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Por Javier Almodóvar

Debió ser un clérigo malintencionado quien inventó la falaz expresión del “deseo animal”, con el fin, sin duda, de rebajarlo de categoría, y mitigar así el poder del rival más grande al que tiene que enfrentarse toda religión -un clérigo, quizás, como el tío jesuita del protagonista, que censura en otros lo que es habitual en él-. Pero el deseo no puede ser animal -el impulso sí, el deseo nunca-, porque el deseo es más sutil, elaborado y poderoso que cualquier impulso, porque cuando aspira a lo inalcanzable, lo abarca todo y hace uso de todo -de nuestro organismo y de nuestra mente, de los objetos, del lenguaje y de lo indecible-. Por eso es definitivamente humano.

George Gurdjieff decía que hay tres caminos tradicionales para llegar a desarrollar los poderes latentes del hombre: el camino del fakir, el del monje y el del yogi, cada uno de los cuales requiere que el candidato abandone el mundo para poder transitar por el sendero luminoso. Esos tres caminos no son sino los de la aniquilación del deseo como forma de superar tanto la alegría como el dolor. Por oposición, Ferrero elije adentrarse en el sendero oscuro que desciende a los infiernos. Balada de las noches bravas relata la vida de un grupo de jóvenes nacidos en la España de los años cincuenta, desde su infancia hasta el final de la juventud, y sus viajes, tanto geográficos como psicológicos, en los que cada uno es a la vez un explorador y un fugitivo. Dos escenas representan los extremos entre los que habrán de moverse: el banquete platónico inicial donde, animados por el vino, los adolescentes hablan alegres y despreocupados de un amor que desconocen, y el ágape fúnebre final, en el que se entregan a la orgía en una habitación en la que una liga roja cubre los ojos de la estatua de Minerva –simpática manera de señalar que no hay sabiduría posible cuando el deseo se impone-. Pero la novela es sobre todo la historia de un amor llevado al extremo, despojado de todo límite, un amor que conduce a la locura, pero también a la claridad, como si una fuese condición de la otra. Un amor donde los enamorados a veces se maltratan hasta la destrucción, y otras experimentan una unidad que los supera y trasciende, que los deja atrás –la persona amada es a veces un extraño, y otras indistinguible de uno mismo, la comunión de la sangre y de la mente-. En este sentido, la figura del jesuita representa la incapacidad de llevar el deseo más allá del simple desahogo -lo que supone, irónicamente, una forma de contención-. Sin embargo el opuesto absoluto a Ciro es Isaac Morengo, el cartero que intercepta y reescribe cartas. Incapaz de experimentar su propio deseo, se empeña en escribir, de manera literal, la vida de los otros, delirio máximo del escritor: “gracias a mi oficio, entro en los corazones, y hasta puedo modificarlos”. Es, a pesar de su incapacidad de vivir la vida, el que más y mejor comprende a los otros.

Es posible que en la vida no haya tres tiempos, sino solo dos, entrelazados de manera inseparable: el tiempo de la experiencia, y el tiempo de la memoria –puede que exista un tercero, el de la rutina, pero este es, casi por definición, la ausencia de tiempo-. Si en Las experiencias del deseo -premio Anagrama de ensayo 2009-, Ferrero trataba el asunto desde la distancia del ensayo, en Balada de las noches bravas, se adentra -o se sumerge- en esas experiencias desde la memoria de lo vivido. Ferrero parece sugerir que esa oscuridad, ese descenso a los infiernos, es también un sendero luminoso, que también la devastación -y no solo la trascendencia mística- es un camino que trae algo de luz a nuestras vidas. Y si el tiempo de la vida es el de la experiencia, el tiempo de la escritura es el del intento de alcanzar algún tipo de comprensión. Ciro repasa su vida desde el deseo propio de la memoria: el de buscar un sentido a lo vivido. Todos y cada uno de los capítulos están titulados con un interrogante, como si las preguntas fuesen lo más cerca que podemos estar de una explicación, de un relato de vida –es posible incluso, como sucede en el último capítulo, que ni siquiera sea posible formular la pregunta-. En el relato se percibe el esfuerzo permanente de la memoria por reinterpretar la vida para acomodarla a cada nueva experiencia -“me pregunté cuantos sujetos diferentes habían ido habitando mi cuerpo desde aquellos días tan lejanos en la región de las lagunas”-. Intento fútil, como parece dar a entender el propio Ciro cuando habla del amor: “saben que la transparencia es una ilusión, y que el amor es una sucesión de preguntas mal formuladas y respuestas mal entendidas”.

La novela se desarrolla necesariamente en el espacio radical del abismo, mental y físico, desde la casa donde viven Ciro y Beatriz niños –la “casa de los precipicios”-, hasta el sobrecogedor paisaje de las escalinatas de Taishan, con sus siete mil escalones que conducen a la Puerta del Cielo. También la palabra remite al mismo lugar cuando habla de “arrojarse a los brazos del amado”. El abismo, aquí, no debe entenderse como la frontera entre la existencia y el vacío, sino como la condición necesaria de algunas experiencias que permiten superar lo conocido, lo concebible incluso. Quizás sea esta la manera de entender las enigmáticas palabras del poeta Valente: “¿Os dan miedo las alturas? ¿Creéis que el desbordamiento de la angustia tiene algo que ver con arrojarse de lo alto de un rascacielos? No, no… el desbordamiento de la angustia es superarla en sus límites naturales y dejarla atrás… Ahora lo único que habéis experimentado es el horror al vacío”. O la igualmente enigmática inscripción en Taishan: “Supera lo concebible”.

Toda la novela está teñida de la luz crepuscular de un mundo que se acaba, del aire sofocante de la habitación de un moribundo, de escenarios fantasmales, y a la vez mágicos: por un lado el ocaso del París de las vanguardias y de los intelectuales, que vela su propio cadáver en la muerte de sus dioses -Foucault, Barthes, Deleuze, Althusser, Lacan…-, pero también Pekín y su Ciudad Prohibida, tomada por los comunistas de Mao. Una luz gris, sombría y melancólica que todos los escenarios de la novela -París, pero también la Navarra rural, Pamplona, Ginebra, San Sebastián, Normandía…- arrojan sobre los personajes, para los que el mundo que agoniza es el de su propia juventud –“la muerte de la inmortalidad”, en palabras del narrador-. Toda esta oscuridad confiere una ternura singular a las palabras de Althusser, quien encerrado en un psiquiátrico por matar a su esposa, exhorta a Ciro: “Porque la luz es un don. […] Lo más vertiginoso de la vida es que nada se repite y que todo es como un viaje hacia no se sabe qué luces y hacia no se sabe qué tinieblas, y lo más emocionante de existir es que nada es como fue y nada es como será… Márchate inmediatamente de aquí… -rugió-. Juraría que aún no mereces el infierno”.

Hay en la novela mucho de autobiográfico. Quizás el abordaje de la vida propia desde la ficción permita, paradójicamente, un acercamiento más vivo y más sincero que otras fórmulas. Sorprende al lector la distancia con la que el narrador aborda los aspectos más conflictivos de la vida de sus padres, las infidelidades, las traiciones y el deseo desbordado, sin que se perciba juicio alguno: “más que matarme a mí o matar a mi madre, mi padre quería matarse a sí mismo: convertirse en otro. Todos queremos convertirnos en otro varias veces en la vida, y por eso se estaba arrojando a los brazos de la madre de mi amiga”.

Las referencias a la Divina Comedia son evidentes ya desde el índice, que replica la estructura de la obra de Dante, si bien Ferrero añade dos escenarios -Mundo y Limbo- a los tres de la obra clásica –Inferno, Purgatorio y Paradiso-. El nombre de Beatriz, la al tiempo amada y odiada protagonista, es otra referencia obvia. El número nueve, favorito del protagonista, remite a los nueve círculos del infierno de la obra de Dante. Pero siendo esta la principal, la novela está plagada de otras referencias literarias, musicales y filosóficas, desde Camus, Hemingway, Fitzgerald, Cortazar y De Quincey, pasando por la poesía de San Juan, Valente, García Calvo, Gimferrer, Carlos Edmundo de Ory o Rubén Darío, hasta Barthes y sus Fragmentos de un discurso amoroso -que es quizás la otra referencia necesaria de la novela-. Algunos de ellos incluso aparecen como personajes secundarios en la novela.

Como han señalado otras reseñas, su temática, su profundidad literaria y filosófica, la construcción de personajes, su estructura, e incluso las innumerables referencias, hacen de Balada de las noches bravas una novela ambiciosa y compleja como pocas. Un texto que los espíritus agitados deberían leer con precaución.

Para finalizar esta reseña, sirvan estas palabras del autor en su otra obra mencionada: “Si yo fuera un poeta chino diría que el deseo es como un jarrón que el chorro de agua nunca colma, parecido al abismo y constitutivo de la materia del abismo”.



Ficha:

Balada de las noches bravas
Editorial Siruela
448 páginas

 

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                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela