Juan BenetEn las numerosas películas sobre la batalla del Atlántico, en cualquiera de las guerras mundia­les, siempre había un momento en que —por lo general por el lado derecho de la pantalla— aparecía la temible proa de escualo del submarino navegando en inmersión, envuelto en la azulina transparencia y el insondable silencio de las profundidades oceánicas. Sin apenas transición ni casi conciencia y sin moverse de su butaca el espectador pasaba de estar arrellanado en la confortable poltrona de un club londinense o de pasear por la cubierta de un mercante a codearse con las estrellas de mar y los pulpos, considerados desde siempre como lo más prototípico de los fondos ma­rinos, así como también los buzos —aquellos buzos de antes, con escafandra esférica, traje Michelin, nu­merosos cables y un hacha en la mano, tan distintos de los hombres rana de hoy como los varones de Cro­Magnon lo son de los actuales ejecutivos multina­cionales. El espectador es trasladado de un medio a otro a voluntad del guionista (o del cámara) no sólo sin que pueda hacer nada por evitarlo sino —a poco bien que esté montada la película— con una com­placencia muy justificada por parte de quien, por un precio fijo, es transportado a escenarios muy diferen­tes y distantes a fin de gozar de la mejor comprensión de la narración fílmica.

 

En principio ninguna regla se opone a este permanente trasiego del espectador que gracias a la cámara puede situarse en un lugar privilegiado, con frecuencia inaccesible a los prota­gonistas de la aventura, como en el caso del subma­rino visto en un escorzo vedado tanto a su tripulación como a la del destructor enemigo que desde la super­ficie trata de localizarlo y sólo autorizado a estrellas, pulpos y buzos. Tal amplitud y variedad de perspec­tivas se pone todavía más de manifiesto cuando tras contemplarlo por fuera la cámara se introduce en el interior del submarino, aislado del mundo exterior y carente de toda visión por la inmersión a todo lo que permiten los manómetros que el comandante ha ordenado para eludir los efectos de las cargas de pro­fundidad. Ni siquiera se ve el peligro que se percibe por el inquietante blip-blip del sonar que, tras un intolerable crescendo cuya apoteosis culmina con las terribles sacudidas de las cargas, sólo cuando se des­vanece permite suponer que la amenaza ha pasado.

 

Con todo, semejantes cambios de puntos de vista —tan bruscos y exagerados como quiera el guio­nista— no dejan de obedecer a ciertas reglas. En primer lugar tienen que ser, por así decirlo, tan naturales como para situar al espectador en un lugar instantá­neamente inteligible. No se admite, por ejemplo, con­templar al submarino y al destructor en el mismo plano, separados por la línea de la superficie, en el que se proyecten los dos medios, el aéreo arriba y el marino abajo. Sería demasiado abstracto y artificioso. Se admi­te que la cámara se sitúe en el ojo del pulpo pero no en el de la inteligencia proyectiva capaz de trazar una sec­ción transversal de aire y mar. Hay además determi­nadas convenciones que se respetan siempre. En una bastante reciente y no desdeñable película americana de la serie negra, cuando el protagonista viajaba de Nueva York a Los Ángeles en pantalla aparecía un avión que se movía de derecha a izquierda y cuando aquél volvía de Los Ángeles a Nueva York el avión lo hacía en sentido contrario. La cámara había adopta­do el punto de vista no del observador de la Tierra des­de el espacio sino del observador del mapa habitual de América con el polo Norte arriba y el Sur abajo. Con sólo haber invertido la posición convencional de los polos sobre el papel el avión habría tenido que mo­verse en los sentidos opuestos. Y más aún, si en lu­gar de situar los polos en el eje vertical el artificioso guionista los hubiera colocado en el horizontal, el vuelo a California habría resultado una caída en picado en tanto la vuelta de aquel paraíso de las multinacio­nales quedaría representada como una subida a los cielos. Rupturas convencionales que con frecuencia ha practicado el literato, y el pintor, para enriquecer la representación con un contenido simbólico.

 

Los cambios de punto de vista han sido apro­vechados por el arte literario desde todos los tiempos y gracias a ellos el lector se ve situado dentro de los muros de Ilión, en el campamento de los aqueos, entre las cumbres del Olimpo o en las tinieblas del Hades, siguiendo los antojos del bardo. Si el punto de vista se deslocalizara en su totalidad y se pudiera desplazar hacia el lugar soñado por «el espectador de Gauss», un lugar cualquiera del universo que no puede ser nin­gún lugar particular del universo para registrar desde allí lo que es fijo y cómo se mueve lo que se mueve, lo único que llegaría al ojo serían las leyes que rigen el cosmos. Por eso tanto la ciencia como el arte literario se han afanado por alcanzar el punto ocupado por «el observador de Gauss» y de ahí ha nacido el mal llama­do y poco simpático autor omnisciente, el que lo sabe todo o al menos todo lo que le interesa y desea trans­mitir al lector que comparta su punto de vista. Esa incómoda pareja se ha visto incrementada en los últimos tiempos gracias a los descubrimientos del profe­sor Wayne Booth que con su lector implícito, el narra­dor, el narratario, el autor, la instancia creadora y otros saludables fantasmas ha convertido lo que hasta an­teayer parecía un acto solitario en un fenómeno de masas. Gracias a los numerosos seguidores universita­rios del profesor Wayne Booth, afectados de fiebre de­mográfica, el último censo arroja nada menos que doce personas distintas, cada cual con su punto de vista, que están presentes en el simple acto de la lectura. Y si eso es así en la soledad de la biblioteca también lo será en el aula, en la sala de exposiciones, en la de proyeccio­nes, en el ágora, en el estadio y hasta en la manifesta­ción callejera; una teoría que parece muy conveniente para conciliar la discrepancia numérica que se da siem­pre entre la autoridad gubernativa y los organizadores de la protesta; se trata tan sólo de contar, o de no con­tar, los fantasmas de Wayne Booth que cada persona llevaba consigo para el acto.

 

Quiero pensar que una de las mayores dife­rencias que existe entre el novelista y el guionista es que el primero no sólo introduce cuando quiere el punto de vista que mejor lo acomoda para su narra­ción sino que puede violar las convenciones. Si el guionista no lo puede hacer es porque no tiene tiem­po. No puede detenerse y explicar al espectador que en el plano siguiente ha decidido alterar la posición habitual de los polos para justificar el sentido de marcha del avión. Y si lo hace sin explicaciones está perdido, el espectador no lo puede seguir y queda per­dido y perplejo; en contraste, el lector con todo su tiempo por delante acepta cualquier ruptura de las reglas y cualquier cambio de perspectiva con tal de ser advertido de antemano para no verse sorprendido en su buena fe. Semejante proceder no es ni mucho menos patrimonio del literato sino de todo hombre avispado que adivina que un punto de vista inédito o un cambio posicional respecto a las convenciones puede producir innumerables ventajas: Jesús de Ga­lilea altera la posición de Dios respecto a los hom­bres; Aníbal sitúa a su izquierda a su infantería pesada para enfrentarla a la ligera del adversario; Rembrandt coloca el foco de luz donde no debe estar; Nelson abandona la línea paralela de batalla y opta por cru­zar la T y Disraeli hace del partido tory el principal promotor de la segunda Ley de Reforma con la que inaugura la democracia moderna.

 

Una narración movida y trepidante acostum­bra a ser respetuosa con las convenciones cuya ruptura por lo general requiere un tempo lento. En la misma página no caben dinamismo e innovación y si el lite­rato ha optado en este siglo por la segunda en buena parte será porque cierta clase de relato se transmite mejor por otro medio que por la palabra escrita. De­terminadas actitudes públicas muy recientes me lle­van a pensar que ante ciertos problemas muchas per­sonas prefieren comportarse como espectadores de una película de acción antes que como lectores de una novela intimista y compleja. Nada más cómodo que ver el combate entre el submarino y el destructor des­de una posición privilegiada que no pueden disfrutar ninguno de los contendientes; ahora bien, siempre que se respeten las convenciones y el resultado sea el pre­visto; si se cambian los papeles, o simplemente la posi­ción del papel, nadie entiende nada y cunde por doquier la creencia de que se trata de un fraude. En con­secuencia, los protagonistas actúan dentro del mismo orden de cosas y a sabiendas de que deben acatar las convenciones para alcanzar el fin deseado por todos. Si en estos años en que se ha hablado tanto de cambios —y algunos de los cuales los reconozco sin reservas y aplaudo su oportunidad— algo echo de menos no es precisamente esa traslación del punto de vista a aquel desde el que el público pueda observar de manera óp­tima las hazañas de los protagonistas; no es la observa­ción de nuestra ciudadanía desde el nuevo centro de la figura compuesta por su incorporación al concierto europeo; no es siquiera esa hipotética colocación en el siglo XXI para saber lo que se ha de hacer en lo que queda del XX; no es el constante recurso a la encuesta para sondear al misterioso pueblo. Es tal vez, como antes he apuntado, la astucia para romper unas con­venciones que mantienen esclavizada la atención pues­ta en la política, como si de una película de aventuras se tratara, sin dar tiempo para pensar cómo se pueden romper esas convenciones y qué ventajas se obten­drán de ello.

 

(Diciembre de 1988)