Hablemos de editoresCreo no equivocarme si aseguro que mucha gente, por no decir la mayoría, no sabe exactamente de qué trabaja un editor. Hay una confusión inicial con la palabra en español y es que el término editor se utiliza tanto para hablar del dueño de una editorial como de quien trabaja con los textos de otro para acompañar el camino que va de un manuscrito original a un libro. En periodismo, con todas las diferencias que existen, pasa algo parecido. Es editor el dueño del diario, el secretario de redacción y también aquel o aquella que trabaja sobre una nota para dejarla preparada para su publicación.

 

Por Hinde Pomeraniec

 

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Más confusiones. Es bastante sabido que editor es quien corrige los textos, quien trabaja en lo micro de esos contenidos con miras a ser publicados, así como en periodismo editor es quien además de corregir los artículos piensa títulos y bajadas, es decir, aquellos elementos que “presentarán” ese contenido a los lectores. Digamos que sí, que es correcto, pero lo que tal vez no se sabe lo suficiente es que muchas veces son los propios editores quienes “ven” una nota en un tema, un personaje, una idea, aunque luego la escriba y la firme otro. Porque editar también es imaginar, crear un producto que no existe y no solamente corregir, sugerir cambios o poner títulos. Pensar en cuáles serán los materiales que van a ser sometidos a una curaduría, por llamarlo de otro modo, también es tarea de un editor.

 

La mayor cercanía entre el mundo del libro y el del periodismo se da en la No Ficción, donde hay editores que además de estar en el minuto a minuto de los textos y armar solapas y contratapas, buscan temas y autores, piensan efemérides, hacen el scouting para hallar autores aún no consagrados y muchas veces ni siquiera revelados para ellos mismos. Es leer todo lo que se pueda y respirar el espíritu de los tiempos. Estar al tanto de lo que se escribe en otras lenguas y también ir tras determinada figura pública o persona anónima para convertir su historia o su saber en un libro o proponerle a un periodista o investigador llevar su material de trabajo del diario, la revista o el paper al formato libro. Como me responde Víctor Malumián, creador y editor de editorial Godot: “Editar está íntimamente ligado a encontrar y amplificar ideas y voces que discutan con nuestro tiempo”. Y, como señala Leonora Djament, editora de Eterna Cadencia: “Editar es una forma de estar en una sociedad: fomentar debates, aportar ideas, palabras, tonos, estéticas, discutiendo el sentido común”.

 

Algo similar piensa Matías Rivas, poeta, periodista cultural y editor de las colecciones de la universidad chilena Diego Portales: “El trabajo de editor tiene un plano que se remite al estricto trato con el lenguaje, y también debe operar en el mundo cultural a nivel simbólico. Tiene que saber situar su producción ante la realidad.”

 

Entre las labores del editor está, entonces, una tarea de seguimiento de la obra que se sostiene en base a confianza mutua, en la que se dan intercambios que deberían terminar enriqueciendo el texto o, al menos, generando las condiciones para que los autores logren llevar a cabo su proyecto de la manera más rica y potente posible. Una tarea invisible salvo para el autor, que cuenta con esa figura que debe ser el respaldo entusiasta que le permita llevar su proyecto al mejor puerto posible. Según Djament, editar “es trabajar junto a lxs autorxs para que sus textos encuentren el máximo potencial y la forma que esos textos están buscando”.

 

Para Raquel San Martín, ex editora de los suplementos Enfoques e Ideas en el diario La Nación y actualmente editora en Siglo XXI, “editar es el segundo oído que sugiere ajustes a la melodía; los ojos que -conociendo un texto desde adentro- pueden tomar distancia de él y proponer cambios. En un primer nivel, diría que es acompañar a un autor para que llegue a la mejor versión del libro que quiere hacer”. Y sigue: “cada libro le pertenece a cada autor o autora. Se trata de entender cuál es su proyecto y trabajar para que eso se convierta en un libro relevante e interesante para sus potenciales lectores. En ese camino, que puede durar meses y hasta años, se genera un vínculo bastante único con los autores; en los mejores casos los editores nos convertimos en depositarios de mucha confianza, que se retribuye tratando de entender sus personalidades, objetivos y ambiciones, de orientarlos, acompañarlos y cuidarlos en sus carreras como escritores; incluso, de querer a sus libros tanto como ellos los quieren, y sentirlos un poco propios.”

 

A diferencia de lo que ocurre en la No Ficción, en el terreno de la literatura hay formas de vincularse entre editores y autores que son, por decirlo de algún modo, más complejas e intensas. No hablo de literatura industrial, que supone principalmente un negocio y en el que la cadena puede ser otra, sino de narrativa, ensayo o poesía más ligados a cierta forma del arte y creación personal que a la del comercio (aunque esto no significa que los creadores no aspiren a vivir de sus textos, es decir, de su trabajo) y, allí, la figura del editor puede adquirir diferentes formas: guía, gurú, amigo, asistente, acompañante, consejero, confesor y también psicoanalista de emergencia, la lista de posibilidades es extensa.

 

Hay conocidas historias de maravillosas relaciones entre autores y editores que van de la querella infinita a la lealtad más obstinada: hay grandes autores que, incluso, se mudaron con su obra a otro sello cuando su editor de confianza cambió de editorial, por el solo hecho de querer seguir trabajando con la misma persona.

 

Un ejemplo de esto último fue Juan José Saer, quien siguió a su editor Alberto Díaz en su derrotero laboral, que incluyó las editoriales Siglo XXI, Alianza y el Grupo Planeta, para poder seguir contando con su acompañamiento en el proceso de escritura de sus libros. La tarea de un editor es cuidar los textos pero también cuidar a los autores. Alberto Díaz, una figura central en la historia de la industria editorial argentina, acaba de retirarse de la edición luego de décadas. En una entrevista que le hizo hace unos años Felipe Pigna para El historiador, Díaz describía así su cercano trabajo con el autor de El entenado. “Es uno de los autores que más quiero. Para mí, después de Borges era el mejor escritor argentino de ficción. Tengo el orgullo de haber publicado toda su obra. Él me entregaba la obra impecable. ¿Qué le vas a corregir a Saer? Yo le hacía la contratapa, pero no había que tocar nada. Tenía que frenar a los correctores porque usaba mucho las comas. Mi teoría es que lo hacía porque era asmático y escribía al ritmo de su respiración. Entonces, yo tenía que advertir que no tocaran las comas. La primera vez que mandé a corregir Glosa me sacaron todas las comas. Entonces tuve que rehacer todo. Él escribía a mano y en cuadernos el original y lo pasaba en limpio a máquina. Una vez que se ponía a escribir, ya lo tenía todo en la cabeza, desde la primera página hasta la última frase.”

 

 

Empecé a pensar en esta nota durante el discurso inaugural de la última Feria del Libro. Esa tarde Guillermo Saccomanno disparó múltiples debates sobre el funcionamiento de la industria editorial y lo hizo con palabras duras, algunas de ellas agraviantes. Habló de asuntos en los que indiscutiblemente tiene razón, como que los escritores deben cobrar por cada texto que escriben aunque históricamente el mundo se haya confabulado para decidir que la escritura en algunos casos no es trabajo y puede hacerse “de onda”. Hubo otras cosas en las palabras de Saccomanno en las que encontré coincidencias pero hubo en particular una definición que me resultó injusta, ofensiva y dolorosa. Esa tarde, en una feria muy esperada por el mundo del libro porque significaba el regreso a la presencialidad luego de dos años de pandemia, el escritor habló de la figura del “editor chupasangre”. No fue literal, lo dijo de manera más lírica, si se quiere, pero en definitiva la figura es la misma. Transcribo:

 

“Nuestra relación con los editores es siempre despareja. Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes terminan donando prácticamente su obra.”

 

No pienso así y me extraña que Saccomanno piense así. En primer lugar, porque como la palabra editor, como mencioné al comienzo, es polisémica, tal vez no hubiera estado de más que aclarara a qué modelo de editor se refería con sus cuestionamientos. ¿A los dueños de los grandes grupos editoriales concentrados y transnacionales que publican decenas de libros al mes? ¿A los propietarios de las editoriales pequeñas que se juegan el patrimonio con cada publicación? ¿A los editores a sueldo (muy bajos, por lo general) que corrigen los manuscritos y muchas veces extienden su trabajo hasta la coescritura -sepan disculpar el neologismo- con los autores?

 

Gran lector además de un autor consagrado, Saccomanno parece haber quedado prendado de una historia muy conmovedora y durísima del mundo literario, la de Emilio Salgari, quien se suicidó en la miseria luego de haber producido decenas de grandes libros de aventuras que fueron fenómenos de ventas. ¿Pero en serio Saccomanno cree que todos los escritores son Salgari, que fue estafado por sus editores, a quienes les dejó una de las tres cartas que escribió antes de suicidarse, el 25 de abril de 1911?.

 

Transcribo esa carta que parece haber sido fuerte motivo de inspiración para el discurso del autor de Cámara Gesell:

 

“A ustedes, que se han enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semi miseria o aún peor, solo les pido que en compensación de las ganancias que les he proporcionado se ocupen de los gastos de mis funerales. Los saludo rompiendo la pluma”.

 

Asistí a la inauguración de la Feria y escuché allí mismo las palabras de Saccomanno. Debo ser franca, después de tantos años de trabajar en la edición en diversas plataformas, lo sentí casi como un ataque personal. Por esos días estaba, igual que tantos colegas, entusiasmada con volver a la feria luego de la pandemia y, aún en medio de la crisis económica, el reencuentro con aquellos con quienes comparto el amor por los libros era un estímulo extraordinario en tiempos tan poco estimulantes. En ese marco, había empezado a leer dos libros breves y hermosos, dos semblanzas que reivindican la figura del editor.

 

Uno de ellos es un título ya clásico del francés Jean Echenoz que se llama Jérôme Lindon. El autor y su editor y que es un homenaje al mítico editor de Minuit (trabajó allí durante cincuenta años), quien murió de cáncer en abril de 2001, a los 75 años. El libro, publicado por Nórdica hace unos meses, cuenta con una bellísima ilustración de tapa de Paco Roca -esto también forma parte de la tarea del editor, no sólo el contenido sino las formas con las que un libro llega a manos del lector- en la que se ve a un altísimo y seguro Lindon invitando a un pequeñito y titubeante Echenoz a entrar a su oficina.

 

Echenoz -un narrador exquisito- comenzó a escribir este texto el mismo día que le avisaron de la muerte del hombre que le había publicado su primera novela en 1979 y lo terminó dos meses después. Tenía 31 años y era un perfecto desconocido que iba de rechazo en rechazo en el mundo editorial cuando dejó su manuscrito en las oficinas de Minuit de la calle Bernard-Palissy. Nunca se repuso de la sorpresa que le provocó días después el llamado de Lindon, quien enseguida le propuso publicar el libro y con quien siguió conversando y publicando sus libros por muchos años más.

 

“Soy un recién llegado al mundo de la edición, no sé nada ni conozco a nadie, aprendo. Aprendo entre otras cosas que, cuando un autor almuerza con su editor, el que paga es siempre el editor. Vale. No lo sabía.”, escribe narrando sus primeros encuentros con Lindon. Hay un gran acierto en el tiempo presente de la narración elegido por Echenoz que ayuda a que, en lugar de transitar la elegía, pueda extender y acercar una historia que al comienzo del libro ya está terminada.

 

Editor de Marguerite Duras, de Beckett, de Robbe-Grillet, Lindon fue una figura central para la edición y la literatura francesas de la segunda mitad del siglo XX. Lo que hace Echenoz es convertir su tributo personal en una pequeña joya literaria que, además de recordarnos su talento narrativo para las formas breves (¿leyeron su Ravel o su Tesla?), refleja el vínculo de esa particular sociedad entre dos personas empeñadas en llegar al mismo resultado: el mejor libro posible.

 

La primera novela de Echenoz no fue un éxito comercial aunque le valió un premio (el Fénéon, otorgado a jóvenes autores) y eso de alguna manera confirmó un acierto del editor, un descubrimiento. Además de abrirle la puerta al mundo de las publicaciones, Lindon fue, también, quien lo esperó en tiempos de sequía literaria, años en los que Echenoz no conseguía terminar una obra. En sus encuentros, serio y alejado de cualquier gesto impostado de simpatía, Lindon objetaba nombres, títulos, personajes, pero de ninguna manera se sometía a larguísimas charlas en profundidad sobre cada obra. Él no pertenecía a esa raza de editores. Escribe Echenoz:

 

“De joven me imaginaba que un editor podía secundar a un autor, socorrerlo en sus tormentos, pasear con él arriba y abajo por los Jardines de Luxemburgo debatiendo con mucha trascendencia el lugar de un personaje, la articulación entre dos capítulos y todo ese tipo de cosas. No tardé en caer en cuenta, con Jérôme Lindon, de que un editor tiene otras cosas que hacer, o él cuando menos. A él lo horrorizan los estados anímicos y que lo tomen por lo que no es, ni un sustituto del padre, ni un confesor o un terapeuta; lo aborrece”.

 

Una de las grandes figuras del mundo editorial independiente argentino es Daniel Divinsky, fundador y ex editor de De La Flor; editor de Quino, de Rodolfo Walsh, del Umberto Eco de El nombre de la rosa, del John Berger de Mirar, entre grandes nombres y obras. Hace un tiempo respondía así en una entrevista que le hicieron en el diario El País, de Madrid. Hablaba sobre edición y marketing, un combo que vivió transformaciones extraordinarias -no necesariamente estimulantes- en los últimos años. Esto decía Divinsky:

 

“El mejor estudio de mercado es el olfato del editor. Para el libro siempre hay 2.000 locos a los que les va a gustar la misma cosa que a vos. Hay que trabajar para ellos y no pensar en los 100.000 que no conocés. Ahora con 500 personas alcanza porque las tiradas son cada vez más chicas”.

 

Para Raquel San Martín, “editar es también elegir qué libros publicar y cuáles dejar pasar para dar forma a un catálogo coherente, que se construye con mucha paciencia y tiempo, y que a veces también debe correr el riesgo de ‘ensancharse’ hacia lugares nuevos. Es hacer equilibrio entre la voluntad de dar a conocer voces originales pero aún poco difundidas y la necesidad de que los libros funcionen comercialmente. Esto no quiere decir que los libros ‘vendan mucho’; quiere decir lograr que los libros se encuentren efectivamente con sus lectores esperables y que otros lectores los descubran.”

 

Catálogo: palabra clave para un editor. Suele decirse que el editor no publica los libros que llevaría a su mesita de luz sino aquellos que podrían encajar en una trama mayor, que a veces es diseñada por él mismo pero que muchas veces fue diseñada antes y por otros. Para Roberto Calasso, erudito editor de Adelphi y una figura indiscutible de la literatura italiana y europea en general, “el catálogo es la autobiografía de un editor”, para otros, es “la novela” de un editor. Para Matías Rivas, el trabajo editorial “es una forma de hacer crítica. Los editores van conformando colecciones, bibliotecas, que encierran sus preferencias y que delinean una manera de entender la escritura y la historia”.

 

En esa misma nota de El País, Divinsky hablaba del ego del editor y también de los aciertos o fracasos del oficio:

 

“Hay algunos que se consideran partícipes necesarios del libro y otros que se dan cuenta de que son solo intermediarios. Coincido con mi amigo (Jorge) Herralde: el editor no descubre al autor, reconoce su existencia. (...) Un editor portugués decía que un editor pequeño paga sus errores con su pan y su manteca, o sea, con su hambre. A un director editorial de un gran grupo le pueden tolerar uno, dos, cinco errores, hasta que lo echan.”

 

En ese camino de buscar a aquellos que puedan compartir el gusto y las inquietudes que señala Divinsky se detiene Leonora Djament cuando dice que la edición es también “una forma de exploración y aprendizaje permanentes: no publicar lo que sabemos sino lo que todavía no sabemos, lo que hay que volver a interrogar, lo que hay que volver a escribir. Trabajar como editora significa también armar redes: acercar escritores y textos a lectores; acercar libros a otras regiones. Ojalá que los libros que hacemos (porque el trabajo de edición es siempre en plural) revelen algo del mundo: que nos ayuden a construir alguno de esos pocos momentos epifánicos en que uno levanta la cabeza del libro y por un segundo algo relampaguea”.

 

O como señala Ana Cecilia Calle, editora colombiana del sello Himpar:

 

“Nos gusta pensar en editar como un ejercicio de curaduría y conexión para crear un objeto bello que antes no circulaba entre nosotros”.

 

 

Un editor es alguien que elige de entre el extenso y diverso mar de contenidos obras que dará a conocer como libros. Es alguien que busca intervenir en el mundo de las ideas y persuadir al otro en su camino de lecturas. Alguien que elige, que acompaña al autor en su tránsito al producto final y es, entonces, alguien que prescribe qué leer. Justamente, el otro libro que estaba leyendo por esos días en que se inauguró la feria era Una vocación de editor, publicado por la editorial mexicana gris tormenta, un exquisito trabajo del crítico español Ignacio Echevarría dedicado a un gran editor fallecido hace pocos años, Claudio López Lamadrid (1960-2019).

 

Nacido en Barcelona en cuna de libros, pertenecía a una famosa familia de editores -era sobrino de Antonio López Lamadrid, fundador, junto con su mujer, Beatriz de Moura, de Tusquets- y dedicó cuarenta años a esta tarea primero en el marco del sello familiar y luego, durante varios años y hasta su muerte, en el grupo Penguin Random House, donde tenía a su cargo la división literaria. Allí conducía un catálogo rutilante en el que conviven Coetzee, Joan Didion, Ricardo Piglia, Fernanda Melchor y César Aira, junto con Cormac McCarthy, Pedro Lemebel, María Moreno, Cristina Rivera Garza y tantos otros grandes autores. López Lamadrid hizo un trabajo enorme en América latina, consagrando a escritores que hasta ese momento no conseguían cruzar el Atlántico de los gustos.

 

Echevarría y López fueron amigos muy cercanos, de modo que quien escribe vivió de cerca el camino que llevó a López Lamadrid a convertirse en el gran modelo de editor contemporáneo y prescriptor, esa “categoría intelectual transida por lo comercial” que se conformó a partir de mediados del siglo XX, como señala el autor de Una vocación de editor. Cuenta Echevarría que a su ingreso a Tusquets, en los años 80, López Lamadrid hizo de todo: “lectura de manuscritos, revisión de traducciones, encargo y control de correcciones tanto estilísticas como tipográficas, edición de los textos, seguimiento del proceso entero de la preimpresión de los libros” por lo que “sabía intervenir un texto en todos los niveles, cuidarlo, mejorarlo” y, además, dice, esa trayectoria “tan nutrida” e infrecuente podía procurarle “una comprensión directa y cabal de todo el proceso de un texto, incluido el de su recepción”.

 

Aunque se iniciaron juntos, Echevarría terminó dedicándose a la crítica literaria y su trabajo editorial se desarrolla siempre buscando lo que llama una “fórmula aún bastante convencional: ‘Edición al cuidado de…’”, es decir, un cuidador, un editor de mesa, explica. En el caso de López Lamadrid, más allá de que siempre siguió fascinado por el trabajo anónimo sobre los textos de otros (lo que en definitiva, decía, lo hacía tocar la esencia misma de su cometido: que “el editor trabaja para el autor, y no viceversa”), su lugar como prescriptor lo acercaba en un sentido a la figura del crítico, aunque con grandes diferencias de foco, según le explicaba a Echevarría.

 

“Ambos, crítico y editor, son prescriptores, pero prescriben con la vista puesta en lugares distintos. Un editor no contrata lo que le gusta, sino lo que le conviene: contrata con la vista puesta en su propio catálogo. Un crítico, por el contrario, en el mejor de los casos debería ejercer su trabajo de prescripción con la vista puesta en un canon concreto, el que sea. En ese sentido creo que crítico y editor se complementan más que compiten”, decía.

 

Lejos de aquellos editores que rechazaban la digitalización en la industria e incluso en la vida cotidiana, López Lamadrid era alguien “adicto a la virtualidad”, siempre con algún dispositivo a mano tanto para leer como para intercambiar en las redes sociales. De hecho, había advertido antes que nadie de que “a los efectos de sus intereses como editor, la partida se jugaba mucho antes en las redes sociales que en los espacios cada vez más insignificantes reservados en los medios de comunicación al reseñismo”, señala Echevarría, quien consigue a través de su delicado retrato entregarles a los lectores un completo recorrido profesional de alguien que intervino en la vida de muchos lectores que seguramente ignoraban su función y en la vida y en la obra de muchos autores que de alguna manera se quedaron huérfanos con su muerte. El libro de Echevarría fue prologado por uno de esos autores, el mexicano Emiliano Monge, quien asegura que López Lamadrid fue “un entusiasta de todo aquello que conjugara la palabra literatura con la palabra futuro”.

 

Líder en su espacio, integrante de un mega grupo transnacional como PRH, López Lamadrid necesitaba también pensar en los números y no solo en las colecciones exquisitas y en los autores por descubrir o consagrar. Buscó siempre, señala Echevarría, “conciliar estándares de calidad -en los procesos de selección de los textos, en su cuidado, en su materialización- con determinadas condiciones económicas”. La apuesta editorial siempre es un riesgo. Más pequeño es el sello, más alto es ese riesgo. Un gran grupo tiene otros márgenes, pero así y todo hay un límite. “Claudio siempre tuvo clara esta aritmética variable, y su catálogo daba fe de su arte para manejarla. Él mismo concluía: ‘Como decía un viejo editor francés, el negocio editorial es muy sencillo: de diez libros que publicamos se pierde dinero con ocho y recuperamos con los otros dos’”.

 

Esta última frase puede parecer excesivamente pragmática y hasta cínica (sobre todo para quienes pueden llegar a ser uno de esos dos autores con los que se gana dinero para publicar a los demás) pero en este razonamiento hay obras y autores que se estarían viendo beneficiados por la “solidaridad” de catálogo, por llamarlo de algún modo. En la edición, elegir no es solo poner en acto una preferencia: es también dejar materiales afuera. ¿Acaso es posible publicar todo lo que se escribe? ¿Todo aquel que escribe es un escritor y merece ser publicado? ¿Ganan plata las editoriales con cada libro al que apuestan? Las tres preguntas tienen una única respuesta: no. El editor es quien, antes que nadie, legitima un texto y a un autor.

 

Sin editores no habría libros; habría escritura, pero libros no. (La discusión sobre la autoedición deberíamos dejarla para otra nota.)

 

Vuelvo finalmente a Saccomanno y a su discurso inaugural de la feria, en el que recordó las veces que demandó a varias editoriales, “incluyendo a alguna progresista, para recuperar los derechos de publicación de un libro una vez vencido el período del contrato y otros incumplimientos de cláusulas acordadas”.

 

Por supuesto que hay incumplimientos editoriales, por supuesto que hay editores vivillos, estafadores y miserables que especulan con el trabajo del otro. Pero despreciar a una editorial porque busca hacer negocios es hasta disparatado porque le niega una condición original: una editorial privada no es una ONG ni es mecenazgo, necesita ganar plata para sobrevivir. Así y todo, las apuestas editoriales se hacen por diversas razones que incluyen el gusto, los gestos de vanguardia y la búsqueda de prestigio y es ahí donde poder publicar ya es en sí mismo muchas veces un reconocimiento. (Una vez más aclaro que, por supuesto, quienes escriben deben cobrar por su trabajo. Lo que no tiene lógica es exigir más dinero al editor si la venta de los libros no alcanza para eso. Pocos, muy pocos autores en todo el mundo viven de los derechos de autor. La mayoría se gana la vida con trabajos cercanos a la literatura y la escritura).

 

No estoy en contra de los discursos polémicos o provocadores ni de los debates sobre la industria, tampoco estoy en desacuerdo con todo lo que dijo Saccomanno, quien encendió una mecha interesante y poco explorada públicamente en la discusión sobre el dinero justo cuando la Unión de Escritoras y Escritores presentaba también en la Rural un tarifario para poner en valor su trabajo. El problema con las palabras de Guillermo, insisto, fue la generalización, y si resultaron hirientes fue porque no hizo distinciones de figuras ni roles en el enorme arco que compone el mundo editorial.

 

Cuesta creer -me cuesta creer- que, a lo largo de su riquísima carrera, Saccomanno no haya tenido cerca editores que lo acompañaron, que entablaron con él discusiones que dieron como resultado mayor riqueza en su trabajo, que lo escucharon en momentos de desolación o, incluso, que le contrataron libros aún sabiendo que posiblemente no iban a ser esos dos con los que se gana plata de los que hablaba López Lamadrid. Fue una pena que lo haya olvidado en un momento como éste, en el que la industria editorial -como la gran mayoría de los argentinos- busca mantenerse a flote y cuando colectivamente hubiera sido muy bueno escuchar algo más alentador.

 

 

Editar, entonces, es elegir, curar, corregir. Es contratar, cuidar, debatir. Es intervenir en la discusión pública con los libros elegidos e imaginar la inserción de algo nuevo en una serie o, si se es suficientemente afortunado o lúcido, inaugurar una serie con algo que hasta ese momento no existía. Es, desde otro ángulo, persuadir al lector de que lo que uno tiene para ofrecerle es justo aquello que estaba buscando.

 

Es, por último y aunque parezca ambicioso, pensar en cómo hacer el mundo más rico en ideas, más interesante y, por qué no, más hermoso.