Aldo Manuzio, editor"Aldo fue el primero en imaginar una editorial en términos de forma –entendida esta de diversos modos– y, a su vez, en llevarla a su más alta expresión". Se publican las cartas prologales del humanista e impresor italiano nacido en 1449, considerado el primer editor literario de la historia: De re impressoria. Cartas prologales del primer editor (Ampersand). "Estos prólogos pueden ser leídos como una única larga epístola en la que Manucio explicita su proyecto editorial, a la manera de un diario personal y profesional".

 

Aldo Manuzio, el inventor de la profesión del editor moderno

 

Por Ana Mosqueda

 

Decía Borges en 1925, en Inquisiciones: “La prefación es aquel rato del libro en que el autor es menos autor. Es casi un leyente [...]. La prefación está en la entrada del libro, pero su tiempo es de posdata y es como un descartarse de los pliegos y un decirles adiós”.

 

Excelente síntesis de lo que significa el prefacio para un autor que ha terminado de escribir su obra y escribe desde fuera de ella, como un “leyente”. Pero, en el caso de estas cartas prologales, prefacios, cartas dedicatorias o como queramos llamarlas, el caso es otro. Es el editor, “leyente” de la obra, quien escribe aquí una carta para dedicar su edición al personaje que aprecia o al que le conviene, si bien, según veremos, se trata de un editor “con derechos”. Asimismo, se dirige al lector y le explica el contenido del libro, aunque después de leer a Roger Chartier comprendemos que en realidad todo editor intenta de alguna manera controlar el sentido de los textos mediante una serie de estrategias, en este caso discursivas: motivo de su elección, anticipación del contenido, peculiaridades de la edición, formas en que los textos han sido dispuestos a lo largo del libro (mise en page), señales que se han colocado, como diría De Certeau, para que el lector no se pierda circulando a través de los campos que no ha escrito.

 

Como decía, quien escribe estos prólogos es un editor con ciertos derechos sobre la obra, por varias razones: por haberla rescatado del olvido, por tener familiaridad con el que la escribió –si este vive–, o con el propio texto, tras haberlo estudiado, enseñado y cotejado en todas sus versiones existentes. Por un lado, el editor, que no es otro que Aldo Manucio, se ufana de tener las mejores ediciones de su tiempo, porque ha cotejado los textos que estaban a su disposición y los que ha podido conseguir por parte de colegas y amigos eruditos –dice él mismo que antes de imprimir debía tener para cotejar, como mínimo, tres copias de un texto (Tucídides 1502)–; por otro, asume que el lector sabe tanto o más que él mismo, pues maneja los conocimientos y las destrezas lingüísticas del latín, del griego o del hebreo como para corregir lo que no esté bien o como para agregar lo que ha encontrado en nuevas copias.

 

Aldo confía en que su lector tiene la capacidad de “reescribir el texto”, como dice Tiziana Plebani en la introducción que acompaña este volumen. Asimismo, tiene conciencia de que su época es fundamental en el redescubrimiento de los textos antiguos, y de que él es un actor esencial en esta tarea; pero, a la vez, percibe que aún queda mucho por hacer, y que él no está allí para fijar los textos, sino para enriquecerlos a partir de nuevos descubrimientos y darles su mejor forma. Se podría decir, entonces, que Manucio advierte que el texto no es único, que es perfectible y que el lector también colabora en ese perfeccionamiento porque es quien más estudia, en definitiva, los textos antiguos. No olvidemos que la generación de Aldo tuvo eruditos que leían y escribían a la perfección en las tres lenguas fundamentales de sus ediciones. Profesores que iban de una escuela a la otra de Italia y de Francia, que viajaban para encontrar manuscritos para sus mecenas o para editores, como Aldo, que quisieran imprimirlos. Todos ellos notables estudiosos, que juzgaban la tarea de sus pares y la fidelidad de los libros impresos respecto de las copias existentes.

 

Volviendo a las cartas prologales de Aldo, ¿qué tienen todas ellas en común? Amedeo Quondam habla de un sistema de prefacios que funciona como un dispositivo retórico primario para la construcción del autorretrato de Aldo como un Hércules o un Sísifo que trabaja día y noche en beneficio de la humanidad. Sin embargo, la figuración de sí mismo en los prólogos es, según mi criterio, bastante más rica que la de un esforzado héroe clásico: si bien es cierto que Aldo manifiesta cada vez que puede su cansancio ante las agotadoras labores de la edición, por las que no tiene tiempo ni para sonarse la nariz, como él mismo dice (Láscaris 1512), los prólogos difieren entre sí; no solo en cuanto a extensión –los hay de pocas líneas y de muchas páginas–, sino en cuanto a su propósito y organización interna.

 

Agregar una carta prologal no era una innovación: autores, traductores y libreros-editores presentaban sus libros a los príncipes a través de una imagen en el frontispicio o con versos dedicatorios. Poco tiempo antes que Manucio, Giovanni Andrea Bussi utilizaba los prefacios para responder a las críticas y defenderse del ataque de sus enemigos. Desde una perspectiva muy distinta, a través de cartas privadas y públicas, Aldo crea una red humanista de amigos, mediadores, colaboradores y protectores, y para todos ellos escribe sus prólogos; al decir de Vincenzo Fera, en las obras de Aldo “los segmentos destinados a los dedicatarios y a los lectores no son autónomos, sino que forman una cadena sin interrupción, en la que cada eslabón tiene la función de explicar y de precisar el proyecto”. Es decir que los prólogos tienen un carácter programático, de hacer públicos sus propósitos como editor. Por otro lado, dentro de ese entramado intelectual que rodea a los impresores venecianos, Aldo busca la comprensión y la complicidad del lector, su más asiduo destinatario, al que le gusta dirigirse en singular y plural: lectori, ad lectorem (‘al lector’), studiosis (‘a los estudiosos’), adolescentibus (‘a los jóvenes’).

 

En un aspecto más general, como refiere Roberto Calasso, Aldo fue el primero en imaginar una editorial en términos de forma –entendida esta de diversos modos– y, a su vez, en llevarla a su más alta expresión. En primer lugar, la forma es decisiva en la elección y en la secuencia de los títulos que se publican. Pero la forma también tiene que ver con los textos que acompañan al libro, lo que Gérard Genette llamó “peritexto editorial”, que incluye aún más: la portada, el diseño gráfico, la puesta en página, los caracteres y el papel. Según Calasso, las cartas o epistulae dedicatoriae de Aldo son las precursoras “no solo de todas las introducciones modernas, prefacios y epílogos, sino también de todos los textos de cubiertas, de presentación a los libreros y de la publicidad actuales”. De la misma manera que para Fera los prólogos podían verse como una misma serie sin interrupción, Calasso considera que los escritos de Aldo son un indicio del hecho de que cada uno de los libros de un determinado editor podrían percibirse como “eslabón de una misma cadena, o segmento de una serpiente de libros, o fragmento de un solo libro compuesto de todos los libros publicados por ese editor”. Y hasta se podría agregar que estos prólogos pueden ser leídos como una única larga epístola en la que Manucio explicita su proyecto editorial, a la manera de un diario personal y profesional. En razón de haber sido consecuente con un “preciso y coherente programa cultural, el de recuperar y poner a disposición la filosofía griega y todos los instrumentos lingüísticos que pudieran servir para disfrutarla a pleno: gramáticas, diccionarios, textos literarios para ejercitación, etc.”, Mario Infelise considera a Manucio el “inventor de la profesión del editor moderno”, como manifiesta el título elegido para este prefacio.

 

Entre sus muchas innovaciones, es posible agregar que con Manucio “la estética de la página comenzó a pensarse por su valor artístico y por su legilibilidad”, y que con el formato de bolsillo (enchiridium) Aldo instaura nuevos modos de lectura, ya no mediada por el aparato crítico, y practicable en circunstancias antes impensables, como viajes y paseos. Además, por considerar el libro como instrumento y objeto, creó nuevos dispositivos para la lectura: signos de puntuación, número de páginas, índices, etcétera. Algunos de ellos ya existían, ciertamente, pero nadie antes de Aldo los “aplicó y experimentó con igual sistematicidad en el libro impreso”.

 

Pero más allá de estas novedades, y de las apreciaciones que aportan sobre Manucio destacados estudiosos, me gustaría centrarme en algunos aspectos de Aldo como editor avant la lettre que se reflejan en sus cartas prologales. Por empezar, el hecho de reflexionar sobre sus tareas es raro entre los profesionales de la edición, incluso en nuestra época: como podemos ver por memorias, diarios y otros escritos autobiográficos, son solo aquellos más conocidos los que han podido o han querido hacer un racconto de sus experiencias para la posteridad. Recién hace pocos años, gracias a la tarea de los investigadores y al redescubrimiento de los archivos, numerosa correspondencia y papeles personales de los editores han salido a la luz. En la época contemporánea, la tarea del editor ha estado casi siempre oculta, un poco por no opacar a los autores, otro poco por carecer de vanidad e incluso por desidia de los propios editores, en todo momento ocupados por un nuevo libro; pero también, hay que decirlo, por el desvalorizado lugar que invariablemente han tenido las labores editoriales. A diferencia de esta invisibilización, consciente o no, del rol del editor en la publicación de un libro, los prólogos de Aldo surgen luminosos para mostrar un camino, para fundar un hacer y una forma de vida. Y no solo eso, ellos son también fundantes de una representación del editor que llega hasta nuestros días, la de aquel atareado trabajador que no descansa de día ni de noche, que no quiere ser interrumpido por nada del mundo exterior, que no se da por vencido hasta lograr publicar la obra de la manera en que la ha soñado. Por otro lado, también pueden verse en los prólogos de Aldo algunos matices estereotipados de autocompasión, propios de la retórica epistolar, como la de ofrecer su vida en beneficio de la humanidad (Láscaris 1495; Crastone 1497, entre otros) o de exagerada gratitud a los que lo apoyan (Pólux 1502; Láscaris 1495). También son lugares comunes las quejas por la envidia de otros editores (Tesoro 1496; Crastone 1497; Tucídides 1502) o por los errores de los impresores (Láscaris 1495) –su crítica alcanza a los célebres Sweynheym y Pannartz (Besarión 1503), cuya fama les había abierto el camino a Roma desde Subiaco– y los agradecimientos a colaboradores, como Janus Láscaris y Marco Musuro (Sófocles 1502), a Pietro Bembo y a Angelo Gabriele (Láscaris 1495). Pero es importante detenernos en otras declaraciones de Aldo, sobre aspectos estrictamente editoriales. Allí es donde demuestra su verdadera originalidad y donde establece los fundamentos del oficio. Las cuestiones económicas no se ocultan, por ejemplo, sino que se ponen de manifiesto ante los lectores, al decir que los impresores necesitan dinero (Musuro 1495; Crastone 1497); son referidas especialmente ante los dedicatarios, con el habitual pedido de auxilio, que será retribuido con el propio libro (Pólux 1502; Esteban de Bizancio 1502). Sin embargo, no es el dinero el único inconveniente que debe superar el editor; las lamentaciones por la falta de tiempo para corregir y por la falta de ayuda de los operarios, considerados enemigos del editor (Perotti 1499), son recurrentes. En algunos casos, la falta de tiempo lleva a Manucio a publicar la obra sin llegar a su forma “perfecta”, como en el caso de Sófocles (1502), en cuyo prólogo se lamenta de no haber podido restituir a su lugar las líneas mal distribuidas, sobre todo las correspondientes a los coros.

 

Dice Ann Blair que la cultura humanística estaba empapada de las prácticas de corrección. La meta de los humanistas era la de restaurar los textos antiguos, corruptos por la transmisión a través de los siglos, a su pureza original. Sin embargo, ese objetivo se cumplió solo en parte, ya que las sucesivas impresiones (aun las de la misma imprenta) incrementaron las fuentes de error entre el manuscrito y el libro impreso, y asimismo los errores se difundieron rápidamente por la mayor circulación de los libros. De todos modos, hubo una “cultura de la corrección” en el Renacimiento europeo, como titula su obra Anthony Grafton, y Aldo es testigo y protagonista de esa cultura. Su búsqueda de perfección lo lleva al extremo de no estar nunca conforme con sus publicaciones (Platón 1513), pero a la vez considerar que tal “elegancia y esplendor originales” (Teócrito 1496) llegarán con el tiempo, a través de sus correcciones y las de los lectores que a su vez lean, modifiquen y agreguen lo que juzguen conveniente a partir de nuevas copias (Aristóteles 1497), buscadas largo tiempo y halladas en una Europa que funciona como una enorme red del conocimiento y del saber. Con ese propósito, Manucio deja espacio para que los lectores inserten el texto faltante (Esteban de Bizancio 1502), utiliza asteriscos para marcar pasajes oscuros, fragmentados y corruptos, y óbelos para indicar lo que le pareció superfluo (en el sentido de reiterativo y, por lo tanto, no auténtico) (Tesoro 1496). Su confianza en el lector llega al punto de omitir errores en la lista de erratas de forma deliberada para que estos sean corregidos por quienes lean sus libros (Perotti 1499).

 

Volviendo al principio, y a Borges, podríamos decir que Aldo se sintió con derecho de prologar los escritos de otros porque se consideraba coautor de las obras que imprimía, al ser capaz de traer “a la vida del mundo de los muertos [...] a aquellos autores requeridos con máximo afán” (Escritores de astronomía 1499). (¡Cuánto nos recuerda esta frase de Manucio a aquella de “escuchar a los muertos con los ojos” que tomó Chartier de Quevedo!). Continúa Aldo: “¿por qué yo mismo no puedo, en nombre de un famosísimo e insigne personaje, publicar esos libros, que después de haber yacido sucios y despedazados tantos siglos, reviven por mis supremos esfuerzos? Por lo tanto, me parece que hacerlo es mi derecho”. Y para que no queden dudas al respecto, poco antes de su muerte, le dice a Sannazaro (1514):

 

En efecto, no debemos enviar como regalo cosas de otros, especialmente al propio dueño. Sin embargo yo mismo, haciendo esto, me parece que en cierto modo estoy en mi derecho de reclamarlo como mío. Pues aunque tú en otro tiempo hayas compuesto con erudición y elegancia la Arcadia, no solamente en prosa sino en ritmos toscanos, y que sea tuya, como lo es, no obstante no sé de qué modo, así editada, se ha hecho también mía. En consecuencia, lo que es mío en este libro, te lo regalo y te lo dedico.

 

Para finalizar estos párrafos, quisiera incluir otra cita de Manucio (Cicerón 1514), que demuestra que el editor no estaba exento de un agudo sentido del humor:

 

Pero yo tengo dos cosas, además de cientos de otras que obstaculizan nuestros estudios con su continua interrupción: esto es, las numerosas cartas de los eruditos que me envían desde todos lados, a las que, si debiera responder, consumiría todos los días y sus noches en escribir cartas; y los que vienen a nuestro taller, en parte para saludar, en parte para escudriñar si se está haciendo algo nuevo, en parte, la mayor parte, por no tener nada que hacer. Entonces dicen: “Vamos a casa de Aldo”. Y vienen en multitud y se sientan boquiabiertos, “como piojos que no dejan la piel si no están llenos de sangre”. No hablo de aquellos que vienen a recitar un poema; otros, algo en prosa que desean que sea impreso con nuestros tipos y publicados, la mayoría escritos de forma ruda y sin revisión, porque el trabajo y el tiempo del pulido los hace sufrir; y no advierten que el poema debe ser examinado, que no se corrige sin muchos días y muchas borraduras, y que no se llega a la perfección si no se revisa diez veces completamente.

 

Finalmente comencé a liberarme de estos molestos “disturbadores”. Pues a los que me escriben o no les respondo, cuando lo que se escribe no interesa demasiado, o si interesa, respondo lacónicamente. Y esto lo hago no por soberbia ni por desprecio, sino porque lo que tengo de ocio lo gasto en publicar buenos libros; ruego que nadie lo considere gravoso o interprete de otra manera lo que yo hago. A aquellos que vienen a nuestra casa para saludar o por otra causa, para que de aquí en más no continúen siendo molestos ni los inoportunos interrumpan nuestros trabajos e investigaciones, hicimos para advertirles una inscripción que se puede ver casi como un edicto sobre la puerta de nuestro cuarto, con estas palabras:

 

Quienquiera que seas, Aldo te ruega una y otra vez que si quieres algo de él lo digas en pocas palabras, y que luego de hacerlo te vayas –a menos que hayas venido como Hércules, una vez que Atlas estuvo exhausto, para poner los hombros–. Pues siempre habrá algo que tú y cuantos traen sus pies hasta aquí puedan hacer.

 

 Notas

 

1 Jorge Luis Borges, Inquisiciones (Buenos Aires, Seix Barral, 1994 [1925]), p. 7

 

2 Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer (México, Universidad Iberoamericana, 1996), p. 187.

 

3 Amedeo Quondam, “Sisifo ed Ercole in tipografia. La missione di Aldo”, en Tiziana Plebani (ed.), Aldo al lettore. Viaggio intorno al mondo del libro e della stampa in ocassione del V Centenario della morte di Aldo Manuzio (Milán, Unicopli, 2016), pp. 17-54.

 

4  Roger Chartier, Forms and meanings. Texts, performances and audiences from codex to computer (Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1995), p. 34.

 

5  María Gioia Tavoni, Circunnavegar el texto. Los índices en la Edad Moderna (Gijón, Trea, 2020), p. 39.

 

6  Vincenzo Fera, “Aldo ai suoi lettori. Le ‘Prefazioni’ tra progettualità e utopia”, en Plebani (ed.), Aldo al lettore, op. cit., pp. 111-132; aquí, pp. 122-123.

 

7 Roberto Calasso, La marca del editor (Buenos Aires, Anagrama, 2015), pp. 85-86.

 

8 Gérard Genette, Umbrales (México, Siglo XXI, 2001 [1987]), p. 19 y ss.

 

9 Calasso, La marca del editor, op. cit., p. 86.

 

10  Idem, y mismo concepto en p. 101.

 

11  Mario Infelise, “Aldo Manuzio tra storia e bibliofilia”, en Aldo Manuzio: La costruzione del mito (Venecia, Marsilio, 2016).

 

12 Amaranth Borsuk, El libro expandido (Buenos Aires, Ampersand, 2020), p. 110.

 

13  Giancarlo Petrella, “L’eredità di Aldo. Cultura, affari e collezionismo all’insegna dell’Ancora”, en Gianluca Montinaro (ed.), Aldo Manuzio e la nascita dell’editoria (Florencia, Olschki, 2019), p. 22.

 

14  Infelise, “Aldo Manuzio tra storia e bibliofilia”, op. cit., p. 9.

 

15  Carlo Vecce, “Aldo e l’invenzione dell’indice”, en David S. Zeidberg (ed.), Aldus Manutius and Renaissance Culture. Essays in Memory of Franklin D. Murphy (Florencia, Olschki, 1998), p. 109.

 

16  Ann Blair, “Errata lists and the Reader as Corrector”, en Sabrina Alcorn Baron et al. (eds.), Agent of Change. Print Culture Studies after Elizabeth L. Eisenstein (Amherst-Boston, University of Massachusetts Press, 2007), p. 24.

 

17  Anthony Grafton, La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo (Buenos Aires, Ampersand, 2014).

 

18 Roger Chartier, Escuchar a los muertos con los ojos. Lección inaugural en el Collège de France (Buenos Aires, Katz, 2008).