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27 Abr 2024
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El dios de los ateos

Por Gustavo Nielsen

Nâo é o ângulo reto que me atrai,
Nem a linha reta, dura, inflexível criada pelo o homem.
O que me atrai é a curva livre e sensual.
A curva que encontro no curso sinuoso dos nossos rios,
nas nuvens do céu,
no corpo da mulher preferida.
De curvas é feito todo o universo,
O universo curvo de Einstein.


(Oscar Niemeyer)

La naturaleza parece dibujada con un pistolete. La única recta natural, la línea del horizonte, también es una curva que vemos recta por esas cosas de la física. Le Corbusier le escribió un largo poema al ángulo de noventa grados, y en uno de sus versos gritó ¡Matemática! Niemeyer también escribió un poema, pero a la curva. Es este que ilustra la nota. Cortito y bello. Y curvo. Como las mujeres que amó Don Oscar, como las playas en las que se bañó, como las botellas de vino que bebió.

Ambos, Le Corbusier y Niemeyer, fueron racionalistas y ateos. Sin embargo, son los arquitectos que mejor interpretaron la idea de Dios después del gótico. Ningún católico del mundo supo pensar o contar una catedral nueva; menos que menos los arquitectos católicos. En este discurso podemos salvar a La Sagrada Familia, pero su diseño, que tiene rupturas de lenguaje, nunca es del todo importante comparado con la ruptura real que propone el ateísmo de los modernos. Su espacio catedralicio sigue siendo gótico, de puro arrastre con lo que venía desde seiscientos años antes.

El impertinente de Le Corbusier cambió todo con Nôtre-Dame du Haut, en Romchamp, Francia, en el año 1954. Le ganó por cuatro años a la Catedral Metropolitana de Brasilia, la nave del atrevido de Niemeyer de 1958, una de las primeras construcciones en la capital de Brasil. Niemeyer la edificó en un desierto, donde no había nada de nada. Es una especie de flor de dieciséis gajos de hormigón armado. Los cerramientos verticales entre costillas son vitraux inmensos que imitan el cielo. En algún momento del pasado fueron simplemente vidrios transparentes que dejaban ver el cielo real. La planta de la catedral es circular, y lo más interesante es que se entra desde el centro. Por el agujerito del compás. Una manga subterránea oscura y larga nos lleva hasta ahí. Y simplemente nos deja en el medio del edificio, como si hubiéramos despertado de un sueño.

Le Corbusier logra el mismo efecto con el diseño opuesto: después de peregrinar un largo trecho al sol, nos ofrece la sombra amena de su capilla. Ambos se manejan con la emoción, y le quitan a la religión su estúpido boato.
Centro Niemeyer. Goiana. 2006

Los modernos siempre fueron grandes publicistas: entrar desde abajo a una iglesia es un efectazo; recibir sombra fresca luego de tanto sol, algo bendito. Después de eso, solamente queremos empezar a creer en Dios. Pero en el Dios de ellos: uno simple, suave y amistoso. De esos que no castigan como el de Gaudí.

Un Dios que le dedica poemas a la geometría.

Niemeyer se acaba de ir a estrenar su paraíso personal, y a llenarlo de curvas.

Pero no pudo inaugurarlo porque ya había alguien. Le abrió Le Corbusier.

A vida é um sopro.

 

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