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27 Abr 2024
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Por Esteban Magnani

La tecnología expande el horizonte de lo posible y, por lo tanto, fuerza discusiones éticas que antes ni se imaginaban. En los ‘80, por ejemplo, uno de los campos que se abrían imponiendo debates nuevos lo daba la fecundación in vitro y la posibilidad de implantar óvulos en otro útero, lo que obligaba a plantear cuestiones tan básicas como los cánones aceptados de “familia” (niños con dos madres, por ejemplo). Con el tiempo, las prácticas (y el deseo de procrear como fuera) relegaron los debates a un segundo plano. De alguna manera es lo que está ocurriendo con otro tipo de paternidad, la intelectual, que viene ocupando el centro de la escena gracias al nuevo corrimiento de lo posible que ha generado la digitalización de la información. Pero el potencial de Internet se contradice con una lógica de negocios que se agrieta y se apoya en la propiedad privada como axioma que justifica todo lo demás. Pero empecemos por el principio de un nuevo capítulo en esta lucha.


TRANSACCIONES FILOSOFICAS


Philosophical Transactions of the Royal Society es la revista científica más antigua de todos los tiempos. Comenzó a publicarse en 1666, y sigue hasta nuestros días, e incluyó trabajos de los grandes pensadores de la revolución científica y posteriores, desde Robert Hooke hasta Charles Darwin, pasando por Isaac Newton. Sin duda esta revista es uno de los grandes patrimonios culturales de la humanidad.


En la era digital la materia resulta un estorbo. Por eso, luego de un acuerdo entre la Royal Society y la empresa Jstor (que se dedica, justamente, a archivar digitalmente publicaciones científicas), esta última procesó los números de los Philosophical... de los últimos 350 años. El objetivo, seguramente trabajoso, fue logrado en 2010, cuando se publicaron 18.592 papers online. Una simple visita al sitio de la Royal Society permite descubrir que para ver la dedicatoria del primer número de la revista (de 5 párrafos) es necesario pagar US$ 8, aunque la mayoría de los papers cuestan US$ 19, dinero que seguramente compensa muy satisfactoriamente el esfuerzo de la digitalización, sobre todo teniendo en cuenta que el grueso del trabajo se hace un sola vez y luego solo queda facturar. Un poco de matemática simple indica que con que se descargue una vez cada paper, a un promedio de US$ 15, se obtendrían US$ 278.880. De más está decir que la ganancia queda limpia, ya que los derechos de autor caducaron hace siglos. En cualquier caso es muy probable que rápidamente se cubra la inversión y luego sea todo rentabilidad neta. Jstor es una empresa sin fines de lucro y la Royal Society asegura que entre sus misiones está “incrementar el acceso a la mejor ciencia internacionalmente”. ¿Entonces por qué una vez cubiertos los costos de la digitalización no liberar esa información, que es parte de la historia cultural mundial? El precio puede no parecer mucho para los científicos, pero ¿qué pasa, por ejemplo, con estudiantes del tercer mundo usando el material para sus trabajos escolares?


Como era de esperar, a muchos no les gustó la idea de pagar por algo que consideraban patrimonio de la humanidad. Uno de ellos es un joven de 24 años llamado Aaron Swartz, conocido activista y empresario informático con varias campañas en su haber (ver recuadro). En un manifiesto de 2008 que se le atribuye, advertía: “La información es poder. Pero como todo poder hay quienes quieren quedárselo para sí mismos”. Un poco más abajo explicaba que era necesario apelar a la desobediencia civil y descargar “revistas científicas y subirlas a las redes que comparten información”, es decir a las redes P2P (o peer to peer), en las que se comparten archivos digitales entre usuarios, como permiten hacer numerosos sistemas, desde el iniciador Napster hasta los actuales torrent.


Swartz entró en los servidores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) usando nombres falsos, escondiéndose de las cámaras de seguridad detrás de un casco de ciclista y demás gracias dignas de una película de espías, hasta que Jstor cerró el acceso al MIT para evitar que siguiera la sangría de su información. En cualquier caso ya era tarde, porque Swartz llegó a descargar casi 5 millones de artículos de los archivos de Jstor, entre los que estaban todas las Philosophical Transactions. Cabe aclarar que él, como cualquier otro investigador del MIT, podría haber accedido gratuitamente a la información ya que la institución pagaba un abono; pero su objetivo era el que explicitaba en su manifiesto: permitir que fuera público.


Una vez detenido, el joven devolvió los discos rígidos con toda la información, asegurando que no había más copias y que no distribuiría nada más en el futuro, por lo que la empresa retiró los cargos, probablemente consciente de que no sería buena publicidad poner tras las rejas a un genio de 24 años. Sin embargo, el caso siguió en manos de la fiscalía del Estado de los EE.UU., para cuya representante Carmen Ortiz “robar es robar, ya sea con un comando de computadora o una barreta, y sea para robar documentos, datos o dólares”. Es por eso que el mes pasado el activista fue demandado y se pide a la corte una pena de 35 años de prisión, además de un millón de dólares de multa.


ERAMOS POCOS...


Pero, como era de esperar, la historia no terminó allí. El 20 de julio pasado, un día después de la demanda contra Swartz, un usuario llamado Gregg Maxwell decidió subir un archivo con 33 Gb de los Philosophical... para que sean descargados por cualquier usuario. No está claro de dónde lo obtuvo, pero los focos apuntan evidentemente a Swartz.


Según explica Maxwell en la descripción del torrent disponible en thepiratebay.org: “Las publicaciones académicas son un sistema extraño. A los autores no se les paga por lo que escriben, a los pares que hacen las revisiones tampoco y en algunos campos incluso los editores no son rentados. Hay casos en que los autores deben pagar por publicar. Aun así, las publicaciones científicas son de las más caras. En el pasado, el alto costo financiaba los métodos mecánicos de reproducción [...]. Por lo que yo entiendo, hoy en día el dinero que se paga por acceder sirve para muy poco, excepto para perpetuar un modelo de negocios agonizante [...]. Demasiado seguido las revistas, galerías y museos están transformándose no en diseminadores de conocimiento, sino en censores del conocimiento porque censurar es lo único que hacen mejor que Internet”.


Desde este punto de vista, la idea de avance científico misma choca con la privatización del conocimiento que se busca imponer por medio de barreras comerciales (ver suplemento Futuro del 9/7/11).


Vale la pena recordar que en la presentación del primer número de los Philosophical... (ver recuadro) se explicitaba: “Que el gran Dios la haga prosperar [a la Royal Society] en el noble compromiso de dispersar el verdadero brillo de su gloriosa obra y las alegres invenciones de hombres abnegados de todo el mundo para el beneficio general de la humanidad”.


El activista


Aaron Swartz es conocido en el ambiente informático pese a sus jóvenes 24 años. Participó en la creación del sistema de gestión de noticias RSS cuando tenía 14 años. Luego creó varias empresas con suerte diversa, pero ganó los titulares de los diarios cuando en 2008 descargó 20 millones de registros de las cortes federales de los EE.UU. y los puso disponibles online. El FBI lo investigó pero no presentó cargos. Swartz luego publicó en Internet el resultado (supuestamente) confidencial de la investigación que se le realizó. Más recientemente completó un curso en el Edmond J. Safra Center para la Etica, de Harvard. Es además uno de los fundadores de Demand Progress, una ONG que busca generar cambios en las políticas para la gente común.


El comienzo de todo


El alemán Henry Oldenburg ingresó en la Royal Society de la mano de su amigo Robert Boyle, pero rápidamente se hizo imprescindible gracias a que llevaba registro de las charlas que allí se daban y porque mantenía una agotadora correspondencia con científicos de toda Europa en distintos idiomas. En 1662 fue nombrado secretario y cuando salió el primer número de la publicación, que incluía trabajos de 1665 y 1666, él fue el encargado de prologar la publicación. En los cinco párrafos que ocupó, dedicados a la Royal Society, decía un poco ambiguamente: “En estas rústicas colecciones, que solo son el esforzado resultado de mis entretenimientos privados en horas perdidas, puede demostrarse que muchas mentes y manos están en muchos lugares industriosamente empleadas gracias a su tutela [de la Royal Society] y su ejemplo, en la persecución de excelentes fines que pertenecen a su heroico emprendimiento”. La aclaración del comienzo no debe haber sido inintencionada, ya que Oldenburg estaba casi en la quiebra cuando en abril de 1668 finalmente le otorgaron una renta anual de 40 libras.


Más tarde agregaba que “tal vez todo hombre reciba algún beneficio de esta colección”, y asegura que ha hecho el mejor uso posible de su tiempo a fin de “diseminar por todas partes estímulos, direcciones, patrones, que puedan animar y brindar ayuda universal”.


Uno, dos, infinitos tomates

    

Por Esteban Magnani

Los cambios concretos y masivos que genera Internet cuestionan lo que hasta ahora era aceptado como simple “sentido común”. Este pensamiento acrítico daba por sentado, entre otras cosas, que los derechos de autor eran una forma de proteger la creatividad y, por lo tanto, beneficiar a todos. Sin embargo, hay buenos argumentos para pensar que el supuesto retroceso es en realidad un avance que permitirá reducir la brecha cultural y abrir las puertas a una sociedad más equilibrada. Desde enfrente el lobby que depende de la producción artística (no necesariamente los artistas en sí) pelea por leyes que le aseguren seguir viviendo de la creatividad ajena. El caso del Canon Digital es un buen ejemplo de una pulseada para retener las ganancias que se escapan entre los dedos de las grandes empresas y corporaciones.


Mal que nos pese, son pocas las ideas que por sí mismas pueden incidir sobre la realidad a partir de hacer que “la gente tome conciencia”. La historia parece demostrar que los cambios sociales profundos se detonan por una hambruna generalizada, el desarrollo de nuevas tecnologías o una nueva correlación de fuerzas económicas, más que por ideas libertarias de iluminados. Sin embargo, las ideas nuevas pueden resultar fundamentales para reorganizar el vacío dejado por lo anterior y darle cohesión a lo nuevo y, por lo tanto, mayor fuerza. De alguna manera, el fenómeno de la “piratería”, como lo llaman algunos, o de “democratización de la información”, como lo llaman otros, está sufriendo el mismo proceso. La posibilidad concreta de copiar y distribuir hasta el infinito todo lo digitalizable empieza a mostrar las fisuras de una lógica de apropiación del conocimiento, instalada hasta ahora como sentido común.


Es que esta nueva posibilidad, demonizada por quienes pierden control sobre su mercancía, viene acompañada por una lógica acerca de cómo distribuir el conocimiento. El concepto principal es el copyleft, es decir, la posibilidad de utilizar los derechos de autor de tal manera que permitan que la obra propia sea reutilizada, manipulada, copiada o redistribuida para que llegue a mucha más gente. Esta lógica es contraria a la que indica que el autor tiene que cercar su propiedad privada intelectual y cobrar peaje por su uso aun a costa de aislarla.


Esta novedad que parece tan revolucionaria es, en realidad, la forma en la que circulaba el conocimiento hace unos pocos siglos y permitía que, por ejemplo, Kepler y Galileo, en lugar de escatimarse información para tener prioridad de derechos sobre tal o cual descubrimiento, compartieran sus conocimientos para beneficio del conjunto.


PARA TODOS, TODO


La lógica actual, la misma que ahora está en disputa, indica que el autor hace de su producción creativa la fuente de ingresos que le permite vivir decentemente o, en caso de tener mucho éxito, un poco más. Es decir, que si no fuera por los derechos que cobra regularmente, el autor debería dedicarse a otra cosa y la sociedad iría perdiendo artistas. Según Franco Iacomella, especialista en Cultura Libre de Flacso Virtual, esto no es tan así: “En realidad, casi ningún autor vive de los derechos que cobra. Los principales interesados en mantener el sistema son las organizaciones intermedias del tipo de Sadaic (Sociedad Argentina de Autores y Compositores), Cadra (Cámara Argentina de Derechos Reprográficos), Capif (Cámara Argentina de Productores e Industriales de Fono Videogramas), o las empresas como las discográficas que se quedan con el grueso de los ingresos y pierden su negocio si la información circula libremente”. Según Iacomella, el problema de estas organizaciones es que la digitalización e Internet multiplican la información hasta el infinito, por lo que deben regularla artificialmente para no perder el negocio.


El resultado de ese control es que el autor por ganar, eventualmente, unos pesos, pierde la posibilidad de multiplicar sus seguidores e incluso facturar más gracias a ellos sin tanta mediación.


El mundo digital permite una lógica totalmente distinta que hace prescindibles las empresas o incluso las organizaciones intermedias, posibilidad que ya está siendo aprovechada por numerosos autores. El ejemplo más obvio es el del software libre en el que la comunidad contribuye con innovaciones para que el sistema sea cada vez mejor. La velocidad con la que mejoraron los programas de este tipo ha demostrado que el conjunto no sólo se beneficia porque son mayoritariamente gratuitos, sino también porque van innovando mucho más rápido gracias al trabajo de millones de personas que acceden al código y lo modifican. Justamente, como se dijo antes, el conocimiento avanzó durante siglos gracias a que científicos y pensadores compartían lo que habían averiguado para que otros pudieran subirse “a hombros de gigantes”.


Son cada vez más los músicos que comprenden que los derechos de autor no les permitirán vivir y que sin discográficas de por medio serán muchos más los que los escuchen y asistan a sus shows: ¿No debería ser ésa la prioridad del artista? Tanto por razones ideológicas como egoístas, evitar intermediarios los puede beneficiar. Incluso una banda tan conocida como Radiohead grabó su CD In Rainbows independientemente y ofreció en su sitio la posibilidad de bajarlo a cambio de un pago “a voluntad”. Además, quienes lo deseaban podían comprar el disco físico, que les sería enviado por correo. La libertad no impidió que en su primer año el disco vendiera cerca de tres millones de copias físicas y que haya recaudado varios millones más por las canciones bajadas directamente. Pero probablemente lo más importante es que su público se amplió aún más gracias a esta posibilidad que, de cualquier manera, ya existía. Si no puedes contra tu enemigo...


Otros proyectos más modestos, pero incluso más novedosos, provienen del mundo editorial. Por un lado existen proyectos como el de Libros Libres (ver recuadro) que permiten rescatar del olvido seguro a obras académicas; pero también hay emprendimientos que subvierten una forma de hacer negocios. Es el caso de la revista Orsai, del escritor Hernán Casciari, que desde su ascética tapa sintetiza “Nadie en el medio”. Casciari, cansado de ver sus escritos arrinconados por las publicidades y recortados por los editores, decidió aprovechar lo que permitía la tecnología. Su revista en papel se vende por suscripción a través de Internet y una comunidad de seguidores, y su contenido se publica en PDF para que todo el mundo lo pueda leer. El primer número vendió más de 10.000 copias, lo que permitió que todos los colaboradores cobraran, algo que no era seguro. Y es leído gratis por miles de personas más a través de orsai.es.


Justamente, en esa revista el abogado español David Bravo citaba recientemente a Javier Bardem, quien en un artículo de El País utilizaba una metáfora poco afortunada para explicar la “piratería”. Según el actor español, una máquina capaz de fotocopiar tomates produciría un gran daño a los granjeros. Evidentemente Bardem no veía que si bien los granjeros en ese caso tendrían que buscarse conchabo, el resto de la humanidad podría beneficiarse con una provisión infinita de tomates que resolverían cuestiones un poco más relevantes como el hambre. Obviamente, tal máquina no existe para los tomates, pero sí es posible reproducir bienes culturales hasta el infinito. ¿Por qué no aprovecharlo para distribuir conocimiento y reducir la brecha cultural? El problema se vuelve mucho más grave si se incluye en esta lógica restrictiva no sólo al arte y al conocimiento, sino también a lo que está pasando con el patentamiento de genes, semillas o incluso moléculas.


A ALAMBRAR


La OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual) es una organización de Naciones Unidas que busca, al menos en teoría, defender los derechos de los autores como forma de “estimular la actividad creadora”. Es decir que creen que si no fuera porque las organizaciones y empresas recaudan dinero para los autores, ya no habría creación. Es la misma lógica que indica que bajar una película de Internet es comparable con robar un bolso o que propone que las bibliotecas paguen regalías por los libros que prestan y, teóricamente, hacen perder ventas a las editoriales. ¿Pero de quién es el bolso en este caso? La mayoría de los autores parece mostrarse prescindente en esta disputa.


Iacomella da un ejemplo de cómo funciona esto: “Cadra, el Centro de Administración de Derechos Reprográficos, que existe desde hace unos dos años y representa a una minoría de autores, sobre todo académicos, presionó a la UBA, que ahora le pagará casi 4 millones de pesos anuales para ser autorizada a fotocopiar bibliografía. Luego distribuye parte del dinero entre los miembros de la organización, en su mayoría autores que no se leen en la universidad. Pero como no todos los autores fotocopiados están asociados, en realidad la UBA podría igualmente ser demandada por otros”. ¿Cuánto cobrarán los deudos de Bourdieu o Foucault de este dinero?


Son muchas las organizaciones que están pensando la forma de cambiar esta inercia restrictiva y plantear el desarrollo de una cultura libre contra una embestida que parece anacrónica. ¿Por qué elegir esta lucha entre tantas posibles? Como explica Laura Marotias, del equipo de Flacso Virtual: “Tiene que ver con la circulación de la información y el valor que tiene en esta etapa del desarrollo capitalista. En una sociedad de conocimiento lo que produce valor es, justamente, el conocimiento; distribuirlo es una forma de democratizar”.

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