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27 Abr 2024
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Publica El País (Uruguay)

Los enigmas de un maldito

Por Carlos Ma. Domínguez

Las ideologías no pueden explicar a Malaparte ni Malaparte pudo justificarse sin mentir. Cultivó la intriga y el cinismo, la acción directa y la literatura, con un raro talento que le permitió sobrevivir a muchas situaciones peligrosas y escribir uno de los retratos más tremendos de la degradación y la guerra. Su biografía es un poliedro de muchas caras ominosas, pero sus libros despertaron la admiración de grandes públicos y la de escritores como Blas Cendrars, Jean Cocteau, Louis Ferdinand Céline, Henry Miller y Milan Kundera.

EL FASCIO

Nacido en la ciudad de Prato, Toscana, en 1898, hijo de una lombarda y de un alemán dedicado al comercio de telas, Curzio tuvo cuatro hermanos y una educación pequeño burguesa que rechazó apenas pudo valerse por sí mismo. Declarada la Primera Guerra, a los 16 años se alistó en la Legión Garibaldina para combatir en el frente francés y tres años después obtuvo el grado de subteniente en la frontera de los Alpes, donde los italianos conocieron la demoledora derrota de Caporetto. Luego de la conferencia de paz Malaparte se licenció en el ejército y trabajó en la delegación italiana de Varsovia, donde vislumbró una carrera diplomática que nunca llegó a concretar. Regresó a Roma con la idea de abrirse camino en el periodismo, la literatura y la política, estaba afiliado al partido Republicano, tanteó a las izquierdas y en 1921 publicó su primer libro, ¡Viva Caporetto!, luego editado bajo el título La rebelión de los santos malditos y secuestrado por el gobierno. Curzio amaba la acción, el coraje, todos los desafíos de la destreza física, pero también devoraba la obra de D`Annunzio, los románticos franceses, la literatura decimonónica, y lo que entonces se le reveló con claridad fue que en la masacre de las trincheras había nacido un nuevo odio contra los pacifistas y, sobre todo, contra los generales y responsables de un horror en el que no se habían jugado la vida, vórtice de un conflicto entre los dirigentes y las masas que potenció a los extremos los movimientos de la derecha y la izquierda europeas. Sobre el común desprecio a la burguesía, adelantó en su libro que "será la lucha de dos revoluciones: la italiana, dominada por el sentido del individuo, y la rusa, dominada por el sentido de la colectividad. Fascismo contra bolchevismo. Yo tengo fe en nuestro Cristo italiano, católico, armado de la cruz y la espada. Nuestro Cristo sabe resistir al mal. ¡Vencerá!". No sólo no profesaba el culto católico, su anticlericalismo lo había llevado a negarse a pisar la catedral de Prato, pero era un buen argumento político para alentar el coraje de los fascios. Después de la marcha sobre Roma, en octubre del 22, que llevó a Benito Mussolini a la jefatura de Gobierno, se inscribió en el Fascio de Florencia y desde entonces ganó y perdió posiciones dentro del partido, llevado por una cuota de astucia y otra de impericia en los laberintos del poder. Declaró que por consejo del Duce adoptó el nombre de Malaparte, estimulado por la veneración que le despertaba la figura de Napoleón Bonaparte. "Un escritor fascista debe llevar un nombre italiano, búsquese un seudónimo", le habría dicho Mussolini, cuando nuevas leyes obligaban a italianizarse a los alemanes del Tirol (fue entonces que Italo Svevo abandonó su nombre original, Ettore Schmitz).

Malaparte adhirió a las escuadras negras, responsables de muchos crímenes, también de la prisión de Antonio Gramsci, que lo condenó en varios pasajes de sus Cuadernos de la cárcel, y se convirtió para muchos en "la firma más fuerte del fascismo". Pero nunca consiguió adhesiones duraderas. Para unos era demasiado bolche, para otros, demasiado fascio, para todos, demasiado imprevisible. Fue secretario general de los sindicatos fascistas en el extranjero e inspector del Partido Nacional Fascista en París, director del diario La Stampa, de Turín, fundó diarios y revistas literarias como 900, Fiera Letteraria, Prospettive (junto a Alberto Moravia), y en varias oportunidades padeció la cárcel en condiciones mucho menos duras de las que luego esgrimió. Buscó los favores del Duce por todos los caminos posibles, pero Mussolini siempre lo trató con distancia, unas veces lo ayudó en sus emprendimientos y otras veces lo castigó con mano blanda.

Su primer éxito internacional fue Técnicas del Golpe de Estado, publicado en Francia en 1931, porque entonces, resentido con Mussolini, se apartaba del régimen con la intención de demostrar que "el error de las democracias parlamentarias es su excesiva confianza en las conquistas de la libertad, cuando nada es más frágil en la Europa moderna", de modo que analizó las insurrecciones de Lenin y Trotski en Rusia, la de Franco en España, la de Mussolini en Italia, la de Hitler en Alemania. Fue un libro de larga vida, muchos años más tarde estudiado por el Che Guevara y por los coroneles griegos que irrumpieron en su pronunciamiento de Atenas en 1967. Pero sus textos más célebres nacieron de sus experiencias en Europa del Este durante la Segunda Guerra, cuando en su calidad de corresponsal del Corriere della Sera, junto a Lino Pellegrini, que escribía para Il Popolo d`Italia, fueron los únicos periodistas italianos que acompañaron a los nazis en la invasión de Ucrania, en el sitio de Leningrado, en el gueto de Varsovia (el resto de los corresponsales occidentales estaban obligados a escribir desde Moscú).

El Volga nace en Europa y Kaputt, a los que sumó La piel, (sobre la liberación de Italia a manos de los Aliados), sorprendieron por la riqueza de las descripciones, los diálogos cínicos y mordaces, la libertad para alternar la crónica periodística con figuras literarias complejas, muchas de ellas de perfiles surrealistas, rápidas, audaces, rigurosamente apropiadas para contar un mundo de cadáveres y ruinas superpuestas, las cosas y los cuerpos por pedazos, con un sentido de realidad agonizante y dislocado. Lo acusaron de simpatizar con los soldados rusos, de mentir y de inventar protagonismos que no tuvo, y hasta de reacomodar el texto de Kaputt en función del bando que resultó victorioso, pero sus páginas al día de hoy conservan una viva intensidad, a menudo espeluznante, como el relato de las tropas rusas que quedaron atrapadas por el fuego en el bosque de Raikkola, junto al lago Ladoga, en las cercanías de Leningrado. Enloquecidos, cerca de un millar de caballos de la artillería soviética se arrojaron a las llamas para romper el cerco y los que lograron sobrevivir al fuego y a las ametralladoras se arrojaron al lago, que estaba a punto de congelarse. Durante la noche bajó el viento del Norte y al día siguiente, frente a las tropas finlandesas asomó el lago "como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballo. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha, Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos ardía aún la llama blanca del terror".

EL ESTOICO

Maurizio Serra se propone demostrar que Malaparte fue un intérprete profético de la decadencia de Europa y lo animaba la coherencia íntima de un anarquista de derecha, pero pese al denodado esfuerzo por despejar contradicciones y mentiras de su biografiado, al cabo de buscar el respaldo de numerosas fuentes, documentos y testigos directos, lo consigue solo a medias. En muchas situaciones parece solo un egocéntrico ambicioso con buenos argumentos, sin sujeciones morales, diestro para sobrevivir y limitado para triunfar en sus propósitos. El personaje, sin embargo, es más complejo.

Alguna vez declaró que su infancia le daba asco. Afirma Serra: "tuvo la voluntad de crearse a sí mismo". Eso implicó un culto estoico de la individualidad, sin tabaco, ni drogas ni alcohol, mucho esgrima (a lo largo de su vida se batió en alrededor de veinte duelos), ciclismo, alpinismo, una educación de la virilidad en el ejercicio físico, la parquedad y el aislamiento, del que dejó una prueba rotunda en la casa que se construyó en 1937 sobre una roca en la isla de Capri, llamada "Casa come Me", un sitio imposible sobre un acantilado, con una larga escalera para bajar al mar (sin playa) y de difícil acceso por tierra. La casa es ahora una residencia internacional para arquitectos y estudiantes, y allí filmó Godard, en 1963, su película Le Mépris, con Brigitte Bardot y Michel Piccoli, pero mientras la habitó Malaparte lució una absoluta austeridad.

La atención que le dedicaba a su persona lo condujo a acicalarse, en ocasiones, durante el curso de tres horas, usaba su cabello azabache peinado contra el cráneo, vestía de un modo impecable e invariablemente seducía a las mujeres. Las enamoraba, pero no les dedicaba más que una modesta atención. Un día dedicado a una mujer para Malaparte era un día perdido. No estuvo dispuesto a engendrar y mucho menos a casarse. Sentía una piedad especial por los animales y el amor más duradero lo tuvo con un perro. No le faltaron amantes provenientes de la aristocracia italiana, y si estuvo dispuesto a contraer matrimonio con la viuda Virginia Bourbon del Monte, cabe considerar que Virginia era heredera del emporio de la FIAT y de las acciones del diario La Stampa, en manos de su suegro, Giovanni Agnelli, que vio venir a Malaparte y le cerró el paso con el auxilio de Mussolini en una cadena de enredos, intrigas y pleitos dignos de una opereta.

Viajero incansable, Malaparte visitó Chile en 1952 para asistir como representante de Italia a un congreso de prensa y literatura donde fue homenajeado junto a Neruda, Ilyá Ehrenburg y Camilo José Cela. "Era cordial, imponente, apuesto, vestido como aún no se veía en mi tierra: traje verde oliva y calzado de ante" diría Jorge Edwards, que cometió la imprudencia de presentarle a una sobrina de José Donoso, Rebequita Yáñez, entonces una chiquilina de 18 años que se enamoró y lo acompañó durante tres años. Juntos recorrieron Argentina y la ruta de la costa uruguaya hasta Punta del Este, viaje en el que Malaparte se dio tiempo para cortejar a Susana Soca.

Detestaba a los homosexuales -muchos vieron en su fobia a un homosexual reprimido-, y podría creerse que su virilidad lo apartaba de otros registros sensibles, pero el mismo hombre que fue íntimo amigo del asesino Amerigo Dumini, alias "Dumini Nueve Homicidios", y de Arconovaldo Bonacorsi, "el carnicero de las Baleares" (lideró en la Guerra Civil Española a los Dragones de la Muerte, responsables de tres mil muertes con torturas desde su base en Mallorca), dejó escrito que recorriendo el sur de Italia en 1944 con una división norteamericana vio en una cuneta diez mujeres muertas a las que otras mujeres vestían para el velorio: "únicamente manos de mujer eran dignas de tocar aquellos rostros de mujeres muertas. Yo vi en ello una especie de rebelión contra los hombres, contra su crueldad, su enconado furor destructivo y asesino. Ninguna mano de hombre, de padre, marido, hermano o hijo, era digna de tocar aquellos rostros de cera, aquellos cabellos largos y lacios, aquellos ojos medio cerrados"; y en otro pasaje, a propósito de los ojos de los caballos, esta imagen precisa como un diamante: "Y yo pensaba… en sus grandes ojos equinos colmados del mismo húmedo esplendor que se ve en los ojos de las mujeres cuando el placer o la piedad los iluminan".

Nunca se explicará de modo satisfactorio la facultad del arte en las personas crueles o apartadas de los estereotipos del artista sensible. La literatura es un humanismo, pero sus puertas permanecen abiertas sin discriminaciones, como lo estuvieron para el gobernador nazi de Polonia, Hans Frank, con el que Malaparte mantuvo diálogos de soberbio cinismo durante la ocupación de Varsovia. Cuenta en Kaputt que luego de una de sus opíparas cenas, Frank se sentó al piano a interpretar por un largo rato las composiciones de Chopin, al terminar sus manos fueron besadas por las damas que asistían al banquete, y poco después, paseando juntos por los alrededores del gueto judío, Frank asesinó a uno de los niños que cruzaban los muros para buscar alimentos, a los que los nazis llamaban "ratones" y bajo esa condición los cazaban.

EL TESTIGO

Después de la Segunda Guerra Malaparte quedó en mala posición para explicar su pasado fascista y la convivencia con los nazis. Regresó a Francia donde conoció el rechazo de muchos intelectuales, probó suerte en el teatro, y volvió a instalarse en Italia, donde emprendió varios proyectos cinematográficos e incluso, el music hall, con resultados poco memorables. Se mantuvo apartado por largos períodos, pero desde 1953 mantuvo una columna en la revista milanesa Il Tempo Settimanale, heredera de la que publicaba Alberto Mondadori durante el régimen, y tejió lazos políticos con la Democracia Cristiana, incluso, con los comunistas.

En octubre del 56 fue invitado a la Unión Soviética a participar de la Semana del Cine Italiano, desde donde escribió grandes elogios sobre la realidad social y calló cualquier clase de crítica. De inmediato lo invitaron a Pekín para participar de una conmemoración del escritor chino Lu Xun. "Quiero ir a China -le dijo a María Antonietta Macciocchi- hay que encontrar el medio de hacerme llegar a Pekín, allí es donde el socialismo se juega su última oportunidad". Viajó a la gran Muralla y a la región de Sinkiang, donde se declaró tan sorprendido como para afirmar que la URSS y China marchaban juntas por el progreso de la humanidad, pero entonces debió ser hospitalizado de urgencia. Le descubrieron un cáncer avanzado en los bronquios, y al cabo de muchas idas y vueltas -Malaparte se negaba a regresar- fue repatriado, pero solo para morir poco después, el 19 de julio de 1957, en medio de una ronda de especulaciones sobre su afiliación al Partido Comunista y a los sacramentos católicos que finalmente habría aceptado.

La biografía de Maurizio Serra es un formidable fresco de la política italiana durante las dos grandes guerras, escrita con vigor inusual y una notoria honestidad a la hora de destacar los méritos de Malaparte sin ocultar sus contradicciones y miserias. Además de recoger una gran cantidad de fuentes y testimonios valiosos, como los del presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, entre otros sumados en el Apéndice, tiene la virtud de retratar a un tipo de intelectual prácticamente desaparecido en el mundo contemporáneo, asumido y muy a menudo, extraviado, en la lucha directa por el sentido de la historia, que Europa disputó en el siglo pasado hasta los extremos del horror y el absurdo.

La historia de los alineamientos políticos de Malaparte cruza, en conjunto, muchos géneros, de la tragedia a la comedia, sin acabar de revelarse del todo, pero sus libros, como los del mejor Céline, siguen siendo una lectura atrapante, cuya naturaleza ominosa encierra más de una pregunta sobre la condición del hombre y los límites explícitos de la guerra.



Ficha:

Malaparte
Maurizio Serra
Tusquets, 553 págs
Buenos Aires, 2013



CUESTIÓN DE PIEL

En sus diarios de París, escritos en plena posguerra, Curzio Malaparte dejó un testimonio que marcaba el vaivén entre las dos guerras, su pertenencia al militarismo más beligerante de los viejos tiempos y también una alta conciencia de la prudencia del extranjero cuando ya poco y nada le queda por rescatar del presente.

Publica Radar Libros

Por Fernando Bogado

Se suele pensar que el diario de un escritor es el espacio del ensayo de las formas, de la práctica, del material de desecho. El complejo cruce entre escritura y biografía siempre tiene en el diario su expresión más radical y problemática: ¿hasta qué punto debemos entender esto como parte de la obra de un autor? ¿Es realmente este diario, este pedazo de anécdotas y observaciones, digno de colocarse junto a alguna novela o poema que ha transformado al mero escritor en un autor, en un nombre de referencia para el mundo del arte y la cultura? El Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte (1898-1957), subvierte el lugar común de pensar al diario como territorio de pruebas (un término ameno para este confeso amante de la guerra) para pasar a considerarlo como el más claro ejercicio de despliegue de una forma narrativa que, ya en sus novelas, se revelaba como fuertemente sujeta a la experiencia, al dato, a la anécdota, a lo real que brilla en su (difícil) desnudez.

¿Ficción contra realidad? No estrictamente. En cada una de las entradas de este diario, lo que tenemos es un conjunto de estrategias narrativas propias de lo ficcional transpuestas al tratamiento de la vida. Ya en el prólogo, Malaparte considera que la “conclusión” funciona como un término útil para pensar lo narrativo pero también para pensar la vida, la cual ahora aparece como un relato organizado que sigue la misma clásica secuencia de cualquier cuento: introducción, nudo y desenlace y que sigue también otra supuesta, inconmovible, regla aristotélica: unidad de tiempo, de acción y de lugar. Así, en las páginas del diario podremos encontrarnos con un Malaparte regresando a París en el período que va del 30 de junio de 1947 al 19 de diciembre de 1948, última fecha efectivamente registrada en el montón de papeles organizados para editar un diario que ya se pensaba como una totalidad cerrada, pero que Malaparte no pudo concluir en vida. No se podría entender la inclusión sobre el final de un episodio de 1938 (la fiesta nocturna de los condes Pecci-Blunt) si no hubiese, inicialmente, un sentido de cierre, digamos, de “conclusividad”, algo que busca dar un sentido con esta escena dislocada. Junto con eso, la reconstrucción del prólogo del Diario... y la mención de los proyectos narrativos que iba disponiendo sobre estas “anécdotas” (como la redacción de un posible índice temático) arroja pistas acerca de sus intenciones para con la edición.

Pero, claro, más allá del proyecto, lo que realmente pesa en el libro es el estilo. Malaparte ataca con su acostumbrada ferocidad un mundo que admira pero que percibe como ajeno, al menos, en un doble sentido. Por un lado, Francia se convierte para el autor en los restos de un pasado que va quedando cada vez más atrás y en donde él siente que ya no tiene lugar. Su última visita al país se había producido en 1933, y diversas circunstancias (como sus numerosas detenciones, la prisión, el exilio interior, la guerra, etc.) lo habían alejado lo suficiente, catorce años, para ser exactos, de su querida París. Por el otro, su compleja condición de italiano en Francia también se percibe como una carta de nacionalidad mucho más exacta que cualquier tipo de visa. El hecho mismo de no pertenecer le permite mirar con una distancia analítica el mundo francés de ese tiempo y, desde su perspectiva, guardar un prudente silencio para no emitir ningún juicio en voz alta. Claro que esto es un momento más de esa frenética construcción artística del personaje “Malaparte”, una suerte de figura de salón que entretiene contando anécdotas sobre la guerra y las trincheras: todo el tiempo afirma esa supuesta prudencia del extranjero en voz alta o en diálogos con algunas personas, quedando algo más que simplemente confesada en el silencio de la escritura íntima. Lo extranjero, en él, es una pose, y al mismo tiempo es más que una pose, planteando esta paradoja en el medio de tanta honestidad, de tanta falta de reservas. Por ejemplo, el 18 de noviembre de 1947 anota: “Para un extranjero, la única condición aceptable en Francia es ser extranjero. Es un arte difícil, el único que permite a un extranjero sentirse como en casa, de algún modo”.

¿A qué París vuelve, entonces, el “extranjero” Malaparte? A una París dominada por el existencialismo y la figura de Sartre, el cual, para él, representa la conciencia pequeñoburguesa que se ha adueñado del ámbito cultural y que quiere “proletarizarse” por simpatía. La imagen de la juventud existencialista de mediados del siglo XX le resulta repugnante y totalmente errada: como Sartre, esos jóvenes fingen ser desalineados y sucios para disfrazarse de lo que no son. Pero claro, tampoco Malaparte puede hallarse entre los proletarios, entre los jóvenes comunistas que, en su mirada, muestran la esperanza de un mundo por venir que tampoco es el suyo, que tampoco es el del que vivió la Primera Guerra Mundial y sus frentes de batalla. En cada línea se percibe que Malaparte se siente a disgusto en un lugar que sólo habita verdaderamente en el recuerdo, haciendo que cada hecho registrado en el diario sea testimonio de esa ambigüedad: es mi mundo, pero no es mi mundo; es Francia, pero no es mi Francia. Extranjero por italiano, pero también anacrónico por ser un hombre formado en la crudeza militarista de la Primera Guerra –que extiende hasta la Segunda–, Malaparte está sin estar.

Autor de obras que han retratado con crudeza la Segunda Guerra Mundial y sus horrores (contemporáneos y posteriores), como Kaputt (1944) y La piel (1949), el diario se ubica cronológicamente entre estas dos obras, permitiendo pensarlo como enlace entre un libro y otro, dueño también de la misma prosa descarnada que, en última instancia, no resuelve oposiciones, sino que se limita a describirlas y a plantear algunas elecciones personales. ¿No es Malaparte un poco eso, digamos, alguien que sigue con la retórica militarista en plena posguerra? ¿Alguien que fue fascista por nacionalista y que, rechazando el fascismo, comenzó a ver con simpatía al comunismo maoísta? ¿Alguien que aborrece Italia pero sigue defendiéndola? Lo que bien podría ser tomado como las acciones de un temperamento cambiante, en última instancia, no es otra cosa que la fuerte presencia de un escritor que encarna de manera perfecta las contradicciones de su tiempo, estrictamente el problema del crepúsculo de una era que, como el sol, ilumina todavía algunas zonas mientras lentamente se sumerge en la oscuridad.

El Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte, tiene el tono de lo único que le queda a un hombre de la vieja Europa sumido en una era de cambios, víctima de un conjunto de referencias que se pierden en una molesta y ambigua penumbra, o sea, el tono de una despedida.


Ficha:

Diario de un extranjero en París
Curzio Malaparte
Tusquets, 256 páginas

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