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27 Abr 2024
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Publica El País (Uruguay)

La isla desierta

Por Daniel Mella

UN FATALISTA DIRÍA: David Foster Wallace fue en cada punto de su vida un tipo muerto a los 46 años en su casa en California. No se apoyaría en las leyes de la termodinámica ni en ninguna religión con dioses omniscientes. Sostendría que no estuvo en el poder de Wallace hacer otra cosa que la que acabó haciendo basándose puramente en la lógica. Si me hago unos huevos fritos, dice el fatalista, dentro de cinco minutos el sartén va a estar caliente. Si no me hago unos huevos fritos, dentro de cinco minutos el sartén no va a estar caliente. La proposición "dentro de cinco minutos el sartén va a estar caliente" ya es verdadera o falsa. Si es verdadera, entonces el caso es que me voy a hacer los huevos fritos. Si es falsa, no. En cualquiera de los dos casos, es el estado de las cosas en el futuro el que dicta lo que hago o dejo de hacer. El pasado y el futuro son idénticos para el fatalista, imposibles de cambiar.

EL ESCRITOR. La gran obra de David Foster Wallace fue su novela La broma infinita (1996), que confirmó de modo espectacular la reputación que se había ido forjando con sus libros anteriores: la de heredero de la escuela experimental norteamericana de los sesenta por un lado (Barth, Barthelme, Coover), y por otro la de lúcido analista del malestar de su cultura. Desde que se suicidó - un 12 de septiembre- se ha vuelto difícil separar las cosas y no ver, en el modo en que Wallace tensa al máximo el lenguaje, el frenesí agotador de su propia cerebralidad, y, en su búsqueda continua por defraudar al lector tradicional, una necesidad de ser original, soberbiamente único. Se ha vuelto demasiado fácil y hasta necesario hoy captar, en las estructuras compartimentadas de sus textos saturados de información, el reflejo del mundo en que le tocó vivir, pero más que nada el estado de un alma encaminada al colapso.

Desde que murió algunos han querido elevarlo prácticamente a la santidad. No es raro que esto ocurra con las víctimas de una así llamada muerte temprana, más aún si es autoinfligida, pero lo particular del caso es que este intento no ha sido llevado a cabo solamente por fans sino también por un establishment literario que ahora pugna para que se lo considere la más brillante de las estrellas de su generación, cuando mientras estaba vivo y trabajando sólo se atrevió a nominar uno de sus libros a un premio nacional.

Entre los acontecimientos literarios más notables patrocinados por la autoeliminación de Wallace figuran la edición de su tesis universitaria en forma de libro y el artículo Farther Away. “Robinson Crusoe,” David Foster Wallace, and the island of solitude escrito por Jonathan Franzen y publicado en The New Yorker en abril de 2011. Ambos conectan en el espíritu totalmente apartado de la apología gratuita a la hora de revalidar su figura, y sólo en eso, que no es poco.

El estudiante. En 1985, el Amherst College otorgó a la tesis de David Foster Wallace el Gail Kennedy Memorial Prize en filosofía, el mismo premio que la tesis de su padre había merecido veintiséis años atrás. Según consta en el prefacio de Fate, Time and Language, el libro que armó la Columbia University Press, Wallace había expresado su deseo de verla publicada en algún momento. Pero la prueba concluyente de que no se trata de un acto de vandalismo editorial es la calidad del artefacto.

De las doscientas cincuenta páginas del libro, la tesis de Wallace ocupa poco más de cien; el resto están dedicadas a allanarle el camino al lector. La larga introducción de James Ryerson (editor de The New York Times Magazine) ubica las relaciones entre literatura y filosofía en la obra de Wallace, a la vez que proporciona datos biográficos relevantes que enriquecen y permiten comprender mejor las condiciones en que Wallace se movió. El epílogo de Jay Garfield, el profesor que ayudó a Wallace con la tesis, es más breve pero no por eso menos iluminador. Nos sumerge de lleno en las sesiones de trabajo para la tesis, en las discusiones de igual a igual que tuvo con aquel joven alumno que simultáneamente estaba escribiendo su tesis de Literatura -su primera novela, La escoba del sistema- pero que Garfield nunca tomó en serio porque creía que la escritura de ficción era sólo el hobby de este talentoso y precoz amante del conocimiento.

Un fatalista. Richard Taylor fue un metafísico y apicultor distinguido. En 1962 publicó un ensayo en el que argumentaba que seis de los supuestos más comúnmente aceptados por la filosofía (empezando por el de que toda proposición sólo puede ser verdadera o falsa) acababan derivando naturalmente en una concepción fatalista de la vida. El ensayo y las respuestas más célebres que suscitó de ambos lados del océano figuran en Fate, Time and Language, ya que la tesis de Wallace no pretende ser otra cosa que la crítica definitiva a dicho ensayo.

Wallace critica las palabras de Taylor y las de los críticos anteriores, y consigue ponerse por encima de ellos por la claridad de su exposición, pero más que nada por el entusiasmo con que se aviene a la tarea. Es evidente que consideró las ideas de Talyor falsas y peligrosas, y que se las tomó como una afrenta personal. El futuro no es igual al pasado. Taylor se equivoca al pensar que las proposiciones acerca del porvenir están sujetas a las mismas leyes que las proposiciones que se refieren a lo que ya pasó. Pero Taylor yerra desde el primer momento al querer usar a la lógica para sacar conclusiones metafísicas, y de la peor índole, de las que roban a las personas su libre albedrío a la vez que borran a la mismísima libertad del mundo de las ideas. La tesis de Wallace no es un texto fácil para el lector no especializado, pero ni la jerga académica ni los silogismos y diagramas, que parecen pertenecer más a la física o a la geometría, llegan a oscurecer la lucidez y el encarnizamiento con que Wallace procura devolver el universo a un estado en que la posibilidad sea posible.

La evidencia. En La escoba del sistema (1987, inédita en español), Norman Bombardini, horrorizado ante la perspectiva de un universo personal y vacío, decide que va a comer hasta expandirse infinitamente y hacerse coextensivo con el mundo. Lenore, otra protagonista, se va viendo asfixiada por la sospecha de que ella es solamente una construcción lingüística y que no hay nada que no lo sea. Lenore tiene un novio, Rick, y el modo que él tiene de calmarla es contándole historias que son alegorías de su relación, con lo que ambos pasan a vivir, dentro de los confines de la novela, en una realidad verdadera y enteramente constituida por lenguaje. En el relato "Good Old Neon", el personaje principal se suicida y habla desde la tumba, para darle una idea al lector de lo extenuante que había sido estar adentro de su cabeza. En La broma infinita, un grupo de 136 tenistas en edad liceal se preguntan cómo pueden dejar de ser 136 personas profundamente solas, todas amontonadas. En la misma novela, Hal Incandenza se aliena al punto de que su habla se vuelve ininteligible; y a todo el que mira la película del mismo título que la novela le sobreviene un estado catatónico: es tan interesante la película que uno se vuelve incapaz de hacer otra cosa que mirarla.

En el último tramo de su introducción, James Ryerson se apoya en los testimonios de Jonathan Franzen y Mark Costello, escritores y amigos cercanos de Wallace, y en evidencia esparcida a todo lo largo de la obra del último, para avanzar la noción de que la soledad humana es su tema central, a la vez que el objeto de horror y fascinación del propio autor. Franzen es quien le confiesa que tanto él como Wallace creían que el propósito fundamental de la ficción era el de combatir la soledad. Es Costello quien le apunta el dato irónico de que, aún siendo un autor obsesionado con la soledad, Wallace es al mismo tiempo un novelista social, de un detalle enciclopédico a la hora de observar y describir los usos de su entorno. Ryerson deshilvana este hilo en apariencia dual y encuentra, en el centro de la madeja, al Wittgenstein del Tractatus y al de las Investigaciones filosóficas, cuya profunda impresión llevó a Wallace a escribir acerca de ellas, más extensamente en sus ensayos "The Empty Plenum" y "Authority and American Usage".

Wallace se daba el lujo de decir que la primera línea del Tractatus era el mejor comienzo en toda la literatura occidental. En ese libro Wittgenstein descarta como inútil y carente de sentido cualquier enunciado que no pueda ser reducido a hechos discretos de la vida. La ética y la estética, la bondad y la belleza, pertenecen al ámbito de lo sobrenatural, y hablar de ellas es imposible, es hacer metafísica. En su intento por probar que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo (Yo soy mi mundo), el filósofo acaba componiendo una imagen fría y desoladora de la vida, que según interpreta Wallace es el resultado de la caída trágica que sufre el yo al escindirse del mundo exterior y perderlo para siempre.

Si el lenguaje era individual, si era solamente la voz solipsística de alguien que comenta para sí mismo, en su idioma exclusivo, los pensamientos y sensaciones que ocurren dentro de su cabeza, en las Investigaciones filosóficas Wittgenstein da un giro. Ahora admite que el significado de las palabras está en su uso, y ese uso está determinado por ciertas reglas y acatarlas es una cuestión puramente social. Del mismo modo que no puede haber pensamiento sin lenguaje, el lenguaje sólo puede ocurrir dentro de las prácticas sociales. Es decir, el pensamiento privado, desconectado de lo externo, se revela como imposible: para cada pensamiento privado va a existir una realidad pública correspondiente. A Wallace le pareció, en primera instancia, que Wittgenstein había conseguido dar muerte no sólo a una etapa de su pensamiento sino al solipsismo como doctrina o metáfora para la soledad. Luego se percató de que la diferencia entre la visión del Tractatus y de las Investigaciones... era una cuestión de grados nada más. Puede que la última sea una visión más cálida. Pero si antes estábamos confinados en nuestros pensamientos exclusivos, ahora estamos confinados, junto con otra gente, en la institución del lenguaje. Y aunque ya no estemos tan solos, sigue habiendo fuera del lenguaje todo un universo de referentes que jamás podremos conocer y al que jamás nos podremos unir.

 

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