Radiografía de Erica JongLas noticias casi simultáneas de que Molly Jong Fast acaba de publicar un libro titulado Cómo perder a tu madre y de que su madre, la célebre autora de Miedo a volar fue diagnosticada con demencia e internada en una clínica de reposo, llevaron a Luisa Valenzuela a recordar su amistad con Erica Jong, reflotar una entrevista de los años 80 y reconstruir una historia plagada de humor, erotismo, libertad, polémicas y lazos entrañables.


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Por Luisa Valenzuela

 

Se dio un juego de coincidencias imposible de resistir. Apareció entre mis viejos papeles la transcripción de una olvidada entrevista pública que le hice a Erica Jong a mediados de los 80, y a los pocos días me llegó un mail de mi amigo John Maynard, experto en sexualidad victoriana, citando con pesar el reciente libro de Molly Jong Fast Cómo perder a tu madre: “Crecí con Erica Jong por todas partes: en la televisión, en los crucigramas, en el periódico. Era una especie de feminista de segunda ola, una feminista blanca. Pero no era una mujer común y corriente, por supuesto; era demasiado famosa para serlo. Demasiado famosa y demasiado especial. Era famosa por su libro, Miedo a volar. Y luego fue famosa por ser famosa, y finalmente dejó de serlo. Porque la fama, como la juventud, es fugaz; te abandona cuando menos lo esperas. La rueda de la fortuna siempre está girando”.

 

Erica Jong, esa mujer efusiva y abierta al disfrute, ha sido diagnosticada con demencia, sin más datos. La autora de la novela que conmocionó los círculos literarios por su desfachatez, por su erotomanía gozosa y conflictuada, ha perdido la memoria y está internada hoy en un centro de reposo.

 

Fue nada menos que el austerísimo poeta Alberto Girri quien me regaló Miedo a volar, primera y muy disruptiva novela de Erica Jong. Sigo leyendo conmovida las palabras de su hija Molly, periodista y escritora por derecho propio: “Mi madre acuñó una expresión para el sexo casual: el "joder sin cremallera" (zipless fuck, “polvo desabrochado” lo traduciría yo). Ahora piensen lo que significa ser hija de quien escribió eso. Y alcen una copa por mí”.

 

La autolástima no es sin embargo el eje de las lúcidas memorias de Molly Jong Fast, lo son la bronca y el amor filial, una mezcla no desconocida para muchas de nosotras. Se comprende cuando dice: “Mi madre nunca superó su fama. Volverse normal como el resto de nosotros, el camino hacia el anonimato, fue para ella un evento tan extraño y estresante, tan dañino para su ego, que nunca pudo procesarlo”. Molly heredó el sentido del humor descarnado de Erica, no tanto su afición por los pecados de la carne, al menos por escrito. Su madre rompió todos los tabúes de la época y se largó a hablar sobre el deseo y la sexualidad femenina sin retacear detalles. Su libro insignia apareció en 1973. Más de veintisiete millones de ejemplares vendidos en el mundo hablan a las claras del impacto del deseo femenino verbalizado y parecen contradecir explícitamente lo vertido por Lacan ese mismo año. En su Seminario 10, “Encore”, el maestro de maestros expresó tajante que LA mujer no existe (en el orden de lo simbólico) porque no sabe decir su gozo. Bueno, bueno. Bueno es recuperar en estos tiempos de misoginia la incandescente bibliografía jonguiana: Miedo a volar, Cómo salvar tu propia vida, Paracaídas y besos, entre otras novelas de alto voltaje. Razón por la cual disiento con la hija: su madre no perdió la cabeza al agotarse su fama sino al desterrar al oscuro deseo de su inconfesable morada, exprimiéndolo en palabras hasta la última gota.

 

No recuerdo en qué circunstancias la conocí personalmente, pero en mi biblioteca encontré la vieja edición de bolsillo de Fear of Flying dedicada por Erica Jong en 1979, el año de mi desembarco en Manhattan donde habría de radicarme por una década. Fuimos amigas. A lo largo del tiempo, sola o acompañada, pasé varios fines de semana en su bella casa rodeada de bosques en Weston, Connecticut. Y a mediados de los 80 le hice la entrevista que acabo de recuperar.

 

LA ENTREVISTA

 

De la larga muy larga conversación extraigo unos pocos conceptos. La autoficción al rojo vivo: “En Fear of Flying sentí que abría mi cabeza para dejar al descubierto mis más íntimos, a veces dolorosos, deseos. En aquel entonces la gente se asombró de que alguien se atreviera a hablar en forma tan desprejuiciada de temas que las mujeres optaban por evitar. Los genitales femeninos, sin ir más lejos. Su parte oculta hace que todo resulte difícil y aterrador, para unos y otras. Las mujeres están acostumbradas a disimular sus pensamientos y sus sentimientos. Siempre disimulando su profundo deseo”.

 

Diez, quince años después de la aparición de esa primera novela la segundo ola del feminismo arrasaba, a pesar de lo cual perduraban las aristas. Erica la tenía clara: “Los hombres se ven terriblemente atraídos por las mujeres fuertes, inteligentes, sexys y libres. Y al mismo tiempo las perciben como una amenaza, porque las mujeres lo tenemos todo”. “Excepto el poder” interrumpí entonces. “Sí, excepto el poder. Sin embargo, las escritoras somos consideradas muy peligrosas. Cuidado con las mujeres que saben blandir la pluma, palabra que en mi idioma está emparentada con la palabra pene. Creo que en un nivel inconsciente ellos saben que estamos alcanzando un tiempo cuando la sociedad va a feminizarse. Entre otras ventajas las mujeres tenemos la capacidad, rayana en el milagro, de hacer bebés”.

 

En Erica la fantasía de la maternidad, el poder gestante de las mujeres, era tema recurrente. No en vano en 1997 publicó una “novela de madre e hijas”, larga saga matrilineal, Inventing memory, título que se desdibujó en nuestra lengua: Bendita memoria.

 

“Ser hija es sólo la mitad de la ecuación” dijo alguna vez; “gestar una hija es la otra”. Como el lenguaje suele tender sus trampas, el verbo elegido por Erica para decir gestar fue “to bear”, que también significa soportar. Pero su tema central siempre fue el acto, no tanto el producto: “Vivimos en un tiempo de transición en el que las reglas sobre cómo los hombres y las mujeres deben comportarse no están claras y nadie sabe cómo un hombre o una mujer debería ser, no tenemos ninguna estructura para la sociedad y estamos todos preocupados pensando ¿somos felices?, ¿estamos teniendo buen sexo?”.

 

Al releer la transcripción me topo con párrafos que desencadenan un mundo de asociaciones. A mi pregunta sobre en qué estaba ocupando su tiempo, Erica contestó:

 

“He empezado una novela sobre una pintora nacida en la década de 1940, muy exitosa, que se ve involucrada con un hombre marginal y fascinante. No puedo decirte el título por ahora. Sólo que se trata del auto-engaño y del sexo tóxico, adictivo. El peor de todos los amores”.

 

La entrevista olvidada siguió por otros carriles, pasaron largos meses hasta el día cuando en un encuentro para nada académico Erica me confesó, angustiada, que tenía un bloqueo y no veía la manera de seguir adelante con la nueva novela. La del sexo adictivo. Sin vacilar le pasé el contacto de alguien que consideraba ideal para el caso. Alguien de carne y hueso y otros atributos a descubrir. Surgió así un tercer personaje para mover los hilos de estas reminiscencias. Madre, hija y espíritu non santo.

 

LA DOMINATRIX

 

Ava Taurel. Al recordarla por escrito me meto en camisa de once varas; y varas es precisamente la palabra. Ella las prefería en lugar del látigo, y de buen mimbre, para castigar a los valientes que, disfrazados de cobardes, de víctimas, de supliciados, requerían sus servicios. Aunque la mayor disfrazada fue ella, transformándose a diario. Le gustaban los roles muy severos.

 

En 1981 en Nueva York, una elegante amiga mexicana me presentó a Eva Norvind/Ava Taurel en su avatar de ex actriz de cine azteca. Mi amiga no aclaró que se trataba de cine porno; la única nota de color que agregó sobre Eva/Ava fue que había sido amante de un conocido político y tenía una hija alegadamente de él.

 

Más de un año después cierto atardecer Ava ingresó a la librería de Madison Avenue donde se presentaba la traducción de mi novela Cola de lagartija. Al final del acto me arrinconó para hacerme lo que creí ser una confidencia pero resultó ser la apertura a una forma casera del infierno. “Los hombres me ven rubia y grandota como walquiria y me tienen miedo” me dijo a quemarropa, para aclarar que por el momento sólo tenía dos amantes y un esclavo. ¿Un qué? pregunté algo atragantada. Un esclavo, repitió; tengo muchos más, pero no cualquiera puede ser mi verdadero esclavo.

 

Y tras ese amable introito me explicó los pormenores de su actividad en el dungeon o mazmorra Belles de jour, un salón de suplicios. Legales por cierto porque se trataba de atender a adultos que consienten (¡y pagan!).

 

Lo suyo era una obra de bien social. Yo escuchaba en silencio mientras me iba creciendo un dolor de cabeza junto a las ansias de indagar en esos mundos oscuros. Y algo se fue generando entre la mujer entregada en cuerpo y alma al s&m y la escritora de curiosidad omnívora pero nada adicta a esas prácticas. Algo que acabó floreciendo en amistad a pesar de haber sido durante años una malsana fascinación, enriquecedora para la novelista. Porque sin proponérmelo Ava Taurel se me fue colando en la narrativa como un personaje bisagra, alguien que mueve la trama desviándola hacia nuevos cauces. Como un atractor extraño que ordena las ondas dispersas del caos. Por todo esto pensé que Ava era la persona, o mejor dicho el personaje ideal para destrabar el bloqueo de una novelista aguerrida y valiente que estaba abordando el peliagudo tema del amor adictivo y la fascinación por un joven adonis “de pito demoníaco en forma de garra”, como habríamos de enterarnos más adelante.

 

Y fue así como aterricé en un libro clave de Erica Jong, el del título secreto en un principio, que el Washington Post tildó de “vibrante, ingenioso y honesto”: Any Woman's Blues, patéticamente traducido como Canción triste para cualquier mujer. El amor tóxico aparece allí con pelos y señales. “La última adicción de Leila es un hombre más joven que la deja extasiada sexualmente, pero desamparada emocionalmente. El frenesí orgásmico supera las traiciones, así que siempre vuelve por más”, alienta la publicidad del mismo. Y en medio de ese zafarrancho erótico me descubro indirectamente en una cautivante escena. Porque Leila Sand, la protagonista, siguiendo sin explicitarlo mi consejo a su autora, en la página 267 de la primera edición de bolsillo (1991) se dirige al salón s&m de “Mistress Ada”. Al cabo de unas cuantas páginas y escenas diversas con látigos de por medio que van entusiasmando a Leila, Mistress Ada le sugiere que tome las riendas (es una manera de decir), se haga llamar Luisa (así, en castizo) y se caracterice. La protagonista elije entonces una peluca negra, de rulos, homenaje indirecto que me alegra aunque mi nombre no aparezca en los agradecimientos en los cuales, por cierto, figura “Molly Jong Fast, la hija más genial del mundo”.

 

Ava Taurel se quedó con las ganas de retener a esa muy famosa si bien efímera discípula, de grandes aptitudes según su opinión. La última vez que vi a Erica Jong fue en 1992. Con mi amigo Brendan Hennessy estábamos de paso por Nueva York, Erica nos invitó a almorzar. Se había radicado en un flamante piso del Upper East Side con su último marido, Kenneth Burrows (Ken). Fue un encuentro alegre y poco memorable.

 

En 2006 le escribí:

 

“Días atrás me telefoneó mi gran amiga mexicana para darme una triste noticia: Ava falleció en una playa de Oaxaca llamada del amor aunque le advertimos que era la playa de la muerte. Entendí todo mal, Al menos murió en su ley, le comenté. No se trataba de una playa sadomasoquista, no, sino de una costa del Pacífico particularmente traicionera. Se la llevaron las olas. Como una sirena”. Erica me respondió compartiendo un abrazo.

 

El último libro de Erica Jong apareció en 2019. Un volumen de poemas, The World Began with Yes, título tomado de Clarice Lispector cuando dijo “Todo en el mundo empezó con un sí. Una molécula dijo que sí a otra molécula y nació la vida”.

 

Cabe reconocer la importancia que tuvo la poesía para la Henry Miller femenina, como la catalogaron sus críticos. En nuestra entrevista afirmó: “Mi poesía es la fuente de todo el resto de mi trabajo. Pienso como poeta. Construyo mis novelas en la manera de una poeta. No esbozo una trama, tengo la atmósfera. Y escribo la novela como si escribiera un poema”.

 

¿MIEDO ESTÁ?

 

La sensación primordial de la hija es el haber sido poetizada por la madre famosa, quien a menudo la mencionó en sus libros sin lograr verla en la realidad. Una madre que sin embargo siempre supo y dijo que su hija acabaría escribiéndola con las tintas más veraces. Feroces, quizá. No por eso le cortó las alas: “Lo que me gustaría darle a mi hija es libertad. Y esto es algo que debe darse con el ejemplo, no con exhortaciones. La verdadera libertad es una libertad sin reservas, una licencia para ser diferente de tu madre y aun así ser amada. La libertad es amor incondicional”.

 

Esto escribe Erica Jong en su libro de ensayos Fear of fifty (Miedo a los cincuenta). Años después habría de publicar Miedo de morir, siempre conservando su tono picaresco, disrruptivo. Con o sin memoria, el espíritu osado y radiante de Erica Jong nos interpela abriendo a las mujeres el total espacio de ser y de decir, imprescindible en estos tiempos aciagos en que las extremas derechas bregan por irlo cerrando. Por lo pronto acá (le contaría a Erica) desde los altos mandos no sólo se han apropiado de la palabra Libertad, desvirtuándola, también han hecho suyo el violeta. Nada menos que el color adoptado por las mujeres del mundo por ser una mezcla del azul combativo con el rojo menstrual. Las primeras sufragistas lo eligieron como símbolo de resistencia, justicia e igualdad. Valga la ironía. Dramática por cierto.