Raymond Williams (1921-1988)En el centenario del nacimiento del gran crítico literario y cultural Raymond Williams (Gales, 1921- Inglaterra, 1988), cuyo libro Culture and Society (Cultura y sociedad), publicado en 1958, resulta fundamental para comprender los procesos culturales en relación a contextos socioeconómicos y políticos, rescatamos su texto «Utopía y ciencia ficción», en la traducción de María Rada que FL publicó en el Nº5 de la Revista Multidisciplinar. De sensibilidad alerta e inteligencia afilada, la obra de Williams es una referencia absoluta en los estudios literarios y culturales.

 

Utopía y ciencia ficción

 

Por Raymond Williams

 

Traducción de María Rada Soto

 

Hay muchas conexiones cercanas y evidentes entre la ciencia ficción y la ficción utópica, aunque ninguna de las dos, examinadas en profundidad, son modalidades sencillas, y las relaciones entre ellas son excepcionalmente complejas. Así, si analizamos las ficciones que han sido agrupadas como utópicas, podemos distinguir cuatro tipos: (a) el paraíso, en el que una vida más feliz existe en otro lugar; (b) el mundo alterado por factores externos, en el que un fenómeno natural, no buscado, ha hecho posible un nuevo tipo de vida; (c) la transformación voluntaria, en el que se ha alcanzado una nueva forma de vida mediante el esfuerzo humano; (d) la transformación tecnológica, en el que un descubrimiento tecnológico ha hecho posible una nueva forma de vida.

Está claro que estos tipos se solapan con frecuencia, por supuesto. De hecho, el solapamiento, y con frecuencia la confusión, entre (c) y (d) son excepcionalmente significativas. Se puede dar claridad al tema considerando el negativo de cada tipo: este negativo se expresa comúnmente como “distopía”. Así que tenemos:

  • el infierno, en el que una vida más desgraciada existe en otro lugar; (b) el mundo alterado por factores externos, en el que un fenómeno natural, no buscado o incontrolable, ha hecho posible un nuevo tipo de vida menos feliz; (c) la transformación voluntaria, en el que se ha provocado una forma de vida nueva pero menos feliz por la degeneración social, por la emergencia o la reemergencia de formas dañinas de orden social, o por las consecuencias imprevistas pero desastrosas de un esfuerzo de mejora social; (d) la transformación tecnológica, en el que las condiciones de vida se han visto empeoradas por un desarrollo tecnológico.

Como no puede haber una definición a priori de la modalidad utópica, no podemos excluir ninguna de estas funciones distópicas, aunque está claro que son más fuertes en (c) y (d), visibles en (b), y apenas evidentes en (a), donde la respuesta negativa a la utopía normalmente habría dado lugar a un fatalismo relativamente autónomo o al pesimismo. Estas indicaciones se sostienen con relativa precisión en las definiciones positivas, sugiriendo que el elemento de transformación, más que el elemento más general de alteridad, puede ser crucial. Encontramos lo siguiente:

  • El paraíso o el infierno pueden ser descubiertos, alcanzados, por nuevas formas de viaje dependientes de desarrollos tecnológicos (viajes espaciales) o cuasi-científicos (viajes en el tiempo). Pero esto tiene una función instrumental; la forma de viajar no afecta comúnmente al lugar descubierto. Que el descubrimiento se deba a un viaje por el espacio o por el mar afecta poco al tipo de ficción. El lugar, más que el viaje, es el elemento dominante.
  • El mundo alterado por factores externos puede ser entendido, inferido, profetizado en un contexto de mejor comprensión científica de los fenómenos naturales. Esto también puede tener solamente una función instrumental; un nombre nuevo para algo ya conocido. Sin embargo, el elemento de mejor comprensión científica puede resultar significativo o incluso dominante en la ficción, por ejemplo en el énfasis de la ley natural en la historia humana, que puede alterar decisivamente (y con frecuencia de forma catastrófica) las perspectivas humanas normales.
  • La transformación voluntaria puede ser concebida como inspirada por el espíritu científico, o bien en sus términos más generales como secularismo y racionalidad, o como una combinación de estos con las ciencias aplicadas, lo que hace posible la transformación y la mantiene. Alternativamente, los mismos impulsos pueden ser valorados negativamente: la tiranía “moderna científica”. Cada una de las modalidades deja abierta la cuestión de la agencia social del espíritu científico y la ciencia aplicada, aunque es la inclusión de algún tipo de agencia social, explícita o implícita (como el derrocamiento de una clase por otra), lo que distingue este tipo del tipo (d). Debemos observar también que hay ejemplos significativos de tipo (c) en los que el espíritu científico y la ciencia aplicada están subordinadas a, o simplemente asociadas con, un énfasis en la transformación social y política (incluida la revolucionaria); o que son neutrales con respecto a la transformación social y política, que va por su lado, o, lo que tiene importancia diagnóstica crucial, donde la ciencia aplicada, aunque con menor frecuencia el espíritu científico, es controlado positivamente, modificado, o de hecho suprimido, en un retorno voluntario a un modo de vida “más sencillo”, “más natural”. En esta última modalidad, hay algunas combinaciones interesantes de ciencia y economía “primitiva”.
  • La transformación tecnológica guarda una relación directa con la ciencia aplicada. Es la nueva tecnología la que, para bien o para mal, ha construido la nueva vida. Como pasa de forma más general con el determinismo tecnológico, esto tiene poca o ninguna agencia social, aunque es comúnmente descrito como que tiene ciertas consecuencias sociales “inevitables”.

Ahora podemos describir claramente algunas relaciones significativas entre la ficción utópica y la ciencia ficción (CF), como preámbulo a una discusión de algunos tipos de escritura moderna utópica y distópica. Es tentador ampliar ambas categorías hasta hacerlas más o menos idénticas, y es verdad que la presentación de su alteridad parece vincularlas, como modalidades de deseo o advertencia en el que se obtiene un énfasis crucial gracias al elemento de discontinuidad con el “realismo” normal. Pero este elemento de discontinuidad es en sí mismo fundamentalmente variable. De hecho, a lo que más tenemos que mirar, en la ficción utópica y distópica, es a la continuidad, la conexión implícita, que la forma pretende encarnar. De esta manera, mirando de nuevo a los cuatro tipos, podemos hacer distinciones cruciales que definen a la escritura utópica y distópica (algunas de las cuales también se aplican a la cuestión de la distinción de la CF de otras modalidades más antiguas y ahora residuales que se agrupan con ella por motivos organizativos):

  • El paraíso y el infierno rara vez son solo utópicas o distópicas. Habitualmente son las proyecciones de una conciencia mágica o religiosa, inherentemente universal y atemporal, y por tanto, comúnmente, más allá de las condiciones de cualquier vida imaginable normalmente humana o terrenal. Así, el Paraíso Terrenal y las Islas Afortunadas no son ni utópicas ni tampoco de ciencia ficción. El Jardín del Edén, antes del pecado original, es latentemente utópico en algunas corrientes cristianas; se puede acceder a él mediante la redención. El País de Jauja medieval es latentemente utópico; puede ser, y fue, imaginado como una posible condición humana y terrenal. Los planetas y culturas paradisíacos o infernales de la ciencia ficción son a veces pura magia y fantasía: presentaciones intencionadas y con frecuencia sensacionalistas de formas alienígenas. En otros casos son latentemente utópicos o distópicos, según los grados de conexión con, o extrapolación de, elementos humanos y sociales conocidos o imaginables.
  • El mundo alterado por factores externos con frecuencia se queda corto o va más allá de la modalidad utópica o distópica. Que el fenómeno sea interpretado de forma mágica o científica normalmente no afecta a este hecho. El hincapié se hace normalmente sobre la limitación humana o su impotencia: el fenómeno nos salva o nos destruye, pero la pérdida de la agencia es significativa. La mayor parte del resto de ejemplos, del tipo de CF, son distópicos explícita o latentemente: el mundo natural despliega fuerzas que van más allá del control humano y por tanto fijan los límites o anulan todos los logros humanos.
  • La transformación voluntaria es la modalidad característica utópica o distópica en sentido estricto.
  • La transformación tecnológica es la modalidad utópica o distópica en la que la agencia ha sido reducida a la instrumentalidad; de hecho solo se convierte en utópica o distópica, en sentido estricto, cuando se emplea como una imagen de la consecuencia para servir, socialmente, como deseo o advertencia conscientes.
  1. Ningún contraste ha tenido tanta influencia en el pensamiento político moderno como la distinción de Engels entre el socialismo “utópico” y “científico”. Si ahora se contempla de forma más crítica, no es solo porque el carácter científico de las “leyes de desarrollo histórico” se pone en duda de forma cautelosa o se rechaza escépticamente; hasta el punto de que la misma idea de esa ciencia se considere como utópica. También es porque la importancia del pensamiento utópico está siendo reevaluada en sí misma, de modo que algunos lo ven ahora como el vector crucial de deseo, sin el cual incluso las leyes son, en una versión, imperfectas, y, en otra, mecánicas, y necesitan que el deseo les dé dirección y contenido. Esta reacción es comprensible pero hace que el impulso utópico sea más sencillo, más singular, que en la historia de las utopías. De hecho, la variabilidad de la situación utópica, del impulso utópico, y del resultado utópico, es crucial a la hora de entender la ficción utópica.

Podemos ver esto con uno de los contrastes clásicos, entre Utopía, de Moro, y La Nueva Atlántida, de Bacon. Se suele decir que estas dos obras muestran, respectivamente, una utopía humanística y una científica: “esa perfección excelente en todas las costumbres, la gentileza humana y civil” (Moro, primera traducción inglesa, 1551); “la finalidad de nuestra fundación es el conocimiento de las causas y los movimientos secretos de las cosas y la ampliación de los límites del imperio humano a todas las cosas posibles” (Bacon, 1627).

Se puede estar de acuerdo en que las dos ficciones ejemplifican la diferencia entre una transformación voluntaria general y una transformación tecnológica; que Moro proyecta una comunidad en la que los hombres viven y sienten de forma diferente, mientras que Bacon proyecta un orden social altamente especializado, desigual pero rico y eficiente. Pero un contraste completo abarca otros niveles. Así, se sitúan en los polos opuestos de la utopía de consumo libre y la utopía de producción libre. La isla de Moro es una economía de subsistencia cooperativa; la tierra de Bacon es una economía industrial especializada. Podemos verlas como imágenes permanentemente alternativas, y el cambio de una a otra, tanto en la ideología socialista como en un utopismo progresista, es históricamente muy significativo. De hecho, uno podría escribir una historia del pensamiento socialista moderno en términos del cambio entre una simplicidad cooperativa a lo Moro y un dominio de la naturaleza a lo Bacon, aunque la tendencia más reveladora ha sido la fusión inconsciente de ambas. Además, lo que ahora podemos percibir como imágenes alternativas permanentes estaba enraizado, en cada caso, en una situación social y de clase precisa. El humanismo de Moro es profundamente limitado: su indignación se dirige tanto contra los artesanos y trabajadores importunos y derrochadores como contra los terratenientes explotadores y acaparadores —su identificación social se da con los pequeños propietarios, sus leyes regulan y protegen, pero también obligan, a la mano de obra. También es limitado porque es estático: una regulación, hecha por los ancianos, sabia e intrincada. Es socialmente, por tanto, la proyección de una clase en declive, generalizada a un equilibrio relativamente humano pero permanente. El cientifismo de Bacon es igualmente limitado: la revolución científica del experimento y el descubrimiento se convierte en investigación y desarrollo desde una perspectiva social instrumental. Ampliar los límites del imperio humano no supone solo el control sobre la naturaleza; también es, como proyección social, una empresa agresiva, autocrática e imperialista; la proyección de una clase ascendente.

No podemos hacer abstracto al deseo. Siempre es deseo por algo específico, en circunstancias específicamente incitadoras. Considere tres ficciones utópicas de finales del siglo diecinueve: La sociedad Viril (The Coming Race, 1871), de Bulwer-Lytton; Looking Backward (1888), de Edward Bellamy; Noticias de Ninguna Parte (News from Nowhere, 1890), de William Morris.

La sociedad Vril es un ejemplo obvio de la modalidad de transformación tecnológica. Lo que hace civilizados a los Vril-ya, que viven bajo nuestra Tierra, es su posesión de Vril, una fuente de energía multiusos que está más allá de la electricidad y el magnetismo. Los demás pueblos subterráneos que no poseen Vril son bárbaros; de hecho, la tecnología es la civilización, y la mejora de los modales y relaciones sociales está basada firme y exclusivamente en ella. Los cambios que trae consigo son la transformación del trabajo en ocio, la disolución del Estado y la ilegalización de las relaciones sociales competitivas y agresivas. Su liberación adicional de las relaciones sexuales y familiares (de hecho limitadas, aunque aparentemente enfatizadas, por la simple inversión de los tamaños y roles de los hombres y las mujeres) contrasta agudamente con las rigideces de esas relaciones en el contexto del humanismo de Moro. Pero es del mismo tipo que la proyección aristocrática. Se trata (como en fantasías posteriores, con supuestos de privilegio similares) de una separación entre las relaciones personales y sexuales y los problemas del cuidado, protección, mantenimiento y seguridad que el Vril ha desbancado. La riqueza libera. Por contraste, la avaricia, la agresión, la dominancia, la tosquedad, la vulgaridad de la superficie del mundo —el mundo, significativamente, tanto del capitalismo como de la democracia— son fácilmente localizables. Son lo que se espera que sean en un mundo sin Vril y por lo tanto sin Vril-ya. De hecho, hay momentos en los que el Vril puede casi compararse con la Cultura, en la obra de Matthew Arnold, prácticamente contemporánea, Cultura y Anarquía. La aristocracia espiritual de la obra de Arnold, su fuerza espiritual más allá de las clases, es aquí, sin embargo, obtenida de forma mágica mediante las propiedades de Vril, sin el esfuerzo prolongado descrito por Arnold. Se trata en ambos casos de deseo, pero ¿deseo de qué? Deseo de una transformación civilizadora, más allá de las reglas de la difícil y desasosegante sociedad de clases.

Lo que también hay que decir, sin embargo, de La sociedad Vril, es que el deseo está teñido de asombro e incluso de miedo. El título [en inglés, The Coming Race, literalmente La raza venidera] introduce la dimensión evolutiva que empieza a darse desde este periodo en la ficción utópica. Cuando aparecen los Vril-ya, simplemente sustituyen a los hombres como una especie más elevada y poderosa. Y no es solo su humanidad no-Vril lo que teme el héroe. Hacia el final, hace sonar la nota que oiremos tan claramente más adelante, en Un mundo feliz, de Huxley: que algo valioso e incluso decisivo —las palabras que planean son iniciativa y creatividad— se ha perdido en la sustitución de la industria humana por la Vril. Este es un tema llamado a obsesionar a la utopía tecnológica. (Mientras tanto, de vuelta al siglo XIX, un empresario tomó su propio camino. Inspirado por Lytton, hizo una fortuna con un extracto de carne llamado Bovril).

La obra de Bellamy, Looking Backward (Mirando hacia atrás) es, de forma incuestionable, una utopía, en el sentido fundamental de una vida social transformada en el futuro, pero es, de un modo significativo, una obra sin deseo; su impulso es diferente: un racionalismo predominante, una organización total determinante, que encuentra su equivalente institucional en un capitalismo de Estado como monopolio que es visto como la inevitable “próxima etapa en el desarrollo industrial y social de la humanidad” (el orden de los adjetivos es decisivo). Que esta predicción, más que visión, fuera tomada mayormente como socialismo es indicativo de una corriente fundamental del periodo de Bellamy, que puede relacionarse con el fabianismo pero que también se relaciona con una de las corrientes principales en el marxismo ortodoxo: el socialismo como el estadio próximo y superior de la organización económica, una proposición que se toma como predominante, excepto en los términos más generales, en cuestiones de relaciones sociales y motivaciones humanas sustancialmente diferentes.  La crítica de Bellamy hecha por Morris repetía casi exactamente lo que se denomina crítica romántica pero que es más correcto denominar como la crítica radical de los modelos sociales utilitarios —”el vicio subyacente (…) es que el autor no puede imaginar (…) nada más que la maquinaria de la sociedad”: el punto central de esta tradición, desde la obra de Carlyle Signs of the Times (Las señales de los tiempos) en adelante. La respuesta más completa de Morris fue su obra News from Nowhere (Noticias de Ninguna Parte), pero antes de detenernos en ella, deberíamos incluir un comentario hecho recientemente por M. H. Abensour en su disertación de París titulada “Formes de l’utopie Socialist-Communiste”.

Abensour establece una periodización decisiva en la modalidad utópica, de acuerdo con la cual hay un cambio, después de 1850, desde la construcción sistemática de modelos de organización alternativos a un discurso sobre valores alternativos más abierto y heurístico. E. P. Thompson, hablando de Abensour en el número 99 (1976) de la New Left Review, ha interpretado esta última modalidad como la “educación del deseo”. Acentuar esto es importante, ya que nos permite ver más claramente, por contraste, cómo los ejemplos de la modalidad de la “transformación social voluntaria” pueden cambiar, en esencia, hacia la modalidad de la “transformación tecnológica”, donde la tecnología no tiene que ser solamente una nueva fuente de energía maravillosa, o alguna fuente industrial del estilo, sino que también puede ser un nuevo conjunto de leyes, nuevas relaciones de propiedad abstractas, nueva maquinaria social. Pero después, una vez dicho esto y reconocido el valor de contraste de la modalidad más heurística, en la que se proyecta la esencia de los nuevos valores y relaciones, con poca atención comparativamente a las instituciones, tenemos que relacionar el cambio con la situación histórica en el que tiene lugar. Porque el cambio de una modalidad a otra puede ser negativo tanto como positivo. Imaginar una sociedad alternativa completa no consiste meramente en construir modelos, de la misma manera que la proyección de nuevos sentimientos y relaciones no origina necesariamente una respuesta transformadora. La sociedad alternativa depende, paradójicamente, de dos situaciones sociales diferentes: o bien la de confianza social, el estado de ánimo de una clase emergente que sabe, con todo lujo de detalles, que puede sustituir el orden establecido; o la de desesperación social, el estado de ánimo de una clase en declive o una parte de una clase, que tiene que crear un nuevo cielo porque su Tierra es un infierno. Los fundamentos de la modalidad más abierta, pero también más imprecisa, son diferentes de una y de otra. Se trata de una sociedad que está cambiando, pero principalmente bajo la dirección y bajo las condiciones del orden social dominante. Esto constituye siempre un momento fértil para lo que es, de hecho, una forma de anarquismo: positivo en su rechazo feroz de la dominación, represión y manipulación; negativo en su descuido voluntario de las estructuras, la continuidad y las restricciones materiales. La modalidad sistemática es una respuesta a la tiranía o a la desintegración; la modalidad heurística, en contraste, parece ser principalmente una respuesta a un reformismo restringido.

La cuestión no es por tanto preguntarse cuál es mejor o más fuerte. La utopía heurística ofrece la fuerza de una visión contra corriente; la utopía sistemática es la firme convicción de que el mundo realmente puede ser diferente. La utopía heurística, al mismo tiempo, tiene la debilidad de que puede convertirse en un “deseo” aislado y finalmente sentimental, un modo de vivir en la alienación, mientras que la utopía sistemática tiene la debilidad de que, en su insistente organización, parece ofrecer poco espacio para cualquier vida reconocible. Estas fortalezas y debilidades varían, por supuesto, en los ejemplos individuales de cada modalidad, pero también varían, de forma más decisiva, no solo en los periodos en los que se escriben sino en los que son leídos. El carácter mixto de cada modalidad tiene por tanto mucho que ver con el carácter de las distopías del siglo XX que les sucedieron. La cuestión contemporánea principal sobre las modalidades utópicas es por qué hay una progresión, dentro de sus propias estructuras, a los retornos específicos a un Zamyatin, un Huxley o un Orwell —a una generación de escritores de CF.

Es desde esta perspectiva que tenemos que leer Noticias de Ninguna Parte. Esta obra es comúnmente diagnosticada y criticada como una transformación heurística generosa pero sentimental. Y esto en esencia es correcto en las partes que normalmente se quedan grabadas en la mente: el medievalismo de los detalles visuales y las personas hermosas en el verano al lado del río son inextricables a la convincente apertura y afabilidad y a la cooperación relajada. Pero estos son elementos residuales en la forma: los Utópicos, los Houyhnhnms, los Vril-ya percibirían a la gente de Morris como primos cuando menos, aunque las dimensiones de reciprocidad universal han marcado una diferencia identificable. Pero lo que es emergente en la obra de Morris, y lo que me parece la parte más sólida de Noticias de Ninguna Parte, es la introducción crucial de la transición a la utopía, que no es descubierta, o encontrada, o proyectada —ni siquiera, salvo al nivel convencional más simple, soñada— sino obtenida mediante la lucha. Entre el escritor o el lector y esta nueva condición está el caos, la guerra civil, la reconstrucción lenta y dolorosa. El adorable y pequeño mundo del final de todo esto es a la vez un resultado y una promesa; se ofrece la promesa de “días de paz y descanso” después de que se ha ganado la batalla.

Morris era lo suficientemente fuerte, e incluso su mundo es a veces lo suficientemente fuerte, para encarar este proceso, este orden necesario de acontecimientos. Pero cuando la utopía no es solo el mundo alternativo que arroja su luz sobre la oscuridad de un presente intolerable, sino que se sitúa al lejano final de generaciones de lucha y de conflicto fiero y destructivo, su perspectiva se altera necesariamente. La imaginería post-religiosa de una comunidad harmoniosa, la proyección racional y tolerante de un orden de paz y prosperidad, ha sido desplazada, o al menos limitada, por la luz al final del túnel, la bella promesa que alimenta el esfuerzo y los valores y la esperanza durante largos años de preparación revolucionaria y de organización. Este es un punto de inflexión legítimo. Cuando el camino a la utopía era redención moral o declaración racional —esa luz en un orden superior que ilumina una posibilidad siempre presente— la modalidad en sí misma era radicalmente diferente de la modalidad moderna de conflicto y resolución.

Los capítulos de la obra de Morris “Cómo llegó el cambio” y “El comienzo de la nueva vida” son sólidos y convincentes. “Así, finalmente, y poco a poco, obtenemos placer de nuestro trabajo”: esta no es la perspectiva del reformismo, que en su espíritu, en su evasión de los conflictos fundamentales y los escollos, está mucho más cerca de la antigua modalidad utópica; es la perspectiva de la revolución —no solamente de la lucha armada sino del desarrollo largo e irregular de nuevas relaciones sociales y nuevos sentimientos humanos. El hecho de que han sido desarrollados, que la empresa larga y difícil ha tenido éxito, es fundamental; es la transición desde un sueño a una visión. Pero también es razonable preguntar si esa nueva condición adquirida no es al menos tanto el descanso después de la batalla —la tarde relajada y tranquila tras un día largo y duro— como cualquier tipo de nueva energía liberada y de nueva vida. El aire de vacaciones victorianas está creado para superar las complejidades, las divergencias, las materialidades del día a día de cualquier sociedad trabajadora. Cuando el soñador del tiempo se encuentra a sí mismo desvaneciéndose, mientras mira el banquete en la vieja iglesia, las emociones son muy complejas: el recuerdo reconfortante de un precedente medieval (las “celebraciones” de la Edad Media); el dolor de no poder pertenecer a esta nueva vida; y después también, quizás, a pesar del consentimiento convencido en vista de las cargas que se han tenido que levantar, el impulso —¿solamente obstinado?— a que una mente activa, comprometida y profundamente vigorosa registre la sensación, aunque se haga en una voz del futuro, “de que nuestra felicidad te agotaría”. Es el momento fusionado y confundido del anhelo de comunismo, del anhelo de descanso y del compromiso con una actividad urgente, compleja y vigorosa.

  1. Cuando la utopía ya no es una isla o un lugar recientemente descubierto, sino nuestro propio país transformado por un cambio histórico específico, la modalidad de transformación imaginada ha variado fundamentalmente. Pero la agencia histórica no fue solo, como en Morris, revolución. También fue, como en Wells, algún tipo de fuerza modernizadora, racionalizadora: la vanguardia de Samuráis, de científicos, de ingenieros, de innovadores tecnológicos. Las primeras utopías racionalistas, a la manera de Owen, tenían solamente que ser declaradas para ser adoptadas; la razón tenía esa inevitabilidad. Wells, rechazando la revolución popular, pertenecía a su época al ver la agencia como necesaria, y hay una convincente correspondencia entre el tipo de agencia que seleccionó —un tipo de ingeniería social más una tecnología que se desarrolla rápidamente— y el punto de llegada: una sociedad limpia, ordenada, eficiente y planificada (controlada). Es fácil ver esto ahora como un próspero capitalismo de estado o socialismo de monopolio; de hecho, muchas de las imágenes han sido construidas literalmente. Pero también podemos ver, juntando en nuestras mentes a Morris y a Wells, una tensión fundamental dentro del propio movimiento socialista, y en realidad, en la práctica, dentro del socialismo revolucionario. Porque hay otras vanguardias además de las de Wells, y la versión estalinista del Partido burocrático, que diseña un futuro definido primordialmente como tecnología y producción, no solo tiene sus conexiones con Wells sino que tiene que distinguirse radicalmente del socialismo revolucionario de Morris y de Marx, en el que nuevas relaciones humanas y sociales, que trascienden las profundas divisiones de la especialización industrial capitalista, de ciudad y campo, de dirigentes y dirigidos, administradores y administrados, son desde el principio el objetivo central y primordial. Es dentro de este grupo de tendencias —del capitalismo eficiente y próspero en contraste con un desorden y una pobreza capitalistas anteriores; del socialismo contra el capitalismo en cualquiera de las fases; y de las profundas divisiones, dentro del propio socialismo, entre los reformistas oportunistas con el capitalismo, los ingenieros sociales centralizadores, y los demócratas revolucionarios— donde tenemos que considerar la modalidad de distopía, que es tanto escrita como leída dentro de esta extrema complejidad teórica y práctica.

Así, Un mundo feliz (1932), de Huxley,  proyecta una oscura amalgama de racionalidad estilo Wells y de los nombres y las frases del socialismo revolucionario en un contexto específico de un capitalismo corporativo móvil y rico. Esto suena confuso, y lo es, pero la confusión es significativa; es la auténtica confusión de dos generaciones de CF, en su poderosa modalidad distópica. “Comunidad, Identidad, Estabilidad”: este es el lema de Un mundo feliz. Es interesante rastrear estos ideales en el modelo utópico. La Estabilidad, sin duda, tiene una fuerte presencia; la mayor parte de los tipos de utopía la han enfatizado especialmente, como una perfección adquirida o una harmonía auto-regulable. Huxley añade las agencias específicas de represión, manipulación, condicionamiento prenatal y evasión narcótica. La CF occidental ha sido prolífica en su elaboración de todas estas agencias: los modelos, al fin y al cabo, han estado al alcance de la mano. La Estabilidad se desdibuja en la Identidad: la fabricación de tipos humanos que encajen con el modelo estabilizado; pero esto, de manera crucial, nunca fue una modalidad utópica explícita, aunque en algunos ejemplos se asuma o esté implícito. La variabilidad y la autonomía, dentro de la condición generalmente harmónica, están de hecho entre sus rasgos primordiales. Pero ahora, bajo las presiones del capitalismo de consumo y del socialismo de monopolio, la modalidad se ha roto. Como en las últimas etapas de la ficción realista, ni la auto-realización ni la auto-satisfacción se encuentran en las relaciones ni en la sociedad, sino en la separación, en la fuga: el camino que toma el Salvaje, como los miles de héroes de la ficción del realismo tardío, saliendo del antiguo lugar, de la antigua gente, de la antigua familia, o como los miles de héroes de CF, corriendo hacia los páramos para huir de la máquina, de la ciudad, del sistema. Pero la última ironía y la más cuestionable es que la primera palabra del lema de este sistema represivo, dominante y controlador es Comunidad: la palabra clave de toda la modalidad utópica. En este punto, el daño está hecho o, poniéndolo de otra forma, admitido. Es en el nombre de la Comunidad, el impulso utópico, y en el nombre del comunismo (Bernard Marx y Lenina), que el sistema se ve como realizado, aunque las tendencias actuales —desde la degradación del trabajo mediante la división y especialización máximas hasta la movilidad organizada y la música ambiental del consumo planificado— se basan para su reconocimiento en el mundo capitalista contemporáneo. En este prólogo de 1946, Huxley continúa su confluencia de impulsos históricamente contrarios pero, después, qué interesante, volvió a la utopía, ofreciendo una tercera vía más allá de la sociedad incubadora y la reserva primitiva: una comunidad equilibrada y auto-gobernada, poco diferente en espíritu de la sociedad futura de Morris, excepto en que está limitada a “exiliados y refugiados”, gente que huye de un sistema dominante al que no tienen ni oportunidad ni esperanza de cambiar colectivamente. La utopía se sitúa entonces en el extremo final de la distopía, pero solo unos pocos entrarán en ella; los pocos que vienen de abajo. Es el mismo camino recorrido, en el mismo periodo, por la teoría cultural burguesa: desde la liberación universal, en términos burgueses, pasando por la fase en la que una minoría educa primero y regenera después a la mayoría, hasta el último y amargo periodo en el que lo que ahora se llama la “minoría cultural” tiene que encontrar su reserva, su escondite, más allá del sistema y de la lucha contra el sistema. Pero lo que es muy raro es que esta última fase, en algunos escritos, vuelve a la modalidad utópica, arrojando extrañas preguntas sobre toda la tradición anterior: preguntas que perturban la aparentemente simple gramática del deseo; ese deseo de otro lugar y de otra época, el cual, en lugar de ser idealizado, puede ser visto, siempre y en todas partes, como un desplazamiento, pero que también puede ser modificado cuando avanza la historia.

 

No en Utopía —campos subterráneos

Ni en alguna isla secreta, ¡Dios sabe dónde!

Sino en el propio mundo, que es el mundo

De todos nosotros —el lugar donde al final

Encontramos nuestra felicidad, ¡o todo lo contrario!

 

El hincapié de Wordsworth, es cierto, puede ir en cualquier dirección: hacia el esfuerzo revolucionario, cuando avanza la historia; hacia un acuerdo resignado, cuando todo va mal o se atasca. La modalidad utópica tiene que ser interpretada, siempre, dentro de ese contexto cambiante, que en sí mismo determina si su particular modo subjuntivo es parte de una gramática que incluye un verdadero indicativo y un verdadero futuro, o si se ha apoderado de todos los paradigmas y convertido en exclusivo, tanto en el acuerdo como en la discrepancia.

La misma reflexión arroja preguntas difíciles sobre la modalidad ahora dominante de la distopía. El 1984 de Orwell no es más plausible que el 2003 de Morris, pero su subjuntivo naturalizado es más profundamente excluyente, más dogmáticamente represivo sobre la lucha y la posibilidad, que cualquier aspecto de la tradición utópica. Es también, de forma más amarga y fiera que en Huxley, una colusión, en la que el estado sobre el que se ha advertido y satirizado —la represión de la autonomía, la cancelación de variaciones y alternativas— se convierte en la forma de ficción que es nominalmente su opuesta, convirtiendo toda oposición en agencia de la represión, imponiendo, dentro de su totalidad excluyente, la inevitabilidad y la desesperanza, que asume como un resultado. Ni más ni quizás menos plausible que el 2003 de Morris; pero, en la forma más abierta, también está el 1952 (el año de la revolución) de Morris y los años posteriores: años en los que el subjuntivo es un subjuntivo auténtico, más que un indicativo desplazado, porque su energía fluye en ambos sentidos, hacia adelante y hacia atrás, y porque en su conflicto, en su lucha, puede ir en ambas direcciones.

  1. La predicción de nuevos cielos y nuevos infiernos ha sido un lugar común en la CF. Aun así, quizás una mayoría de ellos, y justo porque están con tanta frecuencia literalmente fuera de este mundo, están en función de alteraciones esenciales: no solo la intervención de circunstancias alteradas, que en el tipo de mundo modificado externamente es una modalidad menor de la utópica, sino un restablecimiento básico de las condiciones físicas de vida y por lo tanto de sus formas de vida. Así, en la mayoría de las historias, esto es un simple exotismo, generalmente ligado a una historia de amor sobrenatural o mágica. Hay un rango desde la fantasía casual a la calculada, que está en el polo opuesto a la supuesta “ciencia” de la CF. Aun así, quizás de forma inextricable al género, aunque haciendo hincapié en diferentes sitios, existe una modalidad que es realmente el resultado de una dimensión de la ciencia moderna: en la historia natural, con sus vínculos radicales entre las formas de vida y el espacio de vida; en la antropología científica, con su supuesto metodológico de culturas distintas y alternativas. La interrelación entre éstas es con frecuencia significativa. La tendencia materialista de la primera es anulada con frecuencia por una proyección idealista en la fase última y mental de la especulación; la fiera o el vegetal, en su cabeza, es una variación humana. La tendencia diferencial de la última, en contraste, consiste con frecuencia en no tener en cuenta las formas y condiciones materiales: un no tener en cuenta relacionado con la antropología idealista, en la que las alternativas son de hecho enteramente voluntarias. Aun así, parte del poder de la CF se basa en que siempre hay, potencialmente, una modalidad de auténtico cambio: una crisis de exposición que produce una crisis de posibilidad: una reelaboración, en la imaginación, de todas las formas y condiciones.

En esta modalidad, al mismo tiempo liberadora y promiscua, la CF en su totalidad se ha separado de lo utópico; en la mayoría de los casos, es cierto, porque se ha quedado corta. La extrapolación más directa de nuestras propias formas y condiciones — sociales y políticas pero también inherentemente materiales— ha sido, en efecto o en intención, distópica: la guerra nuclear, la hambruna, la sobrepoblación,  la vigilancia electrónica, han dado a 1984 miles de fechas posibles. Vivir de otra manera, comúnmente, es ser otro y estar en otro sitio: un deseo desplazado por la alienación y, en este sentido, primo de las fases de la utopía, pero sin lo específico de una transformación cohesionada o potencialmente cohesionadora y de nuevo, sin los vínculos a una forma y condición conocidas. Así que, mientas que la transformación utópica es social y moral, la transformación de CF, en sus modalidades occidentales dominantes, está a un tiempo más allá y más atrás: no es social y moral sino natural; es, en efecto, como de forma tan extensa en el pensamiento europeo desde el fin del XIX, una mutación que está a un paso de una crisis y una exposición intolerables: no tanto, en el sentido antiguo, una nueva vida, como especies nuevas, una naturaleza nueva.

 

Es pues interesante, dentro de esta modalidad en gran medida alternativa, encontrar un claro ejemplo de una vuelta evidentemente deliberada a la tradición utópica, en la obra Los desposeídos (1974), de Ursula K. Le Guin. Una vuelta dentro de las condiciones específicas de la CF. La sociedad alternativa está en la luna de un planeta lejano, y los viajes espaciales y la comunicación electrónica —por no hablar de las posibilidades del “ansible”, ese dispositivo para la comunicación instantánea e interestelar desarrollado en el marco de la teoría de la simultaneidad— permiten la interacción entre la sociedad alternativa y la original, dentro de una interacción más amplia entre otras civilizaciones galácticas. Desde un punto de vista, las naves espaciales y el ansible no pueden hacer más, técnicamente, que los viajes por mar, la grieta en la caverna subterránea y, sobre todo, que los sueños. Pero permiten, de forma instrumental, lo que también es necesario para otra razón más seria: la comparación sostenida entre las opciones utópicas y no utópicas. La forma de la novela, con sus capítulos alternativos en Anarres y en Urras, está diseñada para esta comparación exploratoria. Y la razón es el momento histórico de este volver a mirar hacia la utopía: el momento de renovada esperanza social y política, una renovada moralidad alternativa social y política, en un contexto que tiene una variable en común con los orígenes de la modalidad utópica: que en el mundo en el que la esperanza es examinada interesadamente, si bien de forma cautelosa, no se da, o aparentemente no se da, el poderoso incentivo de la guerra, la pobreza, la enfermedad. Cuando el soñador de Morris vuelve del siglo XXI al Londres del siglo XIX, las preguntas no son solamente morales; son directamente físicas, ante las cargas evidentemente evitables de la pobreza y la miseria. Pero cuando el Shevek de Le Guin, va de Anarres a Urras, encuentra, en el lugar que le asignan, una abundancia, una prosperidad, una vitalidad que son sensualmente abrumadoras en comparación con su propio mundo moral pero árido. Es cierto que cuando sale de su lugar y descubre la clase por debajo de esta prosperidad dominante, la comparación queda limitada, pero eso solo significa que la exuberante riqueza depende de esa relación de clase y que la alternativa sigue siendo una pobreza relativa compartida e igualitaria. También es verdad que la comparación es restringida, en el texto en su conjunto, por lo que de hecho es un mensaje de que nuestra civilización —la Tierra, a cuyo sector norteamericano se parece Urras tanto y tan deliberadamente— ha sido destruida hace tiempo: el “apetito” y la “violencia” la han destruido; no nos “adaptamos” a tiempo; algunos supervivientes viven bajo los controles máximos de la “vida en ruinas”. Pero esto, estrictamente, es a propósito. Urras, al parecer, no se encuentra en un peligro tal; Anarres sigue siendo la opción social y moral, la alternativa humana a una sociedad que es, en sus amplias formas dominantes, exitosa. Entre sus reprimidos y rechazados el impulso provoca, renovándose tras un largo intervalo, a seguir la revolución de separación, anarquista y socialista, que llevó a los odonianos de Urras a una nueva vida en Anarres. El viaje de Shevek es un camino de vuelta y un camino de ida: una insatisfacción con lo que ha pasado en la sociedad alternativa seguida de una renovación fortalecida del impulso de construirla. De dos formas evidentes, pues,  Los Desposeídos lleva las señales de su tiempo: la cautelosa puesta en cuestión del propio impulso utópico, incluso en el marco de su aceptación básica; la conciencia incómoda de que la superficie de la utopía —riqueza y abundancia— puede ser conseguida, al menos para muchos, por métodos no utópicos e incluso anti-utópicos.

El cambio es significativo, después de un intervalo distópico tan grande. Pertenece a una renovación general de una forma de pensamiento utópico —no la educación sino el aprendizaje del deseo— que ha sido significativa entre los radicales occidentales desde la crisis y también desde las derrotas de los años ‘60. Sus estructuras son muy específicas. Es una modalidad dentro de la cual una riqueza privilegiada es a la vez asumida y rechazada: asumida y a su manera disfrutada, aunque reconocida, desde dentro, como mentirosa y corrupta; rechazada desde cerca, por su exitosa corrupción; y más allá, por aprender e imaginar la condición de los excluidos. Se da entonces el movimiento de salir y unirse a los excluidos; el movimiento de huir, de salir desde abajo, de coger la opción materialmente más pobre pero con una clara ventaja moral. Pues nada es más significativo, en los mundos en contraste de Le Guin, que el hecho de que Anarres, la utopía, es desolada y árida; la vitalidad próspera de la utopía clásica está en la sociedad existente que se rechaza. Se trata de una ruptura enorme. No es que en Anarres se dé un primitivismo: “sabían que su anarquismo era el producto de una civilización muy elevada, de una cultura compleja y diversificada, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada”. En este sentido, la modificación de Morris es importante; es claramente un futuro y no un pasado, una forma socialmente más elevada más que una forma socialmente simplificada. Pero, significativamente, solo está disponible en lo que es a todos los efectos una tierra baldía; la tierra fértil está controlada por el dominio de Urras. Es pues el movimiento que Huxley se imaginó en su prólogo de 1946. No es la transformación, es la escapatoria.

Es una escapatoria generosa y abierta, dentro de las limitadas condiciones de su destino de páramo. La gente de Anarres vive tan bien, en todas las facetas humanas, como los cooperadores de Morris; la mutualidad se presenta como viable, y más aún, en cierta manera, porque no existe una abundancia que la haga fácil. Las normas sociales y éticas están en el punto más alto de la imaginación utópica. Pero también hay un cuestionamiento cauteloso que va más allá: no es el cinismo corrosivo del modo distópico sino el alcance, más allá de la mutualidad básica, de nuevas formas de responsabilidad individual y, con ellas, elección, desacuerdos y conflicto. Por eso, de nuevo propio de su época, es una utopía abierta: abierta a la fuerza, después de la coagulación de los ideales, la degeneración de la reciprocidad en conservadurismo; desplazada, deliberadamente, de su condición harmónica adquirida, la inmovilidad en la que culmina la modalidad utópica clásica, a un experimento inquietante, abierto, y que asume riesgos. Es una adaptación significativa y bienvenida, que priva a la utopía de su clásico fin de la lucha, su imagen de harmonía perpetua y descanso. Esta privación, como la tierra baldía, puede ser vista como desalentadora, como el despiece de elementos de una distopía dominante. Pero mientras la tierra baldía es una privación voluntaria por el autor —producto de una evaluación derrotista de las posibilidades de transformación en un país bueno y fértil— la apertura es de hecho un fortalecimiento; de hecho, es posible que una utopía tal solo pueda convocar a aquellos que han conocido la riqueza y con ella la injusticia y la corrupción moral que están asociadas a ella. No es el último viaje. En particular, no es el viaje que aquellos todavía bajo la explotación directa, la pobreza evitable y la enfermedad, se imaginarán haciendo: un “este-mundo” transformado, y por supuesto con todas las modalidades de transformación imaginadas, ejecutadas y peleadas. Pero es donde, dentro de un dominio capitalista, y dentro de la crisis de poder y riqueza que también es la crisis de la guerra y el despilfarro, el impulso utópico, ahora de forma prudente, cuestionándose a sí mismo y poniendo sus propios límites, se renueva a sí mismo.

 

“Utopia and Science Fiction”. En Science Fiction Studies. N° 16 (Vol. 5, Part 3). Noviembre / 1978.