Sylvia Molloy: Crítica y contagioDesleer  para  leer: esa consigna abre la lectura que Sylvia Molloy hace de La vorágine, y se vuelve un gesto recurrente en sus lecturas críticas. “Desmontar”, escribe, “esa red taxonómica que se ha ido tejiendo alrededor –y a veces a la vera– del texto para enfrentar su letra” (1987: 746). Leer, ahí, es antes que nada desmontar, desarmar los marcos, las taxonomías, las fijaciones de lo ya-leído, ese repertorio de las lecturas que se asientan  como sedimentos y  se vuelve automatismo de la crítica, de la pedagogía, de las categorías de lectura. Gesto a la vez necesario y, añade, imposible: en esa revocación, “siquiera tangencial”, empieza “Contagio narrativo y gesticulación retórica en La vorágine”, un texto crítico de 1987, un momento, podemos pensar, de inflexión de la crítica que se producía desde EEUU (Molloy estaba en ese momento en Yale; el texto sale en Revista Iberoamericana) donde los debates en torno al Boom y al testimonio, que fueron dominantes durante las décadas previas, empezaban a hacerle lugar a nuevos vocabularios críticos, y donde el culto del autor como filtro de toda lectura –tan determinante de los instructivos de lectura que se gestaron en torno al Boom– empezaba a desfondarse para hacer ver las operaciones del “texto” y de la escritura. El artículo de Sylvia es, sin embargo, menos un recambio de vocabularios y de modos de leer que el registro y el mapeo de una sensibilidad crítica. Una sensibilidad crítica hecha, claro, de lecturas, pero sobre todo de un posicionamiento en tanto que lectora: el trazado de un lugar desde donde leer, que es inseparable de una pregunta por la forma literaria, o mejor dicho, por lo informe literario.

 

En Todo sobre Molloy. Número especial de CHUY (Revista de estudios literarios latinoamericanos)

 

Por Gabriel Giorgi

 

Cada época necesita sus prácticas de deslectura; hay que saber dónde desleer para activar los sentidos más urgentes, los más relevantes, los que se abren a lo Nuevo. Molloy encontró esto –además de los modernistas y Borges, por ejemplo– en Rivera, un

Rivera sepultado por los efectos de la “nueva novela latinoamericana”, que redujo La vorágine a, digamos, todo lo que el Boom no era: regional, realista, decimonónico, en una palabra: viejo.

 

Demasiado novelesca y al mismo tiempo desquiciada, contra la prolijidad formal a la que aspiraba un Vargas Llosa, por caso. Una manera de leer que hacía de La vorágine un texto embrionario y monstruoso a la vez, leído como antecedente de algo que solo sucederá en la segunda  mitad del siglo XX y bajo el signo del Boom. Lectura  teleológica, y siempre de tintes organicista en torno a la maduración de las formas, en la  que textos como La vorágine serán perpetuamente  inmaduros, de desarrollo trabado, en  todo caso menores respecto del modelo terminado.

 

La lectura de Molloy desactiva ese repertorio previsible y con ello no sólo abre la  posibilidad de releer La vorágine, sino también la del retorno de eso que se gestaba allí, en esa madeja insalubre y potente, el retorno de esos restos del XIX que a finales del XX trazarían los trazos de una sensibilidad que se volverá, en gran medida y siempre en  reverberación, la nuestra. La venganza de lo viejo es ésa: la de volverse, implacablemente, nuevo, en sus propios términos.

 

¿Qué se arma en esta lectura de La vorágine? Un modo de leer que se conjuga en torno a las fricciones formales, las fallas. Ante las lecturas del texto de Rivera que señalaban su desequilibrio formal, sus excesos, sus fallos narrativos, Molloy elige “no leer la novela a pesar de sus fallas, no por encima de ellas, sino en esas fallas (esas quiebras) mismas (1987: 747)”. Se trata de un gesto similar que encontramos en otros lugares de las lecturas de Molloy –contra la “simetría” borgeana, por ejemplo–: el de una lectura que se posiciona contra la idea de la “obra” entendida como cierre formal y como principio de equilibrio interno sobre el que descansaban modos de leer en los que se escucha una cierta concepción de la modernidad estética sobre su valor fundamental: la autonomía, la forma como fundamento de la autonomía estética. Y donde también se escucha el impacto duradero del Boom como educación de la lectura: la idea de que la  novela (género privilegiado, desde luego) había llegado a su madurez en América Latina guiada por esos varones blancos, presumidamente irreverentes, cuya insurrección  moderada tenía en su poder la capacidad de totalizar lengua, literatura, historia e identidad bajo el signo de una autonomía formal constituida en valor literario. Esas instrucciones de lectura implicaron, por ejemplo, no poder leer a Clarice Lispector (¿dónde situar Agua viva en esa secuencia?), que necesitará esperar demasiado para poder ser leída en el resto de América Latina.

 

Así, ese modo de leer desde y en torno al Boom, además del escritor superestrella que tan eficazmente había identificado Jean  Franco, era también obturar procedimientos formales que el archivo literario latinoamericano cultivó y potenció, y que necesitaban ser relegados a una antecedencia del momento de madurez formal que era, se nos decía, el momento de afirmación de una identidad cultural, política, económica. Imaginarios, podríamos decir, desarrollistas de la lectura: el vértice de la madurez, en la teleología del crecimiento y su narrativa de las etapas. (Creo que la crítica latinoamericana, dicho sea de paso, se debe todavía un análisis de la relación entre modos de leer e imaginarios desarrollistas hasta al menos los 80s, imaginarios menos estudiados que sus contrapartidas –o complementos– revolucionarios).

 

Contra eso, a contrapelo de ese movimiento, la falla. “En el doble sentido” –escribe Sylvia– “de quiebra y de defecto”  (1987: 747). No leer la falla para corregirla, para alisarla desde un futuro de su reparación, sino leer desde ella, leer su productividad, su  desafío pero también su capacidad para generar lo nuevo. ¿En qué consisten las fallas  de las que se acusaba al texto de Rivera? Resultan más o menos imaginables: una acumulación de registros literarios, que friccionan herencias modernistas con momentos  naturalistas; deficiencias narrativas, que no terminan de componer la legibilidad del relato (¡incluso había críticos que protestaban contra el final sin cierre reconocible!); confusiones –y esto divierte mucho a Sylvia– entre Cova y Rivera, en esas lecturas irremediablemente biografiantes que recurren al delirio crítico para sostenerse; el gesto posado, performático de los personajes –sobre todo Cova, ese personaje teatral en el corazón de la novela latinoamericana–, contra toda verosimilitud novelesca (la “gesticulación retórica” del título ya señala la dirección de esa naturaleza performática del texto). Los cargos siguen: La vorágine como texto fallido, un repertorio de lo que la literatura latinoamericana no terminaba de poder alcanzar.  

 

Contra esa lectura que, insisto, no presuponía solamente un cierto ideal formal sino que también contaba una historia literaria de su presente, la lectura de Sylvia apuesta por la falla. Leer en y desde la falla es apostar al valor y la potencia de lo informe, de lo que no cierra, lo que en ese quiebre y ese desvío se conecta con fuerzas que ninguna forma termina de domesticar. Leer desde ahí. Ahí se juega una ética a partir de la lectura: encontrar un lugar para leer, posicionarse en un lugar de lectura es trazar un lugar de relación con el sentido y con la experiencia. La falla: es ahí desde donde se quiere leer, ahí me vuelvo lectora.

 

La vorágine, claro, responde al llamado, y con creces. 

 

¿Qué se abre en estas fallas? ¿Qué aparece, o emerge, en esas placas inestables que componen el texto de Rivera? Sylvia encuentra una categoría apta: el contagio. “Contagio narrativo”, dice el título, y creo que en esa marcación se traza un itinerario crítico que será perdurable en el modo de leer que Sylvia inyectó en nuestras prácticas  críticas. Contagio aquí es a la vez una operación formal y un pathos de los cuerpos: ningún cuerpo  sano, ningún texto  limpio. La salud es el diseño de un ideal normativo lejano a la vida de los cuerpos; la transparencia del significado es una lectura que no sirve para activar la escritura, sino que al contrario la obtura y la cristaliza.

 

La escritura que interesa transcurre en los recorridos que se abren desde esa doble repudio, el de la salud como horizonte de la norma y el de la transparencia como ideal de la lectura. Por eso contagio viene de la mano de otra noción clave de las lecturas de Sylvia: “contaminación”. Contagio y contaminación trazan el desafío que se le lanza a las lecturas que hacen de La vorágine una especie de canon fallido de la literatura latinoamericana.  Aquí aparecen al menos dos desplazamientos. Por un lado –y esto adquiere, a la luz de debates recientes, una nueva relevancia– lo que La vorágine dramatiza es un desmontaje literario de la Naturaleza como reservorio de salud, de norma vital, de pureza, y a la vez de las convenciones literarias y culturales que componen el repertorio de la “naturaleza latinoamericana”.  Molloy se desplaza aquí de las lecturas tan enfocadas en la “novela de la tierra” que se organizan en torno a la  “lucha” entre hombre y naturaleza –esa épica de la extracción, cuyas consecuencias ya se escenifican en La vorágine– sino en las potencias de desvío, de corrupción, de erosión del poder masculino arrojado al territorio de la selva:

 

El buen contacto con una naturaleza convencional y risueña ha sido suplantado por el contagio: la selva donde se interna Cova es un lugar enfermo, donde la vida misma es muerte, la procreación monstruosa y, de antemano, teñida de podredumbre (Molloy: 1987: 754).

 

La naturaleza como terreno de la convención literaria y cultural: el contagio es el operador de un desmontaje sistemático de convenciones literarias heredadas del modernismo (donde, por supuesto, se condensan muchas de sus pulsiones estéticas), dado que aquí la naturaleza, encarnada en la selva, se desmarca hacia lo tóxico, lo enfermizo, la monstruosidad expansiva. Pero a la vez, hay otro impulso operando aquí, que creo reverbera en otros lugares: un cierto salto de escala en la figuración de la  selva, donde en lugar del repertorio del “exceso” hiperbólico propio de la “naturaleza latinoamericana”, aquí pasamos más bien al foco sobre fuerzas invisibles, de escala  biológica, que pasan  por los contagios, por esos saltos y préstamos que pasan entre los cuerpos y que eluden la escala de lo perceptible. Eso se pesca en La vorágine: la fuerza enfebrecida de una naturaleza que opera por infección (“espacio infectado”, dice Sylvia), a través de fluidos (“leche, semen, fluido vital” que son “a la vez manifestación de vida y de destrucción”) donde toda distancia que podría operar como paisaje es suprimida en una retórica de la inmersión, de fuerzas ambientales, una “selva activa” que avanza sobre un “sujeto inerme” (1987: 756).

 

El contagio que viene con la naturaleza selvática vuelve imposible toda diferenciación entre la vida y la muerte, entre reproducción y destrucción, entre impulso vital e impulso letal. Ese umbral se recorta nítidamente contra concepciones –en la literatura, en la ciencia, en la política– de la naturaleza como umbral de afirmación pura de la vida,  de la salud, de la cura y la reparación. Nada de eso aquí: la naturaleza es un agente ambivalente, que afirma una ley que no es necesariamente la de la vida humana. Esta ambivalencia reaparecerá en las lecturas del modernismo y la decadencia: el “doble discurso del modernismo” en el que la decadencia “aparece a la vez como progresiva y regresiva, como regeneradora y degenerado, como buena e insalubre” (2012: 26).

 

Se trata de un agente “activo”: es, dice Sylvia, “elocuente” y no “víctima”. Esa agencia selvática no opera solamente como fuerza biológica: es fuerza de lenguaje, en el lenguaje: “La selva se propone como un conjunto heteróclito de  ruidos que se resisten a  configurar un lenguaje coherente como a someterse a la clasificación retórica” (1987: 755). El  ruido contamina el lenguaje y esa contaminación se vuelve literatura: trabajo sobre el umbral del sentido en el que el cuerpo se enlaza a intensidades no necesariamente reconocibles como representación, palabra o significado. Ahí opera La vorágine, ahí es donde el contagio se despliega como activador crítico, como notación que permite armar una lectura que es inseparable de una escucha del texto. (Se advierte aquí, dicho sea de paso, cuánto de las discusiones recientes sobre actantes no humanos, postantropocentrismos y escenarios antropocénicos ya estaba operando en el archivo latinoamericano desde hace décadas. Esto ni significa que Molloy haya “anticipado”  los debates sobre antropoceno ni mucho menos. Significa algo más interesante: que la lectura atenta de las escrituras de la extracción intensificada en América Latina ya articulaban las inscripciones de lo que en las primeras décadas del siglo XXI se formulará bajo el signo de la catástrofe ambiental y  hubris del capital. Eso ya estaba operando en el archivo latinoamericano: las temporalidades de este archivo, típicamente obturadas desde las lecturas globales, son las que se pueden movilizar desde la crítica, cuya memoria, como este artículo de Sylvia, arma la secuencia de una reflexión en sus propios términos. Para ello, claro, hay que hacer lo que hizo Sylvia: quebrar las teleologías históricas, trabajar las fallas del tiempo, operar, como escribe Juan Cárdenas –otro gran lector de Rivera–, en “el temblor del tiempo humano”.).

 

Escribir es contaminar: en La vorágine a Sylvia le interesa especialmente la yuxtaposición e invasión de voces, esa “contaminación” de enunciaciones –que incluyen, como vimos, a la selva misma– y que habla de los límites inestables, los marcos quebrados, la falla de la distinción entre enunciaciones, géneros, niveles narrativos. “Contagio textual”, dice. Los cuerpos físicos y el cuerpo del texto se desarticulan (palabra que volverá como título muchos años después, en un sentido comparable) como “rituales espacios enfermizos” (1987: 763) que se despliegan como texto. “La vorágine registra en su letra la enfermedad, la lesión, el contagio. Texto que reflexiona sobre la enfermedad es, todo él, un texto enfermo” (1987: 758).

 

¿Qué se juega aquí en torno a este texto enfermo? ¿Qué afirma el contagio? El tema de la enfermedad abre aquí la posibilidad de afirmar el desafío de lo informe: las fuerzas que en su desafío a la forma legible, a su demarcación y a su transparencia, afirman lo que la forma busca sublimar, disciplinar o, de lo contrario niega: la potencia de un exceso, de un desborde, que reclama otras configuraciones, otras narrativas, otras enunciaciones y otras formas de leer para explorar sus posibilidades inmanentes. Ese desarreglo, esa falla, es lo que en la lectura de Molloy se vuelve trazo de una sensibilidad, esto es, de una capacidad no solo de percepción sino de relación con las intensidades, las fuerzas, las líneas que arrastran a los cuerpos más allá de sus contornos, de sus representaciones, de su salud, de su identidad, y los exponen a ese contagio desde el cual enfrentará las formas dadas de la realidad. 

 

Hacia el final del ensayo, la pregunta por el contagio como entrada de lectura se enfoca en uno de los finales de La vorágine, cuando Cova deja su manuscrito en la selva y se pierde, junto a lxs otrxs, en la selva que famosamente los devorará. El manuscrito, subraya la lectura, queda desplegado donde Cova lo deja. Esa escena del  manuscrito  abandonado, sin lector/a a la vista, como “una reliquia y un  emblema” (1987: 765) es sin duda representativa de lo que se pone en juego aquí: un modo de leer en el que la lectura es contagio, donde leer es contagiarse pero también contagiar, donde ese  préstamo anómalo entre los cuerpos –que en nuestros días ha puesto al planeta entero ante sus propios límites– no es sólo escenificado en el lenguaje, sino también potenciado, afirmado, desde esa ejercicio de desvío que llamamos “lectura”. Leer los contagios, leer desde los contagios: imposible sustraerse a esa potencia de lectura. 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

MOLLOY, SYLVIA. “Contagio narrativo y gesticulación retórica en La vorágine”, Revista Iberoamericana, vol. LIII, núm. 141, 1987.

---. Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad. Bs As: Eterna Cadencia, 2012.