Ensayos I: Lydia Davis«Aguda, hábil, irónica, sobria y constantemente sorprendente», dijo de ella Joyce Carol Oates. Lydia Davis regresó a las librerías en lengua castellana después de Ni puedo ni quiero con una segunda apuesta de Eterna Cadencia Editora: el primer tomo de sus ensayos (y la promesa del segundo). Ensayos I reúne los textos de la estadounidense sobre prácticas de escritura y artes visuales, y reserva para el venidero todo lo atinente a la traducción, otra de las «ocupaciones principales» de su vida, como la llama.

 

Por Valeria Tentoni

 

"Este libro surgió con bastante naturalidad. Pensé que era hora de recopilar los textos de no ficción que había tenido la oportunidad de escribir a lo largo de las décadas y reunirlos en un solo volumen", escribe Davis. Y en estas casi 500 páginas, que incluyen imágenes a todo color, encontramos muchas pistas sobre el modo en que se convirtió, entre otras cosas, en la ganadora del Man Booker Prize.

 

"Algunos días escribo sobre mí en tercera persona y otros en primera. Ahora que lo pienso, entiendo por qué: cuando importa que yo sea quien lleva a cabo la acción, cuando yo soy el sujeto de verdad, entonces recurro a la primera persona. Cuando no importa quién lleve a cabo la acción, pero me interesa que alguien la lleve a cabo, entonces recurro a la tercera persona", encontramos por ejemplo en el ensayo "Corregir una oración". 

 

-En el libro se exponen aspectos bien técnicos de tus propios hábitos de escritura y procesos de aprendizaje. ¿Por qué decidiste compartir estas lecciones que otros quizás prefieran mantener como secretos?

 

Los ensayos en los que discuto estos aspectos técnicos comenzaron siendo conferencias o charlas que me invitaron a dar ante alumnos de posgrado que estaban estudiando escritura creativa. Yo quería mostrarles lo que ocurre al componer una pieza de escritura. O, al menos, lo que me ocurre a mí. Quería eliminar para ellos algo del “misterio” del proceso, ¡aunque siempre queda bastante misterio!

 

-Otra cosa que aparece es el amor por las palabras, por ejemplo en el ensayo dedicado al término "gubernatorial". ¿Cuándo te enamoraste de las palabras y de qué se trata ese amor?

 

El amor y la curiosidad por las palabras nunca terminan para mí. Todavía anoto cada palabra o frase que me encuentro por primera vez. Creo que este amor e interés fue, sin dudas, cultivado por la familia en que crecí, donde un gran diccionario siempre estaba a mano en una mesita de soporte, en el living, y mi padre siempre andaba buscando palabras y anunciándonos de dónde venían, sus orígenes. Ante esos refuerzos constantes, no pude evitar prestarle gran atención a cada palabra. (Aunque —si se me permite contradecir lo que acabo de decir— es cierto que mi hermano y mi hermana, si bien escribían y hablaban bien, no eligieron carreras que involucren la escritura.)

 

-Escribís que un buen poema ofrece algo asombroso que no necesariamente debemos entender para poder disfrutarlo, y hay otro ensayo pariente de esa idea, el dedicado a la obra de la artista expresionista Joan Mitchell. ¿Es lo mismo cuando escribís, solés seguir ideas o asombros que no “entendés” por completo?

 

A lo que aludo con “entendimiento”, cuando se trata de un poema, es a la capacidad de explicar, en otras palabras, lo que el poema está expresando o diciendo exactamente. Hay algunos poemas que no puedo “explicar” del todo o ni siquiera de modo parcial, pero que me dan placer simplemente por el modo en que las palabras se mueven y por las imágenes que crean. Una podría decir que no se habrían escrito de esa manera si hubiese sido posible reformularlos de otro modo. Pienso que mucho de la composición, ya se trate de escritura o de pintura, debe ser instintivo, por impulso antes que siguiendo un plan racional. Y creo que es un error pedirle a un estudiante avanzado de escritura o de pintura que explique exactamente qué está haciendo y por qué.

 

-En estos ensayos dejás mucha información acerca de tus lecturas, de Kafka a Perec o Paley, y varios autores más. ¿Cómo tiene que leer alguien que se propone escribir?

 

Recomiendo que un escritor o escritora lea mucho y con especial atención. Les he sugerido a los estudiantes de escritura que lean por placer —sumergiéndose en la historia o en el texto de no ficción— pero a la vez muy despacio y deliberadamente, analíticamente, prestando particular atención a la técnica de los autores. Esta atención detallista será muy beneficiosa. El aspirante a escritor debe desarrollar una buena técnica y después escribir desde el corazón. Entonces, el estilo vendrá por sí solo.

 

-Decís que cuando se corrige una oración también se corrigen las ideas. ¿Cuán importante es el momento de corrección en tu escritura y cuándo decidís darlo por terminado?

 

No me preocupo demasiado por la corrección cuando estoy trabajando en un primer borrador. Para mí es importante no detener la escritura hasta haber escrito la mayor parte del primer borrador, o tanto como pueda. Una vez que la historia entera está escrita, repaso todo y corrijo cualquier cosa que me parezca errada. Sigo corrigiendo hasta que nada me parece mal. O hasta que ya no se me ocurre cómo arreglar un problema (y en ese punto dejo descansar el texto por un rato). Cuando ya no hay nada más que arreglar, el cuento probablemente está terminado. Quizás no sea un cuento brillante ni el mejor, pero está terminado.

 

-Has leído y trabajado con las cartas de Flaubert, y también compartís aquí algunos detalles sobre la correspondencia que mantuviste con otras autoras como Lucia Berlin o Rae Armantrout. ¿Por qué estás tan interesada en las escrituras epistolares? ¿Qué pueden atesorar?

 

Bueno, las cartas son bastante especiales, representan a un escritor hablando personalmente en la hoja. Son piezas de escritura características, bien expresadas, vívidas, por lo general emotivas, pero no están escritas para un público sino para un amigo o amante o familiar. Nosotros, el público, mucho tiempo después de que la carta fue escrita, a veces tenemos el privilegio de ser testigos de ese momento personal, de ese intercambio privado. Son a la vez documentos emocionales y piezas de buena escritura, una combinación peculiar.

 

-¿Qué cosas te permite explorar el género ensayo que no te permite la ficción?

 

Un ensayo me permite hablar como yo misma, directamente, antes que como un personaje, a través de una persona asumida que no soy realmente yo, tal y como sucede por lo general en mi ficción. Disfruto de hablar como yo misma, y disfruto de expresar algunas ideas que tengo de un modo directo. Sin embargo, la escritura de cada uno de los ensayos de este libro evolucionó de una manera algo distinta, por lo que tuve variedad de experiencias al escribirlos. Algunos evolucionaron con el tiempo, como por ejemplo el que está al final, bastante personal, “No se olviden de los Van Wagenens”, sobre la memoria y, en el fondo, sobre el propio paso por la vida.

 

-¿Y cómo identificás los temas en los que podrías pensar y escribir piezas como estas? ¿Qué cosas llaman tu atención?

 

Muchos de estos ensayos fueron por encargo. Me pedían, quizás, que diera una charla, o que escribiera un prefacio, una reseña, o sobre un pintor que haya tenido influencia formativa sobre mí, o que escribiera algo sobre la memoria o la Biblia, y así siguiendo. Lo que sucedía en estos casos era que un asunto que ya me interesaba de antemano me parecía tema adecuado para el ensayo que se me había pedido escribir, asuntos como un poema en particular sobre un mitón rojo o el encuentro de un ancestro mío con Abraham Lincoln. Me interesan muchas, muchas cosas. Hay muchas cosas sobre las que podría escribir. Así que este volumen de ensayos fue el resultado, hasta cierto punto, de la casualidad.

 

-Escribís sobre escritores pero también sobre artistas visuales. ¿Qué cambia cuando en vez de texto leés imágenes? ¿Sos más o menos libre?

 

De nuevo, estas cuatro piezas sobre artistas visuales aparecieron de modos muy distintos, así que fui más y menos libre en diversos grados al escribirlos. El ensayo sobre Joan Mitchell no trató sólo sobre su pintura sino, sobre todo, sobre mi propia comprensión naciente acerca de cómo mirar una pintura abstracta, mientras que el ensayo sobre Alan Cote, quien es mi marido, fue el fruto de muchas conversaciones con él acerca de cómo mirar su obra más en profundidad y comenzar a ver con mayor claridad la complejidad de las interacciones entre el color, la luz y la oscuridad, el movimiento implícito en los lienzos, etcétera. “Escenas de los Países Bajos: fotografías de viaje de comienzos del siglo XX” fue a su turno otra experiencia, porque lo que estaba involucrado en mirar las fotos, así como en tomarlas, era tanto una situación sociológica como artística, y para escribir sobre ellas primero tuve que leer y estudiar mucho acerca de la cultura y la geografía de los Países Bajos. También investigué sobre las primeras cámaras y sobre la familia que tomó las fotos. Esa fue una experiencia completamente distinta, para mí, a la de componer una pieza de escritura que pudiera parecerse a una caja de Joseph Cornell, tal y como en el cuarto ensayo sobre artes visuales de libro.

 

-¿Cuál es la idea más persistente que te empuja a escribir?

 

Lo más persistente no sería tanto una idea sino algo más primitivo, el impulso de capturar un fragmento de lenguaje, o un personaje, o una situación, o una paradoja lógica, y darle una forma, expresarlo de la manera correcta, convertirlo en algo más. La alegría está en la creación, en el terminado: ver algo nuevo emergiendo, algo que antes no existía.

 

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Corregir una oración

 

Por Lydia Davis

 

Esta mañana camino feliz por la casa y me sorprende lo que hago. En realidad, solo me sorprende un movimiento que hago por casualidad, pero ese movimiento me inspira a escribir una oración sobre lo que acabo de hacer. Suele ser una buena manera de abordar la escritura porque un elemento sorprendente puede encausar una serie de elementos más familiares que no se sostendrían por sí solos.

 

Así que voy en busca de mi cuaderno, que está abierto junto a mi trabajo “oficial”: una historia tipeada a máquina y prácticamente lista que necesita tres o cuatro cambios. Siempre está al lado de mi trabajo “oficial” porque cuanto más escribo en el cuaderno es cuando más debería estar haciendo otra cosa. Así que hoy anoto una frase sobre lo que acabo de hacer. La escribo en tercera persona. Algunos días escribo sobre mí en tercera persona y otros en primera. Ahora que lo pienso, entiendo por qué: cuando importa que yo sea quien lleva a cabo la acción, cuando yo soy el sujeto de verdad, entonces recurro a la primera persona. Cuando no importa quién lleve a cabo la acción, pero me interesa que alguien la lleve a cabo, entonces recurro a la tercera persona: es decir, me uso como fuente del material de escritura, pero me siento más a gusto con la tercera persona porque entonces yo (yo, la escribo) no me interpongo en el desarrollo que el personaje puede tener a partir de esa primera acción. (En los cuentos, el “yo” tiende a transformarse en “él”, un “él” gordito, femenino, amable, andrógino. En los últimos tiempos, lo más común es que se transforme en “ella”).

 

Así que escribo la oración y la corrijo enseguida. Después de la corrección se lee: “Ella camina por la casa balanceándose en puntas de pie, a veces silba y canta, a veces habla sola, a veces se detiene en seco en posición de combate”. Hoy corregí la oración enseguida; cosa que a veces hago y otras veces no. Tal vez dependa de cuánto me interese lo que escribo, aunque tal vez no lo revise si es muy simple o muy breve y sale perfecto a la primera. Hoy no está del todo bien y será que me interesa porque la corrijo: quiero que esté impecable. Y voy a revisarla hasta que quede impecable, más allá de que la observación sea importante o no, más allá de si vaya a “usarla” en el futuro. De hecho, casi nunca uso en mis cuentos las entradas del cuaderno a menos que la entrada se convierta en el cuento (como fue el caso, por ejemplo, de “Liminal: el hombrecillo” en Desglose, y otros).

 

Por lo general, no uso las entradas porque tiendo a escribir mis cuentos en una “respiración” ininterrumpida y, además, no funcionan si empiezo a entretejer distintos textos. Entonces, ¿para qué corrijo las entradas? No estoy segura, pero trataré de adivinar. Por un lado, me cuesta dejar una oración en paz si noto que algo está mal. Hasta se me hace difícil no corregir un error ortográfico en la lista de compras. Por otro lado, a la hora de escribir tiendo a seguir el instinto: no cuestiono mis impulsos. Así que si quiero corregir, no me digo a mí misma que no tiene sentido. Sigo mi instinto: quizás haya un motivo para hacerlo, un motivo que no entiendo en ese preciso momento, pero que se dilucidará más adelante. Quizás llegue el día en que use una de las entradas o varias en una obra más larga. Quizás vuelva sobre una entrada que escribí algunos años atrás y descubra que podría transformarse en algo más extenso. Y si está mal escrita, si le faltó revisión, me costará más descubrir lo que el texto quiere ser.

 

Además, corregir las entradas del cuaderno me sirve de práctica constante. Y quizás lo que resuelva en la versión final de una entrada inspire otra frase en un cuento nuevo sin que yo me dé cuenta. O tal vez el cuaderno sea un lugar para ejercitar no solo la escritura sino también el pensamiento. Al fin y al cabo, cuando se corrige una oración, no solo se corrigen las palabras sino también las ideas. Y, en general, cuando logro describir algo a la perfección, afino la agudeza de mis observaciones así como mi dominio de la lengua. Entonces, hay muchas formas de justificar el tiempo que le dedico a una única oración del cuaderno, una oración que quizás nunca use. Pero, ante todo, como dije, a la hora de escribir sigo mis impulsos (en el cuaderno) sin preguntarme si lo que hago es sensato, útil, incluso ético, etc. Lo hago porque me gusta o porque quiero, que debería ser el punto de partida siempre que se escribe. (En cuanto a la cuestión de la ética, me niego a publicar un texto si me parece poco ético, pero el acto de exploración que encierra la escritura es muy diferente del carácter definitivo y público de la publicación. La escritura no deja de ser privada hasta que se hace pública).

 

En el cuaderno también escribo mis cuentos. Todos mis cuentos comienzan en esas hojas y, de hecho, suelo escribirlos allí de principio a fin. Hay una buena razón para que así sea, aunque me tomó un tiempo comprenderla: en mi cuaderno nada tiene la obligación de ser permanente ni bueno. Allí tengo total libertad y por eso no me da miedo. Es imposible escribir bien (o, probablemente, hacer bien cualquier otra cosa) con la sensación de estar entre la espada y la pared. No me da miedo porque lo que escribo en mi cuaderno no tiene la obligación de convertirse en un cuento, pero si quiere, así será. En alguna medida, ya no me propongo escribir cuentos deliberadamente. Antes sí, y empezaba a tipearlos en la máquina de escribir en hojas en blanco (en la época que hice mi único taller, que fue con Grace Paley; debía de sentirme más profesional escribiendo así). Ahora los cuentos se me imponen. Pasaron años para que sucediera, y no sé cómo logré que sucediera, además de exigiéndome: si no se me ocurría ninguna historia, me sentaba, las inventaba y las escribía, sin importar qué tan incómoda o forzada fuera la situación y a pesar de que las historias no me terminaban de gustar.

 

Empecé por escribir cuentos largos porque pensaba que los cuentos tenían que ser largos. Los personajes se basaban en personas de las que no sabía mucho y, a veces, le acertaba a la naturaleza humana. Al menos, de vez en cuando la ambientación era buena, porque la conocía bien. Luego entendí que no hacía falta escribir cuentos largos; es más, podía escribir como se me diera la gana, y durante un tiempo para salir de un período de sequía me obligué a escribir dos cuentos de un párrafo todos los días. La mayoría de los textos no eran espectaculares, pero algunos eran buenos, y con eso bastaba. Después, durante un tiempo, solo me dediqué a escribir cuentos muy breves de oraciones cortas y prolijas.

 

Con el tiempo, ya no me hizo falta perseguir las ideas: la historia se me imponía o surgía sola. Ahora siento la necesidad de escribir la historia, de sacármela de encima. Nabokov dijo que nunca se propuso escribir una novela sino sacársela de encima. Quizás el cuaderno también funcione, para mí, como un lugar donde sacarme de encima todo, y cuanto mejor lo escribo, más me lo saco de encima. Algunas oraciones quieren ser cuentos enseguida. El último que se convirtió en un cuento enseguida (aunque era un borrador todavía) dice: “Fue necesaria la reina de Inglaterra para que mi madre dejara de criticar a mi hermana”. Y resulta que es cierto.

 

A veces, la entrada se convierte en un cuento; en otros casos, no es más que una oración o unas cuantas frases y nunca se transformará en otra cosa, al menos no en un futuro inmediato; a veces tengo la impresión de que quiere ser un cuento y vuelvo a la oración de vez en cuando, pero se niega a seguir creciendo. Puede que sea demasiado escueta (o demasiado absurda) para dar forma a una historia bien desarrollada, por más sorprendente que sea. O será que se me escapa la idea e intento hacer avanzar el cuento en la dirección equivocada.

 

Hablando de no tener miedo al escribir, desarrollé de forma bastante involuntaria dos hábitos que me ayudan a no tener miedo. Uno es el hábito de comenzar todos los cuentos en mi cuaderno, donde no hay presión; el otro es que muchas veces hago lo que hice hoy: me siento frente a las páginas mecanografiadas de un relato que está prácticamente terminado y que no tengo intenciones de terminar, y en lugar de seguir avanzando, empiezo uno nuevo en el cuaderno y escribo hasta que no se me ocurre nada más. Es más fácil empezar un relato cuando no era lo que estaba en los planes. Mi inconsciente, o la parte del cerebro más exigida a la hora de escribir algo nuevo, está muy distendida y cómoda porque hay una tarea definida a la que volver cuando ya no tenga nada más que agregar, por el momento, al nuevo relato.

 

Mientras tanto, la historia mecanografiada queda a la espera. Lo mismo puede suceder al día siguiente. A veces tengo cuatro o cinco, o más, cuentos en progreso a la vez. Prefiero pensar que me queda mucho por hacer en lugar de nada, en lugar de la página en blanco. A veces, en medio de tantas actividades, pierdo de vista algunos cuentos que empecé y los olvido durante un tiempo, meses incluso. Pero tarde o temprano los retomo y los termino, y no les duele el tiempo que dejé pasar. Los veo con más lucidez.

 

El día del que hablo, tenía planes de terminar el último cuento de un libro. Le dediqué un tiempo, después advertí lo que hacía cuando caminaba por la casa, después anoté lo que estaba haciendo, después me puse a reflexionar en cómo era el proceso de escritura y de corrección para mí, y después decidí escribir esta descripción del proceso.

 

Por supuesto, hay una infinidad de cosas para decir sobre los cuadernos. Muchos escritores han llevado cuadernos. Kafka tenía un cuaderno lleno de ideas para cuentos, comienzos de cuentos, cuentos terminados, relatos de veladas que pasaba con amigos en cafés, y también quejas sobre su familia, la casera, los vecinos y demás. Las quejas sobre los ruidos que hacían sus vecinos en la vida real, al otro lado de la pared, se convirtieron en fantasías escritas sobre personas imaginarias que vivían al otro lado de la pared. El cuaderno de un escritor puede servir de registro o de espacio para materializar los pensamientos. Algunos pintores, como Delacroix, tuvieron cuadernos de apuntes increíbles. Y también hay escritores que solo publicaron sus cuadernos, como el francés del siglo XVIII Joseph Joubert.

 

A continuación está el proceso que seguí al corregir la oración:

 

CÓMO PUEDE CORREGIRSE UNA ORACIÓN

 

Versión final:

 

Ella camina por la casa balanceándose en puntas de pie, a veces silba y canta, a veces habla sola, a veces se detiene en seco en alguna posición de combate.

 

Así es cómo evolucionó desde las primeras versiones hasta la última:

 

Ella camina por la casa, se ve, con paso ligero y en puntas de pie… (mala rima aquí: ve / pie)

 

Ella camina…

 

… por la casa lentamente… (no sugiere felicidad)

 

… por la casa lenta, pero delicadamente… (demasiadas explicaciones)

 

… por la casa lentamente, con cautela… (le falta fuerza)

 

… por la casa lentamente, con cautela, balanceándose en puntas de pie… (verboso)

 

… alrededor de la casa balanceándose lentamente en puntas de pie… (bueno, me gusta, pero me quedo pensando demasiado y saco lentamente; listo, la primera parte está terminada)

 

a veces silba, a veces canta, a veces habla sola, a veces… (no: demasiados a veces)

 

a veces silba y canta (no: no se puede hacer las dos cosas a la vez)

 

a veces silba o canta (no, suena demasiado deliberado)

 

a veces silba y canta (bueno, está bien, puede ser una cosa después de la otra)

 

a veces se detiene en seco y se pone en posición de combate (no, hay demasiados verbos ahí, pero sé que tengo que terminar con en posición de combate: es la imagen culminante y sorprendente, lo que me impulsó a anotar la frase en primer lugar. También es una frase poderosa, y la palabra posición es una palabra poderosa)

 

a veces se detiene en seco en posición de combate (editando se resolvió el problema de los verbos)

 

1982, 2002, 2004

 

Traducción de Eleonora González Capria. En Ensayos I. Eterna Cadencia Editora, 2021.