Wiener: Retrato del colonialismoEn Huaco retrato, la reconocida escritora y periodista peruana Gabriela Wiener se enfrenta al gran fantasma de su familia: Charles Wiener, su tatarabuelo, el patriarca venido de Europa que expolió miles de cerámicas prehispánicas que hoy se exhiben en París, y que incluso se llevó a un niño indígena a Francia. La violencia no siempre visible del colonialismo y el modo en que América Latina convive con los silencios del mestizaje son el centro de este libro, en el que se hace cargo de su —y de nuestras— identidades irresueltas.

 

Gabriela Wiener. Una historia privada del colonialismo

 

Publica Palabra Pública

 

Por Evelyn Erlij

 

En cualquier álbum familiar hay fotos que no reconocemos. Guardamos retratos de antepasados que nunca hemos visto, y repetimos sus historias sin importar si son ciertas, porque de eso se trata la memoria de una familia: de abrazar mitologías, de sentirse parte de algo que no empieza ni termina con uno. En el living de la casa donde creció Gabriela Wiener (Lima, 1975), y en el de todos los Wiener emparentados con ella, existe una fotografía que se exhibe como un trofeo: el retrato del patriarca Charles Wiener, el tatarabuelo que pasó a la historia por ser uno de los primeros europeos en confirmar la existencia de Machu Picchu en el siglo XIX. Un explorador austríaco-francés famoso por sus estudios sobre Perú y por su colección de casi cuatro mil huacos —piezas de cerámica prehispánicas de rostros indígenas—, que hoy se conservan en buena parte en el museo parisino del Quai Branly.

 

Lo obvio, quizás, era que Gabriela Wiener, una de las escritoras y periodistas fundamentales de las últimas décadas en América Latina, hoy residente en Madrid, hubiese investigado hace años la figura de este antepasado célebre, pero sabía que mirar de cerca ese retrato, tan familiar y tan ajeno, no era solo mirarse en el espejo —un ejercicio habitual en su escritura—, sino también preguntarse por los vacíos de esa historia. Significaría, entre muchas otras cosas, meterse en un asunto que nadie mencionaba y que, a la larga, es una suerte de sinécdoque de la historia del mestizaje latinoamericano: ¿por qué nadie mencionaba a la mujer peruana que dio a luz al hijo de Charles Wiener y que fue abandonada por él?

 

—Durante mucho tiempo, la foto de ese señor estaba en un lugar de mérito en nuestra casa, y era una foto en la que yo no me reconocía en lo absoluto. Lo que me empujó a hacer este intento de demolición del patriarca fue darme cuenta de que había una pregunta también por las demás, por la matriarca; que había un forado en la memoria. Sabemos tan poco de nuestras ancestras, las rodean historia de abandono, de subalternidad, de violación, de esclavitud. No saber es no querer saber, y eso significa borrar. Esa historia no la sabíamos, y creo que cada vez más estamos en esa búsqueda —cuenta hoy Gabriela Wiener, en medio de un viaje a México para presentar Huaco retrato, novela que este año publicó Literatura Random House, y en la que finalmente, después de darle vueltas diez años, decidió hacerse cargo de esa herencia conflictiva.

 

En el camino, murió su padre, el periodista Raúl Wiener —quien le heredó una historia familiar llena de secretos e infidelidades, y unos tomos de la obra del celebrado tatarabuelo— y, en paralelo, comenzó a derrumbarse su propia familia poliamorosa, compuesta por su esposa, su marido y Coco, su hije adolescente. Mientras tanto, en el mundo, los feminismos se masificaban, divergían y exponían sus contradicciones, y así, de una y mil formas, los relatos y discursos sobre los que la autora había construido su identidad empezaron a tambalear. Con esos conflictos encima, Gabriela Wiener se paró frente a las vitrinas que exhiben la colección de su tatarabuelo en el museo del Quai Branly.

 

—He tenido que admitir algo vergonzoso pero fundamental, y es que no podría haber publicado el libro con mi padre vivo —confiesa Wiener—. Así que es, en parte, un libro de duelo, pero también muchas cosas más. Quería hablar sobre el gran tema de la identidad, con todo lo que bullía en mi cabeza últimamente: feminismos, perspectiva anticolonial, antirracismo. Creo que era este el pedazo que faltaba para entender mi propia historia, y tal vez hace diez años hubiera hecho el típico “libro del antepasado”, sabiendo que hay un conflicto con mi propia identidad, marrón, chola; pero me faltaba quizás lo otro, todos los discursos que me han atravesado en los últimos años y que estaba escribiéndolos desde el periodismo. También me faltaba la experiencia de encontrarme con la comunidad de migrantes en Madrid, gente que trabaja esto desde el arte, la literatura y la política, para cuestionar lo mucho que nuestras sociedades todavía están fundadas sobre lo colonial.

 

¿Qué papel jugó la leyenda de Charles Wiener en la construcción de tu identidad como migrante peruana en Europa? ¿Crees que hubiera sido distinta tu vida si tu tatarabuela le hubiera dado su apellido, Rodríguez, a su descendencia?

 

—El tema del apellido es muy fuerte en el libro, porque la protagonista, que es una trasunta mía, se llama Gabriela Wiener, tiene esta cara de huaco, pero siempre ha firmado todo lo que escribe con su apellido Wiener. El apellido europeo ha sido una especie de escudo protector para ella en un mundo altamente racista, porque en nuestros países, los apellidos quechua, mochica o mapuche se esconden como una cara marrón, una cara con ascendencia indígena, e incluso se cambian por miedo al estigma. Quería poner en crisis el tema del apellido y su poca importancia sobre todo para las personas marrones, que basta que retrocedan unas cuantas generaciones para no encontrar rastros de su origen. Tiene que ver con reivindicar el perdido Rodríguez o el Bravo materno no blanco frente al celebrado Wiener y que se inviertan los mundos. Pero la descolonización siempre es un proceso en marcha, no acaba.

 

No se sabe si el encuentro de tus tatarabuelos fue consentido, pero en tu familia prevalece ese orgullo de ser fruto del mestizaje y se silencia todo indicio de violencia. ¿Cuánto daño crees que nos han hecho estos silencios?

 

—Este libro intenta mirar ahí donde no queremos mirar. Tiene que ver con esa idea de que cuando llegó Colón a América les propuso a los indígenas intercambiar oro por espejos: los que se llevaron el oro son los poderosos del mundo actualmente, y nosotros nos quedamos con los espejos, haciéndonos preguntas sobre nuestra identidad. Son procesos que no cesan, que están siempre abiertos, siempre nos hacemos la pregunta por nuestra identidad y en qué lugar colocarnos en esta historia violenta.  ¿Cómo no va a ser violento el abandono? Mi familia se funda en un abandono y en el no reconocimiento de un hijo finalmente bastardo. Lo increíble fue descubrir que Wiener se había llevado otro niño, uno indígena, por el que pagó, para reeducarlo en Europa y así probar su proyecto civilizador. Para mí es muy importante hablarlo, en América Latina tenemos mucho guardado en los closets.

 

***

 

Cada vez que se habla de Gabriela Wiener se repiten como un mantra las mismas fórmulas: autora kamikaze, periodista gonzo, literatura honesta —como si existiese acaso la literatura deshonesta. Los libros Sexografías (2008), Nueve lunas (2009), Llamada perdida (2014) o Dicen de mí (2017) son prueba de que Wiener lleva más de veinte años mirando lo cotidiano y lo íntimo con una agudeza envidiable, y derrumbando, de paso, relatos hegemónicos como la cultura patriarcal, heteronormativa y monógama, o los cuentos edulcorados en torno al embarazo, el sexo o la migración. Pero esos adjetivos vuelven cada vez, como si el mundo no hubiese cambiado. Como si la voz, el lenguaje o el estilo pesaran menos que los temas.

 

—Creo que esas etiquetas te las ponen para reducirte, para minimizar tu potencia. Es loco, pero somos peligrosas cuando escribimos sobre ciertas cosas. Más por cómo lo hacemos, por hacerlo visceralmente, desde el cuerpo, desde lugares menos académicos o con otra idea del conocimiento. Se siguen quedando con la frivolidad del personaje, ni siquiera ven qué puede tener de interesante una escritura performática. Son formas de neutralizar la fuerza política de lo que escribimos y otra manera de mantener el statu quo. Siempre se va a denostar este tipo de literatura, ya sea llamándola “femenina”, “autoficción”, “literatura feminista” y hasta “activismos”. Siempre habrá una manera en que el patriarcado nos cierre la puerta, pero ya hicimos una casa preciosa lejos de sus dominios.

 

En Huaco retrato está la desmitificación de tu padre y de la figura de Charles Wiener. ¿Por qué crees que es importante matar simbólicamente al padre, sobre todo en una sociedad todavía tan patriarcal?

 

—Hacerlo es importantísimo: la historia que nos han contado es una escrita con “H” mayúscula. Y esa Historia, en general, es la historia del poder, y el poder ha sido blanco, heterosexual y masculino. Yo solo conocía la historia de Charles, porque era el antepasado europeo, un hombre ilustrado; porque había tenido el reconocimiento de una cierta academia, había pasado a la historia por un par de cosas y trabajado para una potencia colonial como Francia, que lo mandó a hacer esta misión exploradora al Perú. Allí dejó un niño que lleva su apellido, pero que nunca conoció.

 

Algo muy interesante de Charles Wiener es su complejo de inferioridad por ser judío en una Europa antijudía. ¿Crees que eso se reflejó en su trabajo en torno a los indígenas de Perú?

 

—Sí lo creo. Él quería blanquearse para salvarse: era un inmigrante, de una religión extraña en Francia; hasta se convirtió al catolicismo y se cambió de nombre. Trabajó duro en su imagen, cruzó el charco, se autopromocionó como un milenial del siglo XIX, incluso atribuyéndose trabajos que no eran suyos; saqueó miles de piezas prehispánicas para exhibirlas junto a los zoológicos humanos en París. Pero en el camino de cosechar méritos se volvió ese sujeto que mira al indígena desde un lugar de desprecio y, a veces, de conmiseración. Manejaba un discurso progresista para su época, porque no quería meter a la gente en un campo de concentración, como harían sus contemporáneos después. Él hablaba de un proyecto civilizatorio, que es el proyecto del mestizaje, un discurso que subsiste en Europa. Lo escuchamos los migrantes cada día: somos gente supuestamente inofensiva porque fuimos asimilados.

 

—¿Cuánto cambió tu percepción de ti misma en términos raciales cuando llegaste a España?

 

—La experiencia migrante ya atravesaba libros como Nueve lunas o Llamada perdida. Cuando hablo de la maternidad, hablo de la maternidad de una migrante. Estos temas los he estado persiguiendo, como dice [la teórica cultural] Gloria Anzaldúa, por escribir desde el cuerpo, desde ese territorio fronterizo que puede ser nuestro lugar en el mundo. Es una escritura que se desblanquea, que se reivindica como una literatura mestiza o “bastarda”, como dice María Galindo. Me interesa también la invitación que nos hace la filósofa argentina Carolina Meloni a reconocernos un poco como traidoras de nuestra tradición. Es una escritura de la diáspora total y es, según otra vez Anzaldúa, todo lo contrario de la “habitación propia”: una habitación que se desapropia, en que se escribe mientras se hace todo lo demás, la supervivencia, los cuidados, el deseo y el amor. La experiencia del cuerpo es para mí la experiencia migrante, y eso está en Huaco retrato.

 

En este libro se derrumban varios de los relatos que estructuraban tu vida. Tu escritura, a modo general, ha sido un intento por descolonizarse, en el sentido de hacer caer ciertos discursos. Da la impresión de que uno de tus hallazgos como escritora es que al final solo queda vivir en la duda y la contradicción.

 

—Eso de “abrazar nuestras contradicciones” se ha vuelto mi mantra después de que en cada trinchera apareciera la policía de las militancias, las fachas del feminismo o de las no-monogamias. Frente a los esencialismos y la binariedad, prefiero atrincherarme en lo fluido. Políticamente, me gustaría encontrarme ahí, en esa inclusividad radical y en esa diversidad. Desde luego me decanto por una literatura crítica, social, comunitaria; me interesa leer libros que dialoguen con la realidad, que sean hijos bastardos de su tiempo. Pero no le entro al dogma, menos aún al dogma del arte por el arte. Me gusta la duda como lugar en el mundo, porque mi identidad es duda. Charles Wiener tiene una serie de “dibujos de castas” donde ilustra y describe las mezclas raciales, y tiene una ilustración muy curiosa que titula “la dudosa”. A veces me miro en ese espejo.

 

Hace poco lanzaste una nueva edición de Nueve lunas, en el que relatas tu embarazo y parto. El libro está atravesado por la violencia obstétrica, pero también por una violencia patriarcal que tiene que ver con que el cuerpo de la mujer es un territorio de libre opinión, desde cómo amamantas o cómo das a luz. ¿Crees que la maternidad radicalizó la conciencia que tenías de la violencia que las mujeres llevan inscrita en el cuerpo?

 

—Sin duda. Pocas veces se ha mencionado la crítica a la violencia que hay en el libro. Vengo escribiendo sobre el cuerpo desde que empecé a escribir, desde un lugar que no era leído políticamente, hasta que aparecieron las feministas, me leyeron y me dijeron “lo que escribes es feminista”, y yo ni lo sabía. Nueve lunas hizo que se hablara de la potencia revolucionaria y política de una embarazada, de su subjetividad megaterrorista. Y Llamada perdida o Qué locura enamorarme yo de ti (2019) hicieron que se hablara del posparto, que es una bomba que cae sobre el mundo y salpica a todos. La maternidad sigue siendo para mí un tema y motor para la escritura. Así como el racismo. Son recordatorios de la memoria del cuerpo y de la memoria de esas violencias.