Heker: La trastienda de la escrituraLa autora argentina Liliana Heker, escritora y maestra de escritores, se refiere a La trastienda de la escritura (Alfaguara): "Tengo ideas de cuentos que quiero escribir y sin embargo no encuentro cómo", cuenta. Y también: "Encontrar la forma es la gran aventura de la escritura. Sé que voy a encontrar la forma si trabajo lo suficiente, que aparezca es una cuestión de trabajo con el material, no tiene nada que ver con la motivación".

 

Por Nacho Damiano

 

 

Luego de muchísimos años dedicados a esa manera tan particular de lo que podríamos llamar “docencia” que son los talleres literarios, Liliana Heker tuvo un gesto que no puede sino percibirse como generoso al organizar, redactar y publicar sus ideas y opiniones sobre el proceso creativo. El resultado es La trastienda de la escritura, publicado por Alfaguara.

 

Discutir el libro fue una excusa para entrevistarla en su espacio de trabajo en San Telmo. Aunque afuera la zona estuviera alborotada como lo debe estar siempre, una vez dentro de la guarida de Liliana, el ruido desaparece y el tiempo transcurre más lento. Su cadencia al hablar es hipnotizante, pareciera estar escribiendo cuando habla: las frases le salen redondas, coherentes, cohesivas con el resto del razonamiento.

 

En uno de los capítulos de La trastienda…, Liliana transcribe un fragmento de su diario que opera como sinécdoque perfecta del tono y el espíritu que domina todo el libro, cuya lectura produce la sensación de estar no solo asistiendo como espectador sino hasta participando del proceso creativo de una de las más grandes escritoras argentinas de nuestro tiempo: 

 

Un cambio fundamental. El coordinador del taller que, pese a que ya lo cambié varias veces, nunca me convenció del todo, ahora es una intelectual vieja y sabia –una especie de Marguerite Duras o Hedy Crilla−, y es vienesa. Vino en el 38. Esto me permite la creación totalmente libre de un personaje al que no se puede vincular con nadie de nuestra literatura: es la pura ficción, la pura libertad, de modo que puede decir lo que se le canta y actuar de la manera más extravagante. Eso, además, desdibuja los límites entre realidad y ficción, que es lo que necesito. Y por fin ayer, después de haber avanzado lentamente –avanzar significa, en este caso, volver atrás y corregir cosas que no funcionaban, de modo que el avance era realmente muy lento−, después de este avance un poco a ciegas –porque no sabía muy bien cómo se estructuraba todo lo que me quedaba por contar−, ayer a la tarde, de golpe, vi la armazón completa de lo que falta. Ahí nomás creé en la computadora un archivo que alentadoramente se llama “locura”, cosa de no tener ninguna inhibición, y empecé a escribir con miras al final, sin ningún tipo de censura. Lo que yo llamo “en estado de anfetamina”. Sé que uno se puede crear ese estado voluntariamente, sin necesidad de tomar nada. Ahora mismo, mientras escribo esto, y hace un rato, cuando avanzaba con mi locura, me sentía –me siento− en ese estado. Ahora sí, en pocos días llego al final y, a partir de entonces, empiezo a trabajar la totalidad y, minuciosamente, cada párrafo. La creatividad vuelve, como si me recuperara de una larga enfermedad. Y no vuelve sola: la estoy buscando desesperadamente.

 

—En La trastienda de la escritura hablás de dos hipótesis de trabajo muy fundantes para tu forma de entender el oficio: “no escribir sin ganas” y “las ganas de escribir vienen escribiendo”. A priori parecen contradictorias, ¿cómo conviven?

 

-Son totalmente fundantes. Yo misma, cuando estaba escribiendo ese capítulo y trataba de profundizar en lo que significa escribir sin ganas, me di cuenta de que mi credo empieza con esa frase: las ganas de escribir vienen escribiendo. Me refiero concretamente a las coartadas que uno se pone cuando está trabajando. Me apasiona el ocio, entonces siempre encuentro pretextos para no escribir, desde ir a la verdulería hasta el horror que me provocan ciertas cuestiones que pasaron los últimos tiempos en la política nacional. Todo me distrae de la escritura, por eso, si uno está en un proyecto concreto, lo que tiene que hacer es vencer esas trabas, ya que el momento perfecto en el que todos los problemas se hayan solucionado, no existe. Si uno se queda esperando ese momento no va a escribir nunca. De hecho, si no existiera ningún problema exterior, cosa bastante improbable, uno tampoco escribiría porque, ¿para qué escribir en un estado de total plenitud? Estoy convencida de que hay que hacer un esfuerzo para vencer la tendencia a no hacer, sentarse y empezar con el trabajo. Y mientras uno está metiéndose en el trabajo, aparecen a pleno esas ganas y realmente todos los problemas exteriores, por lo menos durante ese tiempo en el que uno está trabajando en su ficción, desaparecen.

 

Eso cuando estoy en lo que yo llamo “estado de trabajo”, pero es importante no confundirlo con escribir sin ganas, sin motivación real, simplemente porque cierta trayectoria y cierto reconocimiento exterior te han investido como escritor. Me ha pasado tener períodos en los que por más que quiera trabajar no encuentro nada en lo que “recalar”, que es un verbo que uso mucho en mi diario. Quizás tengo temas sueltos, pero no me enganchan, no me generan ninguna motivación importante. Cuando esos estados se prolongan, me provoca bastante angustia. Pero hay algo todavía más grave para un escritor: escribir sin ganas. Porque a esta altura una tiene oficio, yo sé que me siento y, tenga ganas o no, puedo escribir un cuento. Pero se nota, me sale un cuento, justamente, desganado. Y eso se advierte, en la obra propia y en la de los otros, autores a veces notables pero que en determinado momento escriben una novela (porque suelen ser novelas) sin ganas. Y ahí me pregunto: ¿para qué escribió esto?

 

—En esos períodos en los que no encontrás motivación, ¿recomendás no escribir?

 

-A esta altura, de alguna u otra manera siempre tengo algo para escribir: una entrevista, una anotación en mi diario…

 

—¿Pero todo es “escribir”?

 

-No. No es lo mismo. “Escribir” es estar creando. No importa en qué instancia y no importa que lo que estoy creando no termine de salirme y me lleve años concretarlo, yo sé cuándo estoy trabajando en un proyecto que me importa y con el que voy a trabajar y pelear cuando no me salga hasta conseguirlo. Quizás, obvio, no me salga nunca, no hay ninguna garantía, pero sé cuándo estoy trabajando en algo que realmente me importa y sé cuándo estoy escribiendo algo que no me importa para nada. Cuando pasa eso, en general, lo dejo. Pero hay algo muy importante para aclarar acá: en mis inicios no me daba cuenta y seguía. Hay un cuento, que creo que ya nunca voy a escribir, que empecé a trabajar cuando terminé mi primer libro, que se llama “Hedda Gabler”, que es un personaje de Ibsen. El tema me encanta (no te lo voy a contar, por las dudas) y también me encanta el personaje. Es un cuento larguísimo. En un momento lo escribí y lo terminé, tengo una versión, pero que no sirve para nada, lo siento impostado, no hay nada “real”. Pese a que la idea me sigue pareciendo apasionante, no encuentro, y no sé si alguna vez encontraré, la manera de escribirlo. A partir de ahí es algo que tuve muy en cuenta: yo me aburría escribiéndolo. Y ahora sé que si yo me aburro escribiendo, seguro que el texto que me está saliendo es aburrido. En ese momento no me importó y seguí, creaba situaciones, avanzaba en la narración, pero ni a mí me interesaba. Y eso se nota. Lo terminé porque en ese momento pensaba que si empezaba algo tenía que terminarlo.

 

—¿Ya no pensás así?

 

-No. Si algo no me engancha, lo más probable es que no avance. Tengo ideas de cuentos que quiero escribir y sin embargo no encuentro cómo.

 

—Hay una teoría bastante extendida entre algunos escritores que dice que para ver si un texto es valioso o no, es necesario avanzar hasta el final, que no es posible detectar si algo está bien o mal hasta que no está terminado. ¿Qué opinás?

 

-Te respondo con un ejemplo concreto. Me dio muchísimo trabajo llegar al final de El fin de la historia. Y sin embargo, mucho antes de terminarla, yo ya sabía que me importaba escribir lo que estaba escribiendo, no necesité terminarla. Incluso cuando veía el final como algo incierto, cuando no tenía idea de cómo iba a resolver ese problema, sabía que lo iba a conseguir. Lo mismo me pasó con Zona de clivaje. Tardé muchísimo en llegar a ese final, pero sabía que ahí había cosas importantes, que para mí eran fundamentales, aunque no encontraba la forma y no conseguía plasmar la estructura que tenía en la cabeza.

 

—Esa motivación (o falta de motivación, según el caso), ¿creés que está más relacionada con una cuestión temática o con algo más relativo a la forma?

 

-Encontrar la forma es la gran aventura de la escritura. Sé que voy a encontrar la forma si trabajo lo suficiente, que aparezca es una cuestión de trabajo con el material, no tiene nada que ver con la motivación. Lo que pasa es que a veces hay temas que me interesan pero que no sé cómo encararlos, ni siquiera sé por qué me cuesta encararlos. De hecho, en El fin de la historia empecé por un lugar totalmente equivocado, pero desde el vamos sabía que iba a escribir esa novela. El trabajo formal que hice con ese libro es el más complejo de todos los que hice, me costó muchísimo. Tenía muchas cuestiones para contar, que correspondían a diferentes planos espaciales y a diferentes tiempos históricos, además de la necesidad de que todas esas situaciones tan distintas debían resignificarse unas a otras.

 

Y que además de resignificarse requieren el conocimiento del resto casi de manera simultánea. Es uno de los grandes desafíos de la literatura, que, para ponernos un poco borgeanos, al ser un hecho sintáctico no es como en la pintura en la que el espectador puede captar muchos planos a la vez.

 

Claro, no existe la simultaneidad en la literatura, la lectura es secuencial. Pero sin embargo, uno puede crear esa ilusión. Yo sabía que no quería una novela lineal, hasta que un día encontré la forma de armar el choque entre distintos planos y distintas anécdotas, que a una escena de tortura le siga una escena de infancia por ejemplo. Eso me ayudó a que los temas y las situaciones se signifiquen unas a otras. Pero volviendo a lo que hablábamos antes, para mí era necesario escribir esa novela, existían esas ganas.

 

—Cuando decís que estuviste años para escribir algo, ¿te referís a la idea dándote vueltas por la cabeza o a escribir, tirar y reescribir concretamente?

 

-En algunos casos tengo muchas versiones. Me pasó, por ejemplo, con “La fiesta ajena”. Desde que se me ocurrió la situación supe que era un buen tema para un cuento, de modo que lo intenté muchas veces. Empezaba y no había caso, no encontraba la manera de contarlo, pero siempre consciente de que era un tema que quería escribir. En ese caso hubo varias escrituras y ninguna llegó haste el final, te diría que no pasaban de la segunda página, pero los intentos eran concretos. En cambio, un cuento que se llama “Tarde de circo” surgió de una vez que Ernesto, mi marido, me contó la escena y desde ese momento me pareció fascinante y me dieron ganas de escribirlo. Sabía más o menos entre quiénes sería el conflicto pero quedó ahí. Hice un par de intentos y no pude avanzar. Recién después de un período muy largo de no poder escribir tuve una época de mucho empuje y pude encontrarle la vuelta. Es como si el tema hubiera quedado agazapado y en algún momento saltó.

 

—En el libro hablás de las diferencias formales entre el cuento y la novela. Entre muchas otras, el cuento estaría como más “armado” desde el principio y la novela se iría “armando” con el correr del trabajo, pero también mencionás varios cuentos que “se transformaron” en novelas. Me interesa el proceso que opera para que se de ese cambio de género.

 

-No sé si diría que el cuento “aparece armado”. A Abelardo Castillo sí le pasaba eso: cuando se le ocurría un cuento se le ocurría completo, lo contaba entero antes de sentarse a trabajar. No es mi caso. A mí se me ocurre una situación, que incluso puede ser mínima, pero que de alguna manera implica el final. El final anecdótico, el desenlace, sí está desde el principio, desde el momento en el que se me ocurre. Para mí el cuento viene asociado con su propio final, que no se puede cambiar porque si no cambia el cuento. Eso te da una especie de norte para escribir, aunque claro, hay cuentos que son muy complejos de estructurar. Sin embargo, en algunos casos me pasó algo distinto: se me ocurrió un conflicto, ya no una situación concreta, y ahí no tengo el final. En ese caso lo que sí tengo es uno o dos (por lo menos uno) personajes centrales bien delimitados. Esto me pasó con “De la voluntad y sus tribulaciones”, donde el conflicto hasta está en el título. Sin embargo, durante mucho tiempo no encontré qué era lo que quería contar a propósito de las tribulaciones de la voluntad. Tenía algunas situaciones sueltas, pero no se me armaba nunca. Y esa es otra forma de construcción del cuento, quizás más alejada de la construcción ortodoxa.

 

Con respecto a cuentos que se transformaron en otra cosa el caso más claro es Zona de clivaje. La idea se me ocurrió a los veinte años cuando leí Extraño interludio de O´Neill. Se me ocurrió todo, hasta los nombres de los personajes, que nunca cambiaron: siempre fueron Irene y Alfredo. Incluso sabía el final (aunque admito que con el correr de los años modifiqué un poco), pero sabía exactamente lo que pasaba. Sabía que estaba narrado en primera persona y hasta sabía la frase del final: “hasta que vos, amor, decidas matarme”. Todo esto que te estoy diciendo lo concebí todo junto, en un segundo. Me senté y me puse a escribir. Pero me pasó algo que no me había pasado nunca hasta ese momento: no avanzaba hacia adelante, hacia la resolución de la historia, avanzaba hacia los costados e incluso hacia atrás. Se me empezó a expandir el material y no solo no estaba llegando al final, sino que me dio la sensación de que no iba a llegar nunca. Se empezó a formar un mundo que yo de ninguna manera tenía previsto, casi a pesar mío te diría, porque yo quería escribir lo que tenía en la cabeza, no todo eso. Pero empecé a sentir una energía creativa que no había sentido nunca, me sentí en un terreno inédito para mi literatura hasta ese momento. Cuando llegué a las ochenta páginas, no me quedó otra que aceptar que eso no era un cuento. Yo lo estaba escribiendo con la certeza de que iba a formar parte de mi primer libro, pero se expandía, tenía una cantidad de historias paralelas y de detalles que no cabían en un cuento. Por supuesto, no me dio el cuero. Para escribir esa novela me faltaba (cosa que no vi en ese momento, me di cuenta después) experiencia literaria y experiencia vital. Nunca abandoné el proyecto, a lo largo de los años le iba sumando escenas, cambié la persona narrativa de la primera a la tercera, probé de todo. Lo que sí abandoné, y estas son las cosas que una descubre sobre la marcha, es a responder “una novela” cuando alguien me preguntaba qué estaba escribiendo. Descubrí que es la mejor coartada para un escritor, lo ayuda a no decir “no estoy escribiendo nada”. Me pareció deshonesto, yo no estaba escribiendo ninguna novela, sabía que la iba a escribir, tenía la idea y el proyecto, pero estar escribiendo es otra cosa. En el 81 recién descubrí muchas cosas de ese texto: le cambié un poco el final, encontré el título, escribí uno de los capítulos que más me gusta que es el de la madre de Irene (que me permitió hablar sobre la maternidad, algo sobre lo que no pensaba escribir) y distintos hechos personales, literarios e históricos (Malvinas, por ejemplo) me produjeron un quiebre y dejé de avanzar. En el 86 volví y la encontré. Ahora sí podía responder “una novela” a esa pregunta, porque no paré de escribir hasta que la terminé, por fin, en el 87. Son muchas etapas muy distintas, sin dudas necesité de todo lo que había ocurrido antes, pero escribir lo que se dice escribir, la escribí en un año.

 

Cuando aparece algo que no cabe en un cuento te das cuenta de que estás ante otro tipo de material. Pero también pienso que parte importante del proceso de corrección de un cuento consiste en descartar un montón de cosas porque justamente “no entran”. ¿Cómo establecés esa diferencia, que imagino muy sutil, entre expandir el texto para trabajar una nouvelle o una novela y estar “arruinando” un cuento?

 

No me planteo “estoy escribiendo un cuento, así que esto no cabe”. De hecho, como te decía antes, algunos de mis cuentos, desde el punto de vista ortodoxo, no sé si podría decir si son cuentos o no. Lo que sí tengo claro es lo que quiero contar, y es el mismo material el que me va imponiendo el género. Tampoco creo en la diferenciación en géneros de manera categórica, creo que siempre existe un cruce. Lo que sí me planteo, yendo a lo que me preguntás, es si en el texto que estoy escribiendo, que tiene la forma que tiene, hay cosas que sobran o cosas que faltan. En un texto que es indiscutiblemente un cuento como “La fiesta ajena”, hay un personaje que no estaba previsto de ninguna manera que es “la chica del moño”. Cuando estoy metida en lo que estoy escribiendo, de pronto todo empieza a funcionar dentro de ese mundo, y yo creo que hay entonces una capacidad de invención muy particular. Cuando tengo a Rosaura, el otro personaje, instalada en la fiesta, se me cruza esa nena insoportable que es la nena del moño. Recién cuando encontré ese personaje encontré la forma del cuento. Otra cosa muy linda que me pasó, cuando estaba escribiendo “Don Juan de la Casa Blanca”, fue que los distintos mozos que aparecen se me instalaron como personajes. No son fundamentales en el relato, pero de a poco empezaron a tener una entidad muy fuerte, características muy singulares, en particular el último. De hecho, es ese mozo el que cierra el relato. De pronto ocurre, y uno tiene que estar predispuesto a esas intromisiones, porque tienen que ver con lo metido que está uno en lo que está contando. Si se da así, es muy probable que esas intromisiones funcionen. También puede ocurrir que no funcionen porque a veces se me ocurren cosas muy buenas pero que son para otro texto. Lo mejor en ese caso es recortarlo y dejarlo aparte para ver si le puedo encontrar su lugar.

 

—¿Cómo trabajás ese archivo de textos recortados?

 

-Cuando creo que sirve para otro texto abro un archivo nuevo y lo guardo ahí. Soy muy desprolija, pero la computadora en ese sentido es maravillosa porque al mismo tiempo tengo una cabeza bastante organizada, entonces sé dónde están las cosas. Tengo muchos textos que se suponía que iban en determinado cuento o proyecto de novela y que de pronto empiezan a formar parte de otra carpeta o de otro archivo para algo que pienso que alguna vez voy a escribir.

 

—Cambiando rotundamente de tema: en La trastienda de la escritura hablás de que en un momento determinado necesitabas un personaje que cumpliera una función literaria específica, que lo inventaste para que cumpla un rol particular. ¿Cómo nacen tus personajes?

 

-Lo que mencionás me pasó en El fin de la historia. La idea primera, eso sí no se modificó nunca, era la historia de las amigas, una militante y la otra bastante intelectual, que es la que narra la historia de la primera. Pero a medida que iba avanzando, no tanto en la escritura como en la concepción del texto, me di cuenta de que necesitaba un tercer personaje que pudiera ver un poco de afuera lo que estaba pasando. En un principio no tenía características, era solo una necesidad del texto. De hecho, tuvo muchas variantes. Surgió como una especie de alter ego que descarté porque me di cuenta de que iba a ser muy aburrido: era una tercera mujer de la misma generación que las otras dos, iba a ser todo muy similar. Después pensé en un profesor, pero aunque no tuviera nada que ver, era inevitable que se termine vinculando con Zona de clivaje, por la relación profesor/alumna. Hasta que un día le conté a Abelardo Castillo lo que me estaba pasando y me dijo “¿por qué no una vieja?”. Al principio no me gustó la idea, hasta que surgió una historia que me hizo acordar al día en el que conocí a Marguerite Duras. Ella me dio la imagen de la mujer que yo quería contar. Volviendo a la pregunta, en ese caso es un personaje que claramente surgió como una necesidad estructural de ese texto en particular. Después, por supuesto, tomó entidad, es un personaje con el que me gustó mucho trabajar. Cuando le empecé a dar volumen me di cuenta de que podía hablar de una manera muy particular, lo que me ayudaba a la idea original de que no se pareciera a ninguna de las dos protagonistas.

 

—¿Cuándo parar de corregir? ¿Cómo evitar que la corrección empiece a generar un texto peor que el previo?

 

-En algún momento siento que funciona. Lo que tengo claro es que no hay que buscar un texto que esté “perfecto” porque eso no existe. Pero en realidad, estoy corrigiendo siempre. Ese “ya está” tiene que ver con una sensación de que llegué al texto que quiero hacer. Con el tiempo, lo que consigo, ese “ya está”, se parece bastante a lo que quiero que sea, pero algunos de los cuentos que escribí, sobre todo en mi primer libro, tuvieron una corrección considerable en otras ediciones. O sea, ese proceso puede seguir durante muchísimo tiempo.

 

—Para la edición de los Cuentos completos corregiste cosas que tenían más de 20 años de escritas, un gesto bastante borgeano.

 

-Uno de los que corregí mucho es “Los que vieron la zarza”, porque con el tiempo me di cuenta de que al momento de escribirlo estaba por encima de mis posibilidades. Entonces, cuando volví a verlo para la edición del Centro Editor, ya le cambié muchas cosas. Y es un cuento que yo seguiría corrigiendo. Lo que pasa es que a veces es difícil meterse en lo que uno escribió cuando era muy joven porque se corre el riesgo de cambiarle la esencia. Otro, que prácticamente rehice, es “Ahora”. La versión que aparece en Los que vieron la zarza, salvo el final y una o dos escenas más, es totalmente diferente al definitivo. El tema es el mismo, el narrador es el mismo, pero el resto cambió radicalmente porque era un desperdicio: un muy buen tema que daba como resultado un cuento no tan bueno. Y hay otros, incluso de ese primer libro, como “Retrato de un genio”, que me salieron así como son. Ahora es más raro que corrija tanto, creo que tengo una idea más clara de lo que quiero hacer desde el principio, es muy probable que no tenga fallas tan gordas. Cuando escribí mis primeros cuentos todavía estaba descubriendo las formas. “Los que vieron la zarza”, por ejemplo, lo escribí de esa manera porque entendí que no existía otra opción para meterme en el mundo de ese boxeador, una experiencia vital muy distante de la mía. Entonces, formalmente tiene hallazgos, pero no es que en ese momento me haya preocupado por la forma, lo conté desde los diferentes personajes y variando el punto de vista porque no se me ocurrió otra manera de hacerlo. No creo en la inspiración ni en que los escritores estén tocados con ninguna varita mágica, pero sin dudas hay cierta predisposición a la escritura y, claro, mucha lectura atrás. Supongo que es como una capacidad de saborear y determinar si algo que escribiste está bien o no. Así como uno saborea páginas de los otros, también ese sabor acude a uno cuando está escribiendo algo que vale la pena. Si eso no existe es muy difícil que uno escriba algo bueno, si no te das cuenta qué está bien y qué está mal, si no te salen ciertas frases más o menos redondas, la escritura se transforma en un trabajo no solo arduo sino bastante desagradable.

 

—¿Te cambió como escritora el hecho de dar talleres durante tanto tiempo? ¿Influyó en tu propia obra?

 

-En mi escritura no mucho. Sí creo que el taller a veces me quita un poco de energía creadora porque me comprometo mucho con el proceso creador de los otros. Lo que siento, también, es que aunque no influyan tanto en la obra propiamente dicha, los talleres me constituyen como escritora, de la misma manera que me constituye la participación en las revistas. Son dos cosas que hacen a mi quehacer como escritora. El poder transmitir a otros algo que es mi propia experiencia, que es un saber que yo aprendí a mi manera, en realidad lo siento como parte de mi compromiso como profesional. Me pasa algo parecido con La trastienda de la escritura, de alguna manera necesité registrar eso que para mí es experiencia personal, algo sobre lo que reflexioné durante muchísimo tiempo, porque, al fin y al cabo, la escritura es una parte fundamental de mi vida: contar la historia de un cuento es contar la historia de mi vida. En ese sentido quizás sí me modifican los talleres porque completan lo que para mí es mi existir como escritora.

 

—A los textos que se trabajan en el taller y terminan publicados, ¿los considerás parte, aunque sea tangencial, de tu obra? Conozco de buena fuente que el trabajo que hacés es muy riguroso y que realmente influís en los textos de tus alumnos.

 

-No, cuando hablo de mi obra, me refiero a los textos que yo escribí. Además, y pasa algo similar con la participación en las revistas, son el resultado del trabajo de un grupo. Lo que sí es innegable es que yo no sería quien soy si no tuviera en mi historia el paso por las tres revistas, sobre todo por El escarabajo de oro y El ornitorrinco y lo mismo con los talleres: tampoco sería quien soy sin ellos. Además, lo veo como la parte menos egoísta de mi trabajo. La obra es la propia, lo que una escribe sola y firma sola, lo que te representa a vos, pero el taller, lo mismo que las revistas, está hecho con los otros. Y eso quizás los haga más ricos todavía.

 

Publica: Eterna Cadencia Blog