Club de lectura

27 Abr 2024
11:00AM -
Sandor Marai

Revista

Servicio de lectura

Lectura de manuscritos y tutorías para obra en curso 

Servicio de lectura


Publica Ñ

Por Marcelo Pisarro

En la primavera de 1986 Lévi-Strauss tenía 77 años. No hablaba para iniciados, no predicaba a conversos; más bien, era un evangelizador. La antropología tiene muchos textos así, grandes referentes que explican con afán didáctico por qué esta disciplina marginal puede dar respuestas a un mundo que se está yendo por el retrete. Algunos son particularmente latosos; Margaret Mead, en ese sentido, se lleva la palma.

La obra de Lévi-Strauss parece suspendida entre dos tragedias: por un lado, el fracaso de la Ilustración, ese sueño de una sociedad racional e igualitaria que desembocaría en los hornos de Auschwitz; por el otro, las consecuencias del colonialismo occidental que corrompía los rincones todavía prístinos del planeta. En sus trabajos se oye la nota melancólica: él se reconocía en ambas tradiciones. Era un humanista, como lo era Jean-Jacques Rousseau, a quien admiraba, a quien en 1962 distinguió como “el fundador de las ciencias del hombre”; y era un científico: el rostro de la corriente de pensamiento más importante del siglo XX, el estructuralismo. Sabía, como humanista y como científico, que estaba condenado a destruir todo lo que quisiera conocer y comprender; que estaba condenado a asesinar todo lo que amaba.

Tristes trópicos, su libro de viajes de 1955, fue un modo de decirlo; El pensamiento salvaje, su obra teórica más precisa, publicada en 1962, fue otro modo.

Sin embargo, en 1986, en Japón, Lévi-Strauss volvía al comienzo. Explicaba pedagógicamente qué había pasado con el sueño de Occidente, de dónde había salido la antropología y por qué esos pueblos distantes en el tiempo y en el espacio podían decirle algo a las grandes sociedades industrializadas.

El curso de Occidente

A finales del siglo XVIII la civilización occidental se definió a sí misma a través del ideal del progreso. Otras civilizaciones creyeron que debían seguir ese ejemplo. Las instituciones políticas y las formas de organización social que emergieron en el siglo de las luces prometían que la ciencia y la técnica no dejarían de avanzar; que le procurarían a la humanidad poder y felicidad; que los asuntos comunes se tratarían con mayor responsabilidad y que los individuos conocerían en su vida personal una libertad sin precedentes; que el movimiento de la razón propagaría el amor por lo bueno, lo bello y lo verdadero por toda la superficie del planeta.

No fue eso lo que ocurrió. Se difundieron ideologías totalitarias; los hombres se exterminaron de formas nunca vistas; se entregaron a pavorosos genocidios. La ciencia y la técnica ampliaron el conocimiento de manera prodigiosa, pero el precio fue demasiado alto: se inventaron armas de destrucción masiva, se saquearon o contaminaron recursos primarios, como el espacio, el aire, el agua. La población aumentó y en muchas regiones no fue posible evitar las hambrunas ni las miserias más irrepresentables. En las regiones capaces de asegurar su propia subsistencia, emergieron nuevos sistemas de dominación y desigualdad. Poblaciones enteras debieron migrar hacia centros urbanos que les impusieron existencias deshumanizadas en ambientes hacinados y artificiales. Las democracias acarrearon burocracias invasivas que parasitaron y paralizaron el cuerpo social. Una sociedad que creía en un progreso material y moral destinado a no detenerse jamás debió enfrentarse con los límites del modelo que ella misma había imaginado y puesto en práctica. Ya no fue capaz de asumirlo como propio, mucho menos de ofrecerlo a los demás.

Entonces Lévi-Strauss se preguntaba si no había llegado el momento de mirar en otras direcciones, de ampliar el marco tradicional de las reflexiones sobre la condición humana; si no había llegado el momento de integrar experiencias diferentes, más variadas, al estrecho horizonte en el que Occidente se había recluido durante tanto tiempo.

“Desde el momento en que la civilización de tipo occidental ya no encuentra en su propio fondo un medio para regenerarse y adquirir un nuevo impulso, ¿puede aprender algo acerca del hombre en general, y acerca de sí misma en particular, a partir de esas sociedades humildes y durante tanto tiempo despreciadas que, hasta una época reciente, habían escapado a su influencia?”.

Si así era, y Lévi-Strauss no lo dudaba, entonces había que prestar atención a esa ciencia también humilde y también despreciada durante tanto tiempo: la antropología. “¿Qué es, entonces, esta disciplina que durante tantos años permaneció a la sombra y respecto de la cual hoy nos percatamos que acaso tenga algo que decir sobre estos problemas?”.

Bien, ¿qué es?

La ciencia de los restos

No importa qué tan lejos se vaya en el tiempo o en el espacio. La actividad humana está inscripta en marcos que arrojan caracteres comunes. El ser humano tiene un lenguaje articulado. Vive en sociedad. Fabrica y emplea herramientas. Establece reglas de reproducción que excluyen un determinado número de uniones biológicamente viables. Hay organizaciones institucionales que permiten consumar funciones educativas, religiosas, económicas, políticas. La antropología, en un sentido amplio, estudia todo esto. “El fenómeno humano”, lo resumía Lévi-Strauss para su auditorio de Tokio.

Los antepasados legitimados cambian según quién cuente la historia: filósofos, viajeros, colonos, mercaderes, conquistadores, aventureros, misioneros, Marco Polo, Aristóteles, Lucrecio, Ibn Jaldún, Heródoto, cualquiera que se haya preguntado por lo diferente, que se haya asombrado, que haya dejado constancia de ese asombro. Sin embargo, en su aspecto formal, la antropología surgió con los aires evolucionistas de la segunda mitad del siglo XIX y se consolidó como actividad profesional en las primeras décadas del siglo XX. “La ciencia de la cultura”, la bautizó Edward B. Tylor en 1871.

“Aunque los inicios de la antropología tal y como se la practica en la actualidad se sitúen en el siglo XIX, ésta tuvo como primer móvil lo que podríamos denominar una curiosidad de anticuario. Resultaba patente que las grandes disciplinas clásicas, como la historia, la arqueología, la filología –ciencias que gozaban de pleno derecho de ciudadanía en los claustros universitarios– dejaban de lado todo tipo de residuos, de restos. Un poco cual cirujas, algunos curiosos se dedicaban a recoger esos trozos de conocimiento, esos fragmentos de problemas, esos pintorescos detalles que las demás ciencias arrojaban con desdén a su basurero intelectual. En sus orígenes, la antropología seguramente no fue más que dicha recolección de hechos singulares y extraños.” Esos hechos singulares y extraños que los estudiosos habían arrojado al cesto de basura se ordenaban entre sí de una manera mucho más coherente, más estructural, que los fenómenos que sí se consideraban importantes y dignos de atención. Estos fenómenos descuidados por parecer caprichosos o irracionales o simplemente insignificantes (la división sexual del trabajo, las reglas de residencia, las prohibiciones alimenticias, las reglas de filiación y matrimonio) permitían comparar y clasificar sociedades mediante criterios más sólidos que los ofrecidos por anteriores sistemas explicativos. Permitían reconocer que esas singularidades establecen diferencias entre los pueblos, diferencias que pueden cotejarse entre sí, dado que no existe pueblo donde no se observen. Estas variaciones, a primera vista fútiles, permitieron conjugar tipologías capaces de penetrar las diversidades y de encontrar propiedades en común. Para ello, para hallarlas, no había mejor objeto de estudio que “las sociedades llamadas primitivas”.

Un mundo en explosión

El gesto de “llamadas” resultaba delicioso. Lévi-Strauss ponía distancia crítica de algunos términos, de la jerga que él mismo había contribuido a cimentar durante más de medio siglo. Al referirse, por ejemplo, a “esas sociedades que prefieren estudiar los antropólogos y que, a causa de una larga tradición, nos hemos acostumbrado a calificar de ‘primitivas’, término que muchos recusan en la actualidad y que, en todo caso, sería necesario definir con precisión”.

Pero Lévi-Strauss hablaba de las sociedades (llamadas) primitivas, y hablaba de ellas como lo habría hecho en la otra mitad del siglo, la primera mitad, cuando vivía en un mundo que todavía entendía. Acaso sea una de las líneas más bellas legadas por un intelectual del siglo XX, cuando frente al magnetófono de una entrevistadora, en 2005, a pocos años de cumplir la centuria de vida, a pocos años de morir, decía: “Estamos en un mundo al que yo ya no pertenezco. El que yo he conocido, el que he amado, tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6.000 millones de humanos. Ya no es el mío”.

El mundo al que Lévi-Strauss se refería en su conferencia de Tokio se parecía mucho más al de 1.500 millones de habitantes que al de 6.000 millones. En especial cuando hablaba de su profesión, de sus colegas, de su ciencia positivista y universalista. Los antropólogos, a sus ojos, seguían siendo esos aventureros románticos que marchaban a estudiar las culturas distantes en un mundo de esencialismos en descomposición.

El papel del antropólogo, o al menos el papel que Lévi-Strauss se inventó para sí mismo en medio de ese drama de desencanto y pérdida, consistía en trazar una línea en el suelo y hacerles frente a esas fuerzas que sabía imparables: al fracaso iluminista, al cataclismo colonialista, a los desastres de la modernidad. Los antropólogos que describía en 1986 tenían esa impronta, esa grandeza épica, merecerían todos los adjetivos que emplean los reporteros radiales para referirse a los protagonistas de una final de campeonato mundial de fútbol.

No había sitio allí para investigadores haciendo etnografía en el metro o en el asilo de ancianos, estudiando los grafitis de los pandilleros de la esquina, perdiéndose en giros lingüísticos sin salir de las bibliotecas. Al igual que tampoco había sitio, en ese mundo de esencialismos en descomposición, para la idea de que al intervenir en un universo interconectado, atrapado entre culturas, uno es siempre “inauténtico” en diversos grados; a la idea, escribió el antropólogo James Clifford, de que “las identidades del siglo XX ya no presuponen culturas o tradiciones continuas”. Y que es cierto que “la gran narrativa de entropía y pérdida en Tristes trópicos expresa una verdad ineludible y triste. Pero es demasiado pulcra, y asume una cuestionable posición eurocéntrica situándose al ‘final’ de una historia humana unificada, reuniendo, rememorando, las historicidades locales del mundo”.

Parado al final de una historia humana unificada por las fuerzas centrífugas de un capitalismo rampante, Lévi-Strauss aferró con fuerza las historicidades locales que había recolectado durante medio siglo. Hablaba como un viajero en el tiempo, un sujeto extemporáneo, un curioso vestigio cultural. Un hombre clavado en su época y a la vez fuera de ella; no tanto expulsado, sino apartado por propia voluntad. Si el mundo necesitaba respuestas, había que buscarlas allí, en los pasados coleccionados, en los presentes silenciados. En eso consistía el humanismo que pregonaba Lévi-Strauss en nombre de su disciplina: al buscar inspiración en sociedades hasta entonces desdeñadas, la antropología proclamaba que nada de lo humano podía ser ajeno al hombre.

Por eso, creía Lévi-Strauss, una contribución de la antropología (“contribución que por ser modesta al menos ofrece la ventaja de ser cierta”) es inspirar cierta humildad, “a nosotros, miembros de civilizaciones ricas y poderosas”. La función del antropólogo es dar testimonio de que el modo en que vivimos, los valores con los que fuimos educados y que llegamos a aceptar, no son los únicos posibles; que existieron, que existen otros valores y otras creencias, y que estos valores y estas creencias permitieron, y permiten, a algunas comunidades alcanzar la felicidad.

La antropología no hace listas con todo lo bueno de cada sociedad exótica para que, en caso de fallar algo en la propia, uno vaya a buscar allí un parche étnico. Las fórmulas de cada sociedad –explicaba Lévi-Strauss– no son extrapolables a cualquier otra. A lo que invitan los estudios antropológicos es a que cada sociedad no piense que sus instituciones, costumbres y creencias son las únicas posibles. Que se recuerde que no están inscriptas en la naturaleza de las cosas y que no pueden ser impuestas con impunidad sobre otras sociedades.

Filiación y cultura

Un ejemplo. En 1986, en la sociedad a la que pertenecía Lévi-Strauss, una pareja estéril podía procrear a través de diversos métodos: inseminación artificial, donación de óvulos, préstamo o alquiler de útero, congelamiento de embriones, fecundación in vitro con espermatozoides provenientes del marido o de otro hombre u óvulos provenientes de la esposa o de otra mujer. La ciencia permitía a una pareja de mujeres implantar el óvulo fecundado de una en el útero de otra. Una mujer podía ser inseminada con el esperma congelado de un hombre muerto: su marido, un desconocido o (¿por qué no?) su bisabuelo. Los niños nacidos de estas encrucijadas podían tener un padre y una madre, una madre y dos padres, dos madres y un padre, dos madres y dos padres, tres madres y un padre, incluso dos padres y tres madres: cuando el progenitor y el padre legal no son el mismo hombre, cuando una mujer dona el óvulo, otra presta el útero, una tercera actúa como madre legal.

En la sociedad contemporánea prevalece la idea de que la filiación deriva de un vínculo biológico antes que social. Esta creencia choca contra los interrogantes (morales, psicológicos, legales) planteados por la procreación asistida. ¿Cuáles son los derechos y obligaciones de los padres legales y biológicos? ¿Qué sucederá si quien presta el útero entrega un niño mal formado? ¿La pareja que pidió el servicio podrá rechazarlo? ¿El niño debe conocer la identidad de los donantes, de quienes alquilan el útero o aportan esperma? ¿Es ético alquilar un útero? ¿Hasta dónde se pueden transgredir las reglas que las religiones mayoritarias consideran instituciones divinas? “Los antropólogos tienen mucho para decir sobre todas estas cuestiones”, deslizó Lévi-Strauss, “pues las sociedades que estudian se han planteado estos problemas y ofrecen soluciones al respecto. Desde luego que estas sociedades ignoran las técnicas modernas de fecundación in vitro , extracción de óvulo o embrión, transferencia, implantación y congelación. Pero han imaginado y puesto en práctica fórmulas equivalentes, al menos desde un punto de vista jurídico y psicológico”.

En algunas poblaciones de Africa las jovencitas de casan temprano, pero antes de vivir con su marido deben elegir un amante; este amante aportará el primer hijo de la mujer, que será reconocido como hijo del marido, el primero de su unión legítima. Un hombre puede tener muchas esposas, pero si lo abandonan y se marchan con otros hombres, ese primer marido será el padre legítimo de todos los hijos que tengan sus ex mujeres. En otras sociedades, el padre legal del niño será el primer hombre que mantenga relaciones sexuales pos parto con la madre biológica; así, una pareja estéril puede acordar un pago con una mujer fecunda para que el hombre mantenga relaciones pos parto y se convierta en el padre legal de la criatura. Los nuer de Sudán otorgan a una mujer estéril el estatus de hombre, de “tío paterno”; recibe así la dote que representa “el precio de la novia”, pagado por el marido de sus sobrinas, y lo utiliza para comprar una mujer que será fecundada gracias a los servicios remunerados de un hombre. En la población yoruba de Nigeria, las parejas de mujeres practican la procreación asistida para concebir niños que tendrán a una mujer por padre legal y a otra mujer por madre biológica. También entre los nuer sudaneses, cuando un hombre muere sin descendencia, un pariente próximo toma su lugar como padre biológico para engendrar en nombre del difunto.

En estos ejemplos el estatus familiar y social se determina en función del vínculo legal, pero no por eso el niño desconoce a sus progenitores biológicos. “Contrariamente a lo que se teme”, acotaba Lévi-Strauss, “la transparencia no suscita conflictos en el niño por ser su procreador biológico y su padre social individuos distintos”. Los conflictos que quitaban el sueño a la sociedad occidental de 1986 (y a la de 2012) sobre la disociación entre procreación biológica y paternidad social, sobre las consecuencias que puede tener sobre un niño que sus padres legales sean del mismo sexo, no existen en muchas sociedades estudiadas por los antropólogos.

Ahora, alertaba Lévi-Strauss, la antropología no puede, ni debe, proponer que la sociedad francesa, o japonesa, o argentina, adopten las prácticas de los nuer sudaneses. La contribución es mucho más modesta: “Revela que aquello que consideramos ‘natural’, fundado en el orden de las cosas, se reduce a limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles e incluso escandalosos”. Por disponer de un vasto corpus de las prácticas de innumerables sociedades se puede dilucidar cuáles son los “universales” de la naturaleza humana y así “sugerir en qué marco se desarrollarán ciertas evoluciones aún inciertas, pero que sería un error tildar por anticipado de desviaciones o perversiones”.

Lévi-Strauss concluía al final de sus conferencias que cada cultura debe funcionar con un sistema de apertura y de cierre: ora desfasadas, ora coexistiendo. La diferencia es riqueza; pero el medio para mantener esa diferencia es una suerte de sordera hacia valores diferentes de los propios.

Y recordaba: “La antropología nos invita, pues, a atemperar nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan; un poco al modo de Jean-Jacques Rousseau, que prefería creer que los gorilas recientemente descriptos por los viajeros de su tiempo eran hombres, en lugar de correr el riesgo de negar la calidad de hombres a seres que, quizás, revelaban un aspecto aún desconocido de la naturaleza humana”.

En otra conferencia, veintiséis años antes de Tokio, había hablado de los indios del trópico. Había mencionado la ternura y el reconocimiento que les guardaba. Se había presentado como discípulo y como testigo de esas personas, de esas culturas que pronto desaparecerían. “Nuestra obertura terminará, pues, con algunos acordes melancólicos”, había escrito en 1964. Así es como acababan las obras de Lévi-Strauss: con algunos acordes melancólicos que permiten dar testimonio.

 

Colaboramos con:

                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela