César Aira“Innovar” es un verbo defectivo, igual que “mentir”, según lo probó el cretense del koan. No se dice “yo innovo”. Si innovo, tendrá que decirlo otro, y en otro momento. No por modestia, sino por las posiciones relativas en que nos colocamos para hacer historia. Si innovo, es porque en definitiva innové, y no lo supe, me lo tuvieron que decir después. Borges habló de la discreción de la Historia; aquí el chiste que aporta la prueba es el del campesino normando que le dice al vecino: “¿Te enteraste? Hoy empezó la Edad Media”.


Más que discreción, yo diría que se trata de posiciones elocutorias, como en el caso de la innovación. Simplemente, no puedo decirlo yo, no puedo decirlo ahora, no puede decirlo un discurso sostenido por un sujeto presente. (Pasa lo mismo con la nacionalidad, que es puro repliegue discursivo: yo puedo decir “mi país es un infierno”, pero no puedo admitir que me lo diga otro; más en general, es el caso del amor: “mi esposa es una harpía”).
 
En la Historia, y en la innovación en particular, el tabú elocutorio se da sobre uno de los elementos constitutivos del sujeto: el tiempo. “Yo” soy una hora; “sujeto presente” es un pleonasmo, porque el sujeto, para funcionar, debe ser una presencia; el Otro es otro momento, es un antes o un después.

Ahora bien, sucede que el escritor es ya un otro. (El laberinto ambiguo de la vanidad tiene aquí su hilo de Ariadna). Para empezar a ser escritor, es otro; sólo es él mismo antes, al principio, cuando quiere ser escritor: todos hemos pasado por esta etapa, de querer ser escritor, querer ser Rimbaud, salvo que no pasamos del todo, conservamos ese momento toda la vida, porque este anhelo es el núcleo de nuestra individualidad original, y alimentamos el temor justificado de disolvernos en el aire si lo dejamos caer, si llegamos a creer que ya somos un escritor.

El motor de esta dialéctica peligrosa es la innovación.

La innovación comienza cuando el escritor reúne el valor de rechazar a los maestros que más ama, a los que está condenado a seguir amando hasta el final, no a los que puede llegar a superar o a abandonar (con éstos sería demasiado fácil). Pues bien, este amor es lo que lo ha constituido, de modo que en el rechazo está negando su propia persona, el escritor que él quería llegar a ser. Reniega de sí mismo en nombre del tiempo, de una Historia discreta hasta la  mudez por tabú elocutorio, con la esperanza de reencontrarse en el otro extremo, en lo que el tiempo y los otros hagan de él.

El mantra del innovador es el verso de Baudelaire: “al fondo de lo desconocido, para encontrar lo nuevo”. Baudelaire, en efecto, inventó lo nuevo tal como lo conocemos, y lo hizo en una operación que parece paradójica. Lo que inventó, o descubrió, fue la vejez, la decrepitud, de la civilización en la que había nacido. Para él lo nuevo es un epifenómeno de lo viejo; la innovación comienza y termina con la creación de ese aburrimiento en el que al fin podamos desear otra cosa, y no podamos no desearla.

La gran invención de Baudelaire fue el hastío de lo contemporáneo. La mirada que ve en el mundo fenoménico, en el vértigo de las ciudades, en la Historia misma, reinos inmóviles de tal antigüedad que ya han herrumbrado la memoria, embotado la percepción, extenuado el gusto.

El mito de lo nuevo se forma entonces no sobre el futuro, sobre lo que está meramente mañana, o pasado mañana, porque para entonces sólo se habrá acentuado lo viejo, sino sobre una transmutación del quantum de realidad. Lo nuevo no está adelante, ni arriba, ni abajo, ni atrás, sino en otra dimensión, en lo que nosotros también, como Baudelaire, podemos llamar lo Desconocido. La llave de oro de esa dimensión es el tedio, y la ensoñación a la que el tedio nos precipita. No se accede a ella por los contenidos: objetos nuevos, ideas nuevas, son apenas antigüedades “fabricadas a la vista del público”, como decía Macedonio Fernández. Todas las novedades son combustible para la caldera de nuestro indecible aburrimiento.

No. A lo nuevo se llega por el camino de la forma, y la forma desprendida del contenido es lo desconocido. Se innova por la pura invención de una lengua que nunca llegue a decir nada, a objetivarse en significados. El idioma de lo nuevo habla de lo ininteligible.

No es un trabajo. Baudelaire dice bien: “encontrar” lo nuevo. No buscarlo. El que se ponga a buscarlo no lo encontrará nunca. A lo nuevo se lo encuentra, si es que se lo encuentra. O mejor, se lo ha encontrado. Es cierto que los artistas trabajan. Pero eso es un pasatiempo, a la espera de lo nuevo. En sus momentos de mayor aplicación suele ser, en el mejor delos casos, la creación laboriosa de una atmósfera, el clima de lo viejo, la plataforma de lanzamiento de los sueños.

Se trabaja como individuo. Y lo nuevo no se entrega a los esfuerzos del artista individual. Lo nuevo es (y aquí la Historia, la historia de los hijos de Baudelaire, da con la mayor discreción un paso adelante) “lo que debe ser hecho por todos, no por uno”. Lo nuevo es impersonal, intersubjetivo, inevitable. Está en el aire, o no está en ninguna parte. De otro modo es un voluntarismo, y se queda en la intención. Si algo hemos aprendido, es que el arte es la máquina de extraviar intenciones. Lo propio de la innovación es saltar las intenciones, saltar el tiempo mismo, para aparecer al otro lado de todos los proyectos, que tomados al derecho no hacen más que consumirnos la vida. Ese salto no puede darse dentro del individuo. (Lo nuevo es entonces un soporte del mito de la juventud del artista, de su triunfo sobre el tiempo).

La topografía baudeleriana puede engañarnos. Cuando dice “al fondo de lo desconocido”, nos hace pensar en una caída gravitatoria, en línea recta. Lautreamont lo corrige complementándolo. La línea recta, el trabajo, el destino, la persistencia en el yo, sólo pueden llevar al fondo de lo conocido, donde nos espera apenas un miserable reconocimiento tranquilizador. Es preciso hacer intervenir al otro, a todos los otros posibles e imposibles, en una constelación multidimensional, para que podamos ir a parar realmente a otro lugar.

“La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”. Esa es la fórmula de lo nuevo. Todo lo que puede hacer “uno” es firmarlo, allí donde lo encontremos, como los ready-made de Duchamp. Lo nuevo es el gran ready-made en cuya fabricación se ha especializado nuestra civilización.

Y si lo nuevo es un espejismo, según nos advierten esos alarmistas que nunca faltan, ¿qué importa? La experiencia del sediento que ve un oasis que no existe es real; no hay nada más real. Y es en esta experiencia donde se da el salto.

Puedo decir lo mismo en términos más autobiográficos.

Yo vengo militando desde hace años en favor de lo que he llamado, en parte por provocación, en parte por autodefensa, “literatura mala”. Ahí pongo todas mis esperanzas, como otros las ponen en la juventud, o en la democracia; ahí me precipito, con un entusiasmo que las decepciones, por definición, no hacen más que atizar: al fondo de la literatura mala, para encontrar la buena, o la nueva, o la buena nueva.

Mis amigos se intrigan, y yo les dejo creer que soy un poseur. Pero es muy fácil, muy lógico. Lo malo, definido de nuevo, es lo que no obedece a los cánones establecidos de lo bueno, es decir a los cánones a secas; porque no hay un canon de lo fallido. Lo malo es lo que alcanza el objetivo, inalcanzable para todo lo demás, de esquivar la academia, cualquier academia, hasta la que está formándose en nosotros mismos mientras escribimos. Por ejemplo cuando nos sentimos satisfechos por el trabajo bien hecho (horrenda complacencia, a la que deberíamos resistirnos con el grito de guerra de Rimbaud: ¡nunca trabajaré!).

La literatura del futuro se alza en nosotros, un alcázar de oro, el espejismo de los espejismos. Qué error pensarla “buena”. Si es buena no puede ser futura. Lo bueno es lo que dio tiempo a ser juzgado, y caducó en el momento en que se lo dio por bueno. Es el turno de otra cosa, a la que por simple oposición podemos llamar “lo malo”. Y es urgente. Es preciso poner manos a la obra ya mismo, a riesgo de quedar sepultados por la acumulación de lo bueno. Nos agitamos como energúmenos, como soldaditos de mercurio a las órdenes de generales locos y contradictorios. Debemos salir a la busca de lo monstruoso, lo que nos aterre y repugne, y se nos escapa siempre, porque es multiforme, mutante, inasible, inconcebible. Si debemos buscarlo, y persistir en la busca, es porque no lo encontraremos nunca. A lo nuevo no se lo busca: se lo ha encontrado. Buscamos lo malo, y encontramos lo nuevo.

La cuestión de la calidad en el arte, tan resbaladiza, adopta como única forma operativa la “huida hacia adelante”. En el extremo de lo malo, de lo que desmiente todos nuestros gustos y decepciona todos nuestros juicios, está lo bueno, pero no está ahí impregnando ninguna sustancia sino como pura transformación, como pura transmutación.

El arte del artista es la transmutación de los valores. No amamos al artista que hace bien su trabajo: a él en todo caso podemos admirarlo, con esa admiración helada tan parecida a la indiferencia o al desprecio. ¿De qué sirve eso? ¡Hay tanto arte bueno ya! No nos alcanza la vida para enterarnos. Amamos al otro, al creador de una calidad imprevista. Amamos lo nuevo. ¿Por qué? Quién sabe. Será porque somos modernos, o postmodernos, o budistas, o marxistas. Porque somos gente práctica, con prisa por llegar a la realidad, por dar el salto.

“Nuevo”, “innovación”, son nombres convencionales, de uso provisorio, apenas para entendernos. De lo que estamos hablando es del salto, el que va del pensamiento, el discurso, la razón, a lo real de la realidad. Todas nuestras patéticas alquimias tienen por norte un cambio de nivel, el paso a un heterogéneo radical.

El salto a lo heterogéneo, el cambio de dimensión, se da en todos los momentos de nuestro oficio. El primero y original, modelo de los posteriores, es el que va de querer ser escritor a serlo. La huella que conservamos es nuestra duplicidad lector/escritor.

Yo debí de ser un predestinado a lo nuevo, porque de chico mi snobismo de lector consistía en amar sólo lo que no entendía. Hay una escalada ahí: a medida que uno va entendiendo, busca arcanos mayores, rumbo a lo absoluto. Esta es también una huida hacia adelante. Tomada la decisión de ser un escritor, es inevitable entrar en un juego de vanidades, de espejos. Nos lanzamos a lo desconocido (a lo que pueda resistir a la prueba del conocimiento) en la busca imposible de lo nuevo. Y lo nuevo es lo que hacen los otros.

El otro es nuestra megalomanía, y a la vez nuestro eclipse.

La luz de esta astronomía es la lengua. Pero la lengua ha caído en manos del otro, y el otro la aleja hacia lo nuevo, la luz se proyecta hacia lo nuevo donde no podemos ser sino una mancha de sombra. No me entenderás... susurra en su huida.

La lengua se precipita hacia ese fondo en el que deja de ser lengua, se hace incomprensible. El salto a lo incomprensible es el mismo salto a lo real, a la experiencia irreductible al pensamiento.

Esto no sólo es autobiográfico, es histórico también. Después de Baudelaire la poesía se constituye como vanguardia de la literatura, en términos de hermetismo. Lo nuevo empieza a confundirse progresivamente con lo incomprensible. Lo que se pone en juego a partir de este punto es el contexto. Es la disminución de contexto la que hará más incomprensible a un discurso, y llegará a ser de veras incomprensible la palabra que aniquile la posibilidad misma del contexto.

Claro que un contexto también puede ser incomprensible; es una explicación cuando se lo puede leer como un relato. Y los relatos, ya sea por acción retroactiva de la vanguardia poética, ya por causas históricas coincidentes y complementarias, se han ido quebrando y disolviendo bajo nuestra vista. Con lo cual no cambia el fondo de la cuestión, porque un relato quebrado o disuelto no es sino otra forma de relato, que cumple las mismas funciones que cumplían los viejos relatos. Y seguimos en la literatura. Pero el contexto tiene sus raíces, su razón de ser, en una instancia superior a la literatura: en la realidad, en lo real de la realidad. Y la literatura no tiene otro modo de vérselas con la realidad que el realismo. Ni reflejo ni representación ni equivalencia: realismo, liso y llano.

Lukács observa que el escritor que se coloca en la posición de puro observador del mundo y la sociedad no puede hacer verdadero realismo, sólo su simulacro. El verdadero realismo lo hace el que está en la realidad, participando de ella. Es esta posición la que le permite hacer (aun en contra de sus ideas políticas o filosóficas) un realismo en proceso, contiguo a la realidad, en el que las pertinencias de la materia se jerarquicen y organicen como en la realidad misma, el realismo como “totalidad dinámica”, con lo que además saldrá ganando el aspecto artístico (el interés, la emoción, etc.).

Ahora bien, esta participación en lo real no tiene como requisito imprescindible ocupar puestos públicos, hacer política, negocios, viajar, casarse, nada de eso. Es otra cosa, algo que Lukács define con una sola y obstinada palabra: realismo. Deja un hueco de conceptualización ahí. Hueco que alude a la articulación de teoría y práctica, esa especie de salto al vacío que es todo lo contrario de un salto al vacío, pues tiene por horizonte la plenitud de lo real. El realismo es la forma que ha tomado la realidad para la literatura. (Jakobson lo vio claro: la historia de la literatura es el sistema de los realismos). Yo veo en este concepto vacío de Lukács una grandiosa intuición del Salto, que es anterior a la literatura y pone al escritor en el corazón de lo real. Pero Lukács advierte: no lo consigue cualquier participante en lo real, sino sólo el que se desprende de sus determinaciones históricas y busca y anhela el cambio, lo nuevo. La transformación de lo real, y la de la literatura, deben verse en esta simultaneidad dialéctica.

Y esta es la moraleja: lo nuevo es lo real. O mejor dicho, lo nuevo es la forma que adopta lo real para el artista vivo, mientras vive. Igual que lo nuevo, lo reales lo imposible, lo previo, lo inevitable, y a la vez: lo inalcanzable. El salto del arte no llega nunca a él; ha llegado, parte de él, pero no lo sabe, no puede saberlo ni decirlo. Es el discurso de la lengua incomprensible, misteriosa.

Al menos así es como vemos las cosas nosotros. Quizás en otros tiempos, en otras civilizaciones remotas y felices los artistas llegaron a la realidad, no fueron esas flechas eleáticas en una asíntota definitiva, como lo somos nosotros. Y no por desidia de nuestra parte en la busca de soluciones a este problema; casi no hemos buscado otra cosa. Entre tantas soluciones provisorias y piadosas con las que hemos intentado tranquilizarnos, la mejor, la más eficaz, me parece la de Duchamp. El budismo había propuesto una parecida: en el Mahayana, el Gran Vehículo (que dice lo mismo que Lautreamont: debe ser hecho por todos, no por uno), el Nirvana no es algo que esté esperando como un premio al final de un largo camino de ascetismo y esfuerzo, sino que es el mundo mismo que nos rodea, y sólo hay que asumirlo, firmarlo. Nagarjuna y Duchamp vieron lo real en el mismo lugar. ”Nirvana”, “arte”, son lo que ya está hecho, lo que no puede buscarse porque se ha encontrado. Y si bien es inevitable, se necesita de todos modos una delicada operación que abra las puertas del instante-eternidad.

No es fácil. Me temo que es dificilísimo. Para colmo de males, hoy en día nos hemos enterado además de que lo Real es la roca, la castración, lo definitiva-mente ininteligible. El secreto que nunca averiguaremos porque es el secreto que somos.


Pero al mismo tiempo es facilísimo. Es más que fácil: ya está hecho. Es ininteligible pero nosotros somos lo ininteligible. Hay un tabú elocutorio pero nosotros mismos somos lo que no se dice. Somos reales, somos nuevos. No querría ponerme a dar ejemplos, que es como cambiar de tema en medio de una conversación, pero piensen esto: ¿Qué hay más ininteligible que la nacionalidad? Nadie lo entenderá si no es un compatriota, si no estuvo ahí. Ser argentino es lo definitivamente incomprensible... pero sólo para el otro. Por mi parte, soy argentino. Yo estuve ahí, el día que murió Perón... Di el salto, no sé cuándo, ni cómo, y no importa que me pase la vida preparándome a saltar, dejándolo para mañana, cultivando el miedo, o la literatura. Así termina el sexto canto de Maldoror, la última cara del dado: “Si no me creen, vayan a ver”.
[14 de mayo de 1993]

[Publicado en Boletín/4, Rosario: Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, 1995.]