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Publica El País (Uruguay)

 

Por Álvaro Ojeda

 

   El atajo ideológico estaba sesgado: todo proceso revolucionario implicaba una carnicería, salvo la flamante democracia global posterior a la caída del Muro de Berlín. Para mediatizar esta aseveración, en su impresionante ensayo El Terror. Los años de la guillotina, Andress parte de dos hechos esenciales y a la vez paradójicos de la Revolución Francesa: su inicio violento, con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, y la huida y posterior detención del rey Luis XVI en Varennes, en la madrugada del 20 al 21 de junio de 1791.

   Puebladas. La toma de la Bastilla devino en símbolo de la lucha contra el absolutismo monárquico de manera automática: el pueblo enfurecido derriba los muros de la prisión política de París. Verdadero pero incompleto. Desde el punto de vista formal, la Revolución Francesa nació en 1771 con la supresión, por parte de Luis XV, de ciertos organismos representativos de la nobleza: los llamados Parlamentos, que poco tenían que ver con la institución democrática moderna. Ese año los Parlamentos se negaron a promulgar reformas administrativas que menoscababan algunas prebendas nobiliarias y terminaron disueltos. Luis XVI, obsesionado por convertirse en un rey popular, no sólo levantó la prohibición de su antecesor convocando a los Parlamentos, sino que obtuvo una previsible derrota política cuando los nobles ratificaron su posición ultra.

    La salida que encontró la corona ante el descalabro económico de Francia, fue reunir los Estados Generales -asamblea dividida en tres estados: nobleza, clero y tercer estado- convocados por última vez en 1614. Fue como apagar el fuego con gasolina. Durante enero y febrero de 1789 la elección de los miembros de los Estados Generales causó un revuelo político que culminó con la creación de una Asamblea Nacional a partir del tercer estado movilizado a tope. La secesión del tercer estado desestabilizó al rey, que no tuvo mejor idea que liquidar dicha secesión utilizando su guardia suiza para tomar, literalmente, París.

    La Bastilla no era sólo una prisión execrable, era el polvorín de la ciudad, y hacia ese polvorín se dirigió la turbamulta para ganarle de mano al rey. Cuando la guarnición disparó contra la multitud matando a un centenar de manifestantes, la masa hizo lo que hace toda masa acosada. El símbolo operó más tarde, cuando llegó la hora de narrar los hechos. En todo caso y como señala Andress, la barbarie de la turba fue una reacción más o menos conocida, más o menos habitual en un pueblo acostumbrado al espectáculo de la deshumanización del enemigo. El sacrificio feroz de la guarnición de la Bastilla fue sublimado, de la misma manera que fueron sublimadas las decenas de miles de jóvenes soldados muertos en aras de la gloria de Napoleón.

    El altar de la libertad o el altar del poder personal siempre rezuman sangre. La fuga del rey presentó otro contexto. El mismo pueblo liso y llano que tomó la Bastilla, protagonista omnipresente durante la Revolución Francesa, guiado por líderes que han permanecido ocultos para la historia, sintió que rescataba a su soberano de una intriga organizada por la reina, la austríaca María Antonieta y los nobles franceses emigrados.

    No hubo muros derribados en el regreso de Luis desde Varennes. Hubo algo más perturbador: un baño de pueblo que vio, tocó y vivó una forma sagrada. El espacio privado del rey, su divina intimidad asentada en la berlina que lo traía desde la frontera con el Imperio Austríaco, se vio sometido a la intervención de dos delegados de la Asamblea Legislativa que ocuparon un lugar físico concreto entre el rey, la reina y los hijos de los soberanos. La cercanía fue de tal magnitud, que hasta las decisiones más triviales -las paradas, la higiene, el menú- quedaron en manos de los delegados de la Asamblea Legislativa. Dicen que Luis XVI sentenció al llegar a París que en Francia no había más rey. Si lo hizo, fue su momento de mayor lucidez. Y todo ocurrió sin violencia física alguna.

 

    Aquellos polvos

 

    El 4 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional deroga los derechos feudales. Grupos de campesinos se levantan contra los aristócratas en las zonas rurales en lo que se dio en llamar el "Gran Miedo", que no fue otra cosa que una suerte de reaseguro popular punitivo nacido del mismo riñón de una Ilustración desprevenida. Si el hombre ilustrado es un ser racional, las medidas que tome un cuerpo de hombres libres serán racionales de manera automática.

    El signo de esa racionalidad estriba en su carácter universal -con los vaivenes que la burguesía impuso al término- y unánime. La búsqueda de las unanimidades será una meta excluyente durante la Revolución Francesa, así como su contracara, la voladura de todo puente de conciliación entre facciones, bandos, tendencias. La libertad es inherente al hombre y, al decir de Louis Antoine Saint-Just -mano derecha de Maximilien Robespierre, líder de los jacobinos- todo rey es un tirano y un usurpador. El propio Saint-Just, según Andress un dandy converso, es un buen ejemplo de puentes rotos y nuevas religiones.

    Pero hubo ejemplos más contundentes. Las miles de mujeres que marcharon hacia Versalles en octubre de 1789 lo hicieron con las reivindicaciones de una marcha frumentaria: el precio del pan y su distribución durante el invierno. Dirigidas por integrantes de los antiguos gremios medievales, por agitadores ocasionales, por gente innominada, pero dueñas al fin de sí mismas y de sus destinos, obligaron a la familia real a instalarse en París en un acto que sobrepujó toda previsión. Esa atmósfera eléctrica permeó a Francia de un potencial movilizador tan brutal que la historiografía necesita de apoyaturas más tangibles: líderes atractivos, intereses económicos, geopolítica europea. Una explicación que implique planificación ordenada y casi estatista, o desborde tumultuario, a la vez ingenuo y perverso, resulta improductiva en este mundo repleto de indignados y primavera árabe.

    No es sencillo explicar el proceso y la posterior ejecución de Luis XVI en enero de 1793, vivado un año antes por la turba; la exportación de la revolución al resto de Europa y al mundo; las purgas entre tendencias que involucran la socialdemocracia girondina, el extremismo jacobino o los sectores casi comunistas del cura Roux o del periodista Hébert, hijo de un modesto orfebre de provincias. La turba estaba antes, ése es el problema. La masa leudó por sí misma y creó el molde que la contuvo y el filo que la sangró.

    Encadenados. Las matanzas del 2 de setiembre de 1792 no son el Terror en sentido estricto, pero lo prefiguran. "A la caída de la tarde comenzó, al fin, tan sangriento proceso en La Abbaye, tal como ocurrió, también, en tres de las grandes prisiones de París: en Chatelet, la Conciergerie y La Force. A la mañana siguiente recibirían una visita similar dos presidios temporales; el del seminario de Saint-Firmin ocupado por sacerdotes, y el convento de la Rue des Bernardins, en el que se hallaba interno un conjunto de criminales convictos y condenados a trabajos forzados. La tarde del 3, le tocó el turno a los ladrones del presidio Bicètre, y al día siguiente al último escenario de las carnicerías: la prisión hospital de mujeres de la Salptrière."

    El asunto consiste en saber a quiénes se buscaba eliminar de forma sumaria. En primera instancia a los nobles contrarrevolucionarios capturados en Francia o en las exitosas campañas militares culminadas en Valmy y Jemappes entre setiembre y noviembre de 1792. Ambas victorias obtenidas por el general Charles Dumouriez, se vieron empañadas por la traición posterior de éste pasándose a los austríacos en un hecho que ratificó la sensación en el pueblo francés de cohabitar con traidores. La Revolución Francesa inauguró el concepto de "quinta columna", de sospechoso conspirador, causante del desabastecimiento, del acaparamiento, de la circulación de moneda falsa. Y falsificadores de asignados -el papel moneda revolucionario garantizado por los bienes confiscados a la iglesia- fueron víctimas privilegiadas del Terror: de hecho existió una maniobra de falsificación a gran escala que implicaba a nobles de la talla del conde de Provenza, hermano del rey.

    En el inciso anterior debe incluirse a los curas refractarios, que se habían negado a jurar la nueva Constitución Civil del Clero que la Revolución había instaurado y que borraba la dependencia de la iglesia francesa del papado, así como la administración de sus propios bienes. No poco colaboró con este sentimiento de permanente sobresalto ante el enemigo camuflado entre las propias filas, el asalto del 10 de agosto a las Tullerías, la residencia real, en el que Luis XVI ordenó la represión de la multitud, principal argumento en su contra durante el juicio que afrontaría en seis meses. Debe decirse también que el Terror hundía sus raíces en las tareas rutinarias de los verdugos reales generando un público adepto a la barbarie.

    En 1757 un siervo retrasado mental llamado Damiens, atacó al rey Luis XV con un cortaplumas. Fue vapuleado, quemado y desmembrado durante largas horas ante el pueblo parisino. Hay que recordar que una vez a la semana en la plaza de la Grève frente al Ayuntamiento de París, los verdugos desarrollaban su reality show sin violentar prurito alguno. La masa que observa y la masa que participa separadas por el grosor de un cabello. Es que el Terror fue un hijo dilecto del Antiguo Régimen. La Revolución Francesa había sido gobernada por una Asamblea Nacional -el tercer estado ampliado- una Asamblea Nacional Constituyente, de ominoso epíteto para el monarca, y una Asamblea Legislativa que piloteó como pudo una nave averiada, innovando mucho pero transformando poco en materia humanitaria, como confirma Andress.

    París tenía una población de 700.000 habitantes distribuidos en 48 secciones que no eran otra cosa que concejos vecinales de gran poder de convocatoria en una ciudad que desde 1789 vivía movilizada. Las secciones más populares de París, las que eran manejadas por los sans-culottes -sin calzas, la ropa de la nobleza o sea con pantalones- una mezcla de obreros, pequeños propietarios de comercios, y plebe urbana indistinta. Fueron esas secciones las responsables de las matanzas. Organizaron juicios individuales o colectivos con sus jueces y jurados, establecieron sumariamente las causas de la imputación, y en algunos casos -pocos pero sugestivos- exoneraron a los acusados. Fueron perdonadas casi todas las mujeres juzgadas, también los acreedores que en el desconcierto general habían sido convenientemente acusados de contrarrevolucionarios y algunos soldados reconocidos por su conducta humanitaria.

    No se conservan los nombres de los cabecillas a excepción de Stanislas Maillard, un simple ordenanza que en la jornada de la Bastilla se había destacado por su heroísmo. El ajusticiamiento era brutal: "Después de despojar al convicto de toda posesión de valor, lo sacaban a empellones del lugar en que lo había juzgado el tribunal. Fuera lo aguardaba un grupo de verdugos que lo dejaban en el sitio sin más ceremonia. Si tenía tiempo de gritar, no tardaban en hacerlo callar. Los verdugos y su auditorio recibían en silencio el anuncio de las condenas, y prorrumpían, por el contrario, en vítores cada vez que se absolvía a un reo y veían salir, tambaleante, al ciudadano recién liberado, acaso para recibir el abrazo de los mismos ejecutores manchados de sangre, que de haber sido declarado culpable, no habrían dudado en matarlo a palos."

    El coronel George Munro, agente británico, afirmaba haber visto a muchos matadores en La Abbaye: "Una sola hilera de hombres armados de espadas o picas que formaban un corredor de cierta extensión, Cuando los vi parecían sufrir una gran fatiga debido a su horrible trabajo". Los que gestionaban el Estado revolucionario miraban tan horrorizados como el agente británico la matanza. De inmediato tomaron nota y condujeron la conducta de un pueblo acorralado por la guerra, el hambre, la ignorancia, hacia otros enemigos. En el horizonte una guillotina; más lejos Napoleón.


 

Ficha:

 

El Terror. Los años de la guillotina
David Andress
Editorial Edhasa
Barcelona, 2011
703 páginas

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