Esta novela de Natalia Ginzburg es una prueba más de que la literatura italiana sigue “dominando” el territorio de la narrativa y la poesía política. Las palabras de la noche es un libro que está claramente emparentado con obras memorables como Mamma Roma de Pier Paolo Pasolini, Il conformista de Alberto Moravia, Cristo si è fermato a Eboli de Carlo Levi y Un eroe del nostro tempo de Vasco Pratolini.
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Por Luis Gusmán
Es, como allí, la fiebre del miedo la que se expande como peste; la produce —y la novela nos pone ante esa dramática evidencia— la llegada del fascismo. El otro miedo —tan actual, tan contemporáneo— es la resignación, que adviene al creer que “de todos modos todo se irá a pique con la guerra”.
En el relato de Ginzburg aparecen dos personajes casi paradigmáticos: el patrón de la fábrica (el viejo Ballota) y Purillo, que “es como la mosca verde [que] solo se posa donde hay mierda”. La acción se desencadena a partir de una primera constatación: la de que, con el fascismo, Purillo se ha hecho previsiblemente fascista. Una noche en que se desata una persecución que se retroalimenta con la fiebre del miedo, Purillo lo busca a Ballota para advertirlo de que escape porque los fascistas lo están buscando. Ninguno de los dos se cae en gracia. No se tragan. Pero ese rechazo mutuo es previo a la emergencia del fascismo y a la fiebre del miedo que fija la escena. Bellota hace explícito su recazo y, casi como respondiendo al mandato ancestral del amo, Purillo acepta sin responder la afrenta del dueño de esa fábrica de tejido que hace que “todo a su alrededor huela a podrido”.
Los hechos se suceden vertiginosamente. Ballota queda viudo; Purillo, perseguido por fascistas y partisanos, huye a Suiza. La guerra termina con la liberación. Los alemanes han robado todas las máquinas de la fábrica (luego sabremos que los norteamericanos las repondrán para que el sistema vuelva a su estado inicial). Pero la imagen centralizada por el relato de Ginzburg es la de Ballota al encontrarse con su antiguo feudo en ruinas.
Todo eso en la primera veintena de páginas de la novela. Es como si ahí, justamente ahí, comenzara otra novela. De los actos se pasa a los discursos, y los que se imponen son los que celebran la liberación. Nos enteramos así que los fascistas han matado a un tal Nebbia (que no era socialista sino “comunista”) la misma noche en que muere —de repente— el viejo Ballota. Es claro que hemos pasado, casi sin transición, de la amenaza del fascismo (y el nazismo) al fantasma del comunismo. En ese contexto emerge un personaje (Raffaella), que abandona el Partido Comunista para afiliarse al de los “comunistas disidentes”. Y aparece también, como un reflejo invertido, otro personaje femenino: el de una traductora de inglés, que se casa con un militar norteamericano y se va a vivir con él a Johannesburgo.
Pero lo que es preciso marcar es que, de golpe, esta novela, publicada originalmente en 1961 (y ahora reeditada por Pre-textos), otro personaje femenino, el de una lectora cruzada, introduce el cine en una película enigmáticamente titulada Tinieblas de fuego. Ahí están él, Yul Brynner (“Ese que no tiene pelo”), representando a un ingeniero ciego; y está también ella, una bella mujer de la calle, chantajeada por un banquero miserable que se enamora de ella. En este punto, estamos ya en una Italia que conocemos bien. Como luego Manuel Puig en El beso de la mujer araña, Ginzburg nos cuenta toda la película. Más que una película, un folletín que por momentos roza el kitsch sentimental. Si hasta hay un ciego…. Casi un tango italiano.
Las palabras de la noche es una novela a lo Puig pero antes que Puig; aunque esté escrita en un registro que no me atrevería a llamar “realista”. El mundo creado por Ginzburg en esta particular novela está también —como los de Puig— cargado de chismes y el lector lo puede captar en este irónico diálogo, que vale la pena citar completo:
—Gigi es tan bueno, tan bueno. Le trae siempre algún regalo, de París, de Londres. De París un bolso de cocodrilo, precioso.
—¿Y de Londres? —pregunta mi madre.
—De Londres un servicio de plata. La tetera, el azucarero, la jarrita de la leche, tres piezas.
—Precioso —dice mi madre.
—Estilo georgiano puro, auténtico —dice la señora Bottiglia.
—¿Georgiano? ¿De Georgia?
—Pero qué Georgia. Georgiano, de Jorge —explica la señora Bottiglia.
—¿Qué Jorge?
—Un rey.
Cada lectura confina un libro a una época. Posiblemente alguna vez redujimos la literatura italiana, antes del Pasolini poeta, del Calvino inventor de historias fantásticas, de la irrupción de Camillo Gada con El zafarrancho aquel en la via Merulana, del Coloquio en Sicilia de Elio Victorini, o poetas como Montale, o Ungaretti, a un dominio que, entre nosotros, ejerció Pavese, fundamentalmente con su Oficio de vivir. Y de la lectura política de la cultura, a los apuntes tomados por el encarcelado Gramsci. Bastaría leer en esa clave Los diarios de Emilio Renzi para notar que esa lógica reductiva es muy difícil de evitar.
Es posible que nuestra generación —hablo en tercera persona, pero siempre en mi nombre— no “transmitió” la literatura italiana como lo hizo con la francesa y con la norteamericana. La historia de la literatura está hecha de esas oscuridades y de esos resplandores. Creo que, desde 1970, cuando Piglia y Rest confabularon para publicar Querido Miguel en la colección blanca de la editorial Fausto, cada libro de Natalia Ginzburg nos hace escuchar otras palabras en la noche.