Magritte: Los amantesMi piel y mi carne se pegaron a mis huesos,
Y he escapado con sólo la piel de mis dientes.

Job, XIX, 20

 

El desierto y su semilla (primera edición en Simurg, Buenos Aires, 1998) es la historia de un escándalo y una imposibilidad, en sus implicaciones públicas, y el terrible teatro de un fracaso privado. La fragmentada y purulenta sociedad argentina del año 1964 recibió como un gancho en la mandíbula una inquietante noticia: Raúl Barón Biza, millonario, político revolucionario, escritor y polemista, había arrojado a la cara de su esposa, Clotilde Sabattini, pedagoga e hija del más influyente gobernador civil de la república, el suficiente ácido como para deformarla por completo. El vitriolo actuó rápido y tenaz sobre la carne, convirtiendo su rostro en una catazona virulenta. Purulencia social y rostro metafórico se encontraban en un punto significativo: el pornógrafo profesional e instigador político más molesto de la alta sociedad argentina remataba su existencia depositando una bomba de relojería en el semblante de la patria. "Barón Biza escribió con sangre su última página", tituló la prensa local haciendo referencia a su dermografismo criminal. Si la sangre había puesto punto final a su obra, ¿con qué sustancia podría escribirse la historia de este trágico suceso?

 

Por Ernesto Bottini

 

Al día siguiente del alegórico y abyecto atentado, Raúl Barón Biza atravesó su calenturienta sesera con una bala de plomo: así murió el hombre y nació un monstruoso mito de corto pero intenso recorrido (“el mito no oculta nada, su función es la de deformar, no la de hacer desaparecer”, escribió Barthes). En su biografía del acaudalado autor “maldito”, subtitulada “el inmoralista”, Christian Ferrer escribió: “No le faltaba ninguna pieza para dar forma a la figura del infame, puesto que así fue que quiso irse de este mundo: de la peor manera”. Ya ha quedado dicho que la literatura argentina huele a pólvora, que tiene la apariencia de un suplicio o un exceso y la fisonomía de un matadero, que suena a turbamulta (y a eremita, alternativamente) y alberga el trauma de la imposibilidad de desembarazarse de una trama de tradiciones que la entrecruzan hasta la desintegración. En esa red tendida sobre el aire se sitúan la novela y su autor, Jorge Barón Biza (1942-2001), hijo de la malograda pareja, traductor del primer Proust, crítico de arte y periodista cultural. Él será quien acompañe a la desfigurada pedagoga en su periplo de reconstrucción, en el ímprobo trayecto interior de colgajos, pegotes, injertos, plasmas, costuras y remedos epidérmicos. Él será quien mezcle con paciencia los pigmentos hasta lograr el trazo adecuado para convertir la destrucción en relato.

Hasta aquí la realidad de los hechos -o al menos el perfil constatable de esa realidad-, el componente autobiográfico de la novela; pero “el sufrimiento no legitima la literatura, lo que legitima la literatura es el texto”, diría su autor. La novela está habitada por criaturas que llevan nombres tales como Arón Gageac, Eligia Presotto y Mario Gageac, el narrador-personaje (según Ferrer, la familia Barón es originaria de Gageac, en la región francesa de la Dordogne, donde poseían un castillo con el mismo nombre). Jorge Barón Biza llegó a quejarse de la lectura en clave excesivamente autobiográfica del libro (“la novela es obviamente autobiográfica, pero no es confesional”, diría). Aun atendiendo a sus reparos, cabe señalar que el texto está inoculado de “trampas”. Para ilustrar la dificultad que entraña este caso basta con mencionar la intervención de J. Ernesto Ayala-Dip en su crítica aparecida, con motivo de la presente edición española, en El País: “Siendo alérgico como soy a los encuadres biográficos de los libros que reseño, esta vez he de hacer una pequeña mención a la vida de Barón Biza”. Las “trampas” consisten en constantes referencias y alusiones que adquieren sentido desde una interpretación en clave biográfica, extratextual, como por ejemplo: “Cuando te toca un viejo que se cree el marqués de Sade y se gasta la guita en construir monumentos a la pasión, terminás a arroz y salchichas…”. En efecto, Raúl Barón Biza había gastado una fortuna enterrando un cuerpo y un tesoro, los de su primera esposa, la actriz y aviadora suiza Miriam Stefford, quien se había estrellado durante uno de los tramos del raid aeronáutico en el que competía, en 1931, en la provincia de San Juan. El mausoleo que construyó para albergar el cadáver y las valiosas joyas de Stefford, en su finca de Alta Gracia, Córdoba, es un monumento funerario de más de ochenta metros de altura y quince de cimentación (“un Taj Mahal criollo”), con forma de ala de avión, diseñado por el ingeniero Fausto Newton, en el que trabajaron ciento veinte obreros polacos y que es, aun hoy, el mausoleo más alto de la República Argentina (más alto que el propio obelisco porteño). Cuando se inició la obra Amadeo Sabattini, gobernador de Córdoba en 1935, correligionario de Raúl Barón Biza y célebre caudillo provincial, fue invitado a echar la primera palada de tierra del monumento.

“El viejo –leemos en El desierto y su semilla- había sido violento, cruel, furioso, pero hizo las cosas con pasión, se había jugado por ideas, había gastado fortunas en combatir a los dictadores, después de malgastar otras mayores en putas europeas”, y eso produce en Mario Gageac un sentimiento contradictorio. La construcción del personaje narrador se hace a contracorriente de la herencia paterna, y esta tensión recorrerá toda la novela, aunque es la “reconciliación” el principal motor de la peripecia psicológica, el intento de conjurar (transfigurar) la realidad a través de la ficción, ya que el tratamiento ficcional del texto es tan evidente como perfecto y eficaz: “Me reconstruiría a mí mismo con la misma tenacidad que Eligia, contradiciendo todos los designios de Arón. Yo sería el anti-Arón; tendría mi propia manera de ser fuerte, de desafiar destinos. Mi indiferencia no iba a ser una deuda filial […] Se puede montar en ira y dirigirse, sin embargo, hacia la reconciliación. La ira llega al otro, lo toca, los une y los supera. Pero cuando alguien intenta separar la ira de la reconciliación, entonces la ira es solo odio, puro, frío, aislado, sin grandeza”. Era necesario cauterizar la herida, construir un camino de doble sentido: eliminar la necrosis (Layo) y ventilar la carne sana (Yocasta). El frontispicio del cuerpo-signo de Eligia se convierte entonces en el campo de batalla de dos fuerzas antagónicas, y detrás de la refriega espera el rostro de la madre (“la piel es lo más profundo del hombre”, diría el poeta). En lo alto del pórtico de acceso al macabro lienzo mutante se podría haber leído, escrito con oscura sangre coagulada: “¡Ah, los que entráis, abandonad toda esperanza!”.

En el desierto, paradigma de lo infértil, el fruto que cae del árbol incuba su semilla hasta que encuentra las excepcionales condiciones para brindarse como una extraña flor, decidida y frágil a un mismo tiempo, fuerza venida de la distancia, fecundación del erial.

El carisma de una tribu

La literatura argentina, además de lo dicho –pero, ¿quedó suficientemente dicho?- tiene un rostro recurrente, un ambarino y esquivo objeto de deseo: María Eva Duarte de Perón, Evita, la mujer del General, la primera mujer, la novia del pueblo, o simplemente “esa mujer”. Unas veces aparece de frente, otras de perfil, pero la mayor parte de las veces es un fantasma que preña el macro-texto de la literatura argentina como una aparición inconsulta, un espectro de amplia reverberación. “El desierto y su semilla” no solo no es una excepción a este tópico literario nacional, sino que entra de lleno entre sus más destacados especímenes. Como en el famoso cuento de Rodolfo Walsh, aquí nunca es mencionada de forma directa, mediante su nombre de pila o de guerra: siempre es la mujer del General, la Señora, “esa Señora que nos trajo el General para que nos proteja y nos beneficie”, como dice un personaje en la novela. Eligia y la Señora son dos caras de una misma moneda, y transitan la narración como un Jano de sorprendente coincidencia: Eligia es llevada a Milán, para ser tratada en la clínica de cirugía reconstructiva más prestigiosa de la época, y el cadáver embalsamado de la mujer del general está a poca distancia del hospital, secuestrado y escondido bajo nombre falso en un cementerio a la espera del momento propicio para rentabilizar su valor simbólico-político. Diría J. Barón Biza: “Por un lado, el cuerpo perfecto, por el otro, el cuerpo deshecho. Mi madre estaba en un estado de profunda desintimidad, abierta, expuesta, tratando de armarse”. Esa otra mujer estaba sellada con parafina, inexpugnable, oculta, inmutable. “¿Por qué quería Dios que nadie se muriese con su propia cara?”, se preguntaba el narrador de El Gatopardo, puntualizando: “Porque a todos les pasa así: se muere con una máscara en la cara”.

Clotilde Sabattini había sido, a finales de la década del ’50, presidenta del Consejo Nacional de Educación y responsable de la sanción del primer Estatuto del Docente. Pocos años antes había militado de forma activa contra el peronismo, desde la Unión Cívica Radical (el partido conservador de la Argentina), enfrentándose directamente a Eva Perón, quien llegó incluso a enviarla a prisión y luego al exilio. La historia política de aquellos años se hace carne en la novela, adopta diversos rostros, inmaculados e incorruptibles unos, deformados o vaciados otros. “La condición de su nuevo cuerpo [el de Eligia] le velaba todo goce, todo orgullo, la remitía sin escapatoria a un destino, a una intención absoluta: cambiar la situación en que se hallaba. Sin poder verse, sin poder tocarse, solo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir”. El cuerpo de la Señora, por el contrario, conserva la lozanía con marmórea resistencia, a pesar del envite con saña de sus raptores. Así lo pone un personaje, con su coloratura “pancriolla”: “¡Vaya Dios a saber las maldades que le han hecho! Pero la Señora fue más fuerte y no le pudieron cumplir ningún daño. Entonces la tuvieron que esconder. […] Un buen rato estuvo desaparecida, pero ella mesmita reapareció –solita se volvió- y yo la pude ver cuando reapareció tan rubia como siempre; y aunque tenía las marcas del odio de sus enemigos, estaba blanca, angelical y eterna. Daban ganas de acareciar su cuerpito. ‘Es eterna’, confirmó el dotor que la revisó, ‘solo el fuego o el ácido la pueden dañar’… Todo probaron, de seguro. Yo mismo la vi cuando reapareció: habían tratado de cortarle la oreja, y la habían golpeado en la mandíbula, y le destrozaron la nariz, y le quemaron los piesecitos, ¡pobrecita! No sabían sus enemigos –como sabemos nosotros- que los golpes y la quemazón purifican. No han sabido, no sabían, que ella ya había pasado antes la prueba del fuego”. Dos rostros que encarnan, cada uno a su manera, la turbulenta historia de la pugna por definir una identidad nacional.

Establecida la relación metafórica entre cuerpo y política, entre carne y nación, está preparado el terreno para una lectura adecuada de lo que sigue: “Su cuerpo se convertía en un ritmo de vacíos y tensiones. Esta capacidad de transformación de la carne me sumió en el desconcierto”, o “Ahora era testigo involuntario de los caprichos de una sustancia torpe y descontrolada que no se molestaba en borrar o pulir sus propios esbozos”. Corroído y violentado, el rostro es imagen de otra instancia, sorpresiva máscara de lo obsceno. Fuera del marco propicio de lo cohesionado, los rasgos se convierten en marcas de lo caótico, en la cara comprometida con lo insultantemente orgánico.

Figuración, desfiguración, transfiguración y cocoliche

Liberado del contorno epidérmico, desanclado del maquillaje simétrico de la armonía, el rostro expone su confuso andamiaje cartilaginoso: “solo mediante la disciplina y la piedad lograréis dominar la carne, y una vez dominada esta, dominareis mejor todo el miedo a la muerte, seréis dueños de vuestros huesos polvorientos”, pronuncia el cura de la clínica de reconstrucción en uno de sus sermones diarios, dirigiéndose a las enfermeras y los pacientes. Si, como dice Nora Domínguez en Dar la cara. Rostridad y relato materno en El desierto y su semilla, “la destrucción del rostro concierne a la destrucción de las funciones sociales que él refleja y contiene”, la reconstrucción del rostro será una acción disciplinada, una seducción de lo disperso y digresivo, será la conjunción voluntariosa de aquello que tiende a la diseminación y el fragmento. La disposición alegórica de los elementos constitutivos de la novela, tan ajustada y elocuente, se percibe incluso en la construcción significativa de la ciudad de Milán: “Ninguna dirección era constante, ninguna referencia, estable; no había damero que enmarcase el conjunto. El ancho de aquellas arterias era indeterminado: a veces variaba por cambios bruscos, otras por transiciones imperceptibles; lo cierto es que nunca sabía si andaba por una calle, una avenida o una plaza […] Me pareció que atravesaba una sucesión de fragmentos que nunca se reunían”. La ciudad en la que se opera la reconstrucción (de la cara de Eligia) y el ocultamiento (del cadáver de Eva Perón) es sintomática de los procesos respectivos, sinécdoque, figuración y escenario metafórico.

La ciudad es una forma social y una manifestación política, pero quizá la cota más alta de imbricación entre tema y representación se logre a partir de la figura de Giuseppe Arcimboldo y su cuadro El jurisconsulto: “Piense, ¿de dónde proviene la fascinación de ese retrato, si no es del contraste tan evidente entre las ropas y los libros del jurista, que simbolizan un orden social, y el caos de esa cara? Ese contraste hace evidente, para mí, aquello que está ausente en el cuadro. ¿Sabe qué le falta a esta carne de pollo desplumada y en contacto con otras carnes que no son de su raza, como la del pescado? ¡Voluntad! Voluntad de acción, de dominar, de cohesionarse… […] Arcimboldo descubrió que la yuxtaposición, la falta de perspectiva y de escala, desnudan la carne”. El preciso manejo de los elementos teóricos de la pintura, derivado de su oficio crítico, permite al autor diseñar este objeto para su perfecto ensamblaje en el entramado significativo de la narración.

La novela de Jorge Barón Biza tiene una doble inscripción en el cuerpo (constantemente transfigurado) de la literatura argentina: por un lado construye un espacio semántico inédito para la figura de Eva Perón, un espacio de confrontación con el rostro desfigurado de Eligia -convierte a “esa mujer” en “la otra mujer”, desdoblando la imagen mítica, interfiriendo en la definición del arquetipo-, y por otro pone en funcionamiento una maquinaria lingüística para actuar sobre el castellano rioplatense, a través del cocoliche (yuxtaposición de palabras de dos lenguas): “Casi todo el libro está escrito en cocoliche. El cocoliche nos ha llegado a través de la escenificación paródica hecha por autores que pueden ser geniales, pero que descalifican al cocoliche a través de un marco de lenguaje correcto. Ya en el ‘Martín Fierro’ se lee una burla del habla titubeante del ‘papolitano’. En el criollismo se trata de acallar esas voces inmigrantes. Es por eso que no se conservan fragmentos largos de escritura cocoliche. Y es una pena, porque el cocoliche es una de las prácticas lingüísticas más imaginativas, porque trabaja con un doble código, superpone dos lenguas. Eso elimina la idea misma de error gramatical. El cocoliche es una pura intensidad, el lenguaje tiene una enorme carga existencial. Todo lo que se puede decir viene de un diálogo entre el saber y el no saber (otra lengua)”. La tensión que introduce el cocoliche como estrategia sociolingüística se elabora a partir de la imposibilidad de establecer un marco válido para la “lengua literaria”, es resistencia contra la norma, participación en la retórica del exilio. El castellano aparece en la novela facturado como una caja de resonancias donde suenan el italiano, el alemán o el inglés; adopta la máscara de una lengua que es a la vez propia e incómoda, una y diversa.

Una imposibilidad de otra índole convirtió en estéril el afán reconstructivo del rostro de Clotilde/Eligia, cuyo cuerpo acabó esparcido en la crueldad de una calle anónima, una vez acabado el tratamiento en la clínica italiana y al poco de regresar a los despojos de su pasado argentino. El desierto y su semilla es una novela inquietante por lo descarnado de la peripecia que narra y virtuosa por su capacidad alegórica y representativa, el texto paradójicamente cumbre de un autor sin “obra”, que sin embargo ha entrado con carta de naturaleza entre las mejores producciones literarias argentinas de los últimos tiempos. Jorge Barón Biza se suicidó en 2001 arrojándose al vacío, quizá cumpliendo un secreto pero ineludible dictado autodestructivo. Entre sus papeles se encontró una novela inconclusa que llevaba el provisorio título de La mujer en lo alto.



Ficha:

El desierto y su semilla
Jorge Barón Biza
451 Editores
Madrid, 2007
289 páginas