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Publica La Vanguardia

Por Albert Lladó

El ministro, en su ponencia titulada “Violencia urbana: la intolerancia como expresión”, invita a un reflexión acerca de los orígenes de la violencia urbana y a su posible prevención. Sorprendentemente, también, comienza hablando de que “no hace muchos años el mundo científico debatió sobre las posibles raíces genéticas” de la violencia aunque, más adelante, reconocerá que es un fenómeno “básicamente cultural”. Su intención, nos dice, es “no criminalizar” a ningún grupo social.

Sin embargo, justo después de mencionar el grafiti, sin cambiar de párrafo, añade (otra vez literal): “La ocupación de un vivienda ajena es una forma de violentar la propiedad privada, al igual que el robo o el hurto hacen lo mismo con otros bienes”. Así, y aunque puntualiza que “la máxima expresión de la guerrilla urbana es la kale borroka”, continúa argumentando que “el incivismo, como actitud social, aparece como una expresión habitual de todo lo que he expuesto”.

Lo que es absolutamente cierto, y no se puede negar, es que el grafiti intenta ofrecer “un mensaje en el espacio público”. Evidentemente. En ocasiones, mensajes poco trabajados, sin talento, soeces y burdos. En otras, mensajes que se convierten en obras que han pasado a la historia del arte o que, sencillamente, han servido como una forma más de libertad de expresión. Eso también tiene que estar garantizado en una democracia. Como la seguridad.

A Jorge Fernández Díaz, si de verdad ve en el grafiti una forma de violencia, se le acumula el trabajo. Tendrá que fiscalizar lo que muchos gestores culturales, e incluso pedagogos, están fomentando en centros cívicos de la ciudad. No son pocos los que creen, y demuestran, que el grafiti es una expresión artística que funciona como ninguna otra con grupos de jóvenes en peligro de exclusión social. También tendrá que preguntarse por qué los principales museos, y centros de arte, han acogido piezas de reconocidos grafiteros o han organizado festivales con el grafiti como protagonista. Todo con dinero público.

Ya hace años que el grafiti está reconocido internacionalmente como una manifestación cultural. Tal vez es la publicación, en 1984, de Subway Art, de Martha Cooper y Henry Chalfant, lo que marca un punto de inflexión en este sentido. Es un trabajo fotográfico, pero también antropológico, que sirve de documentación, y reivindicación al mismo tiempo, de lo que se convertirá en germen de otras formas de arte urbano.

Citar ejemplos parece innecesario. Desde el célebre Basquiat - podríamos discutir sobre cómo ha influido su legado en nuestros artistas - pasando por Keith Haring - y cómo integra la herencia mural en sus pinturas - hasta llegar al actual y misterioso Banksy, un fenómeno sin precedentes que sabe unir humor, crítica social y que rompe como nadie las barreras, tantas veces imaginarias, entre la alta y la baja cultura.

El ministro de Interior insiste en que “algunos políticos, comunicadores, sociólogos, periodistas deberían reflexionar sobre qué responsabilidad tienen ante todo esto, sino legal como mínimo moral”. Por ello, responsable nos parece explicar que han surgido múltiples proyectos, más allá de la multa y la amenaza, en los que se experimenta con “un grafiti limpio”, que a través de ideas como “Persianas lliures” se han unido las inquietudes de jóvenes creadores y los intereses de comerciantes, o que el Ayuntamiento ha utilizado una y otra vez algunas de las imágenes de la “contracultura” para vender como marca la modernidad de la ciudad.

Un grafiti, pues, puede ser una declaración de amor, una bofetada, una obscenidad o una denuncia necesaria. Se acabaron los tiempos en los que el mensaje tenía un único emisor. Entenderlo, e interpretarlo de manera correcta, parece lo verdaderamente responsable.

 

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                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela