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La dictadura del Word

Por Federico Kukso

Aunque nadie sabe con exactitud qué cambios químicos y eléctricos sufrieron las neuronas de Nietzsche cuando sus dedos martillaron por primera vez esas teclas, la anécdota tecnoliteraria sirve para exponer aquello muchas veces dado por sentado en el campo literario, aquello mantenido tras una cortina, en la oscuridad: cómo las llamadas tecnologías intelectuales de una época –de las tablillas cuneiformes a las computadoras y al Kindle– guían, moldean sin que nos demos cuenta nuestros pensamientos y las diversas formas que tenemos de expresarlos.

Si bien nunca fue declarada, en la historia de la literatura la guerra fue ganada por los puristas y perdida por los materialistas. Ferias, charlas, congresos, revistas literarias, uno tras otros celebran al autor-puro, aquella fuente de la que emanan historias que nos envuelven y encandilan. Sin intermediarios. Aunque en realidad la historia es otra: entre el cerebro creativo del escritor y el producto táctil de su pensamiento que tomamos entre las manos y nos hipnotiza en la cama o en el colectivo, hay no solo traductores, editores y correctores a los que se invisibiliza como si nunca hubieran estado ahí. También están las herramientas de su producción. En los últimos 25 años, las computadoras, sistemas operativos como Windows, y el teclado QWERTY (aquel que utilizamos usualmente) impusieron un estilo, encendieron la chispa de una revolución narrativa. Mientras que la máquina de escribir obligaba al escritor a seguir una sucesión espacial –primero una línea, luego otra– y a adaptar su cuerpo al esfuerzo mecánico (el esfuerzo de los meñiques al presionar la Q o la A), las computadoras abrieron las puertas a una escritura sincopada, de a intervalos, permitieron reconstruir y alterar un texto (sin tener que romper la hoja), corregir, copiar y pegar. La literatura se volvió un remix. Leemos literatura sampler. ¿Qué hubieran escrito Proust o Joyce en una PC, en un iPad, en un archivo .doc?

“Las tecnologías no son meras ayudas exteriores, sino también transformaciones interiores de la conciencia sobre todo cuando afectan a las palabras”, señaló en su momento el historiador y lingüista Walter Ong. O sea: además de abrir posibilidades y extender nuestros sentidos, las tecnologías imponen limitaciones y detonan al pensamiento.

Como subraya el estadounidense Matthew G. Kirschenbaum en Track Changes: A Literary History of Word Processing, nadie valora lo suficiente lo que el procesador de texto Word (y versiones similares) y la tecla “Delete” (o Supr) hicieron y hacen por la literatura universal. O cómo incitaron que fueran escritas cierto tipo de novelas y no otras. Así como el reloj mecánico cambió la forma en que concebimos el tiempo, así como los mapas alteraron nuestra noción de espacio, o así como el telescopio trastocó nuestra concepción del universo, herramientas como el lápiz, la máquina de escribir, la computadora alteraron sin que lo advirtiéramos nuestras formas de narrar.

Todos sabemos que a las tablillas de arcilla le sucedieron las de cera, los papiros y los códices, que a su vez precedieron a los libros que actualmente atraviesan una acelerada metamorfosis hacia el libro digital. Sin embargo, se obvian los pequeños grandes cambios producidos por las innovaciones tecnológicas como si un autor como Paul Auster pudiera haber escrito La invención de la soledad con una cuña y una tabla de arcilla en vez de hacerlo en su máquina Olympia que tanto halaga en La historia de mi máquina de escribir.

En casi 20 siglos, la estructura, estilo y finalidad de las obras literarias evolucionaron al ritmo de cambios tecnológicos no tan ínfimos. Durante la época de los griegos, por ejemplo, la escritura estaba dirigida tanto a la vista como al oído. Los textos estaban escritos en rollos alargados y continuos y resultaban incómodos de leer y más incómodos aún de escribir. La mayoría de los ciudadanos  alfabetizados preferían que sus esclavos les leyeran. Además, los signos de puntuación más básicos fueron inventados recién cerca del 200 a.C. por Aristófanes de Bizancio, aunque persistió durante siglos el estilo de escribir en mayúsculas sin espacios, sin puntos. Durante la Edad Media, los escritores dictaban sus obras a sus escribas. Y recién cuando la introducción de los espacios entre palabras hizo la escritura más fácil, los autores comenzaron a escribir ellos mismos en privado, con lo que esto trajo aparejado: obras más personales, contestatarias, argumentos más desafiantes. La novela, al menos estructuralmente, evolucionó en los códices, no en los pergaminos.

Es cierto: pese a que abundan en la actualidad estudios neurocientíficos que aluden a la neuroplasticidad del cerebro y cómo nuestro hardware mental es capaz de adaptarse fácilmente a la experiencia y a la tecnología que nos rodea –como lo relata Nicholas Carr en Superficiales: ¿qué está haciendo internet con nuestras mentes?–, no existen investigaciones tan extensas que certifiquen cómo las nuevas tecnologías instauraron una forma distinta de contar en cada tramo de la historia.

Aunque cualquier filólogo amateur lo reconoce: más allá de las diferencias histórico-culturales y hasta las divergencias personales que separan a un autor de otro, una obra del siglo XIV es distinta a otra del siglo XIX, así como el Nietzsche que escribió La visión dionisíaca del mundo en 1870 no es el mismo Nietzsche de Más allá del bien y del mal (1886). Y ahora lo sabemos: entre Charles Dickens y Martin Amis, hay una diferencia.

La actual migración de los libros de su esencia material –papel, átomos, el libro como objeto– a su estancia digital –en tablets, bits, el libro como aplicación– resulta una oportunidad única para que los detectives de las transformaciones provocadas por las metamorfosis tecnológicas puedan analizar in vivo cómo la escritura muta. Una vez más.

Caprichosamente, desde la irrupción de los e-books y desde la coronación del Kindle en 2007, el foco del “futuro de la literatura” estuvo siempre sobre la lectura (como en las traiciones del soporte). Sin embargo, poco se ha hablado o pensado sobre su reverso: la escritura. ¿Cambiará el Kindle la forma en que los autores escriben sus novelas? O, más aún, ¿cómo influye nuestro nuevo ecosistema informacional –Twitter, Facebook, celulares– en el proceso de producción de una novela?

Las respuestas concisas y confiables escasean. Los experimentos, en cambio, abundan tanto como la futurología. Por ejemplo, luego de los ensayos plomizos de la llamada narrativa hipertextual –que vino a romper con la linealidad de la literatura clásica y abrazó al link como su mesías durante los noventa–, en Japón se impusieron en los últimos años las keitai-shosetsu, o “novelas de pulgar” dirigidas exclusivamente para ser leídas en celulares. Como la comida chatarra, la ficción celular atrapó a los adolescentes –cuyos ojos leen a la velocidad del videojuego, el manga y el animé– tanto por su tono melodramático y crudeza sexual como por su inmediatez. Quizás lo interesante no sean los millones de yenes que mueven, sino los sacudones culturales que inducen: las novelas keitai están provocando que más lectores jóvenes prefieran la escritura horizontal a la tradicional escritura vertical japonesa.

En el caso del Kindle (y sus clones), se cree que la nueva literatura surgirá una vez que los libros dejen de ser obras transplantadas, que, por afán editorial y gusto del lector que viaja liviano, saltan como paracaidistas a las pantallas sin sufrir alteraciones en el proceso. Una vez que los autores comiencen a escribir pensando exclusivamente en estos nuevos soportes (con sus respectivas gramáticas de lectura), quizás nazcan nuevos engendros literarios.

La irrupción de la nueva materialidad literaria (o inmaterialidad, en el caso de los e-books), sin embargo, no será la única responsable de la metamorfosis que, se supone, se avecina. Tampoco se trata de un enroque entre tinta y píxeles sino de una profunda transformación: Internet y las computadoras son más que herramientas que hacen lo que les ordenamos. Son máquinas que ejercen sutiles influencias en nuestro pensamiento. Los blogs aceitaron nuestras habilidades argumentativas. Facebook estimuló nuestra vocación exhibicionista y su reverso, el voyeurismo. Twitter nos adoctrinó en la brevedad e incitó nuestra catarsis verbal (todo lo que se pueda decir será dicho). Si el presidente argentino del 2065 en estos momentos tiene cuenta en Facebook y en Twitter, ¿cómo y sobre qué escribirá la estrella de la literatura de la segunda mitad del siglo XXI?

Hasta que llegue ese día y lo confirmemos, lo cierto es esto: Internet –querramos o no– está alterando la presentación, la narrativa y la estructuras de cierto tipos de libros. Y ya hay editoriales que auguran que el modo en que los libros se escriben y se presentan cambiará drásticamente. Editoriales como Simon & Schuster ya están experimentando con vooks: novelas electrónicas con videos incrustrados entre sus páginas.

El escritor y conocido teórico Steven Johnson imagina que las novelas se llenarán de acción y los llamados puntos de quiebre se situarán mucho más al principio. Ya que el Kindle y otras tabletas recuerdan donde uno dejó de leer –hecho del que está al tanto Amazon–, editores y publicistas le insistirán a los escritores que de ahora en adelante no dejen pasar muchas páginas para soltar la primera revelación de una historia.

Además, esto será aún más acelerado por una nueva modalidad de compra y venta: las editoriales se están dando cuenta de que quienes leen e-books (y los pagan, claro), además de valorar la trama sobre el estilo, deciden su compra luego de leer una muestra gratis de cierta obra. Por ende, si en las primeras páginas hay más giros, habrá más ventas.

Pese a que desde la segunda década del siglo XX, teóricos y escritores vienen afirmando que la novela ha muerto, nadie que se considere serio cree que las grandes obras de la literatura se volverán fósiles de un día para el otro. A lo sumo, perderán su centralidad en la cultura. Los párrafos, tal vez, vengan acompañados por etiquetas descriptivas para salir listados bien arriba en los buscadores y así atraer la atención de lectores voraces que también tendrán la opción de comprar capítulos individuales por 99 centavos de dólar como ocurre actualmente con las canciones en la tienda iTunes de Apple. Como ya ocurrió con el CD, muchos libros se fragmentarán para convertirse en otra cosa, un nuevo remix literario.

Hay incluso quienes piensan que la nueva literatura digital no será un acto individual, algo así como lo que viene haciendo desde el año 2000 el colectivo Wu Ming, un grupo de escritores italianos que trabajan de forma colectiva.

Todo esto, en definitiva, vuelve a hacer pensar –otra vez– sobre la figura del autor. Quizás, para que la novela sobreviva, ciertos escritores deberán volverse ludditas (George Steiner escribe con una pluma Waterman). O hacer como Jonathan Franzen que despotrica contra los e-books y Twitter.

“Me encanta que ahora una canción cueste exactamente lo mismo que un paquete de chicle y dure el mismo tiempo hasta que pierde su sabor”, dice el personaje de Richard Katz en la novela Libertad de Franzen. Tal vez los e-books, aquellos animales raros, seres fantasmales, transiten próximamente por el mismo camino.

 

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