Pascal QuignardPascal Quignard nació en Verneuil-sur-Avre (Francia) en 1948, en el seno de una familia de gramáticos y músicos. Se cuenta de él que de niño fue un poco autista en dos ocasiones y que en la primera de ellas fue su tío –que había sido prisionero en el campo de concentración de Dachau– quien le volvió a enseñar a hablar. Es licenciado en filosofía y lenguas clásicas. Fue editor en Gallimard durante veinte años. Ha sido profesor de la Universidad de Vicennes y de la Escuela Práctica de Estudios Superiores en Ciencias Sociales. Fundó el Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles junto con el desaparecido presidente francés François Miterrand. Desde que dimitió de todos su cargos en 1994 se dedica solo a la escritura. Es autor de numerosas novelas (El salón de Wurtemberg, Todas las mañanas del mundo, Las escaleras de Chambord, Terraza en Roma, Las tablillas de boj de Apronenia Avitia) y tratados (Pequeños tratados, Lección de Música, El odio a la música: diez pequeños tratados). En 2002 obtuvo el premio Goncourt (el más prestigioso de los premios literarios franceses) por Les ombres errantes, primer tomo de la obra titulada Dernier royaume. A raíz de la edición de esta última, Quignard declaraba: “Para mí es importante que una idea esté íntimamente ligada a la vida que uno lleva. En este libro explico con claridad mi voluntad, respecto al mundo contemporáneo, de crear un lugar solitario y ensalzar allí la inseguridad de pensar, cuando las sociedades en que vivimos preconizan lo contrario. [...] Odio todos los valores que están resurgiendo”.

 

Por Javier Almodóvar

 

Ese lugar solitario del que habla el autor no es la fortaleza ni el palacio; tampoco es la torre; es la casa del eremita, del anacoreta, de aquel que, alejado del grupo, ha renunciado a lo social para poder ver –y verse– con claridad –que no con certeza–: “El odio a la ciudad y el alejamiento que conlleva son los primeros pasos de la sabiduría”. No se trata de la huida; se trata de la purificación. Ese lugar alejado, solitario, individual, es el único espacio donde es posible el doble viaje que exige el conocimiento: hacia el interior y hacia el pasado –hacia el interior de la experiencia, de lo sentido, de lo vivido, hacia el mundo antiguo, hacia el mundo prehistórico, hacia el prelenguaje original en el útero materno–. Todo lo hermoso que nos ocurre, toda experiencia trascendente, todo lo que nos conmueve, nos sucede al margen de la sociedad, al margen del lenguaje que esta impone. Solo en esa circunstancia se puede desarrollar un amor total: “El amor es la relación interhumana en la que la sociedad no es mediadora. [...] Por eso el amor, según todos los mitos, es una escena negativa”.

Los tres textos que aquí se reseñan hablan del sexo, del amor, del arte y del lenguaje –en cualquiera de sus formas–. Si uno quiere –como Quignard– acceder a lo unitario, ha de renunciar a lo específico. Por eso en esta casa, esta domus literaria, no hay material ni disciplina que no sean útiles: la etimología, la antropología, el taoísmo, el haiku, la filosofía, la etología, la musicología, la psicología, y, sobre todo, los textos griegos y romanos, sus pinturas–. Por la misma razón todas las herramientas son necesarias. No es posible ceñir el discurso a un solo vestido: ensayo, biografía, poesía, novela, cuento, mito. Su perseverante y poderosa escritura anuda con paciencia ideas y palabras para dar origen a una asombrosa construcción de difícil catalogación y hechizante fuerza expresiva que nos habla del origen de nuestra fascinación sexual, del deseo, de lo que somos y no somos capaces de decir, de la manera en que nuestro lenguaje y nuestros mitos se relacionan con nuestra sexualidad original y la normalización social que, históricamente, ha venido a suplantarla. En ese sentido, los textos nos hablan del viaje que va desde el “erotismo alegre de los griegos a la melancolía aterrada de la Roma imperial” –de la que somos herederos–. Se trata de una de esas obras frente a las que la erudición mella su espada; una obra que obliga al lector –y exige al crítico– a medirse con algo inédito. El resultado es un texto que hace que el lector, al volverse hacia su saber, se encuentre por sorpresa con un antiguo pergamino, un grabado que, custodiado en un museo, contiene un mapa centenario, milenario, salpicado de monstruos míticos, de fronteras inciertas, de proporciones imposibles, ingenuas, deformes: un conocimiento envejecido de repente.

Su concepción de la sexualidad masculina, del amor y del arte parte de una premisa fundamental a partir de la que edifica su original discurso: “Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron”. Cualquier lengua oculta en su seno una reacción, una postura singular frente a este hecho fundamental que de ninguna manera es posible soslayar. Partiendo de esa proposición, el narrador indaga en las lenguas griega y romana con el fin de desvelar la trama que urdió cada una de ellas con el fin de socializar una solución específica capaz de enfrentarse al enigma. En el origen de la escritura de Quignard está la convicción de que el lenguaje de la modernidad, legatario de aquellas lenguas antiguas, nos ha alejado de algo verdadero que habitaba en nosotros para instalar en su lugar un artificio sospechoso: el lenguaje ha olvidado aquello que nombró un día y que necesitamos nombrar de nuevo para saber qué somos y cómo hemos de vivir. Para ello hay que volver al núcleo, al origen, a la escena originaria, central, determinante. Hay que incitar al lenguaje a confesar su origen, su procedencia, sus antecedentes. Para lograrlo Quignard prefiere los métodos del interrogador a los del investigador académico, prefiere poner un foco sobre la palabra y empujarla hasta hacerla hablar. Quignard consigue incorporar a su escritura aquello que advierte en las pinturas del griego Parrasio de Éfeso, “el pintor que añade el fantasma a la visión de lo visible”. La consecuencia es inmediata: “leer es seguir con los ojos la presencia invisible”.

El sexo y el espanto comienza con una reflexión acerca de la palabra romana fascinatio, derivada de fascinus (sexo masculino). Este patrón se repite a lo largo de su escritura (tanto en este texto como en Vida secreta): la reflexión del narrador arranca en una palabra enigmática, en la descripción de una pintura, una anécdota encontrada en un libro de la Antigüedad. A partir de ahí la meditación del narrador irá hilvanando ideas, escenas, imágenes, en busca del sentido originario y su relación con la sexualidad o la muerte: “el fascinus atrapa la mirada, que ya no podrá apartarse de él”. En el texto resurge la palabra de Lucrecio, de Suetonio, de Cicerón, de Aristóteles, de Tiberio, de Ovidio, de Virgilio, de Chuang-Tze,  Es prodigiosa la capacidad del narrador para despojar de su literalidad a la palabra elegida, la frase presentada, la imagen mostrada, y exponer a cambio su reverso: ese otro polo que, desde la invisibilidad de esa imagen que nos falta (el momento de la concepción en cada uno de nosotros), ejerce su influencia sobre lo visible, sobre el signo. Mediante el mismo procedimiento Quignard arma su discurso acerca de la pintura romana a partir de una sola palabra: augmentum. “Celio decía que había cuatro etapas en las enfermedades: el ataque (initium), el acceso (augmentum), el declive (delinatio), la remisión (remissio). El momento de la pintura es siempre el augmentum”. Según el narrador, la sexualidad romana y, por tanto, la manifestación artística, está ligada a un terror: “A los antiguos romanos les aterraba la operación misma de ver, el poder (la invidia)  que podía ejercer una mirada de frente. Para los antiguos, el ojo que ve arroja su luz sobre lo visible”. El romano, al enfrentarse al enigma, ve la muerte: “La fascinación significa lo siguiente: aquel que ve ya no puede apartar la vista. En el cara a cara frontal, tanto en el mundo humano como en el mundo animal, la muerte petrifica”. Esta postura acaba por influir en toda manifestación artística: “Un hermoso texto se oye antes de sonar. Es la literatura. Una hermosa partitura se oye antes de sonar. Es el esplendor preparado de la música occidental”.

“Complicada es la vida propia de los hombres porque doble es su origen. Biológico y cultural. Sexual y lingüístico. (En cualquier caso, polarizada dos veces por dos polos: macho-hembra, significante-significado)”. La escritura de Quignard trata de iluminar la estrecha interrelación que existe entre cada uno de los polos. En uno de los capítulos de Vida secreta se relata la fábula del inuit Nukarpiatekak, un cazador de focas que ya no caza, que ya no pesca, que ha descuidado su kayak y su aseo, que ya no habla más que cuando está en soledad y procurando usar una lengua distinta a la que usan los demás. Un día oye hablar de una mujer de una belleza extraordinaria. Nukar se lava, arregla su pelo y su barba, restaura su kayak y se aventura aguas arriba en el río, como hace el salmón que vuelve al lugar de su nacimiento para desovar. El inuit rema hasta que al tercer día llega el lugar donde se encuentra la mujer. Para callar a los perros que ladran, Nukar grita: “!No soy un fantasma!”. Al ver a la mujer, Nukar cae desmayado hasta tres veces. Cuando recupera el conocimiento, todos han están durmiendo, menos la mujer, que le ha preparado una cama. Nukar se tumba sobre ella y la penetra; hunde su cuerpo en el de la mujer mientras da un gran grito. Al amanecer, no hay rastro de Nukar. La mujer sale de iglú, ríe, se esconde detrás de un montículo de nieve y se pone a orinar. “El cazador de osos es reabsorbido en la propia noche, la noche primigenia, en el sexo femenino de la cueva originaria donde la misma escena de fusión lo ha concebido y lo ha metamorfoseado en cuerpo”.

En sus tratados (si es que se puede llamar así a El sexo y el espanto y Vida secreta, dos obras de gran unidad temática y estilística) el lector de Quignard asiste una y otra vez sorprendido a la reflexión en marcha de un yo poético que maniobra su ejercito de palabras con la valentía y la confianza de quien, conocedor de sus posibilidades creativas, prescinde del manual de táctica literaria. Asistimos al despliegue de una escritura que reflexiona, investiga, recupera, asocia, juega, rodea, propone, argumenta y concluye hasta que ambos, texto y lector, sucumben a la fulguración que causa el hallazgo de un aforismo tan certero como inesperado, hasta la epifanía del conocimiento –mejor sería decir reconocimiento– encarnado en una palabra cuyo sentido originario ha sido iluminado, desenterrado, redescubierto, restaurado. Se trata del reencuentro con el hombre antiguo, con su conocimiento y su sabiduría; un saber más verdadero que aquel del hombre moderno –que vive atrapado dentro de lo social–. La obra de Quignard es una exploración en busca del evasivo desfiladero que lleva del significante al significado: “El hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve [esa imagen originaria que nos falta]”. Hay que perseguir aquello que antecede al lenguaje, ese algo trascendente e inaccesible que el lenguaje quiere atrapar y que constituye el único objetivo legítimo de toda escritura verdadera: “No podemos pasar por alto lo preverbal y lo prehumano sobre cuyas espaldas eso que los griegos llamaban lógos y los romanos ratio, y eso que tanto griegos como romanos llamaban ego no son más que moscas”. Imposible de alcanzar, el narrador ha de medirse con ello. Y sin embargo, este esfuerzo titánico está amenazado por la trampa del lenguaje: una vez que el lenguaje ha nombrado, se vuelve obstáculo para alcanzar aquello que nombra, como la lava que “incesantemente empuja, incesantemente desordena, incesantemente aterra. Pero incesantemente se petrifica de inmediato al contacto con el aire libre. La lava tapa su acceso a ella misma, se petrifica en las obras, se academiza en el lenguaje, se ennegrece y se opaca al secarse.” Lo que propone el narrador se acerca a lo musical: lo significativo no es lo dicho; lo significativo es el momento preciso en que el sentido se insinúa por mediación de la palabra: “Sufrir la acometida de la visión, hacer el viaje no es lo esencial del arte: hace falta esa pizca de valor adicional para regresar y anotarlo”. Y para ello “Todo artista debe acceder a perder la vida”.

“El amor es eso: la vida secreta, la vida alejada y sagrada, la vida apartada de la sociedad”. La experiencia siempre precede a la sabiduría. Vida secreta es un esfuerzo por descifrar el poso que dejó un amor furtivo, extremo, iniciático, localizado en un pasado lejano –y por eso mismo mítico–, un esfuerzo por aprehender lo que queda de él, por interpretarlo, por examinarlo, por comprenderlo, por acceder a esa forma de inteligencia –de conocimiento– que es el amor. Se trata de un amor alejado de toda interferencia: un adulterio, amor al margen de la sociedad, de la familia, amor secreto, inconfesable, un amor entre músicos, amantes que acaban por renunciar a la palabra, que se aman en silencio, un amor que finaliza abruptamente, sin explicaciones. “El amor como rechazo al tercero, como tercero excluido [...], excluye el lenguaje y condena a los amantes al silencio total, exclusivo, so pena de muerte”. Lo que hace especial ese amor es la circunstancia: se trata de una muestra singular, irrepetible, una oportunidad para profundizar en la verdadera naturaleza del amor cuando este se aleja del lenguaje, de lo social. Una posibilidad de mirar al sentimiento sin la dictadura del lenguaje. Usar el lenguaje para dejarlo atrás, para encontrar el silencio capaz de eludir la trampa. Hay que buscar ese “el silencio [que] ha dejado de ser un callarse”.

En La frontera Quignard se ciñe a un patrón clásico –el cuento– para aproximarse de nuevo a las cuestiones que ocupan su literatura. El relato se desarrolla en Portugal en 1640 y cuenta la historia de la joven y bellísima Luisa de Alcobaça y del señor de Jaume, amigo del rey. El señor de Jaume siente una poderosa fascinación por Luisa desde que esta era niña. El rechazo a su petición de mano y la boda de Luisa con un joven portugués desvían esa fascinación hacia un resentimiento cada vez más enfermizo. La fascinada y enturbiada mente del señor de Jaume idea una estrategia para apoderarse de la mujer: se gana la amistad del esposo hasta que este lo cree un hermano. Un día, durante una cacería, lo asesina simulando un accidente –Eros y Tánatos–. Para vencer a la mujer, pone su dolor de amigo a la altura del dolor de la viuda: lo consigue: Luisa cede y se entrega. Tiempo después y confiado en lo definitivo de su conquista el señor de Jaume confiesa su crimen a la mujer. Luisa lo emascula y se suicida. El señor de Jauma se consume. Un día, incapaz de asumir la doble pérdida de la virilidad y de la fascinante, acaba con su vida arrojándose por el balcón. El conde de Mascarenhas, amigo del señor de Jaume, recibe la orden del rey –preocupado por las consecuencias políticas– de no hablar nunca del asunto. Para sortear la orden del rey sin faltar a su palabra, el conde de Mascarenhas encarga –mediante la argucia de sustituir su voz por unos dibujos– unos azulejos de cerámica pintados en los que se relata la historia. El silencio del arte se ha impuesto. La frontera es un relato que habla de la difícil frontera que define lo humano, una frontera simbolizada en el jardín creado por la mano del hombre y que se adentra en el campo sin que se pueda distinguir dónde acaba uno y dónde empieza el otro; un relato por el que desfilan dioses y mitos, heredero de una de las obras más grandes que nos ha dejado la Antigüedad: las Metamorfosis de Ovidio, “el libro universal que trata sobre esa antropomorfosis tan inestable y angustiosa que compone la escasa humanidad de lo humano [...] esas metamorfosis que nos hacen ver un nosotros mismos aún más verdadero que nosotros mismos en un toro o un lobo”. La animalidad simbolizada por la afición del señor de Jaume por enfrentarse al toro –el animal mítico– y la muerte del esposo causada por las fauces del jabalí. Los dos polos simbolizados por el espejo en el que se mira la joven Luisa: espejo por un lado y una pintura por el otro: Judith oronda cortándole el cuello a Holofernes dormido. Un relato que plantea el mismo enigma que la obra del sabio de la Antigüedad: ¿dónde comienza eso que llamamos lo humano?

Ferviente admirador de los Ensayos de Montaigne y de los cuentos de Las mil y una noches, Quignard pretende publicar diez, quince, e incluso otros veinte libros con la intención de reunir todos los aspectos de la experiencia que la tradición ha olvidado transmitir. "Ya he previsto un libro sobre la búsqueda de lugares maravillosos que se llamará Les paradisiaques. Otro, Les sordissimes que reunirá todo lo relativo al discurso, lo que Bataille llama la parte maldita y que abarca desde las recetas de cocina hasta los coches de juguete pasando por los caramelos. También escribiré sobre las estaciones del año, las edades, y las horas. No sé cuántos tomos escribiré. No quiero que mis declaraciones me aten. Lo cierto es que moriré con este proyecto bautizado Dernier royaume, es mi manera de decir que el segundo mundo (siendo el primero uterino y prenatal) es el último, que no hay otra vida", explica el artista entusiasmado.


 

Ficha:

 

Vida Secreta
Pascal Quignard
Espasa. Barcelona, 2004
286 páginas

El sexo y el espanto
Pascal Quignard
Minúscula. Barcelona, 2005
240 páginas
 
La frontera
Pascal Quignard
Funambulista. Madrid, 2005
138 páginas