La erudición barrocaLa obra de sir Thomas Browne (1605-1682) es de una rareza alucinante. Se trate de medicina, esoterismo, teología o ciencias naturales, Browne elige siempre el gesto idiosincrásico del anticuario, al tiempo que privilegia las superficies congestionadas, agregativas y difusas. Su erudición barroca, más apasionada que verídica, es capaz de mezclar la alquimia con el estudio de las plantas mencionadas en la Biblia, la quiromancia con los peces que comió Jesús al resucitar, los túmulos sajones con la cábala y el oráculo de Delfos con el simbolismo hermético.

 

Los misterios de Thomas Browne, un artista de la erudición barroca

 

Por María Negroni*

 

Como su contemporáneo, el polígrafo jesuita Athanasius Kircher, a quien admiraba como inventor de la linterna mágica, sir Thomas Browne pertenece por derecho propio al siglo XVII, con su debilidad por las cenizas y los vanitas, las máquinas y los teatros anatómicos.

 

También para él el mundo es un alfabeto de cosas y la escritura, un doble verbal que no cesa de incorporar curiosidades, como un wunderkammer: a la vez paraíso, laboratorio y galpón de cosas insólitas. Su vocabulario fantástico, rico en latinismos, sugiere una prosa elaborada como un tapiz. Samuel Johnson habló de “verba ardentia” y postuló que Browne había aumentado “la dicción filosófica del inglés con su estilo lleno de palabras exóticas y expresiones poco comunes”. Acto seguido, lo llamó maestro en el arte de la divagación erudita y la arbitrariedad sustentada.

 

Y es cierto, sus obras nunca encajan exactamente, ni siquiera en ese género arisco y vago por naturaleza que es el ensayo. Su tendencia es hacia la vía oblicua y marginal, como si lo sostuviera una fe en la impotencia de nombrar. Sin duda aspiraba, como percibió Roberto Calasso en su estudio Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne, a la utopía de una glosa ininterrumpida, una suerte de literatura secundaria, construida como una serie de comentarios sobre comentarios sobre comentarios.

 

Esto último alcanzaría para explicar la fascinación que ejerció sobre Borges. También para él, se sabe, la biblioteca funciona como almacén de formas, un lugar adonde ir a robar frases y citas ajenas. Lo citó dos veces: en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “Los teólogos”. (También Poe lo cita en “Los crímenes de la calle Morgue” y W. G. Sebald en Los anillos de Saturno).

 

En cuanto a su vida, poco es lo que puede decirse que exceda sus aventuras mentales. Nacido en el seno de una familia londinense de comerciantes en seda, estudió física y medicina en Oxford, luego en Leiden, donde asistió a las lecciones de teología y estética del célebre anatomista Frederik Ruysch, por entonces director del Anfiteatro Quirúrgico de Ámsterdam. Al regreso, se estableció en Norwich donde vivió hasta el final de su vida, ejerciendo la medicina y estudiando latín, griego, hebreo y otras lenguas orientales.

 

Publicó varios libros: Religio Médici (La religión de un médico, 1643), suerte de testamento espiritual y autorretrato psicológico, que fue censurado por la Iglesia católica; Pseudodoxia epidemica o De los errores vulgares (1646), dividido en siete tomos que analizan, ridiculizándolas, las supersticiones humanas; Urn Burial o Discurso sobre el enterramiento en urnas en el condado de Norfolk y El jardín de Ciro (ambos textos fueron publicados juntos en 1658), donde se plantea una equivalencia secreta entre tumba y jardín. Probablemente su obra más valiosa, es también la más cercana a la alquimia. Todo lo que ha leído y estudiado hasta ahora, toda la elocuencia retórica y filosófica de los gnósticos, encuentra aquí su formulación. La ecuación es sencilla: si una suerte de circularidad natural embebe todo lo vivo, si el mundo se incinera y renace a cada instante, todo vuelve siempre al origen. He aquí su más lúcida lección de tinieblas: el punto de partida de un razonamiento místico que coincide con el de llegada para que ceniza, cuerpo y oro se abracen en el fuego, dejando una estela sonora en el discurso, la sístole y diástole de la respiración de Dios. No hay, en este sentido, muerte, o la hay solo como simiente celeste, como precursora del corpus resurrectionis. En Browne todo se inclina a favor de una larga vida inmaterial, al tiempo que la ascensión al Jardín, con su diseño quincunxial o en rombos, se revela como carácter numérico de la Realidad.

 

Me faltó mencionar sus tractos u opúsculos misceláneos (1683), a los que él consideraba sus “libros triviales”. Se han conservado al menos diez, entre ellos, uno que trata sobre guirnaldas y plantas coronarias, otro que estudia los címbalos hebreos, otro sobre Troya, otro sobre momias, y finalmente, el texto titulado “Museo sellado o Biblioteca oculta”, donde se divierte, al parecer, imaginando la existencia de libros, obras de arte y curiosidades que o bien nunca existieron o se perdieron de modo irrevocable.

 

Browne se casó en 1641 y tuvo diez hijos. Sus libros se tradujeron a varios idiomas y alcanzó gran fama en Europa. En 1671 el rey Carlos II lo nombró caballero. Murió a los 77 años, dejándonos el esplendor de una biblioteca viviente.

 

 

Publica LA NACION.

 

* Poeta y traductora. Su versión de Musœum Clausum o Bibliotheca Abscondita, de Thomas Browne, será publicado en marzo de 2022 por Interzona.