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06 Abr 2024
11:00AM -
Eloy Tizón

Revista

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Lectura de manuscritos y tutorías para obra en curso 

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El primer impulso obedece, aunque de modo un tanto actualizado, el esquema esbozado ya por Esopo en la antigua fábula de las liebres y las ranas. Las liebres de la fábula eran perseguidas de tal modo por el resto de las bestias, que no sabían dónde refugiarse. En cuanto veían que un animal se les acercaba, siempre se iban corriendo. Un día vieron una tropilla de caballos salvajes galopando y, muy atemorizadas, las liebres se escabulleron hacia un lago que estaba cerca, determinadas a ahogarse antes que sufrir esos temores continuos. Pero, justo cuando se allegaron a la orilla del lago, un grupo de ranas, asustadas a su vez por el acercamiento de las liebres, se escabulleron y saltaron al agua. “La verdad”, dijo una de las liebres, “es que las cosas no están tan mal como parece”. No es necesario preferir la muerte a una vida de temores. La moraleja de la fábula de Esopo es clara: la satisfacción que siente la liebre –alivio agradable luego de la persecución– proviene del descubrimiento de que siempre hay alguien que está peor que uno.

Liebres “perseguidas por el resto de las bestias”, y que se encuentran en una condición similar a la que padecen las de la fábula de Esopo, son abundantes en nuestra sociedad de animales humanos; en décadas recientes, sus números han crecido de manera continua y aparentemente irrefrenable. Ellos viven en la miseria, la degradación y la ignominia en el seno de una sociedad que procura expulsarlos mientras se jacta de una opulencia y comodidad sin precedentes; mientras se los menosprecia de manera rutinaria, mientras son censurados por esas “otras bestias humanas”, nuestras “liebres” se sienten ofendidas y oprimidas, despreciadas y privadas de dignidad por el resto de la gente, además de sufrir las amonestaciones, burlas y humillaciones de su propia conciencia, por su evidente incapacidad para alcanzar el nivel de los demás. En un mundo en el que se supone, se espera y se promueve que cada uno “dependa de sí mismo”, estas liebres humanas a las que se les niegan el respeto, el cuidado y el reconocimiento, son iguales a las “liebres perseguidas por el resto de las bestias” en la fábula de Esopo, relegadas al último lugar que, según el dicho, constituye el legítimo despojo del diablo –donde permanecen sin esperanzas, sin una promesa confiable de redención o escape.

Malas noticias

Para los marginados que sospechan haber tocado el fondo, el descubrimiento de otro fondo por debajo de aquel en que se encuentran es un acontecimiento salvífico, que redime su dignidad humana y rescata lo que sobrevive de su autoestima. La llegada de una masa de inmigrantes sin techo, privados de derechos humanos, crea, no sólo en la práctica sino también en la letra de la ley, una (rara) oportunidad para que dicho acontecimiento ocurra. Esto parece explicar bastante bien la coincidencia de la reciente inmigración masiva y la suerte favorable de la xenofobia, el racismo, las versiones chovinistas de nacionalismo –un éxito electoral tan asombroso como inédito de los partidos y movimientos xenófobos, racistas y chovinistas, y de sus líderes ultranacionalistas.

El Frente Nacional liderado por Marine Le Pen reúne votos mayormente entre las capas más bajas de la sociedad francesa –los discriminados, empobrecidos, los que temen ser excluidos–, congregando la fuerzas de su apoyo con la invocación explícita o implícita de “Francia para los franceses”. Para quienes sienten la amenaza de la exclusión de la sociedad, aunque no sea (aún) una exclusión formal, es difícil ignorar un llamado semejante: después de todo, el nacionalismo les procura un soñado bote salvavidas (¿un dispositivo de resurrección?) para rescatar su autoestima. Lo que salvó a la white trash (“basura blanca”, forma despectiva para referirse a los blancos más marginados) de los estados del Sur, sofocada por un odio agobiante y suicida contra ella, fue la presencia de negros subhumanos privados del único privilegio que, en su opinión, les daba un motivo para la vanidad: su piel blanca. Ser ciudadano francés es una cualidad (¿la única?) que los coloca en una categoría junto a los buenos y nobles, a la alta y poderosa gente de arriba, mientras los pone, a su vez, por encima de los extranjeros recién venidos, tan miserables como ellos, pero que están privados de Estado. Los inmigrantes representan ese anhelado fondo ubicado todavía más abajo, por debajo del fondo al que han sido consignados los miserables nativos; un fondo que puede transformar la propia suerte en algo un poco menos degradante y, por lo tanto, un poco menos amargo, intolerable e insoportable. A los inmigrantes se les debe decir que viven un tiempo prestado y se los debe mantener así –en cambio, los ciudadanos franceses, para bien o para mal, se sienten chez soi .

Existe otra razón excepcional (es decir, que sobrepasa la “normal” y espontánea desconfianza hacia los extraños) para resentirse contra el influjo masivo de refugiados y buscadores de asilo; razón que es persuasiva mayormente para un diferente sector de la sociedad –para el emergente “precariado”: la gente que teme perder sus apreciados y envidiables logros, posesiones y estatus social, en vez de esos equivalentes de las liebres de Esopo, afligidas por la desesperación de haber perdido todo o nunca haber tenido nada.

Es imposible no advertir que la masiva y repentina aparición de extraños en nuestras calles no ha sido ni causada por nosotros ni está bajo nuestro control… Nadie nos consultó, nadie pidió nuestro consentimiento. Es previsible que las sucesivas oleadas migratorias nos ofendan (como decía Bertolt Brecht) como “portadores de malas noticias”. Son encarnaciones del colapso de un orden (lo que sea que podamos llamar “orden”: un estado de cosas en el que las relaciones entre causas y efectos son estables y, por tanto, comprensibles y predecibles, lo que hace posible un conocimiento de cómo proceder), de un orden que ha perdido la fuerza para mantener la unidad. Los inmigrantes son una edición actualizada –“nueva y mejorada”, y además tratada con mayor seriedad– de esos “hombres anuncio” de los frívolos y desaforados años 20, deambulando por las calles de la ciudad.

Los refugiados, como expresa agudamente Jonathan Rutherford, “transportan las malas noticias desde un remoto lugar del mundo hasta la entrada de nuestras casas”. Nos hacen advertir, y nos recuerdan siempre, lo que querríamos olvidar o, mejor aún, lo que preferiríamos que desaparezca: fuerzas distantes, globales, a veces mencionadas pero mayormente desapercibidas, intangibles, oscuras, misteriosas y de ardua comprensión, lo bastante poderosas para interferir en nuestras vidas, desconociendo nuestras propias preferencias. Sin embargo, las “víctimas colaterales” de esas fuerzas suelen ser vistas, siguiendo una perniciosa lógica, como la vanguardia de aquellas fuerzas –que ahora hacen sus cuarteles entre nosotros. Estos nómades, no por elección sino por el veredicto de un cruel destino, nos hacen pensar, de manera irritante, exasperante y terrible, en la (¿incurable?) vulnerabilidad de nuestra propia posición y en la endémica fragilidad de nuestro arduo bienestar.

Es un hábito humano, demasiado humano, culpar y castigar a los mensajeros por los odiosos contenidos del mensaje que llevan: desde esas incomprensibles, inescrutables, temibles y rectamente repudiadas fuerzas globales, que para nosotros son las responsables de nuestra humillante incertidumbre existencial, y que hacen pedazos nuestra autoestima, nuestras ambiciones, sueños y proyectos de vida. Y aunque no podemos hacer casi nada para refrenar las fuerzas elusivas y remotas de la globalización, al menos tenemos la posibilidad de desviar el enojo que nos han causado y siguen causando, para descargar nuestro enojo, de manera vicaria, en sus productos más tangibles. Esto no podrá alcanzar, ni remotamente, las raíces del problema, pero podrá aliviar de manera transitoria la humillación de nuestra desgracia y de nuestra incapacidad para resistir la precariedad de nuestro lugar en el mundo.

Esta es una oportunidad que, en la opinión de un grupo cada vez mayor de políticos, no se puede perder. Capitalizar las angustias causadas por el influjo de los extranjeros, presunta causa de la futura caída del salario (cuando ya el salario se resiste a aumentar) y de las infinitas (e inútiles) filas de gente, para una pequeña cantidad de puestos de trabajo; capitalizar todo esto es una tentación que muy pocos políticos en el gobierno, o que aspiran al gobierno, podrán resistir.

Amor, odio y silencio

Las estrategias que despliegan los políticos para aprovechar esta oportunidad pueden ser y son muy diferentes, pero hay una cosa que debe ser aclarada: la política de la separación mutua, de conservar distancia, de construir paredes en lugar de puentes y de establecer “salas de audición insonorizada” en lugar de líneas de acceso directo de comunicación sin distorsiones (en suma, lavarse las manos y manifestar la indiferencia de uno, bajo el disfraz de la tolerancia) conducen inevitablemente hacia la tierra baldía de la desconfianza mutua, del alejamiento y el empeoramiento. Al procurar engañosos consuelos de corto plazo (buscando ahuyentar el desafío y ponerlo fuera de vista), semejantes políticas suicidas acumulan explosivos que detonarán en el futuro. De manera que debemos formular con claridad la siguiente conclusión: el único camino que nos podrá sacar de nuestras presentes incomodidades y futuras agonías nos lleva a rechazar las traicioneras tentaciones de separación; en lugar de eludir las realidades y los desafíos de “un planeta, una humanidad” que corresponden a nuestros tiempos, de lavarnos las manos y aislarnos de las enojosas diferencias y de los distanciamientos autoimpuestos, podemos buscar ocasiones para que se establezca entre nosotros un contacto directo y cada vez más íntimo –a lo mejor, con el resultado de una fusión de horizontes, en vez de la inducida, elaborada, aunque autoexacerbada fisión.

Sí, soy plenamente consciente: elegir este camino no es la garantía de una vida sin nubes, sin problemas, que alcanzaremos sin el menor esfuerzo. Anticipa, en cambio, un tiempo arduo y lleno de obstáculos por delante. Es casi seguro que no traerá un alivio instantáneo a nuestras angustias. No creo que exista una solución alternativa, más confortable y menos riesgosa, que nos libre más rápido del problema. La humanidad está en crisis –y no hay otro camino para salir de esa crisis que no sea la solidaridad entre los humanos. El primer obstáculo en el camino para salir de la mutua alienación es el rechazo al diálogo: el silencio que refuerza la autoalienación, la soberbia, la desatención, el menosprecio y la generalizada indiferencia. En lugar del dúo de amor y odio, la dialéctica de los bordes debe ser repensada en términos de la tríada de amor, odio e indiferencia o descuido.

La situación en que nos encontramos en 2016 es, por el momento, irremediablemente ambivalente, y teorizar su simplicidad y no ambigüedad –si se busca reinstaurar esas prácticas– conlleva males mayores que los que pretende curar. La situación no admite soluciones a corto plazo, y si soluciones de ese tipo son consideradas, esas teorías no pueden ponerse en práctica sin exponer el planeta, nuestro domicilio compartido, a amenazas perdurables y que serán aún más catastróficas que nuestros actuales problemas compartidos; más allá de las opciones que sean consideradas, lo que debemos recordar es que no habrá ninguna de ellas que no afecte nuestro futuro compartido, y por esta razón debemos guiarnos por el precepto de reducir esos peligros en lugar de magnificarlos. La indiferencia mutua no conseguirá pasar la prueba.

Publica Revista Ñ. Clarín.
Traducción de Andrés Kusminsky

 

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