Levrero: Materiales de lecturaLos siguientes fragmentos y pasajes de la obra de Mario Levrero, y sobre la obra de Mario Levrero, pretenden ser una guía de lectura para acercarse a la obra del escritor uruguayo. Puntos de apoyo, si acaso, que funcionen como una invitación razonada a la lectura de sus cuentos, novelas y otros escritos dispersos.

 

«Me doy vuelta y apoyo la espalda en la ventana. Miro la pieza, tratando de aflojar la rigidez de mis músculos perpetuamente agarrotados. Las mandíbulas, los hombros, la nuca. Respiro hondo, lentamente, tratando de lograr la calmada desesperanza. Observo que sucede algo extraño con los colores de las cosas. La puerta, por ejemplo. El color de la puerta se mueve, se reduce y de pronto vuelve a crecer. Las paredes. Angeline se ha vuelto, dormida, hacia la ventana; y el rojo de sus labios es tembloroso, vacilante, como si quisiera desaparecer. Lo mismo que el color del camisón y el color de la carne. A menudo aparecían grandes sectores grises, y luego el color retomaba la superficie que ocupaba inicialmente. Lo mismo sucedía con todas las cosas, como si... ‘... como si fuera una película en blanco y negro –pensé-, que alguien hubiese pintado a mano, toscamente, cuadrito por cuadrito’.

Se abrió la puerta de golpe y entró el cura, seguido de un hombre un poco más alto que él, y más robusto, que traía un maletín. El cura permaneció de pie, de espaldas a mí, y el presunto doctor se agachó sobre el colchón donde yacía Abal; ninguno de ellos me había prestado atención. Yo continué mi trabajo de observación de los colores. Traté de mantener una objetividad en la visión. Y comprendí.

‘Las cosas no tienen colores -me dije lentamente, lleno de asombro-. Las cosas no tienen colores. Es mi afectividad que las colorea. Soy yo quien pinta las cosas con la imaginación’. Ahora, todo es gris, blanco y negro. Angeline, sobre la cama, parece una fotografía de una revista obscena». (París, 1979).

 

Levrero en su Entrevista imaginaria: «No cultivo las letras sino las imágenes, y las imágenes están muy próximas a la materia prima que son las vivencias. Yo cultivo la imaginación para traducir a imágenes ciertos impulsos –llámalos vivencias, sentimientos o experiencias espirituales- (…) la cuestión es dar a través de imágenes, a su vez representadas por palabras, una idea de esa experiencia íntima para lo cual no existe un lenguaje preciso».

 

Betina Keizman. “Mario Levrero: la máquina del relato o pensamiento, arte literario e imagen”:

«Si Levrero afirma que su materia son las imágenes y no las palabras, es porque opera con las palabras como si fueran imágenes, las reinstala ante series de relaciones que son las que dominan la visualidad, también presentes en lo verbal-narrativo, pero con otras jerarquías y otros usos. Si su materia son las imágenes y no las palabras, es porque sus textos funcionan sobre ciertos esqueletos, imágenes, estructuras de formatos literarios que parecen vaciados, o envestidos de un carácter icónico. No nos engañemos, los límites de su afirmación son evidentes: su materia, mal que le pesara, fueron las palabras (y por eso la obsesiva y tenaz revisión a la que sometía sus textos), pero efectivamente es cierto que su escritura replantea el estatuto de las relaciones entre pensamiento, arte literario, palabra, acción e imagen, y que su uso de las palabras lanza el funcionamiento de una máquina que reconfigura lo narrativo en pos de otros órdenes y otras formas de existencia de la palabra y del relato».

 

Antonio Mochón. Blog La vida no existe: «No me arrepiento de haber leído este libro. De hecho, a medida que su recuerdo me queda más borroso lo voy apreciando más. Encuentro en él algunas de las pequeñas manías diarias. Y esa caída y reconstrucción del yo, ese obrarse el mundo o el infierno cada vez que abrimos una puerta o sostenemos una taza. Estar buscando el centro, la estructura, cuando de pronto oímos al vecino a través de la pared. Me queda la frustrante sensación de que esconde más de lo que muestra. Y de que Mario Levrero habría sido un buenamigomío, de esos con los que nunca se habla, con los que se pierde el contacto, de los que no sabes absolutamente nada» (sobre El discurso vacío).

 

«Cuando uno es joven e inexperiente, busca en los libros argumentos llamativos, lo mismo que en las películas. Con el paso del tiempo, uno va descubriendo que el argumento no tiene mayor importancia; el estilo, la forma de narrar, es todo». (El diario de la beca).

 

«A pesar de todo me senté al escritorio, a continuar mis apuntes, y de pronto, al escribir, pensé que no podía ser casual que en aquel lugar siempre hubiera tenido a mano papel y lápiz; que al hacer apuntes, quizás estaba cumpliendo sin saberlo con la voluntad de quienes me habían llevado allí. Pero no tienen sentido, ya, estas cavilaciones. Nunca lo tuvieron». (El lugar. 1991: 78).

 

César Aira: «Una vez constituido el novelista profesional, las alternativas son dos, igualmente melancólicas: seguir escribiendo las viejas novelas, en escenarios actualizados; o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más. Esta última posibilidad se revela un callejón sin salida, en pocos años: mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola. Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un hiperprofesionalismo inhumano. Es que ser profesional de la literatura fue un estado momentáneo y precario, que sólo pudo funcionar en determinado momento histórico; yo diría que sólo pudo funcionar como promesa, en el proceso de constituirse; cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa. Por suerte existe una tercera alternativa: la vanguardia, que, tal como yo la veo, es un intento de recuperar el gesto del aficionado en un nivel más alto de síntesis histórica. Es decir, hacer pie en un campo ya autónomo y validado socialmente, e inventar en él nuevas prácticas que devuelvan al arte la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes». (“La innovación”)

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Entrevista de Alejandro Ferreiro:

 

—Jorge Varlotta y Mario Levrero. ¿Quién nació primero? ¿O nacieron juntos?

—Jorge Varlotta nació el 23 de enero de 1940 y Mario Levrero por junio, julio, julio… Sí, por fines de junio, sobre el 1º de julio de 1966. Veintiséis años más tarde. En la ciudad de Piriápolis, donde ese día ponía punto final a la primera novela: La ciudad.

—Aprovecho que estamos hablando de lenguajes para recordar algo que alguna vez dijiste. Refiriéndote a la escritura de tu primera novela, La ciudad, asumiste que trataste de imitar a Franz Kafka en el entendido de que esa manera de relatar era la única para decir la verdad. Decir la verdad, ¿sigue siendo hoy en día una preocupación para vos?

—Y sí… Dudo en contestarte porque no me lo había planteado. Ahora que vos planteás la pregunta creo que es la principal preocupación. Es decir, no digo la verdad, sino mi verdad particular, la que pueda estar buscando en ese momento. Pensé un poco en la escritura como un medio de alcanzar una verdad, no de decirla. Yo no trato de comunicar una idea, una ideología, un mensaje… algo con lo que quiera convencer a los demás de algo. Lo que quiero a través de la escritura es ese proceso laborioso de ir escarbando en las percepciones que quedaron en el inconsciente, en los sueños, en reflexiones… Ir armando con todo eso un determinado relato equivale, para mí, a alcanzar una verdad, a llegar a conocer una verdad que me interesa directamente. No es escribir para comunicar algo predeterminado a los demás. Los demás no cuentan en ese momento. Yo escribo para mí. Si después se publica y llega al lector es otra etapa. Son otras determinantes que están jugando ahí y es probablemente otro aspecto de mi personalidad que puede intervenir en esa etapa. Eso cuando se trata de una novela o de un relato más o menos extenso. En las publicaciones periódicas, cuando tenés la obligación semanal de llevar algo, ya es más tramposo. Ya uno se va profesionalizando y juegan un poco otros factores: decir lo que uno piensa y —para bien o para mal— el lector ya está más presente. Pero en el caso de la novela, no. El lector no existe y no se lo tiene en cuenta, para nada, en el momento de escribir.

—En uno de tus libros aparece una frase que dice algo así como “tengo ganas de escribir literatura, o sea, algo no rentable”. ¿Está ligada la literatura de forma inevitable con lo no rentable?

—Bueno, eso puede ser un chiste. Pero en la práctica se da eso, por lo menos en la actualidad. Están los best sellers, que son los rentables, que para mí no tienen un contenido literario llamativo; no los podría llamar literatura. No tienen una finalidad estética ni estilo personal. Fijate que los libros de más venta los abrís y podés encontrar argumentos interesantes, mucha información interesante, pero no reconocés un estilo. Vos no abrís y te das cuenta, como te puede pasar con Kafka, que te das cuenta de que no puede ser otro que Kafka el que escribe. No sabés quién lo escribió, no tiene sello individual, no tiene un estilo. Y a los escritores de estilo cuesta más venderlos. Se trata de un mensaje que no interesa mucho a la sociedad, por sus dificultades, o por hablar de cosas que no son del interés de la mayoría. No sé por qué… No es rentable. Lo que es absolutamente artístico en sí mismo lo desligás de los mensajes que pueda tener, que puedan ser aprovechables desde el punto de vista de la información. Entonces te das cuenta de que el público no consume literatura como arte. Por lo menos en mi experiencia.

 

Fogwill: «Autobiográfico. A ese personaje tramado de tics, fobias, obsesiones, manías y supersticiones se lo puede reconocer en la mayoría de sus relatos y novelas, hasta en los que bien pudieron clasificarse en los géneros fantástico, policial y de ciencia ficción. Toda narrativa contiene restos autobiográficos pero en Levrero el género responde a una decisión. En el extremo de la autobiografía está la crónica veraz y el diario personal. Siempre que el narrador reflexiona sobre el relato o da testimonio de las percepciones de un personaje en las pocas veces que se permite entrar a la conciencia de un tercero tiene lugar la irrupción del factor Levrero, ese entramado de manías que orientan a tratar al mundo real como una fantasía y a lo fantástico como al conjunto de piezas que dan cuenta del funcionamiento de la máquina de la realidad».

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BIBLIOGRAFÍA:

 

Novelas:

-La ciudad (1970)

-París (1979)

-El lugar (1982)

-Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974)

-Fauna/Desplazamientos (1987)

-Dejen todo en mis manos (1998)

-La Banda del Ciempiés (1988)

-El alma de Gardel (1996)

-El discurso vacío (1996)

La novela luminosa (2005)

 

Cuentos:

-La máquina de pensar en Gladys (1970)

-Todo el tiempo (1982)

-Aguas salobres (1983)

-Los muertos (1986)

-Espacios libres (1987)

-Caza de conejos (1988)

-El portero y el otro (1992)

-Los carros de fuego (1996)

-Ya que estamos (2001)

 

Miscelánea:

-Manual de parapsicología

-Santo Varón (1986)

-Los profesionales (1988)

-Irrupciones I y II (2001)

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EL LUGAR DE MARIO LEVRERO: UN RECORRIDO POR SU NARRATIVA

Por Jesús Montoya Juárez

 

Muchos textos de Levrero -entre ellos Gelatina, La ciudad, El lugar, París, Nick Carter, Los muertos, “Siukville”, Alice Springs, etc...- se construyen a partir de imágenes que derivan en nuevas imágenes, llevando a muchos de sus protagonistas de la vigilia, al sueño, del sueño a paisajes urbanos, hostiles, y a los espacios artificiales o de mampostería, teatrales, en ocasiones del interior de los mass media, sin que las fronteras entre los diferentes ámbitos puedan delimitarse. Su narrativa podría pensarse entonces- también- como una máquina que atraviesa los pasajes entre la vigilia y el sueño en la era de su reproductibilidad técnica. Los textos levrerianos despliegan una poética ecfrástica de la que se desprende una teoría de la representación y una toma de conciencia de la ecología en que le es dado a la literatura tomar la palabra, esto es, desarrollar una búsqueda, articular proyectos que confabulen en la redención de fragmentos mínimos de la vida cotidiana.

[…]

Mario Levrero acometió una búsqueda personal que dirigió una obra de una consistencia extraordinaria que puede llegar a valorarse como una de las grandes narrativas uruguayas del siglo XX; quizás la tercera, tras Felisberto y Onetti. Aunque en la construcción de ese mito personal de escritor le falla a Levrero, a diferencia de cómo operan otros grandes de la literatura argentina de su generación- Saer o Piglia, también Aira, más joven que él, una sistematicidad, la apuesta por un proyecto visionado desde el comienzo de su carrera literaria y ejecutado implacablemente. No se entienda el término peyorativamente en absoluto, porque las obras de los autores citados no cedieron un ápice en su exigencia artística: a Levrero le falló el marketing. Y esto aparentemente también le proporcionó entre quienes cultivaron su fascinación por él un aura especial. Un narrador que fue antes humorista, y tal vez más conocido públicamente por esa faceta durante años; que se entregó con igual seriedad a novelas, cuentos, diarios, letras de canciones, cómic, historietas, crucigramas, manuales de parapsicología, etc.; que pocas veces movió un dedo para vender su propia obra: rara vez acudía a una presentación de un libro suyo; que mantuvo en cierta ocasión a algún crítico reputado del exterior a la puerta de su casa sin abrirle aduciendo que sentía la energía negativa que éste le transmitía; que proyectó una imagen de los editores como sus enemigos, que rechazó salir del Uruguay publicando en Alfaguara para confesarle a su amigo poco después “cada cual tiene el editor que se merece”; que decía creer (y quienes lo conocieron aseguran que creía a rajatabla) que la imaginación no pertenece a nadie sino que flota en una nube de la que se nutren todos los escritores; que se hizo escritor tardíamente en Piriápolis, en un trance o hipnosis que calificó como un parto de sí mismo; que aceptó como sino o fatalidad, y muy a su modo, el grito libertario rimbaudiano de la infancia perpetua y el “nunca trabajaré”, haciendo de la renovación permanente de ese experimentalismo (pese a su reivindicación del arte como hipnosis) parte irrenunciable de ese grito. Sin duda, en ese sentido, Levrero fue un raro. La última gran figura de esa tradición. Una figura que a nadie pudo dejar indiferente.

 

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