Vila-Matas, TheEuskadi1, Creative Commons By SAEnrique Vila-Matas (Barcelona 1948) pretendía con París no se acaba nunca llevar a cabo una revisión irónica de sus días de aprendizaje literario en el París de los años setenta. En algún momento dice, citando a Pascal, que “lo último que se encuentra escribiendo una obra es aquello que ha de figurar al principio”. Muy pronto Vila-Matas nos descubre su hallazgo: “la ironía juega con fuego y, al burlar a los demás, a veces acaba burlándose a sí misma”. Es fácil concluir que esa ironía que se burla a sí misma sea tan solo esa mirada entre sarcástica y compasiva que el Vila-Matas maduro arroja sobre el Vila-Matas joven, no obstante, la verdadera ironía que subyace en el texto acaba por prevalecer: la constatación de que el aprendizaje literario es un interrogante que crece a medida que se formula.

 

Por Javier Almodóvar

 

     Y la primera víctima de esa ironía es la línea que, sobre el papel, separa los territorios de la ficción y la realidad. Vila-Matas se esfuerza en hacer creíble la impostura que supone estar simultáneamente a ambos lados; no solo al usar la distancia temporal para convertir en ficción el joven que fue, sino también al recordar el empeño de aquel por “tratar de llevar una vida de escritor”, por convertirse en Hemingway. Lo que asombra primero al autor y luego al lector es que el desarrollo de los acontecimientos en la narración acabe por darle la razón al revelar los túneles invisibles que conectan ambos territorios. El hecho de que el texto sea autobiográfico no hace sino acrecentar la sorpresa al constatar que en ocasiones el relato precede a la experiencia. La explicación habría que buscarla en la mirada que se desarrolla a partir de una pregunta que no interroga al hombre sino a su arte (conviene recordar que es la pregunta la que desarrolla la agudeza visual y no al contrario.) Así, las cuestiones (sobre todo literarias, pero no solo) a las que se enfrenta el narrador, junto a la obsesiva necesidad de “ver algo de verdad”, van forzando una mirada estereoscópica a través de la cual realidad y ficción se van entreverando para dar forma a la ilusión de una tercera e intangible dimensión fuera del plano, planteando al mismo tiempo la extraña paradoja de la cinta de Moebius: dos caras que son una sola.

      De esta manera se entienden todos esos personajes a medio camino entre lo literario y lo real y sobre todo la dualidad de París como metáfora y escenario, hasta el punto de que la metáfora de un París que no se acaba nunca acaba por encontrar su contrapartida en el mundo real en ese lápiz encontrado casualmente en la buhardilla y que da testimonio de la línea que une al narrador con todos sus antecesores. Quizá lo mas destacable de este libro sea la afirmación de la Literatura como ámbito de reflexión en el que la convención “realidad” es desactivada: “Hay pasajes de París en los que su cerrada atmósfera parece estar presagiando el fin de algo. De nuestro mundo por ejemplo”. La convención es remplazada por la investigación de las posibilidades del lenguaje, cuyo resultado es impreciso y esquivo. Siempre hay algo que impide una luz plena, al igual que sucede con ese faro averiado del coche de Vila-Matas. De esta manera el relato se cruza con Rimbaud y Mallarmé, pero también con el pensamiento benetiano de La Torre de Babel cuando afirma que: “en París siempre llovía y hacía frío y había poca luz y mucha niebla.”

     La multiplicidad de géneros en el texto (e incluso las alusiones a otras disciplinas artísticas) está el servicio de su mas o menos oculta intención ensayística. Esa diversidad es necesaria desde el momento en que la interrogada es la Literatura. Vila-Matas trata de, con esta reunión, investigar en el discurso futuro, aquello a lo que tiende la novela: “Una noche soñé que pasaba a la historia como el reinventor de la ironía. Vivía en un libro que era un gran cementerio en el que, en la mayoría de las tumbas, no se podían leer los nombres borrados de las diferentes clases de ironía”.

     El extremo al que Vila-Matas lleva la caricatura de sí mismo tiene un buen exponente en la forma en que presenta el fin de sus días de aprendizaje: “Analicé la situación. Seis días estuve analizándola y al séptimo regresé a Barcelona”. Además de reconocer el mérito y la valentía que supone el hecho de ser capaz de reírse de uno mismo, el sentido del humor que impregna el libro se encarga de aliviar el recorrido del lector por un relato en el que las preguntas no siempre son fáciles. Al acercarse a este libro uno debería prestar atención, por encima de todo, a la actitud del escritor en el acto de distanciarse de sí con el objeto de evaluar el alcance de su propia escritura. La recompensa para el autor es “evidenciar el desafío de la incesante palabra vana”. Para el lector la oportunidad de ver de cerca al escritor que intenta establecer un diálogo con sus mecanismos creativos.


 Ficha:

París no se acaba nunca
Enrique Vila-Matas
Editorial Anagrama
Barcelona, 2003
233 páginas