Anthony Burgess: Lo exóticoMis primeros intentos de escribir ficción obedecieron a un estímulo exótico, y desde entonces me pregunté a menudo si fue correcto. En 1955 vivía en Malasia, trabajando para el Gobierno y, en mi tiempo libre, seguí con lo que por entonces creía que era mi verdadera vocación –la composición musical. Una mañana me desperté para escuchar la llamada del muecín –‘No hay otro Dios que Alá’– y, como a menudo sucede cuando uno se despierta, encontrar los nombres de mis acreedores desfilando en mi cerebro, junto con lo que les debía.

 

La corrupción de lo exótico

 

Por Anthony Burgess

 

Mis primeros intentos de escribir ficción obedecieron a un estímulo exótico, y desde entonces me pregunté a menudo si fue correcto. En 1955 vivía en Malasia, trabajando para el Gobierno y, en mi tiempo libre, seguí con lo que por entonces creía que era mi verdadera vocación –la composición musical. Una mañana me desperté para escuchar la llamada del muecín –‘No hay otro Dios que Alá’– y, como a menudo sucede cuando uno se despierta, encontrar los nombres de mis acreedores desfilando en mi cerebro, junto con lo que les debía. Algo así:

 

La ilaha illa’la

 

Lim Kean Swee $395

 

Chee Sin Hye $120

 

Tan Meng Kwang $250

 

La ilaha illa’la

 

Y así sucesivamente. Aquí había, obviamente, el comienzo de una novela; un hombre tendido en la cama en la madrugada malaya, oyendo la llamada del muecín, preocupado por sus deudas. Así que, de este pequeño collage, comencé a escribir, con sospechosa facilidad, mi primera obra de ficción publicada.

 

El collage fue lo que inició todo; ayudó a establecer un ritmo y además una técnica de yuxtaposición. Encontré una línea de Clough que me gustó: ‘Alá es grande, sin dudas, y la yuxtaposición su profeta’. La yuxtaposición de razas y culturas era el estímulo subterráneo, la cosa que quería ser expresada. En realidad escribí esta novela, y las dos que siguieron, porque quería registrar Malasia. En otras palabras, mi motivo para comenzar a escribir ficción fue un motivo impuro. Uno debería inspirarse siempre por un impulso estético y no por un tema que sea intrínsecamente extraño, fresco, y glamoroso.

 

Es significativo que las novelas que escribí sobre Oriente y África se hayan vendido mucho mejor que cualquier cosa que haya escrito sobre Inglaterra en el pasado, el presente, o en el futuro. La novela de motivo impuro siempre vende mejor –el libro que pretende ser didáctico sobre sexo o violencia pero es realmente pornográfico; el libro que es realmente didáctico cuando pretende ser un mero entretenimiento; el libro que narra algo extraño en vez de hacer algo extraño. Las personas quieren ser conmovidas o instruidas; es raro que quieran esa cosa estática que es el arte.

 

Lo exótico, entonces, es algo peligroso y corruptor para un novelista que escriba sobre ello. Abstraído por su glamur, a menudo pensará que está escribiendo mejor de lo que él es. Si una de las tareas del novelista es glorificar lo trivial, en la novela exótica lo trivial ha sido glorificado a medias para él; gana crédito de la ignorancia de sus lectores. Una novela puede empezar así: ‘Yo estaba tomando una botella de cerveza chata, insípida y sin gas, en un pequeño pub mugriento de Cross Street, Manchester. Afuera la lluvia caía a baldes’. Cualquier novelista que se respete vería esto como un mero borrador; querría incorporarle un poco de extrañeza, infundir ese poco de conmoción que es esencial en el arte. Pero supongamos que la novela comienza así: ‘Yo estaba tomando una botella de samsu en un kedai de Jalan Sultan en Kuala Kangsar. Afuera el sol –o si prefieren, el monzón– golpeaba con rabia’. Cualquier intento de reescribir parecería innecesario; el choque de glamur y extrañeza reside en el tema en sí. Esto es peligroso y corruptor.

 

Uno se pregunta a veces por las novelas ‘exóticas’ de los grandes novelistas establecidos. Mi libro favorito de D. H. Lawrence solía ser Canguro, pero estoy bastante seguro de que me gustaba por las razones equivocadas. Primero, el tour de force. Lawrence parece haber creado todo un continente a partir de unos pocos fragmentos de australiana recogidos en una vista de dos días a Sydney. Uno admira la magia, pero la magia es irrelevante para el libro –el asunto del artista o de su biógrafo. Segundo, la fascinación por la yuxtaposición: cokneys de ojos celestes en un mundo de marsupiales. Así y todo como libro es un lío: mal escrito, lleno de material interpolado de los diarios, la interminable lucha Lawrence-Frieda, una gestación política despachada por avión desde Italia, todo mezclado de cualquier manera. La ubicación lo salva: Australia le hace a Lawrence la mayor parte de su trabajo. La serpiente emplumada resulta similarmente salvada por México y esa epónima Quetzalcóatl. No creo que muchos dudarán de que la mejor novela de Lawrence es Hijos y amantes, donde el escritor, o su demonio, tiene que trabajar duro, infundiendo la magia del mito en lo trivial. Su último trabajo, más débil, se recuesta demasiado en pilares exóticos.

 

Para los escritores menores como yo, la tentación más peligrosa de todas al escribir sobre lo exótico es negociar con la ignorancia del lector y falsificar. Todo lo que uno observa –los obreros tamiles bebiendo ponche, las serpientes entre las hojas de achira, las orquídeas de la jungla– es desconocido para el lector promedio del tipo me quedo en casa. Uno está sacando una foto fiel en su beneficio. No, no una foto; ese es el trabajo del escritor de libros de viaje. Uno está pintando una pintura fiel a todo color. ¿Por qué, si el lector es tan ignorante, no ir una etapa más allá de la reproducción fidedigna, introduciendo colores imaginarios? La etapa siguiente es la introducción de flora y fauna imaginaria y costumbres tribales imaginarias. A veces se vuelve más fácil inventar que copiar. La transfiguración conduce a las mentiras.

 

Vuelvo a esa palabra ‘yuxtaposición’. Uno de los problemas más difíciles que enfrenta el artista en cualquier medio es el problema de presentar la transición. Un personaje es bueno y se vuelve malo; un personaje es ignorante y se convierte en un iluminado. ¿Cuándo se produce el cambio, dónde comienza la línea divisoria? En la vida común es casi imposible indicar el momento de la transformación inicial, y el arte debería, en esta conexión, imitar a la vida. La repentina conversión de san Pablo, cuando ve que ya no podrá ir contra la corriente, es milagrosa o traumática –un síncope, un ataque. Es apta para el drama religioso, pero no para el laico. Dios puede hacer estas cosas, pero el artista no. Pero quien escribe sobre la vida en los trópicos es capaz de producir transformaciones divinas. Pretenderá que los malayos, los chinos o los indios son capaces de repentinos cambios de personalidad. Yuxtapondrá un estado de ‘antes’ y un estado de ‘después’; justificará su reticencia o incompetencia para presentar una transición sutil diciendo, en efecto, que hay una gran brecha entre las psiquis de Oriente y Occidente. Volvemos a los relatos de viaje isabelinos y a los hombres de tres cabezas y un pie grande como una bandeja de té. Alá es grande y la yuxtaposición su profeta.

 

Los rusos, como así también los pueblos del lejano Oriente, son una bendición para el novelista flojo en la transición psicológica. Porque los rusos son bien conocidos por ser todos unos maniacos depresivos –arriba en un momento dado y abajo al minuto siguiente. Es deliciosamente fácil retratar personajes rusos; cuchillos seguidos de besos; borracheras súbitas; súbitas sobriedades; guerra y paz. Pero los serios lectores ingleses de novelistas ingleses que escriben sobre rusos disponen de una vasta literatura rusa con el propósito de verificación. Los rusos no son, vaya, lo suficientemente exóticos. Es mejor quedarse con los pueblos orientales, que han intentado pocos autorretratos. Estos no traicionarán a los novelistas británicos cuya inhabilidad para presentar consistencia en el personaje o probabilidad de motivación, o acción queda blandamente explicada por las mágicas palabras ‘un mundo diferente’; ‘un mundo exótico’.

 

De todas maneras, para el escritor honesto que escribe sobre este mundo, quedan problemas de comunicación concretos. ¿Qué tanto debería explicar, cuánto debería uno dar por hecho, al escribir sobre Malasia o África para una audiencia de hábitos caseros? ¿Debería explicar uno que los sikhs no fuman, que las mujeres chinas se reúnen en sororidades lesbianas, que los malayos consideran que la cabeza es sagrada? No lo creo. Explicar es la tarea del libro de viajes; la tarea del novelista es tomar lo que se le da y usarlo honestamente y sin apología ni sorpresa. Nadie quiere notas al pie en una novela. Pero he sido herido por la incredulidad de los críticos, especialmente cuando registraba una experiencia de hecho o personal en una novela exótica. En mi primer libro, Tiempo para un tigre, hice que mis cuatro personajes principales, uno de ellos una mujer, fueran en un viaje de placer por un país infestado de terroristas comunistas. En el tiempo en que la novela estaba ambientada, uno hacía bastante seguido este tipo de cosas. Quizás era una tontería, pero había que correr el riesgo. Uno iba en una excursión antropológica amateur o iba al cine en un pueblo a cincuenta kilómetros de distancia, y si a uno le disparaban o se encontraba una emboscada con un tronco cruzado en la ruta, era el destino; no se puede vivir para siempre. Algunos críticos dijeron que nadie haría esto, que esta clase de improbabilidad arruinaba la novela. Por otra parte, fui criticado por pretender que los musulmanes toman brandy. Esto, se me dijo, no se hizo nunca. Los reseñadores son buenos para la ignorancia y el conocimiento a medias. También son buenos para confundir lo improbable con lo desaconsejable. Yo mismo soy un reseñador.

 

El tema de todas las novelas es la gente, y cómo afectan a otras personas. La puesta en escena es cuestión de indiferencia, los viajes y la vida en el extranjero me persuaden de que las personas no son muy diferentes unas de otras. Un novelista que ambienta su obra en el extranjero debería, creo, escribir el tipo de novela que –siendo todas las cosas iguales– un novelista nativo de esas tierras pudiera escribir, por lo menos en lo que tiene que ver con el entorno. No debería existir tal cosa como la ‘novela exótica’. Si el contenido de una novela sobre Egipto o Malasia le parece extraño al lector británico, entonces que siga siendo extraña hasta que el lector sea capaz de verificarlo por su cuenta. Una de las tareas del arte es la de congelar las emociones preservándolas hasta el momento en que se las necesite. El impacto de lo exótico, el shock inicial que termina el Juventud de Conrad, no es propiamente una parte de la novela exótica en absoluto, sino de la novela basada en lo local; no entra en este contexto. Uno realmente huele un país extranjero en su primer día en él –por ejemplo Singapur, con sus trapos rejilla húmedos y calientes, el orín de gato y la cúrcuma. El primer día en el extranjero es el último día en casa. Con esto uno puede terminar una novela local o comenzar una novela sobre el reajuste a lo exótico. Pero no podrá escribir Malasia o Pasaje a la India.

 

Cuanto más leo novelas inglesas, que es como decir ‘cuanto más viejo me pongo’, más me convenzo de que la tarea del novelista británico es escribir sobre el aquí y el ahora. Esta no fue siempre mi posición. Solía creer que el área de temas debería ser lo más amplio posible –cubriendo toda la geografía y esos países imaginarios conjurados por las drogas. Uno podría llamar a esto la herejía de la amplitud. Es un truismo decir lo importante es la profundidad, pero tendemos a olvidar lo que significa profundidad. Si, como en los trágicos griegos, el tema es el mito, entonces profundidad significa excavar debajo del mito hasta alcanzar la conciencia individual. Si, como en la mayoría de nosotros, el tema es la conciencia individual, entonces profundidad quiere decir excavar en busca del mito.

 

Aquí puedo aproximarme a un mar profundo –de lo más profundo. ¿Me arriesgo a formular una aseveración general sobre la verdadera función de un novelista como un mero paréntesis? Creo que lo haré. En el siglo diecinueve había pocos alomorfos del arte de la ficción: el drama era trivial hasta que llegó Robertson; presuntos poemas como Aurora Leigh y La princesa eran solo novelas o novelitas en verso prosaico. La novela en sí era el único modo de entrada a los mundos ficticios habitados por gente ficticia. Y los novelistas como Thackeray, Dickens, Bulwer Lytton, cumplían no solo la tarea del novelista sino la del dramaturgo. Es más –eran incluso ensayistas morales, poetas épicos, predicadores. Hoy en día vemos a esas dos clases principales de ficción funcionando lado a lado. Primero está esa ficción inmediata llamada drama –una forma en la que personajes y sucesos se presentan directamente, sin la intermediación de su creador: el autor no se interpone entre nosotros y la historia, comentando, describiendo, juzgando. Después está la novela en sí, en la que esperamos encontrarnos con el autor y sostener el impacto de su personalidad –una personalidad inevitablemente más fuerte que las personalidades que ha creado.

 

Pero las formas de drama más vitales no se hallan hoy en el escenario sino en la pantalla –grande o chica– y son capaces de una plasticidad más grande de la que jamás ha sido posible en cualquier escenario desde 1642. El cine y la televisión han aprendido mucho de la novela; el rápido cambio de escena, el símbolo visual o tangible, el sueño y la fantasía, incluso el monólogo interior y la narración vincular han sido incorporados con comodidad dentro del nuevo drama fluido. Dispositivos que eran el monopolio de los novelistas han sido apropiados y son explotados con destreza por la nueva raza de dramaturgos. ¿Qué le queda por hacer al novelista?

 

La respuesta, yo diría, está en los campos relativos del mito y el lenguaje. Él debe o bien revivir los viejos mitos o crear nuevos. James Joyce martilló viejos mitos en material nuevo, liberándose de ese modo de la necesidad de fabricarse su propia trama, y después usó el mito para explotar el lenguaje. La cuestión sobre el mito es que ya todo el mundo conoce la historia, y por lo tanto el movimiento y el interés propio a una trama de película se transfieren automáticamente a lo que se hace con el mito –y lo que se hace es hecho por medio del lenguaje. El diálogo será menos importante que esos incoados niveles pre articulatorios que solo pueden ser tratados a través del experimento en el lenguaje, y el drama, dependiendo del diálogo, no puede alcanzar aquí. Se pueden lograr nuevos mitos ya sea por fertilización cruzada de viejos mitos o por un acto directo de creación. Pero el mito no debe ser nunca un fin en sí mismo. Me temo que en El señor de las moscas, de William Golding o en Una cabeza cercenada, de Iris Murdoch el contenido sea más importante que la técnica. Ciertamente el contenido ha sido bien fileteado respectivamente en una película de primera clase y una interesante adaptación escénica. Cuidado con una novela que se transfiere demasiado fácilmente a otro medio. Golding parece estar haciendo la verdadera tarea del novelista en Los herederos, donde el lenguaje tiene que sugerir un mundo antes de que existiera el lenguaje. Este trabajo es en sí mismo, como lo es la Novena Sinfonía de Beethoven: ninguna adaptación a otro medio parece posible.

 

A lo que equivale esta pregunta sobre la profundidad, entonces, es qué tan lejos pueden estirarse los recursos del lenguaje para aclarar las fuentes de la motivación humana. No estoy abogando por una literatura limitada solo a lo preconsciente, pero en esas regiones crepusculares de la mente hay por lo menos un campo que las otras formas ficcionales del arte encuentran difícil de alcanzar. En un momento, si no me cuido, el nombre mágico de Jung hará su aparición, y eso debo evitarlo. Nos interesa el arte, no la ciencia, por muy poética que parezca la ciencia de la mente en la obra de Jung y sus seguidores. Y estamos inmediatamente interesados en esta cuestión de la distracción de un tema altamente experimentado. Lo que sea que signifique la profundidad, no puede alcanzarse con mariposas exóticas distrayendo los ojos y el propósito.

 

Lo que realmente trato de decir es que el tema no es tan importante para el arte. Cuanto más banal, trivial, cotidiano, sea el tema de una novela, más está obligado el novelista a esforzarse en su oficio. En efecto, el novelista no puede saber nunca si es capaz de hacer un buen trabajo hasta que haya desnudado el tema de cualquier glamur –ya sea convencional o invertido– que pudiera poseer. Esta puede parecer una visión más bien puritana del arte del novelista, pero no veo por qué las astringencias que nos permiten hallar lo verdadero y lo bueno no deberían aplicarse a la búsqueda de lo bello. Los motivos impuros, ya sea en la ciencia, en la ética, o en el arte, arruinan silenciosamente una civilización.

 

Todo esto suena portentoso, pero todo lo que quiero decir es que tendríamos que tomar la novela seriamente y no atribuirle la emoción o la belleza del tema a la novela en sí. No estoy bregando por una extensión de la moderna novela provinciana la que, lamentablemente, está desarrollando su propio conjunto de convenciones y respuestas prefabricadas indicativas de una preocupación mórbida con el contenido más que con la forma. Más bien estoy sugiriendo que debemos tomar solo lo que se nos da –aquí y ahora– y gastar en ello los recursos de nuestro arte.

 

Desafortunadamente, desde una perspectiva, ‘aquí y ahora’ está empezando a significar ‘el extranjero’ para algunos novelistas. El éxodo a Tánger, Mallorca, Suiza, las islas de Grecia, continúa; la formación de colonias de escritores exiliados, escritores atrapados entre la vida nativa del país y los recuerdos de la vida en su país natal. Estos escritores conocen muy poco del ‘aquí y ahora’ para escribir sobre ello con la autoridad de los escritores nativos; tienen que recaer en el ‘allá y entonces’ –volúmenes de reminiscencias, novelas ambientadas en el pasado reciente, pero llenas de matices y tonalidades sutilmente erróneas, novelas históricas, de suspenso. Uno se pregunta cuanta devoción verdadera hacia su arte muestra un novelista que se autoexilia por cuestiones impositivas, desilusión con la sociedad inglesa, el clima, o en busca de una mayor tolerancia sexual. La tarea del novelista es permanecer aquí y sufrir con el resto de nosotros. Él puede, mediante su arte, aliviar ese sufrimiento.

 

Listener, 26 de septiembre de 1963.