La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968) restituye en Las niñas del naranjel (Random House, 2023) la palabra de Catalina de Erauso, personaje singular de la España de principios del siglo XVII, de una manera que se antoja en sintonía con la filosofía de la novela posmoderna y también con la propia idea de “restituir” una voz hundida en un océano de especulaciones, silencio y olvido. La exposición del artificio, haciendo explícito el procedimiento en toda su dimensión imaginativa, convierte Las niñas del naranjel en un acabado texto monstruoso, un bello engendro literario y una perfecta aberración lingüística cuyo rostro novelesco podemos asociar tentativa y motivadamente con la serie de los Screaming Popes de Francis Bacon.
Castellano tropical
Por Ernesto Bottini
Hay un desplazamiento radical del sentido civilizatorio de la empresa americana en la historia de Catalina de Erauso, una dislocación ontológica profunda, que arrastra aspectos como el lugar, el tiempo, la escritura, las lenguas, los géneros, las culturas, la naturaleza y otros muchos, que en conjunto hacen de su caso un contenedor potencial único para reflexionar sobre asuntos que están sobre la mesa de discusión del presente: las fuerzas de resistencia a la descolonización, el racismo estructural, la destrucción de los ecosistemas, la violencia intrínseca del binarismo jerárquico del género. Cabezón Cámara detectó esta potencialidad y puso sus recursos narrativos, afinados en obras conceptualmente arriesgadas como La Virgen Cabeza (2009) y Las aventuras de la China Iron (2020), al servicio de construir un relato a la vez poético, fantástico y político, a partir del nacimiento de la leyenda de la monja alférez, desde el momento exacto en que concluye la novela que le dedicó Thomas de Quincey (como en una carrera de postas), y todo ello sobre las ruinas del testimonio de la propia Catalina de Erauso.
Manuscrito encontrado en París
Aquello que conocemos de este personaje con fuertes ecos mitológicos proviene de unas supuestas memorias, halladas en París en el siglo XIX después de una rocambolesca historia que involucra a copistas y dramaturgos, y de un puñado de documentos de época que certifican su existencia real y el componente genuinamente único de su caso: travestismo, heroísmo militar, aceptación oficial de Felipe IV (quien la bautizó como monja alférez), condecoraciones, visita al papa Urbano VIII (que la autorizó para seguir vistiendo de hombre), vuelta a América, desaparición.
Las circunstancias del descubrimiento de su testimonio, la mera posibilidad de que fuese apócrifo y el carácter excéntrico del personaje, conectan su historia con dos referentes arqueológicos de la novela posmoderna: El Quijote y Manuscrito encontrado en Zaragoza. Conexiones y simetrías que reverberan en el trasfondo de Las niñas del naranjel.
Las formas de la selva
En la novela de Cabezón Cámara, la peripecia de Catalina reconvertida en Antonio se ha mimetizado con la selva, que “es un animal hecho de muchos. Para atravesarla no es posible andar al modo de las personas; no hay caminos ni líneas rectas, la selva te hace su arcilla, te forma con forma de sí misma y ya vuelas insecto, ya saltas mono, y ya reptas serpiente. Estás viendo que no es tan raro que yo, que fui tu niña amada, sea hoy, si quieres, tu primogénito americano: no ya la priora que soñaste, ni el noble fruto de la noble simiente de nuestra estirpe, tu niña es un respetado arriero, un hombre de paz”.
Así, la estructura de la narración incluye un comienzo in medias res, saltos en el tiempo y en el espacio, cambios de narradores y de puntos de vista, relatos enmarcados y canciones populares. Y como en la selva, una vez que el ojo se acostumbra a seguir su red de lianas y telas de araña todo cobra sentido y se hace comprensible, transitable. Hay algo también de La vorágine (novela fundacional de José Eustasio Rivera que cumple este año su primer centenario) en la frondosidad del lenguaje en la que Catalina opera su transformación liberadora: está de vuelta de sus hazañas militares, de sus enredos siempre peligrosos, y encuentra en la poética de las metamorfosis guaraníes la plenitud de un tercer género que le permite expresarse y fundirse con el entorno.
Contra lo que trabaja Las niñas del naranjel es la noción del carácter esencialmente diferencial entre hombres y mujeres, situando en el debate presente una forma distinta de organización del mundo. Para mantener la jerarquía es necesario mantener la entidad cerrada de los sujetos en su diferencia. No hay jerarquía posible sin categoría fija. Donde la categoría se abre, la jerarquía es inoperante. La novela de Cabezón Cámara es una máquina de desnaturalizar el género, como si estuviera fabulando la propuesta de Kate Bornstein en Gender Outlaw: “El blanco ideal de una rebelión transexual triunfante sería el sistema de género en cuanto tal… Sin esta estructura bipolar, la dinámica del poder entre hombres y mujeres se vería desmantelada. Ya no existiría el género como cuadro jerárquico… La desaparición del género es la clave de la desaparición del patriarcado, así como de numerosas injusticias perpetradas en nombre de la iniquidad del género… Un tercer género es el término que pone en cuestión el pensamiento binario e introduce la crítica”.
Pero el del género no es el único sistema binario de jerarquías que se pone en cuestión en la novela. Hay otras estructuras del pensamiento dualista que la autora hace estallar en la fábula, como la de lo natural y lo artificial, la de la religión articulada y las supersticiones paganas, el viejo mundo y el nuevo, la civilización y la barbarie, la oralidad y la escritura, el poder y el sometimiento y otras muchas.
El diseño lingüístico es un buen ejemplo de la dislocación general planteada en la novela: el castellano del texto aparece infiltrado por el latín, por el castellano antiguo, por el castellano rioplatense, por el guaraní y por el euskera. Es un magma sincrónico y también diacrónico; el artificio se hace evidente por medio de la introducción de referencias anacrónicas: citas de Shakira y de Federico García Lorca, guiños a la cinematografía de Pedro Almodóvar (La flor de mi secreto) y al magisterio novelístico de Antonio Di Benedetto (Zama) y de Carlos Busqued (Bajo este sol tremendo), así como injertos del habla coloquial porteña actual. Todo ello crea un tapiz léxico transtemporal y transoceánico que se presenta como los ropajes y la teatralización que acompañan al personaje de Catalina cuando emprende sus aventuras existenciales, su metamorfosis y la construcción de la familia a partir del dominio de sí.
Cabe decir que ese “dar la palabra” a Antonio de Erauso en realidad es una operación creativa en la que Cabezón Cámara hace descender a la mina a su protagonista para que él mismo rasque y extraiga el oro de su dicción. Luego lo acompaña en el ascenso para desplegar la fiesta luminosa y fértil de la selva, en la que todo se mezcla, todo se insemina y se transforma, donde “los animales florecen y la plantas muerden”.
Dos papas superpuestos
La frase con la que empieza Las niñas del naranjel dice: “Soy inocente y tan a imagen y semejanza de Dios como cualquiera, como todos, no obstante haber sido grumete, tendero y soldado, más antes –antes– niñita en tu falda”. Armado de valor y de razón por los éxitos de su historia militar, y expuesto a la compleja biología que expresa la selva (un modelo de diversidad sobre el que proyectar su heterodoxia), Antonio impugna el estigma de lo contra natura. Su impugnación está reforzada por la experiencia de orden sobrenatural de la capacidad mimética de los indios con la flora y la fauna, y también por la doble aceptación real y papal de su rango y género cambiado, previa certificación de su virginidad.
En unas jornadas recientes organizadas por el Centro de Búsqueda y Antropología de las Vocaciones (?), el papa Francisco pronunció una conferencia titulada “Hombre y mujer, imagen de Dios”, donde habló sobre “esta fea ideología de nuestro tiempo, que borra las diferencias y hace que todo sea igual; borrar la diferencia es borrar la humanidad. El hombre y la mujer, en cambio, se mantienen en fecunda tensión”. En otro sitio llega a hablar de “colonización ideológica” y recomienda la lectura de la novela El Señor del Mundo, publicada por el inglés Robert Hugh Benson en 1907, una distopía mojigata y alarmista sobre la homologación de los géneros. Dice Bergoglio:
“La novela habla de lo futurista y es profética, porque muestra esta tendencia a borrar todas las diferencias. Es interesante leerla, si se tiene tiempo, porque ahí están estos problemas de hoy. Aquel hombre era un profeta”.
Aquello que en Urbano VIII fue un gesto ligero de concesión al espectáculo barroco de lo inaudito, en Francisco es el rechazo numantino de un cisma inasumible. En paralelo a sus discursos de igualitarismo superficial, Francisco chapotea en la denuncia de la “ideología de género”, un lodazal de contradicciones evidentes porque la Iglesia es la más antigua y rocosa institución de defensa y propagación del sistema patriarcal, que se sostiene en el principio de “diferencia”. Pisa el palito de la inconsistencia lógica porque, a diferencia de su antecesor Joseph Ratzinger, Francisco no es un “intelectual” y su argumentación está tan cargada de buenas intenciones como de torpezas.
Entre un papa y el otro, con cinco siglos de distancia, se produce una muesca en el vinilo del tiempo, una especie de fallo en Matrix. Es como si los hermanos Wachowski de repente se convirtieran en las hermanas Wachowski.
Desvío: teoría y práctica del encontronazo
Las niñas del naranjel invita a pensar que en el marco de la colonización existió una experiencia que se podría definir como encuentro, pero desde luego no guarda relación alguna con la narrativa naif del “encuentro entre culturas”, tan repetida como exasperante. El tongo del “mestizaje” ejerce una violencia simbólica que es doblemente criminal: consiste en la negación del expolio y la opresión pero también funge en el silenciamiento de los casos en que adelantados, exploradores, soldados o evangelistas españoles en efecto vieron los perímetros de sus sensibilidades resquebrajarse y ensancharse ante el acontecimiento del encuentro con el indio.
El mandato civilizatorio que se instaló en el imaginario de conservadores, reaccionarios y liberales de postín es eterno e irrealizable porque aquello que se presta a ser civilizado se presenta, paradójicamente, como incivilizable: el alma misma del indio. Por más universidades que “dadivosamente” se transplantaran al corazón de la selva, por más protocolos, instrucciones y disciplinas que se hubieran instalado en el núcleo del terreno silvestre, para su miopía existencial el indierío seguirá asalvajando ese “nuevo mundo” porque su desvío es de índole esencial: persisten empantanados en la discusión sobre si el indio tiene alma, y de ahí no se han movido mucho realmente.
Dicho de otro modo, la versión edulcorada, apologética y legalista de la colonización, a la que nos tiene acostumbrados el españolismo de amplio espectro, la versión a partir de la que se crea el musical Malinche, la pintura seudo-historicista de batallas de Ferrer-Dalmau, los ensayos negrolegendarios de Roca Barea, los artículos airados de Pérez-Reverte (et alii), las películas documentales España, la primera globalización e Hispanoamérica, la retórica de la “madre patria” que aún sobrevive entre las oligarquías patricias americanas, y en general todos los productos culturales de revisionismo imperial cutre desde el siglo XIX, es sangrante tanto por lo que tiene de tergiversación y propaganda de aquello que reivindica, como por lo que oculta y acalla.
Aplastados y arrinconados por figuras como la de Hernán Cortés (“dotados para la depredación y el predominio”, como señalaba Rafael Sánchez Ferlosio en “Esas Yndias equivocadas y malditas”, ensayo que derriba de forma incontestable la pretensión de aplicar el concepto de connubium para el caso americano), esperan siempre pacientes su turno de palabra personajes como Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo, Álvar Núñez Cabeza de Vaca o la propia Catalina de Erauso.
La literatura latinoamericana ha propuesto sucesivamente distintos modelos narrativos de descolonización, a través de la ficción indigenista primero, imbuida de realismo social o de realismo mágico, explorando los imaginarios y las mitologías precolombinas, y más recientemente planteando obras de indagación genealógica (Gabriela Wiener), o nuevas perspectivas de la llamada “conquista del desierto” (Carlos Gamerro). El conflicto racial está muy presente en Las niñas del naranjel, donde escuchamos en boca del personaje criollo (“unos ojos que no son españoles ni indios”) una invectiva que se da en el discurso de odio del presente: “Estos negros de mierda analfabetos, los civilizás, les enseñás a limpiarse el culo y cuando pueden, te la dan. Hay que matarlos a todos”.
Resulta llamativo, en este sentido, que la visión del indígena como el eterno sujeto a civilizar siga viva en buena parte de los discursos hegemónicos de la esfera pública española, en discursos políticos y culturales (“España no es Venezuela”, etc.), y que no comparezca como problema en el horizonte del pensamiento literario local. Sería hasta cierto punto comprensible (es un decir) este vacío casi absoluto si ese otro se limitara a los aborígenes americanos, pero en realidad funciona como signo de una otredad más abarcadora y que se extiende a identidades actualizadas al interior de lo español.
La retórica civilizatoria no resiste ni dos instancias de cuestionamiento del “bárbaro”, como se encarga con fina ironía de representar Cabezón Cámara en esta novela. Al segundo “por qué”, la estructura dogmática colapsa en una montaña de escombros de sinsentido y de “peticiones de principio” que se abren en canal rogando clemencia. No puede sostener su verdad universal sin la cháchara metafísica de un teatrillo montado con marionetas disfuncionales, muñecos de madera revestidos de poderes mágicos, palabras supuestamente reveladas o, más cerca en el tiempo, sin la arrogancia avasalladora de los grandes capitales acumulados.
* Una versión de este texto apareció originalmente en El Ministerio de Ctxt.