O’Brien: Una verdadera historia de guerraCómo contar una verdadera historia de guerra

 

Por Tim O’Brien

 

Traducción de María Rada

 

Esto es verdad.

Tenía un compañero en Vietnam. Se llamaba Bob Kiley, pero todo el mundo lo llamaba el Rata.

Matan a un amigo suyo y, alrededor de una semana después, el Rata se sienta y escribe una carta a la hermana del tipo. El Rata le cuenta que qué gran hermano tenía, la entereza del tipo, un colega y camarada de primera. Un soldado entre soldados, dice el Rata. Luego le cuenta varias historias para que entienda lo que quiere decir: que su hermano siempre se ofrecía voluntario a cosas a las que nadie se ofrecería voluntario en la vida, cosas peligrosas, como ir de reconocimiento o salir en esas patrullas nocturnas tan jodidas. Cojones de acero inoxidable, le dice el Rata. El tío estaba un poco loco, eso seguro, pero loco en el buen sentido, un auténtico temerario, porque le gustaba el reto, le gustaba ponerse a prueba, el hombre contra el amarillo de mierda. Un tipo genial, genial, dice el Rata.

 

En cualquier caso, la carta es fantástica, muy personal y conmovedora. El Rata casi llora escribiéndola. Se le saltan las lágrimas contando los buenos momentos que pasaron juntos, cómo hacía su hermano que la guerra pareciese casi divertida, siempre armando jaleo y quemando aldeas y llenándolo todo de humo. Además tenía sentido del humor. Como aquella vez en aquel río donde se puso a pescar con una caja entera de granadas de mano. Probablemente lo más gracioso en la historia del mundo, dice el Rata, qué matanza, alrededor de veinte millones de peces amarillos muertos. Su hermano, él sí que tenía una buena actitud. Sabía cómo pasárselo bien. En Halloween, esa noche espeluznante, va el tío y se pinta todo el cuerpo de colores y se pone una máscara que da miedo y se va hasta una aldea a hacer truco o trato, prácticamente desnudo: botas y pelotas y un M-16. Un ser humano extraordinario, dice el Rata. Bastante pirado a veces, pero podías confiarle tu vida.

Y entonces la carta se vuelve muy triste y seria. El Rata abre su corazón. Dice que quería al tipo. Que era su mejor amigo del mundo. Eran como almas gemelas, dice, como gemelos o algo así, tenían mucho en común. Le dice a la hermana que la buscará cuando acabe la guerra.

¿Y entonces qué pasa?

El Rata envía la carta. Espera dos meses. La gilipollas no responde.

 

Una verdadera historia de guerra nunca es moral. No instruye, ni anima a la virtud, ni sugiere modelos de conducta humana correcta, ni impide que los hombres hagan lo que los hombres han hecho siempre. Si una historia parece moral, no te la creas. Si al final de una historia de guerra te sientes edificado, si sientes que algún trocito de rectitud se ha salvado de entre la basura, es que has sido víctima de una mentira muy vieja y terrible. No hay atisbo de rectitud. No hay virtud. Así que como primera regla general, puedes reconocer una historia de guerra verdadera por su lealtad absoluta e inflexible a la indecencia y el mal. Escucha al Rata Kiley. Gilipollas, dice. No dice puta. Ni mucho menos mujer o chica. Dice gilipollas. Luego escupe y se queda con la mirada perdida. Tiene diecinueve años —todo esto le queda muy grande— así que te mira con esos ojos grandes, tristes y amables de asesino y dice gilipollas, porque su amigo está muerto y porque es increíblemente triste y a la vez verdad: ella no contestó.

Puedes reconocer una verdadera historia de guerra si te avergüenza. Si no te importa la indecencia, no te importa la verdad; si no te importa la verdad, mira a quién votas. Manda hombres a la guerra y regresarán diciendo guarradas.

Escucha al Rata: «Por amor de Dios, hombre, escribo esta puta carta, tan bonita, me dejo los cuernos con ella, y ¿qué pasa? La gilipollas no responde».

El muerto se llamaba Curt Lemon. Sucedió así. Atravesamos un río cenagoso y marchamos hacia las montañas en dirección oeste, y al tercer día descansamos en un cruce de caminos en plena jungla. Enseguida, Lemon y el Rata Kiley empezaron a hacer el tonto. No entendían lo horripilante que era aquello. Solo eran unos niños; simplemente no lo entendían. Una caminata en la naturaleza, pensaban, ni siquiera una guerra, así que allá fueron a meterse en la sombra de unos árboles gigantes —como un follaje cuádruple que no dejaba pasar la luz— y empezaron con sus risitas y a llamarse el uno al otro hijo de puta y a jugar a un juego estúpido que habían inventado. El juego incluía granadas de humo, que no eran peligrosas si no hacías tonterías, y lo que hacían era quitar el seguro, alejados entre sí pocos metros y jugar a tirárselas bajo la sombra de aquellos árboles enormes. Quien se echase para atrás era un hijo de puta. Y si ninguno de los dos se echaba para atrás, la granada hacía un sonido ligero, como de estallido, y ellos se cubrían de humo, se reían, bailaban y lo hacían otra vez.

Todo esto es exactamente verdad.

Me pasó, a mí, hace casi veinte años, y aún recuerdo el cruce de caminos y aquellos árboles gigantes y el sonido de un goteo suave en algún sitio tras los árboles. Recuerdo el olor a musgo. En lo alto del follaje había diminutos capullos blancos pero nada de luz, y recuerdo las sombras extendiéndose bajo los árboles donde Curt Lemon y el Rata Kiley jugaban a tirarse granadas de humo. Mitchell Sanders, sentado, jugaba con su yoyó. Norman Bowker y Kiowa y Dave Jensen estaban adormilados, o medio adormilados, y todo lo que había alrededor era esas montañas verdes e irregulares.

Salvo por las risas todo estaba en calma.

En un momento dado, recuerdo que Mitchell Sanders se volvió y me miró, casi asintiendo, como para avisarme de algo, como si ya lo supiera, y después de un rato enrolló su yoyó y se alejó.

Es difícil explicar lo que pasó a continuación.

Solo estaban haciendo el tonto. Hubo un ruido, supongo, que debe haber sido el detonador, así que miré hacia atrás y vi a Lemon salir desde la sombra a la luz del sol. Su cara se volvió de repente morena y brillante. Un chico guapo, la verdad. Ojos grises y agudos, delgado y de cintura estrecha, y cuando murió fue casi hermoso, la forma en la que la luz del sol lo rodeó, lo elevó y lo succionó a lo alto del árbol lleno de musgo y enredaderas y capullos blancos.

 

En cualquier historia de guerra, pero especialmente en una verdadera, es difícil separar lo que pasó de lo que pareció pasar. Lo que parece pasar se convierte en su suceso en sí mismo y así tiene que ser contado. Los ángulos de visión están sesgados. Cuando explota una bomba trampa, cierras los ojos y te agachas y sales de ti mismo. Cuando muere un hombre, como Curt Lemon, miras hacia otro lado y luego te vuelves a mirar un momento y luego vuelves a apartar la vista. Las imágenes se entremezclan; tiendes a perderte un montón de cosas. Y después, cuando vas a contarlo, siempre hay esa apariencia surrealista que hace que la historia parezca mentira, pero que realmente representa la verdad difícil y exacta tal y como pareció suceder.

 

***

 

En muchos casos una verdadera historia de guerra no puede creerse. Si te la crees, sé escéptico. Es una cuestión de credibilidad. Con frecuencia las cosas más absurdas son verdad y las cosas normales no lo son, porque las normales son necesarias para hacerte creer la locura verdaderamente increíble.

            En otros casos ni siquiera puedes contar una verdadera historia de guerra. A veces sobrepasa lo que se puede contar.

            Yo escuché ésta, por ejemplo, de boca de Mitchell Sanders. Era cerca del anochecer y estábamos sentados en mi trinchera junto a un río ancho y cenagoso al norte de Quang Ngai. Recuerdo lo apacible que era el crepúsculo. Un profundo rojo rosado se esparcía sobre el río, que corría silencioso, y ya por la mañana cruzaríamos ese río y marcharíamos dirección oeste hacia las montañas. La ocasión era perfecta para una buena historia.

            «Palabra de Dios», dijo Mitchell Sanders. «Una patrulla de seis hombres sube a las montañas a una operación elemental de puesto de escucha. La idea es pasar allí una semana, simplemente tumbados y a la escucha de movimiento enemigo. Llevan con ellos una radio, con lo que si escuchasen algo sospechoso —cualquier cosa— se supone que llamarían a la artillería o al combate aéreo, lo que haga falta. Si no, mantienen una disciplina de campo estricta. Silencio absoluto. Se limitan a escuchar».

            Sanders me mira para comprobar que he captado la situación. Juega con su yoyó, haciéndolo bailar con golpes de muñeca cortos y rápidos.

            Su cara, inexpresiva en el crepúsculo.

«Hablamos de normas, de seguirlas al pie de la letra. Estos seis hombres no pueden decir ni pío durante una semana entera. No tienen lengua. Son todo oídos».

«Vale», dije.

«¿Me entiendes?».

«Son invisibles».

Sanders asintió.

«Afirmativo», dijo. «Invisibles. Y lo que pasa es lo siguiente: estos tíos se meten bien entre los arbustos, todos camuflados, y se tumban y esperan y eso es todo lo que hacen, nada más, ahí tumbados durante siete días seguidos, escuchando. Y te lo aseguro, tío: es horripilante. Son las montañas. No conoces el significado de la palabra horripilante hasta que has estado ahí. Jungla, o algo así, solo que llega hasta las nubes y siempre hay niebla —como si fuera lluvia, solo que no llueve— todo está mojado y arremolinado y enredado y no ves una mierda, ni siquiera puedes encontrar tu propia polla para mear. Como si no tuvieras cuerpo. Horripilante de verdad. Te vas evaporando, como si la niebla te llevase… Y los sonidos, tío. Los sonidos duran para siempre. Oyes cosas que nadie debería oír jamás».

Sanders se queda parado un segundo, jugando con el yoyó, luego me sonríe.

«Así que después de dos días, los chicos empiezan a oír una música muy suave y como de locos. Ecos extraños y cosas así. Como una radio o algo parecido, pero no es una radio, es una extraña música oriental que viene directamente de las rocas. Como si estuviera lejos pero también muy cerca. Intentan no hacerle caso. Pero es un puesto de escucha, ¿vale? Así que escuchan. Y cada noche siguen escuchando el absurdo concierto amarillo. Todo tipo de campanillas y xilófonos. A ver, esto es la selva —ni hablar, no puede ser real— pero ahí está, como si las montañas estuvieran sintonizadas a la puta Radio Hanoi. Naturalmente se ponen nerviosos. Uno se mete chicles en las orejas. A otro casi se le va la olla. El caso es que, a pesar de todo, no pueden informar de la música. No pueden ponerse al auricular y llamar a la base y decir “Oiga, escuchen, necesitamos potencia de fuego, tenemos que volar esta banda de rock de amarillos raritos”. Así que se echan ahí en la niebla y cierran el pico. Y lo que hace que todavía sea peor, sabes, es que los pobres tipos no pueden ni hacer el tonto como normalmente harían. No se pueden reír del tema. Ni siquiera pueden hablarse los unos a los otros salvo quizás en susurros, todo muy secreto, y eso solo hace aumentar el horror. Se limitan a escuchar».

Hubo otro silencio mientras Mitchell Sanders miraba hacia el río. La oscuridad caía ahora bruscamente, y al oeste, podía ver crecer los contornos de las montañas, todo lo misterioso y lo desconocido.

«La parte que viene ahora», dijo Sanders en voz baja, «no te la vas a creer».

«Probablemente no», dije.

«No lo harás. ¿Y sabes por qué?» Me sonrió largamente y con cansancio. «Porque ocurrió así. Porque cada palabra es absolutamente verdad».

Sanders hizo un sonido con la garganta, como un suspiro, como si no le importase si le creía o no. Pero sí le importaba. Quería que sintiese la verdad, que creyese por obra y gracia de la fuerza bruta del sentir. Se le veía algo triste.

«Estos seis hombres», dijo, «estaban bastante quemados a esas alturas, y una noche empezaron a oír voces. Como en un cóctel. Así es como suena, como un cóctel pijo y lleno de amarillos, ahí, en algún lugar en la niebla. Música y cháchara y demás. Es de locos, lo sé, pero oyen el sonido de las botellas de champán al descorcharse. Hasta copas de Martini. Muy pijo, todo muy civilizado, solo que allí no hay civilización. Eso es Nam».

«Bueno, los tíos intentan tranquilizarse. Se echan ahí y se relajan, pero al poco empiezan a oír —no te lo vas a creer— oyen música de cámara. Oyen violines y chelos. Escuchan a una diva de la ópera fantástica. Luego, después de un rato, escuchan ópera oriental, un coro y los Niños Cantores de Haiphong y un cuarteto de cantantes y todo tipo de cánticos funky y estilo Buda-Buda. Y todo el rato, de fondo, sigue el dichoso cóctel. Todas esas voces. No son voces humanas, de todas formas. Porque son las montañas. ¿Me sigues? Las piedras están hablando. Y la niebla también, y la hierba y las putas mangostas. Todo habla. Los árboles hablan de política, los monos de religión. Todo el país. Vietnam. El país habla. ¿Entiendes? Nam habla».

«Los tíos no pueden soportarlo. Se les va la olla. Cogen la radio e informan de movimiento enemigo —una armada entera, dicen— y ordenan potencia de fuego. Les dan artillería y cañoneros. Llaman al ataque aéreo. Y te lo aseguro, se cuelan en la jodida fiesta. Durante toda la noche fumigan las montañas. Hacen zumo de selva. Vuelan los árboles y los coros y todo lo que se pueda volar. Es la hora de quemarlo todo. Cubren de napalm las crestas de las montañas. Se traen los Cobras y los F-4, usan Willie Peter y explosivos e incendiarios. Todo es fuego. Hacen arder esas montañas».

«Hacia el amanecer las cosas finalmente se tranquilizan. Como si nunca hubieras oído antes el silencio. Uno de esos días súper pesados y súper nublados —solo nubes y niebla, ahí en esa zona concreta— y las montañas están en silencio absoluto. Como en Brigadoon —puro vapor, ¿sabes? Todo se lo ha comido la niebla. Ni un solo sonido, solo que aún lo oyen».

«Así que recogen los bártulos y se largan. Bajan de la montaña, de vuelta al campamento base, y cuando llegan allí no dicen ni mu. No hablan. Ni una palabra, como si fueran sordomudos. Más tarde, el pájaro del coronel viene y les pregunta qué demonios pasó allí. ¿Qué habían escuchado? ¿Por qué tanta artillería? El hombre está descompuesto, se mete de lleno en el caso. A ver, se han gastado seis billones de dólares en potencia de fuego, y el gordo del coronel quiere respuestas, quiere saber de qué va la jodida historia».

«Pero los tipos no dicen nada. Simplemente le miran un rato, en parte como extrañados, en parte alucinados, y la guerra al completo se resume ahí, en esa mirada. Dice todo lo que no puedes decir. Dice: tienes cera metida en las orejas, tío. Dice: pobre cabrón, nunca sabrás nada —estás en la frecuencia equivocada—, ni siquiera quieres oír esto. Saludan al hijo de puta y se largan, porque hay ciertas historias que no se pueden contar».

 

Puedes saber cuándo una historia de guerra es verdad porque nunca se acaba. Ni entonces ni nunca. Ni cuando Mitchell Sanders se levantó y se fue hacia la oscuridad.

Todo esto realmente ocurrió.

Incluso ahora, en este instante, recuerdo aquel yoyó. De algún modo, supongo, tenías que estar ahí, tenías que oírlo con tus propios oídos, pero yo sabía cuán desesperadamente Sanders quería que le creyera, su frustración al no dar con los detalles concretos, al no dar con la verdad última y definitiva.

Y recuerdo estar sentado en mi trinchera aquella noche, mirando a las sombras de Quang Ngai, pensando en el día siguiente y cómo cruzaríamos el río y marcharíamos hacia el oeste a las montañas, pensando en todas las formas en las que podría morir, en todas las cosas que no entendía.

Más tarde, esa misma noche, Mitchell Sanders me tocó el hombro. «Acabo de caer en la cuenta», me susurró. «De la moraleja, quiero decir. Nadie escucha. Nadie oye nada. Como aquel coronel gordo. Los políticos, los civiles. Tu novia. Mi novia. Todas las novias puras y virginales. Lo que necesitan es ir a un puesto de escucha. El vapor, tío. Los árboles y las piedras. Tienes que escuchar a tu enemigo».

 

Y otra vez, por la mañana, se me volvió a acercar Sanders. El pelotón estaba preparándose para salir, revisando las armas, cumpliendo con todos los rituales que preceden a un día de marcha. El escuadrón de vanguardia ya había cruzado el río y estaba enfilando hacia el oeste.

«Tengo algo que confesar», dijo Sanders. «Anoche me tuve que inventar algunas cosas, tío».

«Ya lo sé».

«El coro. No había ningún coro».

«Ya».

«Ni ópera».

«Descuida, lo entiendo».

«Sí, pero mira, aún así es verdad. Esos seis tipos oyeron sonidos diabólicos. Oyeron sonidos que simplemente son imposibles de creer».

Sanders se echó encima su mochila, cerró los ojos un momento y suspiró brevemente, aclarándose la garganta. Ya sabía lo que me esperaba.

«A ver», dije, «¿cuál es la moraleja?».

«Olvídalo».

«No, venga».

Durante un rato permaneció callado, mirando hacia otro lado, y el silencio se fue estirando hasta que se hizo casi embarazoso. Entonces se encogió de hombros y me lanzó una mirada que se quedó conmigo todo el día.

«Escucha ese silencio, ¿vale?», dijo. «Ese silencio —simplemente escúchalo. Ahí tienes tu moraleja».

 

En una verdadera historia de guerra, si es que hay moraleja, es como una de las hebras que forman un trapo. No la puedes separar. No puedes extraer el significado sin desenmarañar el significado más profundo. Y al final, en el fondo, no hay mucho que decir sobre una verdadera historia de guerra, excepto, quizás, «oh».

Las historias reales de guerra no generalizan. No se dejan enredar en la abstracción o el análisis.

Por ejemplo: la Guerra es el infierno. Como declaración moral el viejo tópico parece perfectamente verdad, y aún así, como abstrae, como generaliza, no me lo creo con el estómago. Nada se remueve por dentro.

Al final es una cuestión de reacción visceral. Una verdadera historia de guerra, si está contada desde la verdad, hace que el estómago se la crea.

 

Con ésta me pasa. La he contado antes —muchas veces, muchas versiones— pero esto es lo que pasó en realidad.

Cruzamos el río aquel y marchamos al oeste hacia las montañas. Al tercer día, Curt Lemon pisó una trampa-bomba de 105 milímetros. Estaba jugando a tirarse una granada con el Rata Kiley, riéndose, y a continuación estaba muerto. La arboleda era espesa; llevó cerca de una hora despejar una zona de aterrizaje de helicópteros para la limpieza.

Después, en las montañas, nos topamos con una cría de búfalo de agua del Vietcong. No sabemos lo que hacía allí —no había ni granjas ni campos de arroz— pero la perseguimos y le echamos una cuerda y la condujimos a través de un pueblo vacío donde nos preparamos para pasar la noche. Después de la cena, el Rata Kiley fue hasta el búfalo y le golpeó la nariz.

Abrió una lata de comida preparada, cerdo y habichuelas, pero a la cría de búfalo no le interesó.

El Rata se encogió de hombros.

Dio un paso atrás y le disparó en la rodilla frontal derecha. El animal no hizo ningún ruido. Se cayó bruscamente, se levantó otra vez, y el Rata apuntó con cuidado y le sacó una oreja de un disparo. Le disparó en los cuartos traseros y en la pequeña joroba de la espalda. Le disparó dos veces en los flancos. No iba a matar; iba a hacer daño. Le metió el arma en el morro y le quitó el morro de un disparo. Nadie dijo gran cosa. Todo el pelotón estaba ahí mirando, sintiendo todo tipo de cosas, pero no había demasiada compasión por la cría de búfalo. Curt Lemon estaba muerto. El Rata Kiley había perdido a su mejor amigo del mundo. Una semana después, escribiría una carta larga y personal a la hermana del tipo, quien no contestaría la carta, pero por ahora aquello era sólo una cuestión de dolor. Le arrancó el rabo de otro disparo. Le arrancó pequeños trozos de carne bajo las costillas. Nos rodeaba un olor a humo y a basura y a follaje, y la tarde era húmeda y muy caliente. El Rata puso el piloto automático. Disparó al azar, casi descuidadamente, pequeñas ráfagas a la barriga y al culo. Después recargó el arma, se puso de cuclillas, y le disparó en la rodilla frontal izquierda. De nuevo, el animal se cayó de golpe e intentó levantarse, pero esta vez no fue capaz. Se tambaleó y cayó de lado. El Rata le disparó en la nariz. Se dobló hacia delante y le susurró algo, como si le hablase a una mascota, y después le disparó en la garganta. Durante todo el rato la cría de búfalo estuvo en silencio, solo se oía un sonido ligero y burbujeante donde había estado la nariz. Se tendió muy quieto. Solo se movían los ojos, que eran enormes, de pupilas negras, brillantes y de expresión estúpida.

El Rata Kiley estaba llorando. Intentó decir algo, pero luego acunó su arma y se marchó.

Los demás nos quedamos de pie formando una especie de círculo alrededor de la cría de búfalo. Durante un tiempo nadie habló. Habíamos sido testigos de algo esencial, de algo nuevo y profundo, de una parte del mundo tan sorprendente que todavía no había un nombre para ella.

Uno de nosotros dio una patada a la cría de búfalo.

Aún estaba viva, casi viva, solo había vida en los ojos.

«Increíble», dijo Dave Jensen. «En toda mi vida he visto algo así».

«¿Nunca?».

«Ni de lejos. Ni una sola vez».

Kiowa y Mitchell Sanders recogieron al búfalo. Lo arrastraron a través de la plaza, lo levantaron y lo tiraron al pozo del pueblo.

Después nos sentamos esperando a que el Rata se recompusiera.

«Increíble», seguía diciendo Dave Jensen. «Un giro inesperado. Nunca he visto antes nada parecido».

Mitchell Sanders sacó su yoyó. «Bueno, esto es Nam», dijo. «El jardín del Demonio. Aquí todos los pecados son nuevos y originales, tío».

 

¿Cómo generalizar?

La guerra es el infierno, pero eso es solo quedarse con la mitad, porque la guerra también es misterio y terror y aventura y valor y descubrimiento y santidad y pena y desesperación y nostalgia y amor. La guerra es asquerosa; la guerra es divertida. La guerra es emocionante; la guerra es dura. La guerra te hace un hombre; la guerra te mata.

Las verdades son contradictorias. Se puede argumentar, por ejemplo, que la guerra es grotesca. Pero en realidad también es belleza. Con todo su horror, no puedes evitar admirar la horrible majestad del combate. Te quedas mirando a las balas rastreadoras desplegándose en la oscuridad como cintas de rojo brillante. Te agachas en la emboscada mientras una luna fría e impasible se eleva sobre los campos de arroz en la noche. Admiras las fluidas simetrías de las tropas en movimiento, las armonías del sonido y la forma y la proporción, las hojas de fuego de metal saliendo a raudales de un cañonero, las rondas de iluminación, el fósforo blanco, el resplandor púrpura y naranja del napalm, el brillo rojo de los cohetes. No es exactamente bonito. Es sorprendente. Te llena el ojo. Te domina. Tú lo odias, sí, pero tus ojos no. Como el fuego destructor de un bosque, como el cáncer bajo un microscopio, cualquier batalla o ataque con bombas o descarga de artillería tiene la pureza estética de la indiferencia moral absoluta —una belleza poderosa e implacable— y una verdadera historia de guerra te dirá la verdad sobre esto, aunque la verdad sea fea.

Generalizar sobre la guerra es como generalizar sobre la paz. Casi todo es verdad. Casi nada es verdad. En su núcleo, quizás, la guerra es simplemente otro nombre para la muerte, y aún así, cualquier soldado te dirá, si te dice la verdad, que la proximidad a la muerte trae consigo una proximidad a la vida proporcional. Después de un combate, siempre se da el inmenso placer de la vida. Los árboles están vivos. La hierba, la tierra, todo. Todas las cosas a tu alrededor se limitan a vivir, y tú entre ellas, y el estar vivo te hace temblar de emoción. Sientes una conciencia  intensa y extra-corporal de tu yo vivo, tu yo auténtico, el ser humano que quieres ser y en el que a continuación te conviertes por la mera fuerza de quererlo. En medio del mal quieres ser un buen hombre. Quieres honradez. Quieres justicia y cortesía y entendimiento humano, cosas que nunca pensaste que querías. Hay en ello una forma de grandeza, una forma de divinidad. Aunque sea extraño, nunca estás más vivo que cuando estás casi muerto. Te das cuenta de lo que es valioso. De un modo nuevo, como por primera vez, amas lo que es mejor de ti mismo y del mundo, todo aquello que se podría perder. Al atardecer te sientas en tu trinchera y miras hacia el ancho río que se vuelve rojo rosado, y a las montañas más allá, y aunque por la mañana tengas que cruzar el río e ir a las montañas, y hacer cosas terribles y tal vez morir, incluso así, te encuentras a ti mismo analizando los bellos colores del río, te sientes maravillado y asombrado por la puesta de sol, y te llenas de un amor difícil y doloroso por cómo el mundo podría ser y debería ser, pero que ahora no es.

Mitchell Sanders tenía razón. Para el soldado común, al menos, la guerra tiene el tacto —la textura espiritual— de una niebla espectral, espesa y permanente. No hay claridad. Todo gira. Las antiguas reglas ya no te atan, las viejas verdades ya no son verdad. Lo correcto inunda lo equivocado. El orden se mezcla con el caos, el amor con el odio, la fealdad con la belleza, la ley con la anarquía, lo civilizado con lo salvaje. Los vapores te absorben. No puedes decir dónde estás, o por qué estás ahí, y la única certeza es la desbordante ambigüedad.

En una guerra pierdes tu sentido de lo que es cierto, y por tanto tu sentido de la verdad en sí, con lo que se puede decir que en una verdadera historia de guerra nada es absolutamente verdad.

 

A menudo una verdadera historia de guerra no tiene sentido, o no se lo ves hasta veinte años más tarde, mientras duermes, y te despiertas y sacudes a tu mujer y empiezas a contarle la historia, solo que cuando llegas al final ya te has vuelto a olvidar del sentido. Y luego te quedas tumbado largo rato viendo en tu cabeza cómo se desarrolla la historia. Escuchas a tu mujer respirar. La guerra ha terminado. Cierras los ojos. Lanzas un débil golpe a la oscuridad y piensas: Dios, ¿cuál era el sentido?

 

Esta es una que hace que yo me despierte.

Aquel día en las montañas, miré cómo Lemon se daba la vuelta. Se rió y dijo algo al Rata Kiley. Después, dio un paso pequeño y peculiar, moviéndose desde la sombra a la brillante luz del sol, y la trampa-bomba de 105 mm explotó y lo arrojó contra un árbol. Los restos estaban ahí colgando, así que a Dave Jensen y a mí nos ordenaron trepar y arrancarle de allí. Recuerdo el hueso blanco de un brazo. Recuerdo trozos de piel y algo húmedo y amarillo que debían de ser los intestinos. Todo aquello era horrible y aún me acompaña a día de hoy. Pero lo que me despierta veinte años después es Dave Jensen cantando “Lemon Tree” mientras tirábamos los restos.

 

Puedes saber que se trata de una verdadera historia de guerra por las preguntas que haces. Alguien cuenta una historia, digamos, y al acabar tú preguntas: «¿es verdad?», y si la respuesta tiene importancia, ya tienes tu respuesta.

Por ejemplo, todos hemos oído esta. Cuatro tipos bajan por un camino. Cae una granada. Uno de los tipos salta sobre ella, le estalla y salva a sus tres compañeros.

¿Es verdad?

La respuesta tiene importancia.

Si no sucedió te sentirías engañado. Sin la realidad que la sostenga, es simplemente una invención trivial, puro Hollywood, falsa en el sentido en que todo ese tipo de historias son falsas. Pero incluso si realmente pasó de esa manera —y puede ser, todo es posible— aún así sabes que no puede ser verdad, porque una verdadera historia de guerra no depende de ese tipo de verdad. El hecho en sí mismo es irrelevante. Algo puede ocurrir y ser completamente mentira; otra cosa puede no ocurrir y ser más auténtica que la verdad. Por ejemplo: cuatro tipos bajan por un camino. Cae una granada. Uno de los tipos salta sobre ella y le estalla, pero es una granada mortal y todos mueren de todas formas. Aún así, antes de morir, uno de los tipos dice: ¿por qué demonios lo hiciste? Y el que saltó responde: «tío, es la historia de mi vida», y el otro tipo empieza a sonreír pero ya está muerto. Esa es una historia verdadera que nunca llegó a ocurrir.

 

Veinte años después, aún puedo ver la luz del sol sobre la cara de Lemon. Aún lo puedo ver girándose, mirando al Rata Kiley, luego se rió y dio ese curioso medio paso desde la sombra a la luz, su cara se volvió de repente morena y luminosa, y cuando su pie tocó el suelo, en ese instante, debió haber pensado que era la luz del sol lo que lo estaba matando. No fue la luz del sol. Fue una trampa de 105 mm. Pero si alguna vez pudiera captar bien la historia, cómo el sol pareció envolverlo y alzarlo hasta el árbol, si pudiera recrear de alguna manera la blancura mortal de aquella luz, el resplandor breve, la causa y efecto evidentes, entonces creerías lo que Curt Lemon creyó por última vez, que para él debe haber sido la verdad final.

 

De vez en cuando, al contar esta historia, alguien se me acerca al finalizar y me dice que le ha gustado. Siempre es una mujer. Normalmente es una mujer madura de temperamento bondadoso e ideales compasivos. Me contará que, por lo general, odia las historias de guerra; no puede entender por qué la gente quiere regodearse en toda esa sangre y violencia. Pero esta le ha gustado. La pobre cría de búfalo la ha puesto triste. A veces, incluso, hay lagrimitas. Lo que debería hacer yo, dirá, es dejar atrás todo eso. Buscar nuevas historias que contar.

No lo diré pero lo pensaré.

Me imaginaré la cara del Rata Kiley, su dolor, y pensaré: gilipollas.

Porque no estaba escuchando.

Porque no era una historia de guerra. Era una historia de amor.

Pero no puedes decir eso. Todo lo que puedes hacer es contarla una vez más, pacientemente, añadiendo unas cosas y quitando otras, e inventándote algunas para llegar a la verdad. Mitchell Sanders no existe realmente, le dices. Ni Lemon, ni el Rata Kiley. Ni el cruce de caminos. Ni la cría de búfalo. Ni las enredaderas, ni el musgo, ni las flores blancas. Desde el principio hasta el final, le dices, todo es invención. Todos los puñeteros detalles. Las montañas y el río y, especialmente, la cría de búfalo pobre y estúpida. Nada de eso ocurrió. Nada de eso. E incluso, si pasó, no pasó en las montañas sino en una pequeña aldea de la Península de Batangan, y llovía muchísimo, y una noche un tipo llamado Harris el Maloliente se despertó gritando con una sanguijuela en la lengua. Puedes saber que una historia de guerra es verdad si sigues contándola.

Y al final, por supuesto, una verdadera historia de guerra nunca va sobre la guerra. Va sobre la luz del sol. Sobre la forma tan especial en que el amanecer se extiende sobre un río cuando sabes que debes cruzar ese río y marchar hacia las montañas y hacer cosas de las que tienes miedo. Va sobre el amor y la memoria. Sobre la pena. Sobre hermanas que no contestan y gente que no escucha.

 

En The Things They Carried. Existe una versión castellana del libro, traducido por Elvio E. Gandolfo, con el título de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (Anagrama).