco frecuente; es tan extraordinaria su fuerza, de hecho, que uno tiene la inmediata sensación de estar ante un texto destinado a convertirse en un «clásico». Esta fuerza proviene de una enunciación transida que, por medio de una prosa que no deja al lector tomar aliento, arrastra la mirada por el pedregoso terreno escatológico de las pasiones, la violencia y la precariedad más pavorosas. La firmeza rítmica de su oralidad mesmerizada, y la capacidad de persuasión sintáctica de sus imágenes, funcionan como un motor de sinestesias alimentado con humores y viscosidades, excreciones, chillidos, murmullos y pigmentaciones de amplio espectro; su discurso es un miasma de oxidación corrosiva para la imaginación del lector.

 

            Aquí no hay nada que escape a la lógica del condicionamiento socioeconómico. Todo lo que existe está atravesado, y por ello contaminado, por las circunstancias materiales: las supersticiones, las relaciones personales, los sentimientos… No hay metafísica, no hay trascendencia. Todo se rige desde la más estricta miseria estructural. Esto no quita, sin embargo, que Temporada de huracanes sea, también (o sobre todo), una novela de amor, al menos en el sentido en el que Pedro Páramo y Las muertas son, también (o sobre todo), novelas de amor.

 

            Melchor pone a trabajar en su novela toda la gama icónica del mal, pero nunca como un pathos determinista, sino como la caída en desgracia de psiques estresadas (por la pobreza, las drogas, la masculinidad vitriólica, la cultura de la violación) que o bien identifican erróneamente a los agentes de sus expiaciones o son abducidos por la narrativa seductora del psicopompo, por el relato frenopático de lo demoníaco.

 

            El coloquio de la narrativa mexicana gira en torno a unos temas seleccionados de manera nada caprichosa, en puritita sintonía con la realidad, permítaseme el optimismo categorial, «compartida». Pero también obliga, para mantenerse vivo y operativo, para sostener su autoridad, a abordar esos temas desde ópticas formales también actualizadas. Sin maniqueísmos ni paternalismos ni melodramas ni artificios inasumibles: Temporada de huracanes está hecha con un instrumental retórico y un material mórbido calibrados con una madurez artística asombrosa.

           

            La traducción de la novela al alemán, a cargo de Angelica Ammar, ha tenido una acogida entusiasta, tanto de crítica como de público, reflejada en la concesión de dos importantes galardones en 2019 para su autora, el Premio Internacional de Literatura y el Premio Anna Seghers. ¿Responde este entusiasmo al siempre sospechoso exotismo, capaz de convertir la purulencia representada en la novela en materia de gozo estético? Cuál sea el elemento nutricio de esta fascinación parece ser un asunto más propio de analizar por la psicología social o la antropología cultural que por la crítica literaria. O quizá no, quizá la razón sea simplemente que estamos ante una novela excepcional.

 

Reseña publicada originalmente en la revista Otra Parte. Enero de 2020.