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Por Luisa Corradini

 

     Aunque sea una verdad de Perogrullo, ¿cómo resistir la tentación de escribir que Marc Augé es uno de los últimos monstruos sagrados que quedan en Francia? A los 77 años, considerado uno de los más célebres etnólogos y antropólogos del mundo, es el perfecto ejemplo de esa generación de eruditos y pensadores humanistas formados por la universidad francesa hasta mediados del siglo XX. De esos que, en la actualidad, apenas se pueden contar con los dedos de una mano.

    Marc Augé nació en la ciudad de Poitiers en 1935. Desde entonces y hasta convertirse en un jubilado cautivador e hiperactivo, el autor de libros de referencia como Hacia una antropología de los mundos contemporáneos (1994), Los no lugares. Espacios del anonimato (1992) o El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (1986), pareciera haber vivido varias vidas. Desde las lagunas del sur de Costa de Marfil hasta el Jardín de Luxemburgo, de Togo al metro de París, del paganismo al hipermodernismo, Marc Augé inventó una singular antropología de los mundos africanos y contemporáneos.

    Nacido en una familia de militares, se interesó en la descolonización, pero también en las ciencias de la información y la comunicación. Con el tiempo, terminó transformándose en el mejor observador de lo que él mismo llamó "sobremodernidad". Una situación social marcada por el exceso: tiempo, velocidad, movimientos y consumo.

    Ex alumno de la Escuela Normal Superior de París, especialista en literatura clásica, doctor en Literatura y Ciencias Humanas, Augé fue profesor, director y presidente de la prestigiosa Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales, dirigió un sinnúmero de investigaciones en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), escribió cerca de 40 libros y no dejó nunca -pero realmente jamás- de reflexionar sobre los temas más inesperados que tienen al hombre como protagonista. Adonde vaya, este etnólogo fuera de lo común es capaz de descubrir la característica oculta, la zona de sombra o de humanidad de los objetos que estudia. Como la mayoría de sus condiscípulos, Augé comenzó su carrera estudiando distintas etnias en lejanos países africanos. Fue allí donde desarrolló el concepto de "ideo-lógica", que definió como la lógica interna de las representaciones que toda sociedad produce de sí misma para sí misma.

    A mediados de la década de 1980, diversificó sus campos de observación. Viajó por América latina (Venezuela, Bolivia, la Argentina y Chile) y estudió las realidades del mundo contemporáneo a través de su medio ambiente más inmediato (en Francia, Italia o España) y mediante sus producciones más "lejanas", sobre todo artísticas, como la fotografía, el cine, la pintura, la arquitectura y la literatura. Utilizando los mismos métodos que había desarrollado en sus estudios africanos, Augé decidió fijar su atención en el habitante de una gran metrópoli contemporánea como París. Analizó su profunda soledad, paradójicamente provocada por la expansión de las tecnologías de la comunicación, y terminó acuñando dos nuevos términos: "sobremodernidad" y "no lugar".

    Augé sitúa el mundo actual en lo que denomina "sobremodernidad", que se caracteriza por los no lugares (lugares de anonimato), el no tiempo (presentismo) y lo no real (virtualidad). Para él, la "sobremodernidad" se opone a la modernidad porque la época actual produce un número creciente de acontecimientos que los historiadores tienen dificultades para interpretar (se refiere en particular al derrumbe del bloque soviético, que precedió por poco tiempo la aparición de su célebre libro Non-lieux ); por una superabundancia espacial, que corresponde tanto a la posibilidad de desplazarse rápidamente y por todas partes como a la omnipresencia, en cada hogar, de imágenes del mundo entero a través de la televisión; y por la voluntad de cada uno de interpretar por sí mismo las informaciones de que dispone, en vez de apoyarse -como sucedía antes- en el grupo.

    Augé acuñó el concepto de "no lugar" para referirse a los espacios de tránsito con poca o relativa importancia para ser considerados "lugares". "Son considerados antropológicos los lugares históricos o vitales, así como aquéllos en los que nos relacionamos. Un no lugar es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, un subte o un supermercado... Carece de la configuración de los espacios, es circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de los individuos", precisa.

    Hace poco, por pedido de un editor italiano, publicó en ese idioma (y no en francés) su último opus: Futuro . En ese libro, que acaba de ser traducido al español y estará en las librerías argentinas esta semana, examina la sociedad del "presente permanente" en la que vivimos; una sociedad devastada por una profunda crisis financiera que induce a mirar el futuro como una incógnita que aterroriza y paraliza.

    "En esta sociedad, los jóvenes temen no conseguir un trabajo para sobrevivir, son incapaces de proyectarse en el futuro y se sienten bloqueados en un permanente presente constituido sólo de precariedad. Al mismo tiempo, sus padres temen perder sus pensiones, sus seguros de desempleo, y terminar en la miseria", afirmó en la extensa entrevista que mantuvo con adn cultura en París.

    Eterno optimista, en Futuro Marc Augé intenta, sin embargo, ofrecer una perspectiva nueva, que permita a la gente reapropiarse de un tiempo que pueda ser vivido y no temido.

 

-En este libro usted habla de "dictadura del presente" y de "miedo al futuro". Afirma que el tiempo se ha vuelto circular, como una suerte de inmovilismo que impide al hombre ver la salida?

Mi abuelo no pudo estudiar, pero era un hombre inteligente e invirtió en la educación de sus hijos. Mi padre era empleado público y quiso que yo fuera un intelectual. En mí vio sus sueños realizados. Todo eso fue posible gracias a la escuela pública, a la educación para todos. Pero hoy eso se terminó. La escuela ya no puede luchar contra la desigualdad: el cuerpo social está cada vez más inmóvil, la gente se queda encerrada en sus barrios, sus escuelas, sus familias, como si fueran una suerte de casta premoderna.

-¿Y el miedo al futuro provoca una parálisis en el presente?

El hombre actual vive en una especie de hipertrofia del presente, amplificado por los medios de comunicación. En cierto sentido, como sucedía en las sociedades primitivas y el mundo rural, nuestro tiempo ha dejado de ser lineal para volverse circular: actualmente nuestro tiempo está determinado por las temporadas deportivas, los ciclos escolares, los periodos de elecciones? Nuestra vida está reducida a la agenda.

-En otras palabras, lo contrario del tiempo histórico. ¿Podríamos hablar de un "no tiempo"?

Sí. Es lo contrario de un estado de evolución. Lo contrario de lo que se podría pensar de una civilización tecnológica que se dirige en forma permanente hacia la innovación. Somos prisioneros de una especie de retorno permanente a los ritmos fijados por la televisión o las finanzas globales. Hoy el hombre vive mucho más tiempo, pero comienza a vivir más tarde. Tomemos el ejemplo de la Revolución Francesa: fue hecha por gente que apenas tenía 20 años; jóvenes que cambiaron el curso de la historia. Paradójicamente, una vida más corta obligaba a madurar más rápidamente.

-Según afirma, ésa es la característica típica de una sociedad que abolió los ritos iniciáticos.

Así es. Sin esas etapas iniciáticas de la vida, es muy difícil construir un porvenir.

-¿Un porvenir o un futuro? Para usted, no son lo mismo.

No, no lo son, en efecto. Si bien esas dos palabras no significan lo mismo en francés, italiano o español, el porvenir es un concepto bastante miope que tendemos a proyectar sobre una colectividad determinada (¿qué porvenir dejaremos a nuestros hijos? o ¿cuál es el porvenir de la ciencia?). Por el contrario, el futuro es la vida que se vive individualmente. El futuro es inmediato, tiene una relación con lo evidente; el porvenir es incierto, es motivo de dudas. El futuro puede provocar esperanza o temor (¿qué puedo esperar de mi vida en los próximos dos años?).

-Pero también se podría decir que futuro y porvenir son dos expresiones de la solidaridad esencial que une a un individuo con la sociedad.

Seguramente. Un individuo totalmente solo es inimaginable. Tan insoportable como un futuro sin porvenir. En sentido inverso, el hecho de subordinar un individuo a las normas colectivas y su vida futura al porvenir de un grupo es típico del totalitarismo.

-En el fondo, lo que es válido para el porvenir es también válido para la felicidad.

La democracia no tiene como fin último la felicidad de todos, sino crear para todos las condiciones de posibilidad de la felicidad, eliminando las causas más evidentes de infelicidad. Un porvenir deseable para todos es aquél en el cual cada uno pueda administrar libremente su tiempo y dar un sentido a su futuro individualizando el propio porvenir.

-Pero volviendo a la sociedad actual, otra de sus paradojas es que todo va tan rápido que, en pleno inmovilismo, la globalización terminó por canibalizar hasta el espacio para imponer el tiempo como unidad de medida.

Por difícil que parezca, así es. El hombre contemporáneo ha dejado de hablar de distancia para referirse al "tiempo de recorrido": tres horas de vuelo, cuatro horas de ruta. Y nuestros puntos de referencia han dejado de ser nacionales para volverse globales. Ahora hablamos de ciudades y no de países: "Nueva York, Buenos Aires, París?". Ese conjunto forma una nueva geografía, una inédita territorialidad virtual. En ese sentido, la tecnología y la economía son más veloces y mucho más poderosas que la política. El capitalismo financiero logró lo que no pudo hacer el internacionalismo socialista. Las finanzas transformaron el universalismo en "globalismo", en economía multinacional. Por eso las desigualdades aumentaron a pesar del ingreso de nuevos protagonistas en la escena histórica.

-¿Es por eso que afirma que la política se encuentra reducida a una simple gobernanza, a la simple gestión del consumo y los servicios públicos?

El problema es que se trata de una idea de la política propia del fin de la historia. Vivimos sometidos a un modelo de libre mercado y de democracia que, al mundializarse, se transforma en pensamiento único: sólo queda la posibilidad de asegurar el buen funcionamiento del mercado. Estamos ante el último acto del ocaso de las grandes narraciones filosóficas, políticas y nacionales en el que Jean-François Lyotard identifica el espíritu de la posmodernidad.

-Y para salir de ese ocaso usted apela a un "existencialismo político".

Sí, porque para avanzar los políticos deberían escapar tanto al esencialismo de los sistemas como a un pragmatismo sin principios. Deberían, como los existencialistas, admitir que la existencia precede la esencia y, como los científicos, aprender a formular hipótesis para ponerlas a prueba. La hipótesis es la síntesis de la duda y de la esperanza. Ambas son necesarias.

-Pero entonces, ¿cuál es la solución? ¿O todo está perdido?

Yo soy un optimista y creo que, a pesar de las apariencias, no todo está perdido. En este mismo momento, la ciencia y la tecnología hacen progresos extraordinarios. La gente está convencida de que, para crear un mundo nuevo, primero hay que imaginarlo. Pero no es así: las grandes invenciones que revolucionan actualmente la vida, desde la píldora anticonceptiva hasta Internet, no nacieron de la imaginación política o de alguna otra utopía.

-En otras palabras, la ciencia y la tecnología no necesitan grandes narraciones.

Exactamente. Sólo hay que esperar las consecuencias de los descubrimientos científicos. Diría que estamos aprendiendo a cambiar el mundo antes de imaginarlo. Como si fuéramos existencialistas pragmáticos. Y de esto precisamente podría nacer la fe en el porvenir. Pero, para conseguirlo, debemos apropiarnos primero de nuestro futuro.

-¿Es decir?

Asumir plenamente el desafío del conocimiento. Creo que allí reside el secreto de la felicidad de los hombres y de la sociedad. Para llegar a ese estado existen dos prioridades absolutas: potenciar de inmediato la instrucción pública y esforzarse en alcanzar la absoluta igualdad de sexos.

-Usted se define como un optimista. Sin embargo, cuando habla de la única posibilidad de salvación del hombre usa la expresión "utopía de la educación", lo que no parece demasiado optimista.

¿Y por qué no se podría creer en una utopía? Yo sé bien que la dirección actual que toman los diferentes sistemas educativos no va en el sentido de reducir las desigualdades. Por el momento nos dirigimos hacia una sociedad de clases planetaria, dividida entre aquellos que tendrán acceso al saber y al poder, aquellos que sólo serán consumidores y aquellos que estarán excluidos tanto del saber como del poder. Pero, por ejemplo, ¿cuántos niños se necesitan en una clase para que un profesor pueda enseñarles a todos en óptimas condiciones? ¿Quince? ¿Y por qué no pretender que algún día los gobiernos acepten esa idea, aun cuando cueste fortunas? Es una utopía. Pero no es imposible.

-En otras palabras, el mundo se salvará gracias a la escuela y la mujer. ¿Es por eso que en su libro hace el elogio del pecado original?

Fue gracias a Eva que el hombre comió el fruto del árbol del conocimiento y se transformó en hombre. Ése fue el comienzo de nuestra historia y, si queremos que exista un porvenir, debemos seguir comiendo de ese fruto. Dividiendo la manzana en partes iguales.

-Al final de su vida, Claude Lévi-Strauss solía decir que, comparado con el mundo que había conocido, detestaba el actual. Con derroteros similares, usted no parece haber dejado de querer el mundo.

Es verdad, pero yo soy definitivamente un moderno. Veo el mundo como los pensadores del siglo XVIII. Creo en el progreso y en la evolución. Estoy convencido de que la historia no ha terminado, que el individuo es la medida de todo y que es capaz de desmontar, con su sola existencia, el carácter ineluctable de la ley del silencio, la evidencia mediatizada y la resignación consumista.



Una utopía de la educación

 

Por Marc Augé

 

    La utopía de la educación es en lo sucesivo la única esperanza de reorientar la historia de los hombres en la dirección de los fines. ¿Por qué utopía? De hecho, el término utopía, en este uso, sólo tiene sentido en relación con las políticas actuales que van todas en el mal sentido, independientemente de lo que pretendan, porque éstas al mismo tiempo se resignan al fracaso escolar, vinculan estrechamente la cuestión de la escuela o la de la universidad con la del empleo, no se ocupan lo suficiente de crear las condiciones de una cultura general que no dependa del entorno familiar o social y, en resumen, descuidan la cuestión de los fines o la limitan al ámbito de la economía afirmando, por ejemplo, que el regreso al crecimiento es una condición previa absoluta a toda iniciativa social. Pero esta "utopía" tiene su lugar: la Tierra entera, el planeta; por optimismo, de buen grado la llamaría programa. El programa puede acomodarse -de hecho lo hace bien- al tiempo político, al tiempo largo que es una forma de esperanza, en la medida en que el movimiento hacia su aplicación sea perceptible o al menos discernible, lo que hoy no ocurre en ninguna parte, pero que puede comenzar mañana.

    Un programa así evidentemente no podría proceder de un deseo cualquiera de gobernar en nombre de un saber absoluto. El conocimiento, contrariamente a la ideología, no es ni una totalidad ni un punto de partida. Se trata, al contrario, de gobernar con vistas al saber, de asignarse el saber como una finalidad, individual y colectiva, destinada a seguir siendo prospectiva y asintótica. Es realmente de lamentar que el término "cientismo" se emplee a menudo con tanta facilidad por polemistas conscientes o inconscientes de las resonancias de esa palabra. Si cientismo significa la afirmación de un saber total del que se deduciría lo que debe ser el comportamiento de los hombres en sociedad, entonces ningún científico es cientista. Al contrario, si la palabra intenta traducir la convicción -compartida por todos los científicos- de que el espíritu humano tiene la capacidad de progresar indefinidamente en el conocimiento, incluso en el conocimiento de los mecanismos cerebrales que le permiten esta progresión, utilizar esa palabra de manera polémica indica pura y simplemente mala fe y oscurantismo.

    ¿Dónde nos encontramos hoy? Se nos dice, desordenadamente, que de hecho muchos jóvenes no tienen escolarización y se cuestionan las formas de aprendizaje que podrían acompañar a las escuelas para asegurar una transición no conflictiva hacia el mundo laboral; que se acumulan los retrasos escolares y que una parte de quienes comienzan el sexto año no dominan las competencias "fundamentales": lectura, cálculo, escritura; que al concluir su primer año en la universidad un número importante de jóvenes abandonan sus estudios; que las universidades colaboran insuficientemente con las empresas para garantizarles una salida a sus estudiantes.

    Entiendo perfectamente que los responsables, a todos los niveles, se enfrentan con situaciones concretas difíciles y no pretendo dar soluciones preestablecidas para lo inmediato.

    Es una realidad que, cuando se invocan exigencias de rentabilidad para justificar las reducciones de personal que conllevan una baja en el poder adquisitivo y ella misma es causa de una desaceleración del crecimiento (es uno de los círculos viciosos del capitalismo en su fase actual), las políticas educativas están cada vez menos orientadas hacia la adquisición del saber por el saber mismo. La orientación se inicia cada vez más temprano, y, en los medios "económicamente desfavorecidos", para retomar el eufemismo actualmente al uso, los niños tienen una chance mucho menor, si no nula, de acceder a ciertos tipos de enseñanza. Los sociólogos han podido señalar que, en un país como Francia, el sistema educativo tiende hoy no a disminuir sino a reproducir las desigualdades sociales. Nos encontramos ciertamente en la época de la apertura de la enseñanza superior al mayor número de personas, pero la tasa de fracaso en los dos primeros años es considerable. Además, se considera oficialmente que esta apertura de las universidades hace cambiar sus vocaciones: se les invita a que respondan prioritariamente a las necesidades del mercado laboral.

    Entonces, aquí vuelvo a emplear la palabra utopía en la medida en que puede servir para recordar algunos principios, diseñar un ideal, sugerir algunas pistas y rechazar algunas situaciones sin salida.

    El tema de la utopía de la educación reanuda los viejos debates que jalonaron la historia europea luego del Renacimiento. Pero en Montaigne se trataba de la pedagogía en general y en Rousseau, de la educación ideal de un sujeto singular y ejemplar. En 1966, Sartre en su reflexión sobre los intelectuales ( Situations, VIII ) cambia de perspectiva interrogándose sobre la categoría de los "técnicos del saber práctico", entre los cuales se reclutan aquéllos, y sobre la formación que estos técnicos han recibido, pero su objetivo no es pedagógico. Estamos en 1966, en un período de relativa prosperidad económica, y Sartre desarrolla un pensamiento crítico radical atizado por las cuestiones que plantean los fenómenos contemporáneos como la lucha de clases, el colonialismo, el imperialismo, el racismo y el sexismo. Medio siglo después estas cuestiones todavía se plantean, pero en términos diferentes; de hecho, precisamente este desajuste temporal puede ser útil para tomar, a la distancia, una más clara conciencia de los desafíos de la política educativa.

    En este texto originalmente escrito para una conferencia pronunciada en Japón en septiembre y octubre de 1966, Sartre intenta definir las características que presenta la "categoría social" de aquellos a quienes llama "técnicos del saber práctico".

    Para Sartre, la clase dominante tiene una primera responsabilidad: decide qué empleos ocuparán esos técnicos (médicos, maestros), su número, su especialidad y su distribución; para toda una categoría de adolescentes esto significa "una estructuración del campo de los posibles, los estudios por emprender y, por otra parte, un destino". La clase dominante tiene en cuenta, para hacer sus elecciones, el crecimiento industrial, la coyuntura y las nuevas necesidades que aparecen, tales como la publicidad o la ingeniería humana. Es decir, Sartre formula, antes de que existiera la palabra en su uso oficial y acuñado, un resumen de la teoría de la innovación en materia social, acompañado de una constatación que anticipa aquella que podemos confirmar cuarenta y cinco años más tarde: "hoy la cosa está clara: la industria quiere meter la mano en la universidad para obligarla a abandonar el viejo humanismo perimido y reemplazarlo por disciplinas especializadas, destinadas a dar a las empresas testeadores, técnicos medios, public relations , etc.".

    A continuación Sartre se interesa en la formación ideológica y técnica que han recibido esos especialistas del saber práctico en el sistema de enseñanza (en el secundario y en la enseñanza superior) que se les ha impuesto "desde arriba". Subraya Sartre que esa formación les asigna y les enseña a priori dos roles: los convierte en "especialistas de la investigación", pero también, ciertamente, en "servidores de la hegemonía" o, para retomar la expresión de Gramsci, "funcionarios de las superestructuras".

    En fin, Sartre menciona que son las relaciones de clase las que reglan automáticamente la selección de estos técnicos. Entre ellos no hay obreros, a éstos el sistema no les permite figurar allí más que de manera excepcional. Los técnicos son reclutados en su mayoría entre los hijos de los pequeñoburgueses de las clases medias, a quienes desde la infancia -en la enseñanza primaria y secundaria- se les inculca la ideología particularista de la clase dominante. El técnico del saber práctico desde el comienzo ve determinada su suerte por la clase dominante, que decide, especialmente, la parte de la plusvalía que consagrará a su salario en función de la coyuntura y del crecimiento: "En este sentido, su ser social y su destino le vienen de afuera: él es el hombre de los medios, el hombre-medio, el hombre de las clases medias; los fines generales a los cuales se vinculan sus actividades no son sus fines". [...]

     Sartre es un notable analista y un brillante dialéctico, pero ante todo está llevado por el impulso voluntarista que siguió a la Segunda Guerra Mundial. En la inmediata posguerra se pensó en cambiar la sociedad, sentar las bases de una nueva solidaridad: se creyó en el porvenir. Ciertamente, las divisiones estaban allí y el Partido Comunista, poderoso, suscitaba muchas oposiciones, pero se delinearon colaboraciones y, sobre todo, era impensable al salir de una prueba tan mutiladora no dirigir la mirada hacia otro horizonte. La literatura y el cine dieron testimonio de ese estado de ánimo que imponía, en el plano histórico, superar el horror de la guerra y del nazismo y, en el plano metafísico, trascender, en caso de necesidad por una ética del heroísmo, el sentimiento del absurdo engendrado por la confrontación del hombre con el silencio del mundo. Pensamos aquí en Camus, naturalmente, pero también en el existencialismo: afirmar que la existencia precede a la esencia es definir al hombre como creador de él mismo.

     Los horrores del mundo para nada han perdido su intensidad, pero hoy no salimos de una prueba tan fundamental, identificable y simbólica como la de la Segunda Guerra Mundial. Hasta que se pruebe lo contrario, las crisis económicas suscitan más inquietudes, depresiones o violencias incontroladas que sobresaltos intelectuales. Ésta es la razón por la cual la utopía de la educación es utópica: no se halla suficientemente acorde al momento histórico para imponerse por sí sola.

    Sin embargo, algunos signos en apariencia contradictorios podrían militar a su favor. Las revueltas de la juventud en diversas aglomeraciones urbanas y en diversos continentes sin duda no constituyen un llamado directo a una revisión del sistema educativo, pero son algo distinto de la pura violencia o de una simple reacción contra la pobreza. En la medida en que expresan la injusticia de una situación de marginalización social, constituyen una búsqueda de la verdad: ¿qué debería ser la sociedad puesto que, salta a la vista, fracasa en afirmarse como comunidad de destinos? El tema de la exclusión -social, económica, intelectual- es en sí mismo portador de su contrario: ¿qué debería ser la inclusión social? Toda protesta social tiene su reverso, que es la cuestión fundamental: ¿qué es el vínculo social? Toda protesta es una forma de búsqueda. Otro signo, más directamente decodificable: la necesidad de saber, de la cual da muestras la actitud del público cuando se le presenta la ocasión de manifestarse.

Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía



La vida en doble, una autobiografía intelectual

 

En el libro que acaba de editar Paidós, Augé critica la presunta objetividad de la ciencia y cuenta cómo nació, en Venezuela, la teoría de los "no lugares"

 

Por Ana María Vara

 

La autobiografía intelectual de Marc Augé comienza con sus primeras experiencias "de campo" como gendarme en Argelia. Apenas egresado de la Escuela Normal Superior, en 1962 fue enviado a formarse como oficial de reserva, en las postrimerías de la guerra de liberación, a Orán, la tierra de Camus, pero vista a la sombra del quepis y con el fusil en la mano.

Entre escaramuzas y trampas de los "halcones", destinadas a desencadenar la represión a pocos días de los acuerdos de Evian que señalarían el fin del conflicto, Augé escribe como una "paloma" que apenas tiene conciencia de qué lugar ocupa en la historia. De manera insólita, este comienzo militar no desencadena en el autor ninguna reflexión sobre la antropología como parte de la empresa colonizadora. Y, sin embargo, está todo ahí: lleva en la mochila El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss.

La vida en doble. Etnología, viajes, cultura se propone como una nueva visita a los lugares donde todo comenzó y una indagación de la relación entre etnología y escritura. En la combinación de ambos gestos, Augé se revela como representante de una antropología marcada por el giro lingüístico, crítica de una presunta objetividad científica y atenta a los deslices etnocéntricos, pero alegremente desinteresada de la política.

Tras el primer capítulo en la aridez argelina, Augé relata su formación como etnólogo en el oeste de África, en Costa de Marfil, donde estudió al pueblo alladian en los años sesenta. De esa cultura toma la expresión "actuar en doble", que da título al libro: la capacidad de desdoblarse para influir con sus poderes sobre los otros. Privilegio de brujos y de escritores, que le permite separarse analíticamente y a la vez sentir empatía por sus observados.

Augé traslada tempranamente su aprendizaje metodológico sobre pueblos exóticos a sus semejantes. Son muy sutiles sus apuntes sobre los cambios de comportamiento que trajo el Mayo del 68 en la comunidad de investigadores que integraba en África, todos miembros del Orstom, la oficina francesa de investigaciones científicas "de ultramar". "Esta etapa nos marcó. En el fondo, éramos unos privilegiados y no teníamos reivindicaciones radicales en el plano profesional. Pero la palabra se había liberado", resume. Disfruta especialmente el cambio de perspectiva, de observadores a observados, que experimentan los profesores franceses ante los marfileños. El etnólogo se convierte en informante de sus colegas locales: "No se informaban solamente por la prensa; nosotros aportábamos nuestras competencias, nuestras ilusiones y nuestras decepciones".

En el mismo sentido, mientras relata sus viajes académicos, incluye comentarios sobre una prematura gira por universidades norteamericanas, solventada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, que evidencian su capacidad para verse con los ojos del otro: "Comprendí que en un país que valora decidir por sí mismo qué significa la excelencia, y en el que se considera que todo trabajo merece un salario, la decisión de los servicios culturales franceses de proponer a las universidades los servicios gratuitos de algunos profesores elegidos a dedo no aumentaría el prestigio de esos académicos".

Su teoría sobre los "no lugares" (los subtes, los aeropuertos, es decir, las áreas anónimas donde no puede afincarse ninguna identidad ni relación, y, sin dudas, su aporte más celebrado) ocupa relativamente poco espacio en el libro. Con perplejidad, cuenta su transformación en estrella académica de renombre internacional: "Sentí que había cometido una especie de intrusión conceptual en la vida privada de otras disciplinas. Pero no me guardaban rencor, todo lo contrario. Gracias a una expresión clave, una contraseña, me transformé en un amigo de la familia, en realidad, de varias familias: arquitectos, artistas, literatos?"

Es muy revelador su relato sobre el origen de esa indagación, que no fue la demorada partida de un avión, como podría imaginarse, sino un recorrido por los llanos de Apure, en Venezuela: el contacto con el grupo familiar de un chamán lo llevó a una reflexión sobre la relación con el espacio, el aferrarse a ciertos vínculos y los intentos desesperados por mantenerse fuera del alcance de las fuerzas dispersoras de la globalidad.

Augé no es impasible frente a los sujetos que observa, pero tampoco se apasiona. Casi sobre el cierre del libro, se describe como un "antropólogo del mundo global" que es, a la vez, su propio informante. Incluso en esta etapa de su trabajo en que observador y observado se funden, prevalece la mirada ligeramente distante del estudioso, capaz de hacer predicciones tremebundas sin indignarse, sin exclamar, sin proponer alternativas: "El planeta del futuro, que ya podemos ver y leer, estará dividido en tres clases: la oligarquía de los que rodean al poder, la riqueza y el saber; la masa de consumidores más o menos pasivos, motores del sistema; y la masa todavía más importante de excluidos del poder, de la riqueza y del saber".

¿O será que descree de sus propios, ominosos augurios? En una huida final de las cosas hacia las palabras, Augé se define como un "itinerante", y establece un paralelismo entre viaje y escritura en que sus expectativas sobre lo que vendrá no resultan de temer: ambos recorridos se parecen, para él, dado que suponen no sólo el interés por paisajes inéditos sino también la "necesidad de regresar en la que se experimenta al mismo tiempo el recuerdo y la espera, la tentación del pasado y la urgencia del porvenir".

Colaboramos con:

                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela