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Publica El País (Uruguay)

 

Por Andrea Blanqué

 

Otras habitaciones

 

    Pero si leemos la reciente Historia de las alcobas, a cargo de Michelle Perrot (francesa experta en la vida privada, coordinadora con Duby de la erudita Historia de las mujeres), hay que reconocer que ese nido que reivindicaba Virginia Woolf, no solo les fue vedado a las mujeres sino a una mayoría de seres humanos. Se trata de un ideal a menudo no alcanzado por falta de recursos, y no siempre reivindicado (piénsese en la cultura japonesa y sus paneles móviles, con su mínimo de objetos y futones que aparecen solo para echarse de noche).

    Y no siempre genera la felicidad. Los suicidios cometidos en habitaciones propias o en hoteles, la violencia doméstica que se suscita intramuros -en el cuarto de quien es víctima, al cual tiene acceso el victimario- o sencillamente, las cárceles (desde la mazmorra feudal a las prisiones de alta seguridad con constantes requisas), recuerdan que, si bien el impulso de privacidad tiene sus orígenes en el Renacimiento y adquiere gran vigor en el siglo XIX, la habitación propia no es garantía de un lugar acogedor en el mundo.

    Para la clase trabajadora, a fines del siglo XIX fue básico huir de los hacinados barracones y buscar una habitación que, aunque pequeña, diera la posibilidad de separar al durmiente de la cocina, y a la pareja de los niños. El espacio propio es ideal por sus muchos beneficios, a pesar de que escritoras como Hélène Cixous se han quejado del dormitorio típico de niña, recargado de muñecas, en donde mantenían encerradas a las futuras mujeres, domesticadas, en lugar de dejarlas correr libres en el afuera.

 

Más que un lugar para dormir

 

    Muchos transgresores famosos no pudieron sucumbir a la tentación de tener un lugar para poder leer, escribir y asomarse al mundo, sin que el mundo los invadiera. Simone de Beauvoir, que vivió mucho tiempo en hoteles, y que en El segundo sexo ponía como ejemplo de la alienación de las mujeres el hecho de que aun siendo solteras prefirieran vivir en una casa donde hay que limpiar y cocinar, en lugar de recurrir a un hotel y a un restaurante, terminó cediendo a la tentación. Compró un apartamentito con los derechos de autor de su novela Los mandarines y abandonó el ritmo de vida de Jean-Paul Sartre, que necesitaba para reflexionar y escribir el fragor de los bares. Simone se compró su lugar y vivió en él a gusto. Claude Lanzmann, el cineasta autor de Shoá, vivió con ella conyugalmente durante siete años, y no cabe duda de que fueron felices. Simone era mucho mayor que Claude, pero ni eso, ni el pequeño espacio que compartían, fueron un obstáculo.

    Los cuartos humanos son mucho más que dormitorios, dice Michelle Perrot, y en verdad funcionan como un verdadero palimpsesto donde cada persona proyecta su personalidad, su estética, donde hay libros y papeles. Los muebles constituyen un requisito para que un cuarto sea mucho más que un lugar para dormir. Al lado de la infaltable cama, la mesa (con el libro de cabecera). A veces, también, una mesa adaptada a la propia cama, para escribir sin salir de ella. Leer y escribir en la cama fue una adicción para muchos. Colette y George Sand escribían de noche en la cama, la primera luego de cerrar con llave su puerta, para que no entrase su amante; la segunda al lado de su amante dormido.

    Lo que para algunos era una forma de sobrevivir al frío (leer envuelto en cobijas es la mejor manera de no sucumbir si no se tiene una buena estufa), para otros era una forma de escapar a la censura. Los que leyeron en la cama obras prohibidas podían esconder el libro, utilizar linternas o beneficiarse de los progresos de la civilización, como las sirvientas del 900 que aprovecharon la reciente luz eléctrica para gozar de la lectura de novelas.

    A veces en vitrinas y bibliotecas se forma una suerte de museo. Los escritores del siglo XIX, tan interesados por la dinámica social, se fascinaban reportando al lector los espacios donde los personajes se movían. Las pensiones de Balzac, los hoteles de Zola, los olores, ruidos, gemidos, papeles pintados de mal gusto, la mugre, todo era materia literaria. Un gran motivo en la literatura y en la pintura es la puerta de la habitación. Atravesarla tiene casi el sentido de la Cábala, entrar en otra dimensión. Así, cuando Eugenia Grandet deja pasar a su habitación al primo que la enamorará y abandonará, comienza el principio del fin.

 

Dormitorios comunes

 

    Pero antes de los urbanos siglos XIX y XX hubo largos períodos de dormitorios comunes. Cómo vivieron nuestros ancestros es algo insólito de imaginar. Diez generaciones atrás, los europeos comunes y corrientes, la mayoría campesinos, vivían en una sola gran habitación, donde se mezclaban las generaciones: las parejas dormían con los niños de pecho y, a sus pies, los otros hijos. Los ancianos dormían muy cerca, y si agonizaban y gritaban de dolor (para el que no había calmantes) debían hacerlo con los niños correteando por allí. La vida, y sobre todo, la noche, transcurría alrededor del fuego. Los campesinos a menudo dormían en los propios establos, junto a las gallinas y las vacas, que irradiaban calor. La privacidad creó en algunos sitios la cama-armario (con puertas) donde cada uno pasaba la noche en un verdadero cajón, aunque sin duda era muy difícil asistir allí a un parto.

    Luego se aprendió a valorar la privacidad y los objetos que la representan; entonces los campesinos, con los elementos que tenían a su alrededor, iniciaron un mobiliario. Jergones de paja, almohadas de pluma de ganso, muebles de madera de árboles frutales, se convirtieron en patrimonio familiar (todo debía durar para siempre).

    Lo más impactante de este libro es la conversión de una habitación en una "cámara" (vieja palabra griega) pero de tortura. Llaman la atención los niños castigados, confinados: el caso extremo fue Luis XVII, el delfín, en torno del cual los revolucionarios pusieron numerosos cerrojos, y que ni siquiera lloraba, simplemente quedó mudo. Más cerca están los niños escondidos durante la Segunda Guerra Mundial, en escondrijos, cuevas o detrás de tabiques, a resguardo de delaciones y de nazis.

    Impresionan los presos políticos que han pasado la vida entera en prisión, entre paredes llenas de graffiti, o presos que escribieron largamente sobre ello, como el magistral testimonio del alemán Víctor Klemperer. El siglo XXI está citado por Michelle Perrot con las prisioneras de maniáticos sexuales, en mediáticas tragedias que llegan hasta hoy desde el paisaje austríaco.

    También medita la autora sobre la desaparición del concepto de habitación propia, y su sustitución por el entrepiso de un loft, con paredes vacías y acolchados nórdicos en casas inteligentes, donde los ricos europeos se despersonalizan, mientras en Francia pululan 100.000 personas sin casa, buscando protegerse de la noche, el frío y el hambre, y que mucho darían por tener un cuartito propio.


 

Ficha:

 

Historia de las alcobas
Michelle Perrot
Editorial Debate
Madrid, 2011.
353 páginas

Colaboramos con:

                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela