Bergman: Cuadernos de trabajo IISi bien no fueron concebidos para su publicación, los Cuadernos de trabajo II (Nórdica, 2024) de Ingmar Bergman ofrecen una aproximación excepcional a su proceso creativo. Este segundo volumen abarca entre 1975 y 2001, cuando Bergman ya era Bergman, pero seguía persiguiendo su arte.


Por Karl Ove Knausgård

 

El 9 de enero de 1978 yo tenía nueve años y vivía en una zona residencial de Tromoya, en las inmediaciones de Arendal. De lo que me ocurrió ese día precisamente no sé nada, nada he conservado en mi memoria. Pero en las observaciones climáticas del faro de Torungen veo que estaba nublado, que hacía una temperatura de seis grados y que entre la una y las siete estuvo soplando un fuerte vendaval. El colegio acababa de empezar sin duda después de las vacaciones de Navidad, así que seguramente salí de casa sobre las ocho y cuarto y subí hasta el supermercado B-Max, donde el autobús del colegio nos recogía a las ocho y media. Los árboles se mecerían al viento, seguramente; los abetos con pesadez y como a su pesar; los pinos, ágiles y alerta; la tierra estaría sin nieve y la hierba, amarilla. Aunque en aquella época yo ya había empezado a leer el periódico local que nos dejaban en el buzón todas las mañanas y estaba más o menos al tanto de lo que ocurría en el mundo que me rodeaba –sabía que el presidente americano se llamaba Jimmy Carter y que el primer ministro noruego era Odvar Norli, y había oído hablar de Indira Gandhi, de Golda Meir y de Olof Palme–, mi realidad era ante todo la de un niño, es decir, estaba muy muy vinculada a las cosas y las personas que había a mi alrededor. La raqueta de tenis blanca que me habían regalado por Navidad hacía dos semanas, con el nombre de John Newcombe en color azul en el puño; la musiquilla cuando golpeaba la pelota con las cuerdas. El sabor fantástico de las uvas moscatel. El Opel Kadett rojo de mi padre, que estaba aparcado en el camino de grava, delante de la casa. La cara pálida de Geir Prestbakmo, el niño del vecino, y el remolino de pelo tan característico que tenía. Desde luego, me digo ahora, cuarenta años después, ¿no fue esa existencia infantil un poco similar a la que el filósofo Heidegger adscribía a los animales, que, según él, están atrapados por los objetos que los rodean y por sus funciones, como hechizados por ellos? Ni siquiera la alondra ve lo abierto, escribió, y quería decir seguramente que los animales no conocen nada más que las distintas estaciones y su relación con ellas. No es fácil saber lo cerca o lo lejos que, en ese sentido, está la vida del animal de la vida del niño, pero después de haber leído lo que Ingmar Bergman escribió en su cuaderno ese día, resulta tentador pensar que al menos mi experiencia de la realidad se encontraba más próxima a la de los animales que a la de los adultos, porque no conocía la existencia de nada de lo que Bergman pensó e hizo, nada de lo que era importante para él era importante para mí: vivíamos en mundos totalmente distintos.

 

El 9 de enero de 1978 Ingmar Bergman se encontraba en su oficina de Múnich y, seguramente, se habría sentado allí más o menos al mismo tiempo que yo llegaba al colegio, porque Bergman era hombre de costumbres, de un perfeccionismo inquietante, empezaba cada sesión de escritura a las nueve y terminaba tres horas después, a las doce en punto, aunque se encontrara en mitad de una frase, según ha asegurado en entrevistas, y parto de la base de que también ese día aplicó la misma regla.

 

Bergman tenía cincuenta y nueve años y treinta y seis películas a su espalda, y esa mañana estaba enfrascado en el guion de una nueva película. La oficina estaba en la séptima planta y era la primera vez que la utilizaba, según leemos en el cuaderno. No estaba satisfecho con el bolígrafo –“vaya bolígrafo más malo”–, pero le gustaba la habitación y se sentía optimista respecto al trabajo que tenía entre manos. “Algo ha empezado a moverse y a cristalizar. Qué es, eso no lo sé”, escribió.

 

PARA PODER CREAR

 

El guion en el que estaba trabajando se llamaba Amor sin amantes. Nunca llegó a filmarse, los productores con los que colaboraba se negaron, pero él no lo sabía aquel día mientras escribía en el cuaderno sentado a la mesa, porque estaba dedicando a aquel guion toda su atención y toda su fuerza, llevaba así varios meses, y no había nada en su modo de trabajar que indicara que aquello fuera a convertirse en un fiasco y no en una obra maestra. Estaba haciendo lo que hacía siempre: primero anotaba en el cuaderno ideas y representaciones mentales, imágenes y pensamientos, en una suerte de conversación que mantenía consigo mismo; luego escribía el guion propiamente dicho, en un proceso que por lo general también comentaba y debatía en el mismo cuaderno.

 

El cuaderno de trabajo era, en otras palabras, algo así como una escalera que conducía del escritor a la obra. Lo normal es que el escritor retire la escalera una vez concluido el trabajo, para que la obra pueda brillar por sí sola, como aislada de todo contexto. Con los cuadernos de trabajo, Bergman dejaba la escalera puesta. Y, lógicamente, cabe preguntarse qué valor tienen para la posteridad, puesto que no constituyen una obra acabada ni tampoco partes de una obra acabada, sino que se componen del fárrago mental al que recurre un artista para poder crear. Los cuadernos de trabajo son a la obra más o menos lo que la lista de la compra es a la cena, o los colores de la paleta al cuadro, de modo que ¿no constituye su publicación tan solo un hito más del culto a Bergman, en el que todo aquello que el maestro tocaba, incluso la basura, se relativiza y se ennoblece? ¿Y no hay ya sin esos cuadernos bastante material sobre los procesos de creación de las películas y sobre la vida privada de Bergman? ¿No podemos atenernos exclusivamente a las películas, que son, pese a todo, lo que hace que el nombre de Bergman siga teniendo significado?

 

Habrá quien piense así, y no sin razón. Pero el valor de los cuadernos de trabajo no radica tanto en el emblemático nombre de Bergman, en que es el gran cineasta quien escribe acerca de sus películas, sino al contrario, creo yo, lo que ocurre en este libro ocurre por debajo del nombre, fuera de su alcance, y por tanto representa y muestra los procesos creativos per se: ¿Qué es crear? ¿Qué se precisa para crear? ¿Cómo abrir campo para una obra, cómo mantenerlo abierto, cómo ampliarlo? ¿En qué pensar, qué buscar? ¿Cómo utilizarse a uno mismo cuando la obra también ha de ser relevante para otros?

 

DE LO INACABADO

 

Una de las características más importantes de los cuadernos de trabajo es lo inacabados que están: tratan de lo inacabado, de lo que aún no está creado, y ellos mismos están inacabados, informes. Al contrario que las obras acabadas y del nombre que es su garantía. Para poder crear algo, Bergman tiene que transitar por debajo de Bergman, hasta el lugar de la conciencia donde no existe el nombre, donde aún no se ha fijado nada, donde lo uno puede deslizarse hasta lo otro, donde impera lo ilimitado. El cuaderno de trabajo representa ese lugar: en él podía escribir Bergman cualquier cosa, la mayor idiotez, la más horrible falta de talento, la banalidad más desgarradora, la extralimitación más violenta, el aburrimiento más inconmensurable, y esa era en parte su utilidad, que no había en él ni censura ni autocensura que pusiera límites a lo que debía ser ilimitado. En un pasaje del cuaderno leemos lo siguiente:

 

“No me atrevo a escribirlo ni siquiera en este cuaderno que debe ser lo más modesto y carente de exigencias y que, como una mujer poco escrupulosa, está destinado a incluir prácticamente cualesquiera extravagancias”.

 

La primera condición para crear algo es establecer una zona sin exigencias. Eso es lo que hace Bergman en los cuadernos de trabajo. La segunda condición es estar atento a todo lo que se mueve en el interior, por insignificante que parezca. Un buen ejemplo en este contexto puede ser el que surge en el cuaderno de trabajo del 12 de abril de 1964, donde leemos:

 

“Agobio y tristeza y llanto que alternan con violentos estallidos de alegría. Una hipersensibilidad en las manos. La frente ancha, la severidad en los ojos que indagan y la suavidad infantil de la boca”.

 

“Qué es lo que quiero con esto. Pues sí, quiero empezar desde el principio. No inventar, no soliviantarme, no complicar las cosas, sino empezar desde el principio con lo nuevo que tenga; si es que tengo algo”.

 

Como punto de partida no es gran cosa, y desde luego no es nada con lo que presentarse ante un productor cinematográfico. Un par de manos sensibles, una frente ancha y una boca suave. Aun así, esa imagen insignificante fue la semilla de lo que llegaría a ser Persona, la obra maestra indiscutible de Bergman. Y es interesante comprobar, en mi opinión, que la película surge de algo tan tentativo y tan vacilante, y no de la idea de la mujer que ha dejado de hablar ni de la idea de las identidades de dos mujeres que se funden en una. Las ideas aparecen mucho después en el transcurso del trabajo, y en el cuaderno podemos ver de dónde surgen: durante los meses previos al momento en el que las manos sensibles y la cara de la frente ancha y la boca suave se hacen patentes, Bergman escribe repetidas veces acerca de lo falso que siente que es, de cuánto fraude y cuánta artificiosidad hay en su arte, en lo marcado que está su trabajo por la voluntad de agradar a otros. Que la verdad es una cualidad interna que se ve corrompida por lo externo es una idea que recorre todo lo que escribe y piensa Bergman, y es la consecuencia del pensamiento que dedica a esas manos sensibles y a ese rostro de ancha frente y de boca suave: la mujer ha dejado de hablar. Es un personaje genial para una película, pero vemos que no fue algo que se le ocurrió a Bergman, surgió de sus agobios y de su angustia, como consecuencia de lo que había pensado: si lo verdadero existe dentro de mí, y todo lo que digo es falso, la conse- cuencia natural es dejar de hablar. Y con ello llega Bergman a la tercera condición para crear algo, que no es otra que encontrar el punto en el que lo uno lleva a lo otro, en el que una imagen da a luz otra nueva, una escena da a luz una escena nueva, una canción da a luz una canción nueva. Encontrar ese punto tan cargado de sentido y tan colmado de contradicción que no se deja vaciar, al contrario, crea material nuevo, produce más. Una mujer que no habla es ese tipo de punto. Si esta mujer conoce a otra totalmente inocente, a una mujer tan ingenua que no alberga en su interior un solo tono falso, ¿qué ocurriría entonces? Una situación conduce a otra, las mujeres se van acercando cada vez más, al final comparten rostro en una escena que es tan impactante e icónica que parece natural que sea el punto de partida de la película. Pero no fue ese el punto de partida, sino la vaga imagen de aquellas manos sensibles.

 

LAS MEJORES INTENCIONES

 

Fanny y Alexander fue mi primer encuentro con Ingmar Bergman. La vi de adolescente, y me gustó y me resultó entretenida, pero no me impactó; al menos, no como me impactó de adolescente la novela Lasso alrededor de la señora Luna, de Agnar Mykle. Y cuando a los veintitantos vi mi segunda película de Bergman, Fresas salvajes, me pareció buena y que la cosa prendía cuando la pareja ocasional empezaba a discutir sañudamente en el coche, pero la película no significó nada para mí. ¿Qué era aquel conato de fogata comparado con los grandes incendios que arrasaban en las novelas de Dostoievski? Y la famosa escena onírica del principio, con el reloj sin manecillas y el ataúd que cae del carro, tiene un toque demasiado explícito y casi primitivo, lo que no puede decirse que ocurra en libros de escritores como Bruno Schultz o Franz Kafka, donde quizá pueda decirse que lo fantástico y lo desolado concurren de un modo similar. ¿Y qué es en realidad la escena de cuando el profesor de Fresas salvajes entra físicamente en sus recuerdos de la infancia, en comparación con cómo trata Proust los recuerdos en su obra En busca del tiempo perdido?

 

Al comparar así las grandes novelas con las grandes películas resulta siempre un tanto injusto para con las películas, salen mal paradas. Pero eso no tiene nada que ver con los cineastas, depende del medio, de que la película como medio es inferior a la novela.

 

Eso hay que reconocerlo.

 

¿O será cosa mía? ¿Será que yo soy más receptivo a la interiorización que la literatura hace de la realidad que a la exteriorización que el cine hace de lo interno?

 

Como sea, ninguna obra de Bergman me conmovió hasta que no leí Las mejores intenciones. No solo me conmovió, Las mejores intenciones también cambió el modo en que me veía a mí mismo y a mi familia, en particular a mi padre. Y fue trascendente para mi forma de escribir. En efecto, tan importante que llamé Henrik al protagonista de mi primera novela y escribí doscientas páginas acerca de cómo se conocieron sus padres, con el libro de Bergman como modelo.

 

Desde entonces he leído varias veces Las mejores intenciones y su continuación, Encuentros privados, la última vez hace un par de semanas, y debo decir que no he leído ninguna obra contemporánea que sea mejor que esos libros.

 

¿Por qué son tan buenos?

 

Lo llamativo de esas obras es la precisión emocional que alcanza Bergman, tanto en los personajes individuales como en el encuentro entre ellos, donde se concentran tantas fuerzas contrarias que la acción va impulsándose sucesivamente. La maestría de Bergman radica en que consigue presentar todas las perspectivas de modo que comprendamos que todas son igual de válidas, al tiempo que la suma solo puede arrojar un desenlace posible. Los dos libros son relatos novelados de la vida de sus padres: Las mejores intenciones trata de cómo se conocieron, se enamoraron y comenzaron la vida juntos; Encuentros privados, de cómo esa vida se desmorona, vista a través de la historia de la infidelidad de la madre. La abuela materna ve desde el principio lo que va a suceder y trata de impedirlo, sin éxito. Henrik, que es como se llama el padre, es un personaje literario fantástico, absolutamente lleno de sentimientos de inferioridad y de vergüenza y de ambición y de desconcierto, y al mismo tiempo tan limpio de corazón y tan inocente. La abuela lo aprecia, pero también comprende lo peligroso que es, aunque no sirve de nada, al final sucede lo que tiene que suceder. Pero no se trata de un determinismo absoluto, tanto el padre como la madre tienen voluntad propia, pueden elegir otra opción si lo desean, y la habrían elegido de haber previsto y haber sabido lo que iba a ocurrir, pero no lo hicieron. Y lo determinado tampoco actúa como una fórmula, como sí ocurre, por ejemplo, en las novelas policiacas, donde un modelo fijo crea sucesos fijos, y donde los sucesos confirman el modelo. En esos dos libros de Bergman ocurre lo contrario, en ellos son los sucesos los que insinúan el modelo, de modo que podría decirse que este nos viene al encuentro, como por primera vez, con la fuerza que el descubrimiento otorga a la comprensión. ¡Sí, la vida está decidida! ¡Sí, nuestro carácter predetermina lo que va a ser de nosotros! Es así, es verdad.

 

La verdad que existe en esos libros, la verdad sobre la madre, sobre el padre, sobre los sucesos que ocurrieron entre los dos y fuera de ellos dos, no tienen nada que ver con que la madre o el padre fueran así en la realidad, ni con que los hechos se desarrollaran así en la realidad. La verdad está basada en la experiencia, es una grandeza interior, basada en algo tan impreciso y vago como los sentimientos. De ahí que el retrato de Henrik, el padre de Bergman, pudiera ser también el de mi padre; o, mejor dicho, el retrato del padre de Bergman me sirvió para conocer a mi propio padre, que también estaba vivo ese día de enero de 1978, un profesor de treinta y cuatro años que no tenía ninguna relación con Bergman, pero que sabía quién era, naturalmente, entre otras cosas, por la serie de televisión Escenas de un matrimonio, que había visto con mi madre un par de años antes.

 

Ahora, al leer de nuevo Las mejores intenciones, no veo tanto a mi padre como a mí mismo, si no en los detalles, sí en la forma en que lo que no reconocemos marca lo reconocido, es decir, en la ceguera, las zonas de nuestro interior que no vemos. Son los restos de la infantilidad que antaño lo abarcaba todo, me digo, son las ruinas del mundo del niño que aún quedan en el adulto, porque el niño no se conoce a sí mismo desde fuera, sino solo desde dentro, y para Bergman, que, en todo, en absolutamente todo lo que escribió, buscaba la relación, el arte era el lugar donde la relación íntima del niño de tú a tú con la realidad podía restablecerse y desvelarse a la vez. Esa es la dinámica en Persona, Fanny y Alexander y Las mejores intenciones. Y en el Cuaderno de trabajo, el juego siempre es: veo un par de manos, veo un rostro, cuando yo digo que existen, existen. Esa verdad fue la que animó a Bergman a comenzar su autobiografía, Linterna mágica, con una frase en la que todos los datos están equivocados. El que no exista ninguna diferencia esencial entre lo que de hecho ocurrió y lo que podría haber ocurrido es otra ausencia de límites que caracterizaba a Bergman, y que se manifiesta en el Cuaderno de trabajo más que en ninguna otra de sus obras: los peldaños que subía y bajaba casi a diario, y que conducían de su vida a su arte.