Detalle de la portada de Polvo eresHay un tono elegiaco en todo el libro, de remembranza y al mismo tiempo de luz radiante que se busca y se recuerda. Un libro emocionante y dulce, desesperado y lleno de esperanza y de brío. Uno de esos poemarios que te retuercen las tripas y te hacen sudar. La búsqueda consciente por parte del poeta de una distancia fría y calculada, que a veces ronda el cinismo y que al tiempo se hace tierna, doliente, una especie de canto del urogallo, escondido entre las matas, ante la presencia certera del cazador. Hay por eso algo de despedida, de premonición fatídica, pero calmada, como en ese rotundo poema titulado El fuego al amanecer, con el que se cierran las Cartas al mar, en esa última estrofa, que nos golpea como un dardo:

Las aguas bañarán mi cuerpo
y no podréis alcanzarme.
Sin prisa daréis
buena cuenta de mis restos.


Por Lourdes Ortiz

Una piensa al leerlo despacio en Shelley, como si la imagen que brota trajera el rumor de las olas, su espuma acariciando el cuerpo.

Y señalaré un rumbo
a lo lejos
-y sin fotógrafos-
mi nuevo hogar


Como nos habían advertido los versos inmediatamente anteriores.
Pero no es un libro del desaliento. Es todo un recorrido, desde la luminosidad evocadora de esos primeros versos dedicados a Omar, que se funde con el mar y con amar, esos tres puntales que van a traspasar el libro de un extremo al otro. La búsqueda incansable del amor, el cuerpo joven, gozoso que se entrega, el vagabundo, el hombre errante, como aquel holandés que apenas para en puerto, y al mismo tiempo el mar en calma de ese mediterráneo que es cuna y puede llegar a ser féretro, lugar del supremo y  tal vez merecido descanso.
La muerte está presente desde la primera página, pero también la vida. Porque el libro es un canto a la vida y al goce, al descubrimiento. La constancia de que, a pesar de los pesares, todo mereció la pena. Un camino de espinas. Y la noche como encuentro y refugio, como verdad.

La noche establecía fronteras invisibles
que un grupo de valientes
reconocía con coraje, porque cruzarlas
costaba el resto de la vida.


La noche, donde, como dice el poema

Allí vivían libres de definiciones
Y de nombres, olvidada la neurosis
De  adjetivos y de adverbios; sólo verbos
Sólo la acción de la carne.

Eso que queda al final, cuando ya se han perdido, con el paso del tiempo, la máscara y la ironía y sólo

queda el resto, el cuerpo,
el misterio invisible,
el faro negro, una corriente
subterránea, una fuente
sin sed, un regalo
sin destinatario


Como nos canta en ese otro poema, Los primeros novios, con un regusto amargo ya en los labios y en el alma, pero sin rencor.

Sin amo, ni patria, como titula a otro de los poemas, en el que con la fuerza del convencimiento el poeta se define y lanza un desafío

Qué le importa al amo o al esclavo
si soy libre y juego
con quien y cómo quiero. Qué le importa
al colgado y al soberbio lo que siento
cuando llega un olor o el recuerdo de su piel
en primavera. Si soy libre y viejo, como el aroma
del deseo, el viajero, como el viento.


Él, el poeta, el hombre, se sabe miembro de una Tribu sagrada, “la de los niños soñadores, de ojos grandes y mirada inquieta”, esa tribu que nos dice al final del poema de ritos invisibles que respeta tres  principios:

Los hechos, el amor y los hechos del amor
la naturaleza, el amor y la naturaleza del amor
los actos, el amor y los actos del amor.


O como sus versos nos dicen al final de otro poema:

Ser quién amé es lo que más
podría amar a estas alturas.

Y siempre hay posibilidades de renacimiento, porque el amor, como nos cuenta en Marko de luxe revive

A los que se atreven
a mirarlo de frente.

Hay mucha intensidad, mucha entrega en estos poemas descarnados, donde la carne aparece a cada a instante reclamando su apuesta, cuando el tiempo ha pasado y la nostalgia, convertida en palabras rellena huecos, se hace densa, engañosa, a veces amable y a veces simplemente reivindicativa.
Luis Cremades nos da un libro hecho con su cuerpo y con su sangre, con su alma también, un alma noble y cándida, que destila el júbilo por lo vivido como entrega y al mismo tiempo deja aflorar la añoranza por lo que se escapa, lo que ya sólo puede recuperarse como cuentos, relatos que uno se hace a sí mismo en medio del desierto, en ese canto reiterado a la noche silenciosa y llena de sorpresas, de cuerpos mudos, de encuentros furtivos, de despertares con ojeras y despedidas. Pero también de abrazos, de fulgores, de reverencia ante el deseo que tiene sus reglas y da fruto, cuando se le complace.
Pero también es un libro duro, descreído, en el que sólo el amor redime y deja huecos que es difícil rellenar, cuando se hurta o se escapa. No es un libro, sin embargo, terminal, aunque a veces el poeta juegue en esa cuerda del adiós, como un funambulista, que contempla desde lo alto la tierra y un mundo que hormiguea a sus pies, antes de dar el salto. La carga del tiempo, del dolor, de la pérdida que compiten con la euforia de lo ya gozado, convertido el poeta en maestro, al que sólo le quedan las palabras con la esperanza de que alguna de ellas fructifique en el otro

Se quede contigo -nos dice-
Y no consigas
Distinguirla de ti.

Pero queda la inquietud, la duda, el miedo a que nadie recoja la antorcha y las palabras se borren, porque

Ahora que los cuerpos deslumbran
sin habla…


¿Quién escuchará un dolor de siglos?
¿quién se apartará en busca
de otra fiesta que no sea fiesta?
¿quién recordará los momentos
del misterio, la seducción,
de la penumbra y las puertas entreabiertas?
¿Quién hará el retrato de lo que queda 
por decir? ¿Quién será el hermano,
el cómplice, el hechicero…? ¿Quién
nos dará consuelo?


Un muchacho que contempla las estrellas, conducido de la mano por un nuevo Virgilio, Leopoldo Alas, en ese hermoso poema que dedica a su hermana Estela. Leopoldo el amigo que ya no está, pero que nunca se ha ido del todo, y que le conduce

A un horizonte, detrás del horizonte
donde no quedan monstruos, ni centauros
ni revistas, ni poemas, ni poetas
sólo un jardín infinito, infinitas
estrellas que un solo muchacho
cuenta hasta que despierta
Y con la luz del día me dices: “¿Ves?
Estoy contigo”
.

Y del mismo modo que Leopoldo está también hoy entre nosotros, conjurado por Luis, todos los que hoy asistimos a este acto, amigos cercanos del poeta, cómplices, tributarios de su enseñanza de vida, de su entrega, de sus poemas y de su saber hacer,  de sus luchas, siempre generoso, siempre atento, niño grande que ha crecido sin perder un ápice de esa inocencia primigenia, a pesar de los años, el miedo, las penumbras y los muchos avatares de un recorrido lleno de riesgos y de desafíos y que afirma en el poema como conclusión reparadora:

Y, sin embargo, en este teatro
he encontrado lo que es mío,
con la natural delicadeza
del aprendiz que llega a maestro
hasta encontrar de nuevo
la perfección de mi cuerpo
.

Porque en medio del laberinto en ruinas el poeta reconciliado con el mundo y las cosas nos dice, como si quisiera devolvernos la calma:

A los años y a la aventura debo
esta  mirada nueva,
esta canción triste
que me devuelve a casa,
a la orilla al fin desierta
donde daré un último paseo
bajo el sol.


Paseo al que hoy con el vino y los muchos amigos le acompañamos, dándole las gracias por este hermoso y desgarrado libro que es su regalo.

 

 

Este texto fue escrito por Lourdes Ortiz para la presentación del libro en Función Lenguaje, el pasado martes 30 de octubre de 2012.


 


Ficha:

Polvo eres
Luis Cremades
Editorial Egales / Desatada
Madrid, 2012

98  páginas