La invención de William ShakespeareEn estos días asistimos, no sin un cierto efecto día de la marmota, a un nuevo capítulo de la interminable controversia sobre la autoría de las obras de William Shakespeare. La Universidad de Oxford, a través de un comité de académicos, ha concluido que 17 de las 44 obras firmadas por Shakespeare pueden contener partes enteras o fragmentos escritos por alguna otra mano. Si bien esto sigue siendo un tanto vago, la traducción a términos prácticos es que a partir de este año la publicación de la obra Enrique VI por parte de la editorial de la universidad se atribuirá a dos autores, William Shakespeare y Christopher Marlowe. Gary Taylor, editor de la Oxford University Press y portavoz del comité de expertos, ha explicado que “el examen de las obras nos ha llevado a verificar la presencia de Marlowe en las obras de forma suficientemente clara y contundente... Estamos seguros de que estos dos escritores no se influían mutuamente, sino que trabajaban juntos”. Sin embargo, la profesora Carol Rutler, de la Universidad de Warwick, ha declarado sobre las conclusiones del comité que “lo que han hecho en Oxford no resuelve nada de lo que ya se conocía. Shakespeare colaboró con muchas personas para escribir sus obras de teatro, pero entre estos muchos colaboradores no figuraba Christopher Marlowe”. Estamos, por tanto, muy cerca del punto de partida.

 

La invención de William Shakespeare

 

Por Ernesto Bottini

 

No sé si la imaginación puede robar el tesoro de la vida, cuando la vida misma se rinde al robo. Si hubiera estado donde pensaba, ya no habría pensamiento. ¿Vivís, o estáis muerto? Eh, señor, oíd, señor, hablad. Así pudo morir, en efecto, pero revive. ¿Quién sois, señor?

El Rey Lear. Escena VI.

 

 

Con la publicación de Der Mann der Shakespeare erfand: Edward de Vere, Earl of Oxford 1550-1604 (El hombre que inventó a Shakespeare...) (Suhrkamp/Insel, 2009), el profesor alemán Kurt Kreiler reavivó hace unos años uno de los debates más prolíficos y publicitados de la historia de las letras inglesas: la controversia sobre la autoría de las obras adjudicadas a William Shakespeare. Siguieron a esta sonada biografía la película de Roland Emmerich, Anonymous (un bodrio de época digno del director de El día de la Independencia que básicamente explota el costado conspiranoico del caso), y el libro de James Shapiro titulado Shakespeare, una vida y obras desconocidas, cuyo propósito manifiesto es documentar el recorrido de la polémica. Y en estos días asistimos, no sin un cierto efecto día de la marmota, a un nuevo capítulo de la interminable controversia. La Universidad de Oxford, a través de un comité de académicos, ha concluido que 17 de las 44 obras firmadas por Shakespeare pueden contener partes enteras o fragmentos escritos por alguna otra mano. Si bien esto sigue siendo un tanto vago, la traducción a términos prácticos es que a partir de este año la publicación de la obra Enrique VI por parte de la editorial de la universidad se atribuirá a dos autores, William Shakespeare y Christopher Marlowe. Gary Taylor, editor de la Oxford University Press y portavoz del comité de expertos, ha explicado que “el examen de las obras nos ha llevado a verificar la presencia de Marlowe en las obras de forma suficientemente clara y contundente... Estamos seguros de que estos dos escritores no se influían mutuamente, sino que trabajaban juntos”. Sin embargo, la profesora Carol Rutler, de la Universidad de Warwick, ha declarado sobre las conclusiones del comité que “lo que han hecho en Oxford no resuelve nada de lo que ya se conocía. Shakespeare colaboró con muchas personas para escribir sus obras de teatro, pero entre estos muchos colaboradores no figuraba Christopher Marlowe”. Estamos, por tanto, muy cerca del punto de partida.

Los editores Paul Edmondson y Stanley W. Wells recogieron para la editorial de la Universidad de Cambridge ensayos de una veintena de académicos (Shakespeare Beyond Doubt: Evidence, Argument, Controversy, 2013), con los que se pretendía zanjar la controversia, pero según Rosalind Barber, que ha reseñado el libro en The Guardian, el intento se queda en un deslavazado retablo de aproximaciones que no resultan convincentes. Respuesta editorial a Contested Will de James Shapiro y a The Shakespeare Guide to Italy de Richard Paul Roe (donde se demuestra el conocimiento de primera mano que el autor isabelino tenía de Milán, Verona, Mantua, Venecia, Padua, Lombardía, Florencia, Pisa y Sicilia), Shakespeare Beyond Doubt manifiesta la preocupación creciente de la Academia por el asunto. La crítica Claire Armitstead, en su reseña del libro, ha señalado lo siguiente: “A partir de los textos de veintiún estudiosos ortodoxos, la hipótesis del Shakespeare de Stratford es suficientemente plausible, y reafirmará a aquellos que ya estaban convencidos y a aquellos que querrían estarlo. Pero para cualquiera con un mínimo de información sobre el caso este libro lo dejará igual de insatisfecho”.

 

Hay que tener en cuenta, para situar las coordenadas del asunto, que ya es casi un deporte nacional en Inglaterra, en la misma medida que el rugby, el cricket o los parloteos sobre la monarquía, la especulación sobre la verdadera autoría de las obras firmadas por Shakespeare. Prácticamente ningún escritor británico se abstiene de participar posicionándose en una de las dos corrientes principales: los stratfordianos (que marcan la ortodoxia en la Academia, las instituciones culturales y literarias, y que sostienen que las obras de Shakespeare las escribió Shakespeare) y todos los demás, o sea, los anti-stratfordianos.

Las especulaciones sobre la autoría de las obras de Shakespeare llevan aproximadamente unos doscientos ochenta años mutando y extendiéndose. Los puntos de partida serían la referencia explícita al problema hecha en An Essay Against Too Much Reading, de 1728, por un tal Captain Goulding, y una investigación del profesor James Wilmot, de 1785, que dejaba caer la posibilidad de que la obra de Shakespeare hubiese sido escrita, realmente, por Francis Bacon. El funcionamiento habitual del “caso” es como sigue: un profesor, doctorando, investigador por cuenta propia o ajena, biógrafo, periodista o enterado de algún otro tipo publica un artículo, tesis, paper, pasquín, libelo, memoria o libro donde se propone, directa o veladamente, la identidad “verdadera” detrás de la firma. Y la firma, en el “Caso Shakespeare” -como la prensa ha llamado a este lodazal propio del Londres isabelino, también denominado “La cuestión Shakespeare”, en palabras de Paul Groussac-, es un factor clave: la llave que abriría el cofre en el que descansa el tesoro de un nombre otro. Ya lo advertía Barthes: “la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus confidencias”. La lista de candidatos a ocupar el traje de Shakespeare es larga y ripiosa. Aparte de Edward de Vere y Francis Bacon, allí concurren los nombres de Christopher Marlowe, Mary Sidney, sir Walter Raleigh, John Donne, Anne Whateley, Robert Cecil, John Florio, sir Philip Sidney, William Nugent, Amelia Lanier, Henry Neville, los condes de Derby, Rutland y Southampton, la reina Isabel y el rey Jacobo...

No es de extrañar que proliferen estas pesquisas de dudosa reputación (los stratfordianos desprecian a los investigadores espontáneos tratándolos poco menos que de paranoicos indocumentados) ya que, como dice Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su texto dedicado al bardo e incluido en Letteratura inglese, “lo que se sabe de la vida de William Shakespeare puede caber fácilmente en una página. Digo saber y no deducir o conjeturar”. Con tan pocas certezas, y tratándose, como dice el propio Lampedusa, del “nombre más glorioso de la humanidad”, o, como afirma Harold Bloom, del “inventor de la humanidad tal como la conocemos”, teniendo tan escasos asideros, la leyenda sobre la persona detrás del nombre es un filón nutritivo para el mundillo académico y el periodismo de corte conspirativo. Ralph Waldo Emerson fue categórico en su Representative Man (1850): “Shakespeare escribió los temas de toda nuestra música moderna: escribió el texto de la vida moderna”. Por ello no desentonaría, analizada la cuestión desde esta perspectiva, que el inventor de la sensibilidad moderna fuese, como la época, un tanto fantasmagórico, o “indestructible”, como diría Thomas Carlyle. Es tal la magnitud de la “bardolatría” desatada desde el Romanticismo que en ella caben, como en un fértil campo de cultivo, toda la variedad posible de hierbajos. Baste escuchar por un momento a Victor Hugo: “Shakespeare es fecundidad, es fuerza, es pecho rebosante, vaso espumante, cuba llena hasta los bordes, exceso de savia, lava en torrentes, lluvia de vida; y todo por millares, por millones, sin reticencias, ni ligaduras, ni economía; es la prodigalidad insensata y tranquila del creador. Shakespeare es un sembrador de fascinación. A cada palabra, el contraste; a cada palabra, la imagen; a cada palabra, el día y la noche”.

Sobre la proliferación desbocada de las especulaciones versa el imprescindible ensayo de James Shapiro, editado en castellano por Gredos: “A partir de 1850, más o menos, se han publicado miles de libros y artículos que insisten en que el autor del teatro de Shakespeare no fue él sino otra persona. Al principio, los bibliógrafos intentaron llevar la cuenta de las obras inspiradas por este debate. En 1884, la lista ascendía a 255; en 1949 había aumentado hasta superar las 4500. A continuación, nadie se molestó en actualizar el cómputo, y en una época de blogs, páginas web y foros online, es imposible hacer justicia a la cantidad de energía que se ha dedicado –y sigue dedicándose- a este asunto”. El silencio casi unánime de la Academia a este respecto, cuya negativa a entrar en el debate viene a enmendar la obra de Shapiro, no ha contribuido a contener el esperpéntico desborde de imaginación que hace del debate, por momentos, un auténtico culebrón.

La historia del William Shakspere [nombre con el que fue bautizado: Gulielmus filius Johannes Shakspere] de Stratford-upon-Avon, condado de Warwick, Inglaterra, nacido en 1564 y muerto en 1616, el tercero de los ocho hijos de una pareja local acomodada, el actor, prestamista y productor teatral convencionalmente tenido por el autor de la magna Obra shakespeariana, tiene algunas lagunas difíciles de llenar. En los fondos cenagosos de estas lagunas se han sumergido los especuladores con sus sofisticados batiscafos para extraer dos pecios relevantes: no hay manuscritos y no hay biblioteca. Dos elementos significativos tratándose de un autor que en vida supo recibir la admiración tanto del público como de la corte. Aunque esta admiración no fue ni remotamente parecida a la que se le profesa hoy en día, no es menos cierto que Shakespeare fue, como propone Frank Kermode en El tiempo de Shakespeare, un reputado empresario teatral y líder de una de las dos compañías principales de Londres, la Lord Chamberlain's Company of Players (luego rebautizada King’s Men bajo el auspicio del rey Jacobo I), en una época en la que el teatro tenía mucha influencia popular e incluso un considerable poder político.

Las únicas referencias caligráficas son las cinco firmas originales que se conservan –algunos dicen que son seis, y en cualquier caso todas ellas son “famosas”-. Una de ellas aparece en un ejemplar de los Essais de Montaigne, otra en su testamento y otras tres en documentos comerciales. Ninguna de ellas es idéntica entre sí, y la del testamento es temblorosa y confusa, hasta el punto de ser ilegible. En el testamento, quizá el documento más fidedigno que se conserva del hombre de Stratford, hay dos particularidades llamativas: la pobreza de su redacción y el objeto legado a su esposa Anne Hathaway, la “segunda mejor cama” del muerto. Sobre este último detalle, James Joyce ha dedicado varias páginas de divertidas elucubraciones en el Ulysses.

 

Manuscritos y biblioteca personal

 

Aquellos que mencionan la falta de manuscritos originales como prueba atendible en este pleito prefieren obviar el hecho de que tampoco se disponga de manuscritos de las obras de Christopher Marlowe (uno de los candidatos más firmemente propuestos para llevarse los laureles), o de las de Molière, ambos contemporáneos de Shakespeare. Algunos explican la inexistencia de manuscritos de Marlowe atribuyéndola a la escasa repercusión de su obra, a su archisabida mala fama, a sus costumbres disipadas e incluso al hecho de haber sido asesinado en una taberna de Deptford. Explicaciones muy razonables y atendibles, como puede apreciar cualquiera con dos buenos ojos en la cara y un sentido de la lógica apenas sobre el nivel del suelo. El papel de Marlowe en esta controversia tiene su momento de paroxismo en el filme de Roland Emmerich, defensor de la línea que postula a Edward de Vere. En el largometraje, Marolwe es asesinado por el propio Shakespeare –un gañán iletrado, engreído y vicioso- cuando amenaza con destapar el trato que el actorzuelo se trae con el conde de Oxford para firmar y representar sus obras. La candidatura de Marlowe es menos inverosímil que la de Bacon, según Borges, quien remite al libro The Murder of the Man Who Was Shakespeare, firmado por Calvin Hoffman y publicado en 1955: “Hoffman refiere que la policía había descubierto en casa de Marlowe un manuscrito de puño y letra de éste, con dieciséis proposiciones heréticas, entre las que se afirma que Moisés era un impostor, que los judíos conocían a Jesucristo mejor que nosotros y que tuvieron razón al crucificarlo, que quienes no son fumadores y pederastas son unos imbéciles y que Cristo era homosexual. Marlowe, para salvarse del patíbulo, habría sido el matador de Ingram Friser [su asesino documentado] y habría huido a Escocia. Desde Edimburgo, habría enviado a Shakespeare las obras que éste firmaría y representaría... Para refutar la tesis de Hoffman basta reflexionar que cada una de las tragedias de Marlowe consta, en realidad, de un solo gigantesco protagonista y que la obra de Shakespeare consta de multitudes no menos diversas que las de Dickens”.

Lo cierto es que con la publicación de las Comedies, Histories and Tragedies en 1623 (conocido como 'First Folio'), a cargo de John Heminge y Henry Condell -con prólogo en verso de Ben Jonson-, se estableció el corpus principal y de referencia de la Obra de Shakespeare, hasta entonces desperdigada en volúmenes y cuartillas de dudosa factura editorial. La modalidad de escritura dramática de la época, muchas veces en conjunto y en borradores dispersos (versiones sucesivas, adaptaciones, palimpsestos), encontraba su forma final y válida en los pliegos impresos, y el valor de los manuscritos era distinto al que se le asigna hoy en día. Victor Hugo nos ayuda a entender aquella forma de trabajo y circulación de los textos: “Shakespeare, como la mayor parte de los poetas de aquella época, escribió sobre hojas sueltas. Malherbe y Boileau fueron acaso los únicos que escribieron en cuadernos. Cada uno de los dramas de Shakespeare, escritos expresamente para su compañía, era, según parece, aprendido y ensayado a toda prisa por los actores, con el mismo original, que no se tomaban la molestia en copiar”. La destrucción del Globe Theatre en 1612 (aprox.), a causa de un incendio, pudo haber contribuido a la desaparición del material de referencia. El cierre de los teatros ingleses durante el Protectorado (1640-1660) puede haber sido la causa de la dispersión de los manuscritos restantes. Algunos investigadores sostienen que unas cinco páginas de una obra manuscrita de Thomas More (atesorada por la British Library) pueden corresponderse con la escritura de Shakespeare, pero no hay pruebas categóricas para establecerlo con certeza.

El de la biblioteca personal es, en cambio, un asunto más espinoso. Otros elementos son polémicos en la atribución consensuada al Shakespeare de Stratford (en el significado de Shake-Speare hay muchas claves más, pero se las ahorraré al lector), aunque la falta de volúmenes probadamente utilizados por él resulta incómoda para legitimar una posición inequívoca y definitiva. La ausencia de biblioteca se explica más razonablemente determinando que no ha existido nunca que con su posible desaparición: allí está el analfabetismo de las dos hijas que lo sobrevivieron –impensable en la casa de un escritor tan prolífico- y la escasa formación cultural que presumiblemente recibió en Stratford, a cargo de un párroco o en la Grammar School local (formación que, sin embargo, sí resultaba adecuada y suficiente para el aprendizaje de la lengua inglesa y la literatura clásica). Si tenemos en cuenta que en la Obra de Shakespeare se utilizan cerca de 22.000 vocablos, y que en la de Milton aparecen 8.000, la cuestión de la formación académica empieza a tomar relevancia. Considerando que Milton no era precisamente un autor caracterizado por sus limitaciones léxicas, y que el número de vocablos empleados por Shakespeare multiplica por diez el vocabulario medio de hoy en día, la sospecha crece. Al menos estos son los motivos que arguyen los anti-stratfordianos como “dudas razonables”. El elemento formativo ha tomado especial relevancia entre los argumentos que niegan la posibilidad de que el hombre de Stratford fuese el autor de las obras de William Shakespeare: se calcula, junto con el antedicho despliegue léxico, que en sus obras hay citas directas o encubiertas de más de doscientos autores clásicos y contemporáneos. Este despliegue de erudición es difícil de sostener en la biografía de un hombre sin biblioteca.

A la biografía firmada por el profesor Kreiler, el libro de Shapiro y la película de Emmerich, se viene a sumar la noticia de que la obra Double Falsehood, atribuida por el empresario teatral Lewis Theobald en el siglo XVIII a William Shakespeare y John Fletcher (con quien habría escrito varias de sus últimas obras), y desestimada hasta ahora por los especialistas, se ha integrado en las ediciones de Arden, la editorial de referencia. Double Falsehood, según el profesor Brean Hammond, de la Universidad de Nottingham, tiene al menos tres Actos que podrían atribuirse a Shakespeare (y Fletcher), y estaría basada en Cardenio, una obra inspirada en el personaje de Cervantes. La obra se habría representado al menos en dos oportunidades durante 1613, un año después de la publicación del Quijote en lengua inglesa. Este es el dato más contundente que vincula a Cervantes con Shakespeare, y una prueba del conocimiento que el escritor inglés tuvo de la obra fundacional de la literatura española moderna.

 

Un montón de “dudas razonables”

 

La propuesta de la “duda razonable” fue plasmada en la Declaration of Reasonable Doubt, que lleva las firmas de unos trescientos profesores y estudiosos de distinto origen y pelaje. Insistimos en que el “Caso Shakespeare” se parece cada vez más a un thriller protagonizado por un perito calígrafo y un aristócrata esquivo, con escenas y enredos palaciegos, pactos entre señores y lacayos, incestos y venganzas y todo tipo de aventuras y máscaras. El caso no deja de tener su interés, sin embargo, por lo que tiene de sintomático y descriptivo de una época y una sensibilidad constitutivas de la institución socio-cultural llamada Literatura. La Declaración también lleva la rúbrica de diecinueve “firmantes destacados”, entre los que se encuentran dos nombres mediáticos: Jeremy Irons y... Roland Emmerich. Para los stratfordianos, todas las “dudas razonables” son meras pruebas circunstanciales, ya que no acaban de determinar, dicen, nada que justifique atribuir a otro que al hombre de Stratford la autoría de ese engendro mutante, inabarcable y esencial para la literatura de Occidente que se conoce como la “Obra de William Shakespeare”.

Los datos verificables de los que disponemos son, como sugiere Lampedusa, “de una escasez desoladora; y por añadidura, mezquinos, algunos repugnantes y alguno que otro paradójico”. Las “dudas razonables” se adhieren como sanguijuelas lógicas, por tanto, a esta “escasez desoladora”. Atendamos a Lampedusa, seguramente junto con T. S. Eliot uno de sus lectores más informados e inteligentes:

 

Es obvio que los críticos, los lectores y los entusiastas no podían contentarse con estos datos. Recurrieron entonces, para recabar noticias, a la lectura de sus obras. Todo poeta se perfila a sí mismo y su propia vida en su obra; Shakespeare debió de hacerlo también. La dificultad estribaba en que se trata de un poeta dramático, obligado por tanto a hacer hablar a personajes con diferentes y opuestas pasiones y que, excepto en los Sonetos, nunca habla diciendo «yo». Era necesario elegir de entre los cientos de personajes aquéllos que pudieran parecer encarnar al autor, es decir, aquéllos que de drama en drama mostraran una cierta identidad en cuanto a pasiones y expresiones y que fueran al tiempo homogéneos en relación al único «yo» sincero, el de los Sonetos. Se hacía necesario crear la lírica personal de Shakespeare a partir de miles de fragmentos. Aquí los estudiosos se dividieron: los más fanáticos sencillamente rechazaron hacer el honor de otorgar al mal actor, al usurero y al ignorante la paternidad de tantas obras de altísimo valor espiritual. Estuvieron de acuerdo en que el señor William Shakespeare no podía ser más que un alias de otro personaje que por razones sociales o políticas no quería aparecer como autor dramático (profesión que, de hecho, era entonces considerada poco recomendable). Se decidieron a demostrar que el William Shakespeare del que conocemos sus datos biográficos no podía escribir la Obra que (decían ellos) demuestra unos ilimitados conocimientos políticos, diplomáticos, científicos, militares, legales, literarios, etc. Exageraban porque en el fondo lo que de conocimiento cultural se trasluce en sus dramas es mediocre, desordenado y autodidacto y, en cualquier caso, ampliamente asimilable por un cerebro de la capacidad del de Shakespeare. Aunque la obra de demolición de estos críticos puede ser perturbadora. Pero donde el asunto se viene abajo es cuando quieren reconstruir, es decir, identificar al autor de la obra. Han recurrido a la criptografía, al espiritismo y a cualquier medio o estratagema. Un belga ha demostrado perentoriamente que Shakespeare fue el conde de Rutland; un inglés que fue lord Southampton; otro inglés mantiene la paternidad de lord Derby; la escuela americana afirma que el autor de Hamlet fue Francis Bacon, el gran filósofo. Esta intrincadísima cuestión fue clara y brillantemente resumida por un profesor francés, Georges Connes, en un interesante volumen, Le mystère shakespearien. Los demás investigadores fueron más razonables. Dejaron de lado el asunto de la identidad personal e intentaron recubrir el esqueleto biográfico mediante la “internal evidence”, el testimonio interior ofrecido por la obra misma. El libro de Frank Harris The Man Shakespeare pone punto final a esta investigación más provechosa.

 

Bacon y los Conjuntos Nada Normales

 

En un texto de 2003 titulado El bardo Shakespeare y mister B., Umberto Eco trataba todo este asunto con un hilarante tono de parodia refiriéndose al caso de Georg Cantor y su participación en la controversia. Cantor, destacado matemático y uno de los padres de la Teoría de Conjuntos, en sus momentos de descompresión científica –cuando no de llana depresión- se dedicó con entusiasmo al estudio de la hipótesis Bacon-Shakespeare. Los resultados de sus investigaciones y elucubraciones fueron apareciendo esporádicamente en panfletos desde el año 1896, hasta que en 1900, en el número VIII de la Magazin für Litteratur, publicó el artículo Shakepeareologie und Baconianismus; Historisch-kritische Beiträge zur Lösung der Shakespearefrage (Shakespeareología y Baconianismo; Contribuciones histórico-críticas para la solución del caso Shakespeare). Con este pequeño ensayo, Cantor se convirtió en uno de los más tenaces defensores de la línea de anti-stratfordianos que apostaban por Bacon. Aquí es donde entra Eco. Si para escribir la obra atribuida a Shakespeare hacía falta toda una vida, otro tanto se necesitaría para escribir la obra atribuida a Bacon. Si Bacon escribió la obra de Shakespeare, entonces algún otro se ocupó de escribir la obra de Bacon. Para resolver este entuerto, Eco propone la “teoría simétrica Shakespeare-Bacon”:

 

Si Bacon era el autor de las obras de Shakespeare, no habría podido concebirlas sin una frecuentación cotidiana del mundo del teatro -por no decir que no habría podido escribir sus Sonetos si, en vez de frecuentar cada día a la reina Isabel, no hubiera tenido tiempo de frecuentar a la Dark Lady -y viceversa, si Shakespeare era el autor de la obra de Bacon, no habría podido concebirla sin una frecuentación cotidiana de la sociedad cultural de Londres y de la misma corte. Por lo tanto, debía suponerse no sólo que Bacon era el autor de las obras de Shakespeare, sino que suplantó directamente a Shakespeare en la dirección cotidiana del Globe; y a la inversa por lo que concernía a la presunta obra baconiana. Por consiguiente, Shakespeare, es decir, aquel que la gente reconocía como Shakespeare, de hecho era Bacon, y Bacon era Shakespeare. ¿De quién son, pues, los retratos que nos han llegado como retratos respectivamente de Shakespeare y Bacon? Los retratos de Shakespeare retrataban evidentemente a Bacon y los de Bacon a Shakespeare. Pero, ¿cuándo se produjo la sustitución? Si se produjo cuando ambos personajes tenían ya una cierta edad, durante el resto de sus vidas habrían sostenido una insostenible ficción, y cabe preguntarse si en ese estado de ánimo Bacon podía mantener la serenidad necesaria para concebir el Opus shakesperiano, y Shakespeare la agudeza indispensable para concebir el Opus baconiano. Si, en cambio, la sustitución se produjo, digamos, en la cuna, entonces de hecho Shakespeare se consideraba Shakespeare y Bacon Bacon. Lo único que habría podido iluminarles sobre su identidad real habría sido una prueba del Adn, por aquel entonces inconcebible. [...]

Tan solo Cantor permaneció insensible al problema gracias a una teoría que había elaborado, la teoría de la Absoluta Identidad de los Conjuntos Nada Normales, afirmando que, si dos personas están locas -y locos no podían no estar, o por elección o por condena, los dos desafortunados isabelinos-, entonces ninguno de los dos podía saber ya quién era quién, y el grado máximo de confusión se alcanzaría en el momento en que Shakespeare se creyera Shakespeare y Bacon Bacon.

 

Borges diría: “Si en la tierra hay dos individuos que no se parecen en nada, son William Shakespeare y Francis Bacon”. Treinta años antes de aparecer Cantor en escena, la candidatura de Bacon había sido apoyada por la profesora estadounidense Delia Bacon (sin parentesco con el autor del Novum Organon), quien en su libro Who Wrote Shakespeare? sostuvo la idea de que las obras de Shakespeare fueron escritas durante los ratos libres que (de forma sobrenatural) tenía (se supone que con cierta frecuencia) el padre de la ciencia experimental. Cabe mencionar que Delia Bacon fue bautizada como “La Loca” y abandonada en un asilo de Henley-in-Arden, próximo a Stratford. Había viajado a Inglaterra en 1853 desde los Estados Unidos con la ayuda de algunas personalidades que en un principio respaldaron sus investigaciones, entre otros Ralph Waldo Emerson. Su monomanía y evidente chifladura hicieron que el alcalde de Stratford comunicase al cónsul norteamericano en Liverpool la insostenible situación de la señora Bacon en su comunidad. Alegó que se paseaba durante las noches por el cementerio del pueblo con la declarada intención de profanar la tumba de Shakespeare, y que desvariaba de continuo. El cónsul resultó ser Nathaniel Hawthorne, quien colaboró para que la señora recuperase la cordura y acabara su investigación (hechos que a todas luces estaban íntimamente ligados). Incluso le escribió un –diplomático- prólogo para el libro, sin haberlo leído y sin compartir la naturaleza de sus pesquisas. Hawthorne llegó a bromear, años después, con que había conocido a un hombre que había leído el libro completo, pero que no tenía noticias de que nadie más lo hubiera hecho.

Georg Cantor, por su parte, acabó sus días entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas, aquejado por una galopante "depresión ciclo-maníaca", quizá producto de calentarse la sesera para resolver la naturaleza de estos conjuntos peligrosamente intersecantes: “El hombre cuerdo, lo suficientemente cuerdo para ver que Shakespeare escribió las obras de Shakespeare –escribió Chesterton-, es quien está lo suficientemente cuerdo para que no le preocupe si las escribió él o no”.

 

Todos los caminos conducen a Oxford

 

En este contexto de proliferaciones especulativas es donde aparece el profesor Kurt Kreiler, para contribuir con su libro a un deporte que corre el riesgo de hacer que el personal sucumba en el piélago del tedio. Su biografía de Edward de Vere, decimoséptimo Earl de Oxford, no tiene otro propósito que postular al conde como la “identidad” acreedora de la Obra. Más allá de las múltiples coincidencias o encajes que Kreiler propone en su libro, como en un juego de prestidigitación en el que tampoco faltan malabarismos practicados con bolas de fuego, cuchillos y grandes pelotas flotantes, equilibrios ajustados y alguna que otra doma de fieras, la realidad es que la “Hipótesis Oxford” (en todo “caso” que se precie debe haber una buena hipótesis funcional, en esta ocasión defendida por la Shakespeare Oxford Society) tiene un largo recorrido y se perfila como la favorita de entre las que presentan candidatura para llevarse el contenido del tesoro; si tenemos en cuenta las cantidades de dinero que mueve la Industria/Shakespeare dentro del Mercado/Academia, las razones de tanto embrollo empiezan a adquirir claridad. Si la clave del enigma finalmente estuviera en Edward de Vere, habría sin duda muchas transferencias de divisas y muchas mudanzas de claustros y cátedras, y los rotulistas ingleses sacarían una buena tajada cambiando nombres en las puertas de los despachos de las universidades.

La hipótesis sobre la autoría de Edward de Vere aparece por primera vez en 1920, en el ensayo Shakespeare Identified, de Thomas Looney, y desde entonces se ha constituido en una de las líneas más sólidas de cuantas intentan encontrar “rostro verdadero” a las obras de Shakespeare. El mérito de esta hipótesis reside en que se sostiene sobre la cláusula más débil de la versión oficial y consensuada: la formación libresca del hombre de Stratford. En cuanto a De Vere, su nutrida biblioteca está llena de volúmenes criteriosamente subrayados, y lo subrayado coincide con muchos pasajes citados en las obras de Shakespeare. Su dominio del italiano, el francés, el latín y el griego es un factor sustancial dentro de esta línea de investigación. Pero quizá el elemento más elocuente (desde un punto de vista literario, el elemento sin duda más interesante) sea que Edward de Vere fue sobrino de Arthur Golding (1536-1605), reconocido poeta y latinista, responsable de la traducción de referencia de Las Metamorfosis, de Ovidio, en métrica inglesa. Ezra Pound incluye a Golding en su ABC de la lectura y estima su traducción de Ovidio como fundamental para cualquier abordaje serio a la poesía en lengua inglesa desde el siglo XVI. La importancia de Las Metamorfosis dentro de las obras de Shakespeare avala, al menos en parte, el peso de esta coincidencia. La explicación que dan los oxfordianos a este contubernio histórico es que Edward de Vere no podía firmar las obras debido a su posición dentro de la corte (era supuesto hijo bastardo y, por si fuera poco, amante de la reina Isabel), y porque estaba mal visto que un aristócrata se dedicase a semejantes juegos vulgares. Fue entonces, cuentan, cuando contactó con este actor y empresario teatral procedente de Stratford para que diese la cara, y la familia concluyó la conspiración tras su muerte acordando con Ben Jonson el mantenimiento de la confusión. Sin embargo, Jonson habría dejado pistas, en su poema de introducción al First Folio, al declarar el “poco latín y menos griego” que manejaba el hombre de Stratford-upon-Avon.

Sigmund Freud se transformó en un convencido oxfordiano tras la lectura del ensayo de Looney, sumándose a la larga lista de quienes plantearon dudas sobre la identificación tradicional: Samuel Taylor Coleridge, Benjamin Disraeli, Mark Twain, Walt Whitman, William y Henry James, Charles Dickens, Friedrich Nietzsche y John Galsworthy, entre otros. Hasta Charles Chaplin y Malcom X tuvieron cosas para decir sobre el particular. Twain escribió, en un texto titulado Is Shakespeare Dead? (1910): “Muchos poetas mueren pobres, pero este es el único poeta de la historia que murió TAN pobre; todos los demás dejaron tras de sí materiales literarios. También un libro. Quizá dos.”

 

Los Sonetos

 

Los Sonetos de Shakespeare han acabado convirtiéndose en el campo de batalla perfecto para esta guerra de trincheras. Varios son los motivos. Los ciento cincuenta y cuatro sonetos fueron publicados en 1609, estando Shakespeare vivo, por el editor Thomas Thorpe [el autor aparecía como SHAKE-SPEARES]. Según palabras de Wordsworth, “en los Sonetos Shakespeare nos abrió su corazón”. Browning le contestó diciendo que “por la misma razón resulta disminuido”. Antes de 1609, algunos de ellos habían aparecido en una antología (The Passionate Pilgrim, 1599), y Francis Meres, un contemporáneo, comenta en Palladis Tamia, Wit’s Treasury (1598) sobre los “azucarados sonetos que Shakespeare hace circular entre sus amigos más íntimos”. La naturaleza supuestamente íntima y personal de los poemas resulta, según algunos de los participantes de la controversia, esencial para escarbar (o remover o revolver) en la biografía del escritor. El mismo Borges, nunca muy amigo de indagar en los aspectos mundanos detrás del texto, deja caer esta licencia:

 

Técnicamente los sonetos de Shakespeare son, es indiscutible, inferiores a los de Milton, a los de Wordsworth, a los de Rossetti, a los de Swinburne. Incurren en alegorías momentáneas, que solo justifica la rima y en ingeniosidades nada ingeniosas. Hay, sin embargo, una diferencia que no debo callar. Un soneto de Rossetti, digamos, es una estructura verbal, un bello objeto de palabras que el poeta ha construido y que se interpone entre él y nosotros; los sonetos de Shakespeare son confidencias que nunca acabaremos de descifrar, pero que sentimos inmediatas y necesarias.

 

Edward Bliss Reed, editor de los Sonetos para la colección The Yale Shakespeare, abunda en la misma idea:

 

Es un hecho que en muchos sonetos podemos vislumbrar al Shakespeare hombre. Vemos un poeta profundamente preocupado por la aceptación y la amistad, que sentía la inferioridad de su posición social y el desaliento de su arte, y que iba del rechazo a la exaltación, de la rivalidad vulgar y la cínica indecencia a la inspirada devoción por la amistad. En parte, las inconsistencias en los ánimos de los sonetos son las inconsistencias de la vida misma. Puede que Shakespeare no haya “abierto su corazón” en estos poemas; pero desde luego que por momentos ha dejado la puerta entornada.

 

Los Sonetos, como vemos, resultan para algunos particularmente nutritivos en la tarea de establecer un vínculo biográfico, porque en ellos Shakespeare se “despoja de las máscaras” que le impone la escritura dramática. También resultan atractivos, y polémicos, por su frontal homoerotismo. Allí estaría él, el hombre atravesado por sus circunstancias, el individuo escatológico, la carne mortal que mece la pluma. Volvamos a Barthes, que resulta –sigue resultando- el mejor azote para esta forma de operar sobre el texto literario:

 

Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria.

 

Lo cierto, sin embargo y a pesar de esta manía crítica instaurada, es que los sonetos shakespearianos son más convencionales de lo que se piensa en cuanto a sus temas y su tratamiento. Fueron los sonetos de Petrarca los que convirtieron esta forma lírica en la más popular de los siglos XV y XVI (aunque la forma no había sido invento suyo), y los que fijaron la convención: la métrica, la rima y los temas. Y los temas de los Sonetos de Shakespeare, con alguna que otra variante de la que nos ocuparemos en seguida, son los mismos que en Petrarca: el amor y la belleza, el amor sin esperanzas frustrado por el destino y la muerte... El soneto pasó de Italia a Francia, y de allí a Inglaterra. Sus practicantes fueron legión en toda Europa. En Inglaterra fue Henry Howard, conde de Surrey, uno de los primeros en escribir sonetos (medio siglo antes de que lo hiciera Shakespeare). De hecho, él fue quien adaptó el soneto italiano a una forma más fluida en lengua inglesa y quien fijó lo que pasó a llamarse “soneto isabelino” o, cosas del destino, “soneto shakespeariano”.

Los Sonetos proponen un matiz en el tratamiento del tema amoroso que se inscribe de lleno dentro de la controversia general. Cuenta Lampedusa:

 

Afortunadamente (o desventuradamente) el editor de los Sonetos completos prologó la obra con una dedicatoria personal dirigida al destinatario de los sonetos. Sin embargo, por razones obvias, no lo nombró sino que sólo indicó sus iniciales. No se imaginaba que esas treinta palabras suyas fueran a desencadenar una batalla literaria que aún hoy perdura. He aquí la dedicatoria (por otra parte muy agraciada):

“Al verdadero inspirador de los presentes sonetos, Mr. W. H., toda la felicidad y esta eternidad prometida por nuestro inmortal poeta desea el que con sincero deseo aventura esta publicación.

T. T.”

El begetter inglés [inspirador] es «aquel que hace producir» y tiene también un sentido sexual. «Aventura» hay que entenderlo de una manera comercial: aquél que busca la ventura, que se arriesga en una empresa. T. T. son las iniciales de Thomas Thorpe, el editor...

Parece imposible pero durante generaciones nadie se dio cuenta, o nadie osó decir, que la mayor parte de los sonetos iban dirigidos a un muchacho. La lengua inglesa, todo hay que decirlo, con sus adjetivos invariables, favorece estos malentendidos. ¿Quién era «Mr. W. H.»? Las iniciales son, invertidas, las de Henry Wriothesley, es decir, del omnipresente conde de Southampton. Pero en inglés no existen precedentes de estas inversiones de iniciales, y menos aún de llamar tan familiarmente mister a un par de Inglaterra.

 

Oscar Wilde tuvo su cuota de participación en el debate general, o al menos en la sub-sección de los Sonetos, al escribir su brillante relato The portrait of Mr. W.H., donde desarrolla la hipótesis “Willie Hughes”. Según su versión, W. H. haría referencia a un joven y atractivo y afeminado actor de la compañía de Shakespeare, que se habría puesto al servicio de una compañía rival. Habría que apuntar que otros candidatos a encajar en esas iniciales son: William Hall (un librero de la época), William Harvey (padrastro del tercer conde de Southampton), William Herbert (tercer conde de Pembroke), Henry Wriothesley, William Hammond, Henry Willoughby, William Hathaway... El texto de Wilde es mucho más que una especulación sobre estos menesteres nominales: es un complejo artefacto literario que combina el ensayo, la narrativa de ficción y la poesía. María Inés Castagnino, traductora y prologuista de una de las versiones castellanas de la obra, define esta hibridación de la siguiente manera:

 

Los compartimentos genéricos tradicionales no sirven para clasificar esta obra de Wilde, en tanto es difícil determinar si nos hallamos ante un ensayo enmarcado por un relato o ante un relato interrumpido por una larga digresión ensayística. La consecuencia es la contaminación: el argumento del ensayo se tiñe de la ficción del relato que lo enmarca, pero a la vez el relato se tiñe de la seriedad del argumento, al punto de que algunos estudiosos de los Sonetos de Shakespeare han adherido a la teoría ‘Willie Hughes’ en la realidad. Esto obliga al lector a adoptar una postura desde la cual interpretar El retrato del señor W.H.; procedimiento que no es del todo ajeno al fenómeno teatral, donde muchas veces la ausencia de una voz narrativa unificadora hace que el espectador deba de algún modo decidir entre los múltiples puntos de vista expresados por los distintos personajes.

 

Wilde, por añadidura, estaba haciendo allí una operación sobre la historia de la moral, las formas críticas para pensar el arte y la relación, siempre conflictiva, entre realidad y ficción. Como dice el autor de El Gatopardo, en el fondo todas estas especulaciones identitarias no tienen mayor importancia. Lo importante es la obra. Jan Kott, en Los travestidos en la obra de Shakespeare, interviene así:

 

Los Sonetos han sido considerados en múltiples ocasiones como una pieza de referencia para un estudio biográfico; pero yo creo que no es excesivamente interesante saber si Shakespeare era homosexual o bisexual; por otra parte no es posible interpretar las obras literarias de una forma tan ingenua. Sin embargo cabe hallar en los sonetos o en su gran prólogo las estructuras fundamentales de sus obras del primer período. Los sonetos constituyen una especie de tragicomedia o incluso un drama pasional con tres personajes: un hombre, un adolescente y una doncella; y en el espacio de 154 secuencias se examinan todas las relaciones posibles entre hombre, doncella y adolescente.

 

Los Sonetos representan, más allá del elemento testimonial de mayor alcance de entre todas sus obras (esa especie de vórtice que sugería Lampedusa), una cumbre inusitada de la poesía de todos los tiempos por la potencia de sus imágenes, la música de su lenguaje y la exploración de la retórica amorosa. Allí cabe la reflexión sobre los efectos del tiempo en la belleza y el amor; la capacidad de la escritura y el arte para resistir a esos mismos estragos del tiempo; la reflexión sobre la muerte y sus implicaciones filosóficas; las aristas posibles que despliega el deseo, la pasión, los celos, la traición… En definitiva, allí se da cita el repertorio completo de la poesía amorosa de Occidente. Cabe preguntarse, llegados a este punto, qué aporta a la lectura de la obra de Shakespeare el hecho de que su autor haya sido el hombre de Stratford o cualquier otro, que el homoerotismo de los poemas tengan relación con la condición sexual de su autor o que constituyan un ejercicio de variación sobre la retórica del género. A la lectura literaria, desde luego, nada.

W. H. Auden, en uno de los momentos más estimulantes de la historia del pensamiento literario, dedicó las clases del curso 1946-47 en la New School for Social Research del Greenwich Village, en Nueva York, a estudiar, obra por obra y en orden cronológico, toda la producción literaria de William Shakespeare. El resultado de las transcripciones de esas clases es un libro de más de cuatrocientas páginas en las que apenas se hace ninguna mención a la “biografía” del autor. En la clase del 4 de diciembre de 1946, ocupada en los Sonetos, dice Auden:

 

Se han escrito más tonterías sobre los Sonetos de Shakespeare que sobre cualquier otra obra literaria conservada... En cierto sentido, el artista no hace sino abrir su corazón; en otro, es siempre dramático. Pero en realidad tiene que haber alguna diferencia entre las obras dramáticas de Shakespeare y los poemas sobre su propia experiencia. Esto es lo que debemos preguntarnos respecto del verso lírico: ¿hasta qué punto es personal y hasta qué punto dramático? La mayoría de estos sonetos se dirigen a un hombre. Eso puede provocar una gran variedad de actitudes sin sentido, desde la defensa de la propia singularidad a un discreto intento de encubrir lo nefando. También carece de sentido, independientemente de la verdad de los resultados, perder el tiempo tratando de identificar a los personajes; es un trabajo de idiotas, sin interés ni sentido. Es pura frivolidad, y si enloquecemos por saberlo cuando se trata de gente viva, no tiene el más mínimo interés cuando se han muerto.

 

Habría que circunscribir toda esta controversia de largo recorrido a sus perspectivas políticas, históricas, sociológicas o universitarias, todas puestas en leer el texto como un documento cultural más. Sus implicaciones tienen escasa influencia en la recepción del texto como obra literaria. El debate es sintomático de una forma de leer literatura que la humanidad haría bien, con el fin de preservar la función crítica del arte en la cultura, en desterrar de una buena vez por todas. Pensar el texto principalmente en relación con su autor es distraer el pensamiento sobre la relación entre el texto y el mundo con el cual dialoga, sobre la capacidad de generar lecturas del mundo que sugiere el texto literario. Distrae el pensamiento alienando la lectura. Una de las primeras menciones impresas a Shakespeare se atribuye a Robert Greene (1558-1592), un colérico dramaturgo indignado por el hecho de que un actor sin formación universitaria pretendiese escribir teatro. El panfleto se titula Greene's Groats-worth of Wit bought with a Million of Repentance y allí Greene lo acusa de “plagiario”, dice que es “un copista”, que “no ha inventado nada”, que ha saqueado sin reparos a Esquilo, Boccaccio, Bandello, Hollinshed, Belleforest, Robert de Gloucester, Manning, Mandeville, Sackville, Spencer... Todo apunta a que quienes niegan la autoría de William Shakespeare actúan impulsados por el mismo espíritu de desaire: no parecen dispuestos a aceptar que el lenguaje impuro del hombre pueda inventar la humanidad.