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27 Abr 2024
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Sandor Marai

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Milagros y catedrales

Publica El País (Uruguay) 

Por Alberto Manguel

Hoy, como siempre, nos amenaza aquella "antigua loba" de la que hablaba Dante, alegoría de la ambición material que, paso a paso, devora todo lo que encuentra por delante, desde las obras de arte y las creaciones intelectuales hasta el futuro de nuestros hijos y de nuestro planeta. Ha descubierto que los libros se compran y se venden y ha intentado convertir la industria editorial en un supermercado de baratijas. Para escatimar centavos, ha intentado eliminar de nuestras sociedades bibliotecas, museos, teatros, escuelas de libre pensamiento, universidades en las que se alienta la imaginación pura tanto en las artes como en las ciencias, y remplazar los valores estéticos, éticos y morales con valores puramente mercantiles. La lección de Cristo, echando a patadas los mercaderes del templo, es necesaria hoy quizás más que nunca. Hay que volver a echarlos a patadas. Para hacerlo sin violencia física, podemos aprovechar un don que hemos adquirido penosamente en la infancia de nuestras sociedades, cuando aprendimos a nombrar nuestro sorprendente universo: la lectura. Leer puede conducir a razonar, a cuestionar, a imaginar mundos mejores. La lectura es, en este sentido, un acto subversivo y con ella podemos oponernos a la marea de codicia y estupidez que amenaza con ahogarnos. Ante la amenaza del diluvio, un libro es un arca.

ESTO MATA AQUELLO

¿En qué consiste ese acto misterioso de leer? ¿Qué cosa es ser un lector? Si, como lo creo, nosotros, los seres humanos, somos esencialmente seres lectores cuya voluntad primera es descifrar los vocabularios que creemos reconocer en el universo que nos rodea, la respuesta a estas preguntas equivaldría a contar nuestra existencia diaria, nuestro diario intento de darle sentido al mundo y conocernos a nosotros mismos. También nos ofrecería una suerte de denominador común humano: los rasgos y pasiones de la comunidad mundial de lectores quienes, individualmente y en circunstancias muy distintas de las mías, tuvieron (bajo otros rótulos y con diversa intensidad) mis mismas experiencias y compartieron conmigo ritos iniciáticos, epifanías y persecuciones.

La verdad es que nuestro poder, como lectores, es universal, y es universalmente temido, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponerse a la injusticia, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan. Cuando estos seres se rebelan, nuestras sociedades los llaman locos o neuróticos (como a Don Quijote o a Madame Bovary), brujos o misántropos (Próspero o Peter Kien), subversivos o intelectuales (el Capitán Nemo o el doctor Fausto), ya que el término "intelectual" ha adquirido hoy en día la calidad de un insulto.

Escasos siglos después de la invención de la escritura, hace al menos 6.000 años, en un olvidado lugar de Mesopotamia, los pocos conocedores del arte de descifrar palabras fueron conocidos como escribas, no como lectores, quizás para dar menos énfasis al mayor de sus poderes, el de acceder a los archivos de la memoria humana y rescatar del pasado la voz de nuestra experiencia. Desde siempre, el poder del lector ha suscitado toda clase de temores: temor al arte mágico de resucitar en la página un mensaje del pasado; temor al espacio secreto creado entre un lector y su libro, y de los pensamientos allí engendrados; temor al lector individual que puede, a partir de un texto, redefinir el universo y rebelarse contra sus injusticias. De estos milagros somos capaces, nosotros los lectores, y estos milagros podrán quizás rescatarnos de la abyección y tontería a las que parecemos condenados.

Sin embargo, la fácil banalidad nos tienta. Para disuadirnos de leer, inventamos estrategias de distracción: transformándonos en bulímicos consumidores para quienes sólo la novedad, nunca la memoria del pasado, cuenta; quitando prestigio al acto intelectual y recompensando la acción trivial y la ambición económica; proponiéndonos diversiones que contraponen a la placentera dificultad y amistosa lentitud de la lectura, la gratificación instantánea y la ilusión de la comunicación universal inalámbrica; oponiendo las nuevas tecnologías a la imprenta, y sustituyendo las bibliotecas de papel y tinta, arraigadas en el tiempo y en el espacio, con redes de información casi infinita cuya mayor cualidad es su inmediatez y su desmedida, y su declarado propósito (véase La sociedad sin papel de Bill Gates, publicado por supuesto en papel) la muerte del libro como texto impreso y su resurrección como texto virtual, como si el campo de la imaginación no fuese ilimitado y toda nueva tecnología tuviera necesariamente que acabar con la precedente.

Este último temor no es nuevo. A fines del siglo XV, en París, bajo los altos campanarios donde se oculta Quasimodo, en una celda monacal que sirve tanto de estudio como de laboratorio alquímico, el archidiácono Claude Frollo extiende una mano hacia el volumen abierto sobre la mesa, y con la otra apunta hacia el gótico perfil de Notre Dame que se vislumbra a través de la ventana. "Esto", le hace decir Victor Hugo a su desdichado sacerdote, "matará a aquello." Para Frollo, contemporáneo de Gutenberg, el libro impreso matará al libro-edificio, la imprenta dará fin a esa docta arquitectura medieval en la que cada columna, cada cúpula, cada pórtico es un texto que puede y debe ser leído.

LA AMENAZA

Como la de hoy, esa antigua oposición es, por supuesto, falsa. Cinco siglos más tarde, y gracias al libro impreso, recordamos aún la obra de los arquitectos de la Edad Media, comentada por Viollet-le-Duc y Ruskin, y reinventada por Le Corbusier y Frank Gehry. Frollo teme que una nueva tecnología aniquile la anterior; olvida que nuestra capacidad creativa es infinita y que siempre puede dar cabida a otro instrumento más. Ambición no le falta.

Quienes hoy oponen la tecnología electrónica a la de la imprenta perpetúan la falacia de Frollo. Quieren hacernos creer que el libro -ese instrumento ideal para la lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo, permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en las márgenes, darle el ritmo que querramos- ha de ser reemplazado por otro instrumento de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere.

La tecnología electrónica es superficial y, como dice la publicidad del iPod, "más veloz que el pensamiento", permitiéndonos el acceso a una infinitud de datos sin exigirnos ni memoria propia ni entendimiento; la lectura tradicional es lenta, profunda, individual, exige reflexión. La electrónica es altamente eficaz para cierta búsqueda de información (proceso que torpemente también llamamos lectura) y para ciertas formas de correspondencia y conversación; no así para recorrer una obra literaria, actividad que requiere su propio tiempo y espacio. Entre las dos lecturas no hay rivalidad porque sus campos de acción son diferentes. En un mundo ideal, computadora y libro comparten nuestras mesas de trabajo.

La amenaza es otra. Mientras seamos responsables, individualmente, del uso que hacemos de una tecnología, ésta será nuestra herramienta, eficaz en nuestras manos según nuestras necesidades. Pero cuando esa tecnología nos es impuesta por razones comerciales, cuando intereses multinacionales quieren hacernos creer que la electrónica es indispensable para cada momento de nuestra vida, cuando nos dicen que, en lugar de libros, los niños necesitan computadoras para aprender y los adultos videojuegos para entretenerse, cuando nos sentimos obligados a utilizar la electrónica en cada una de nuestras actividades sin saber exactamente por qué ni para qué, corremos el riesgo de ser utilizados por ella y no al revés: el riesgo de convertirnos nosotros en su herramienta.

Esta trampa la señalaba ya Séneca en el siglo I de nuestra era. Acumular libros, decía Séneca (o información electrónica, diríamos ahora) no es sabiduría. Los libros, como también las redes electrónicas, no piensan por nosotros, no pueden reemplazar nuestra memoria activa, puesto que son meros instrumentos para ayudarnos en nuestras tareas. Las grandes bibliotecas de la época de Séneca, como las bibliotecas virtuales de hoy, son objetos inertes, no se bastan a sí mismos: requieren nuestra voluntad para cobrar vida, y también nuestro pensamiento y nuestro juicio. Frente a la insistente propuesta de consumir necedades y de volvernos insensiblemente idiotas para escapar a la terca presencia del mundo, nosotros, los lectores, nos dejamos muchas veces tentar por objetos impresos que parecen verdaderos libros (creados por hábiles agentes literarios o mercaderes disfrazados de editores) y objetos electrónicos que simulan experiencias reales (imaginados por técnicos con ambiciones comerciales alentadas por industriales sin escrúpulos). Nos dejamos convencer de que los instrumentos que nos ofrecen se bastarán a sí mismos, como si ellos, y no nosotros, fueran los verdaderos herederos de nuestra historia.

No lo son. Somos nosotros los únicos posibles artífices de nuestro futuro. En un mundo en el que casi todas nuestras industrias (y no sólo las nuevas tecnologías) parecen amenazarnos con sobre-explotación, sobre-consumición, sobre-producción y crecimiento ilimitado que prometen un paraíso codicioso y glotón, la sosegada consideración que un libro (o una catedral) nos exige, puede quizás obligarnos a detenernos, a reflexionar, a preguntarnos, más allá de falsas opciones y absurdas promesas de paraísos, qué peligros nos amenazan realmente y cuáles son nuestras verdaderas armas. Quizás sea esa interrogación la justificación del arte de la lectura.



Desciframiento del mundo

Publica ADN Cultura

Por Verónica Abdala

"El deseo de leer, como todos los otros deseos que distraen nuestras almas infelices, puede ser analizado", pensó Virginia Woolf. Ése, el del análisis, es el desafío que asume la escritora argentina Ángela Pradelli en El sentido de la Lectura , un ensayo en el que se propone indagar en las razones y alcances del acto de leer.

¿Es necesario que leamos?, ¿cómo hacerlo?, ¿para qué?. Estas son algunas de las preguntas que intenta responder la autora. En ese marco, la lectura se revela como un eslabón central en la composición del mundo y de sí mismo que hace el lector: en su relación con los textos, articula un punto de vista, una cosmovisión que lo define. En una especie de círculo virtuoso, el lector da sentido a lo escrito y al mismo tiempo se ve transformado por lo que lee. El poder de los libros reside, en parte, en su capacidad de provocar un desplazamiento interno; aquello que el escritor Michael Holroyd describió de este modo: "Cuando leo me olvido de mí mismo, y cuando vuelvo a mi mundo tengo la sensación de que soy alguien ligeramente distinto".

La figura del lector cobra en este análisis un rol central. Roland Barthes ya advertía que en la cultura capitalista -por aquello de hacer girar la rueda del mercado de los libros- hay una sobrevaloración de la figura del autor. Pradelli asume que el destino de los textos importa tanto como su origen: de dónde viene un escrito, quién lo escribió y con qué intención. El lector intenta apropiarse del texto en términos lingüísticos pero también filosóficos, y como plantea el escritor inglés John Berger -entrevistado en el libro-, este es un ejercicio subjetivo y relativo: "Así como el acto de escribir no es más que un acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe, del mismo modo el de la lectura es otro acto de aproximación".

Hay una pregunta inquietante que recorre el libro: ¿inciden las lecturas, de un modo indirecto, en las elecciones de vida del lector? Con la convicción de que toda escritura es colaboración, la autora convoca a escritores, músicos, editores, traductores, directores de teatro, poetas, periodistas y docentes, que relatan experiencias personales y repasan las marcas que dejaron en sus vidas determinadas experiencias de lectura. Aportan su visión y su experiencia los escritores Diana Bellesi, Antonio Dal Masseto, Guillermo Saccomanno, Pablo De Santis, Esther Cross, María Teresa Andruetto, el dibujante Miguel Rep, y la compositora y cantante Andrea Álvarez, entre muchos otros. Todos ellos reconocen y comparten episodios que signaron sus respectivas historias. "Sentí esos relatos como imprescindibles, verdaderas revelaciones de mundos", define Pradelli. De esas confesiones íntimas se desprende que en la voluntad de interpretación se juega la necesidad de crecimiento y comprensión, más allá del goce que supone la lectura. Ésta aparece, además como posibilidad de apertura interna: "No hay más que conversar con alguien que está cerrado a las lecturas para percibir que su universo se concentra inevitablemente en un único sistema propio de creencias endurecidas que hace que su vida sea una asfixia", describe la autora.

No hay garantías a la hora de intentar dar sentido a un texto: más que a la resolución de un acertijo, la lectura se parece a una suerte de danza entre quien ha escrito y quien lee. En ese vaivén de aperturas y repliegues, que pone en juego la memoria, la imaginación e incluso ciertas operaciones corporales, se revela la incandescencia del encuentro, esa comunión entre autor y lector que trasciende las fronteras del espacio y el tiempo. Leer quizá sea, también, elegir una voz por encima del griterío del mundo.

Ficha:

El sentido de la lectura
Ángela Pradelli
Paidós
232 páginas

 

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