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Por Cecilia Macón

 

Entrevistar a Martin Jay implica enfrentar el riesgo de una pésima nota. La posibilidad de dialogar con quien ha reflexionado sobre el marxismo, la teoría crítica, la experiencia, la metodología histórica, la mentira o la posmodernidad lleva a la tentación fatal de preguntarlo todo. Él sabe que es difícil evitarlo. Y se muestra dispuesto también a responderlo todo. A días de llegar a Buenos Aires para participar del XIV Congreso Mundial de Historia Conceptual que se inicia el 8 de septiembre en la Universidad de Quilmes -donde también intervendrán Martin Burke y David Armitage- su respuesta a las preguntas va dejando en claro poco a poco cuál es la raíz común de sus múltiples intereses: su oficio de historiador intelectual.

 

-Usted escribe una columna en Salmagundi , una revista dedicada a cuestiones muy diversas. ¿En qué medida los intelectuales tienen que escribir sobre temas que van más allá de su especificidad académica y dirigirse a una audiencia amplia? Richard Rorty, Martha Nussbaum, Judith Butler, que han debatido sobre ciertas cuestiones de manera pública, ¿son excepciones en el ámbito norteamericano?

 

-Ésta es una de las cuestiones más discutidas en la vida intelectual norteamericana: ¿se ha transformado la torre de marfil académica tanto en un refugio confortable como en un gueto de confinamiento? ¿Ha devenido el modelo antiguo del intelectual general o público en algo tan obsoleto que sólo pocos desean hablar más allá de sus áreas estrechas de experiencia o sobre preocupaciones de interés general? Aun las figuras que usted menciona no alcanzan de verdad un público masivo. Aparecen raramente en televisión a pesar de que tienen presencia en Internet. Hoy hay muchas miniesferas públicas que permiten a los académicos aventurarse más allá de su zona de confort, tal como yo he tenido el privilegio de hacerlo, desde 1987, en Salmagundi , una revista no especializada de humanidades. Pero no tengo ilusiones sobre la extensión de la influencia de mi modesta columna. Tal vez el resultado más perturbador de este vacío sea que suele ser llenado por seudoexpertos mal informados y no calificados, que venden ideas tontas a un público voluble.

 

-¿Hay algún camino para hacerse oír?

 

-En realidad, para conseguir llamar la atención de los medios contemporáneos parece que uno tiene que actuar como un provocador a contrapelo al estilo de Slavoj ?i?ek y tener opiniones chocantes sobre todo y nada, no importa cuán bien preparado se esté para discutirlo. En nuestra cultura cada vez más efímera, hay poca paciencia -si es que resta algo- para evaluar las cuestiones con rigor intelectual.

 

-Es como si después del debate sobre el posmodernismo -en cualquiera de sus versiones- fuera difícil encontrar otro eje que garantice cierto rating . ¿Usted da esa discusión por concluida?

 

-Los defensores del posmodernismo siempre nos han urgido a abandonar la idea lineal de cronología histórica, así que no debería sorprender que ahora nos encontremos en una situación paradójica que puede ser llamada el "después" del posmodernismo y, aun sin ninguna reconciliación hegeliana de términos contradictorios, moviéndonos en una dirección progresiva. Ahora no sólo experimentamos la persistencia de muchos atributos culturales y sociales de la modernidad, sino también el inesperado retorno de fenómenos premodernos como el fundamentalismo religioso. La celebrada noción de Ernst Bloch de "no sincronicidad" es más aplicable ahora que nunca, incluso si las fuerzas de la globalización amenazan con una homogeneización a través del mercado. En ese sentido parecería que el posmodernismo ganó, pero sólo reconociendo que nunca fue un término referido a un período coherente y que debemos compartir el territorio con residuos de otras eras. También hemos llegado a reconocer que muchas de sus características más publicitadas estaban presentes en la era moderna, que nunca fue reductible a la versión de historieta sobre la racionalización liberal de la Ilustración pergeñada por algunos teóricos posmodernistas. La modernidad ha sido declarada concluida por sí misma, sólo que tanto la promesa como la amenaza de lo llamado posmoderno ahora parecen menos poderosas. Nos hemos movido hacia otras crisis y otras conceptualizaciones.

 

-En este camino signado por las crisis ha habido una "moda del fin": el fin de la historia, del hombre, del arte. A comienzos de los años noventa en Campos de fuerza usted escribió sobre el sentido de catástrofe que marca nuestra era. ¿Este diagnóstico es aún válido?

 

-Lo que podría ser llamado la "tentación apocalíptica" ha acechado detrás de la superficie de nuestra cultura siempre, al menos desde la caída de Roma y tal vez desde antes, con la destrucción del templo de Jerusalén o con la decadencia de la civilización egipcia. La finitud es propia de la condición humana. Como dijo alguna vez un sabio, sólo sabemos dos cosas con certeza: 1) que vamos a morir y 2) que no sabemos cuándo. Esto también resulta verdadero para las civilizaciones. Por supuesto, hay razones históricas externas por las cuales la ansiedad sobre la mortalidad se acrecienta o desvanece. Durante el final del milenio esa ansiedad fue particularmente fuerte, y en nuestra reciente transición de milenio, reapareció. Sin embargo, tal como ha sido ilustrado por la experiencia de generaciones sucesivas que se han reemplazado unas a otras, cada día puede ser también un comienzo. Y lo que es visto como el colapso de una cultura permite el surgimiento de otra.

 

-¿Y la sucesión de hegemonías también?

 

-Bueno, en el pasado reciente, el fin de la Unión Soviética y el colapso de su imperio llevó a algunos a hablar del "fin de la historia" y de la certeza de otro "siglo americano". Ahora China parece marcar la tendencia hacia el futuro y Estados Unidos parece destinado a declinar. Pero como hemos visto con la fantasía de "Japón como número uno" desplegada en los años 80, es difícil predecir cuál será el nuevo país hegemónico, si es que semejante bestia va a emerger. La misma precaución es sabiamente aplicada a proclamas apocalípticas sobre el fin del arte, de la novela, de la pintura, de la fotografía. Esto no implica negar la irreversible pérdida de mucho de lo que valoramos (como hemos advertido con la desaparición de lenguas y culturas) ni la amenaza ecológica al planeta mismo. El desafío real es lidiar con esas amenazas de manera efectiva, sin habilitar la histeria del pensamiento apocalíptico para arrasar con nuestra habilidad para confrontarlas racionalmente.

 

-¿Cuál es el papel del marxismo en este contexto?

 

-El marxismo, en la mayoría de sus formas tradicionales, ha perdido su habilidad para inspirar la acción política masiva. Aun así, su funeral puede ser prematuro. En la era de la globalización neoliberal, las predicciones de Marx sobre el inexorable despliegue del mercado parecen bastante ajustadas. Su penetración ha sido tan irresistible que nos enfrentamos con la ironía de que la economía capitalista más energética en el mundo hoy está en China, que se pensó a sí misma como un emblema del comunismo. Pero por supuesto es difícil negar que las crisis del sistema predichas por Marx son todavía muy claras. Lo que sí se ha desvanecido es toda esperanza real de que el marxismo sea una alternativa plausible, tanto en términos de una narrativa de transición (la revolución) como de una visión de otro sistema (el socialismo).

 

-¿Y en cuanto a la Teoría Crítica, heredera de la Escuela de Frankfurt, sobre la que escribió su primer libro?

 

-Creo que todavía hay una gran necesidad de hacer uso de sus métodos y sus indagaciones, así como de expandir sus fronteras para incluir otras escuelas que ayuden a entender y a desafiar el status quo . La relación entre la Teoría Crítica y las prácticas emancipatorias siempre fue tenue, pero la metáfora de Adorno sobre mensajes en una botella que sean rescatados en alguna orilla expresa la esperanza de que pueda tener un impacto en futuras generaciones.

 

-Usted ha analizado el despliegue histórico del concepto de experiencia. ¿Cree que después del giro lingüístico nos enfrentamos a una suerte de giro que de alguna manera recupera la materialidad?

 

-Puede ser. Esto nos lleva más allá de la dicotomía de inmediatez existencial versus mediación lingüística que caracterizó los momentos previos del debate. Traté algunas de estas cuestiones en Cantos de experiencia , al analizar el trabajo de historiadores como E. P. Thompson y Joan Scott. El estimulante libro de Frank Ankersmit La experiencia histórica sublime no ha tenido, sin embargo, mucho impacto hasta ahora. Mantuvimos un contacto muy productivo mientras escribíamos en simultáneo los dos libros sobre la experiencia y aprendí mucho de él. Pero yo no estoy convencido de que las cuestiones epistemológicas e interpretativas que los historiadores enfrentan puedan resolverse teniendo una experiencia inmediata del pasado.

 

-En The Virtues of Mendacity: On Lying in Politics ("Las virtudes de la mendacidad: sobre la mentira en política"), publicado el año pasado, analiza la relación entre ética y política. ¿Qué lo hizo elegir esta cuestión?

 

-La idea surgió cuando la London Review of Books me pidió que reseñara dos libros sobre Bill Clinton. Uno, de Christopher Hitchens, argumenta que Clinton era un presidente particularmente mendaz. Aunque fácil de condenar en términos morales, es necesario explicar la persistencia y la ubicuidad de la mentira en el ámbito politico. Al ser un historiador intelectual, me lancé a investigar qué se había escrito sobre esa cuestión a través de los años, desde la defensa de Platón de la "mentira noble" hasta Hannah Arendt y su análisis sobre la mentira durante la Guerra de Vietnam. Presté también atención a san Agustín, Kant, Rousseau, Maquiavelo, Strauss y Derrida. Pronto descubrí que es necesario pensar qué queremos decir por "lo político" antes de poder entender el posible papel de la mendacidad dentro de sus fronteras. Así que el libro está dedicado en gran medida a responder esta cuestión irritante.

 

-¿Y cuáles son sus conclusiones?

 

-Termino por ofrecer una defensa contraintuitiva de la mendacidad en ciertas circunstancias, aunque siempre con el entendimiento de que la posición por defecto, tanto en la política como en la vida en general, tiene que ser decir la verdad.



Martin Jay (Nueva York, 1944) es profesor de Historia Intelectual en la Universidad de California en Berkeley. En su primer libro, La imaginación dialéctica (1973) analiza el recorrido de la Escuela de Fráncfort. Entre otras obras traducidas al castellano se destacan Adorno (1984), Campos de fuerza (1993) y Cantos de experiencia (2004).

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