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Por Mariano Kairuz

Del mismo modo que la fotografía desplazó a la pintura en su función retratista, hace rato ya que el fotorrealismo de los omnipresentes efectos digitales en el cine liberó a ciertas formas previas de la animación. Entre ellas, notablemente, el stop-motion, es decir, la laboriosa animación de muñecos y modelos cuadro a cuadro, que entonces, lejos de desaparecer, dio lugar a encantadores largometrajes imbuidos de un espíritu nostálgico y algo retro, hechos enteramente en esa técnica, como El extraño mundo de Jack, Jim y el durazno gigante, Coraline, Pollitos en fuga y más recientemente Frankenweenie. Lo que alguna vez fue uno de los mejores recursos para hacernos creer en lo fantástico (de King Kong a los dinosaurios y todo tipo de criaturas mitológicas, como el cíclope o la hidra de varias cabezas), ahora se imponía por su artificiosidad, por su aspecto artesanal, por su misma imperfección: porque en cada modelo y cada movimiento lleva impresa la huella –a veces de modo literalmente dactilar– de aquél que lo animó.

Este arte tuvo un maestro absoluto y todos los que en las últimas dos décadas se sumaron a la oleada revivalista del stop-motion lo homenajearon casi sin excepción con citas en sus películas. Ahora que, hace menos de una semana, Ray Harryhausen, el genio indiscutido del cuadro a cuadro, dejó este mundo, quedan de él sólo los quince largometrajes a los que aplicó su fuego creador, películas que, un poco mejores o peores, son mayormente recordadas por el puñado de escenas en las que Harryhausen dotó de vida a todo tipo de seres fantásticos, para hacernos entrar en otros universos. Su marca se encuentra presente en buena parte del cine contemporáneo: los enfrentamientos bestiales del Jurassic Park de Spielberg retoman inevitablemente parte de la imaginería de Un millón de años antes de Cristo (la producción de la Hammer en la que los dinosaurios conviven con los hombres, y en particular con Raquel Welch en una bikini hecha harapos), y con la de El Valle de Gwangi (¿quién no se acuerda de esa icónica lucha de T-Rex contra Triceratops, la célula misma del film prehistórico?); mientras que los esqueletos guerreros de Jasón y los argonautas reviven en espíritu en el esqueleto metálico del primer Terminator: la mano del stop-motion se intuía en sus movimientos rústicos, pre-digitales. Por su parte, George Lucas alguna vez dijo que La guerra de las galaxias no existiría de no haber sido por los films de HH, y Peter Jackson, el tipo que finalmente llevó al cine uno de esos “proyectos infilmables”, que alguna vez estuvo en manos de Harryhausen (El Hobbit: habría sido simpático poder verla animada con muñecos) tuvo su epifanía cinéfila con la misma película que fascinó de chico al maestro del stop-motion: el King Kong de Merian Cooper, animado por el pionero Willis O’Brien.

ESTE TRABAJO SOLITARIO

De chico, en la casa californiana de sus padre, Harryhausen (Los Angeles, 1920) hizo como hobby infinidad de dioramas y maquetas, y modelos de dinosaurios influidos por las inspiradas e intensas ilustraciones clásicas de Charles Knight, que conoció a través de los museos de ciencias naturales de su ciudad. Ya a los cinco le había quemado la cabeza la versión muda de la novela sobre una suerte de Amazonas donde sobreviven criaturas prehistóricas, escrita por Arthur Conan Doyle. Los dinosaurios eran de O’Brien. Ocho años más tarde, lo noqueaba para siempre el rey Kong, el mono tremendo –el que sacude un bote, destruye un tren, cae muerto desde la cima del Empire State–. De chico también, se hizo amigo de Ray Bradbury –todavía un aspirante a escritor– a través de la Science Fiction Society, club de nerds de la fantasía y la ciencia ficción locales. Cuando llegó la Segunda Guerra ya había decidido dedicarse al cine, y pretendió entrenarse como camarógrafo de combate (“Qué inocente era: no sabía que en el frente los mataban como a palomas de plastilina”, dijo años después) y eventualmente se sumó a la División de Servicios Especiales del ejército, bajo la dirección nada menos que de Frank Capra. Por esos años produjo algunos cortos en stop-motion para demostrarles a sus superiores que las tres dimensiones y el volumen de esta técnica podían ser muy útiles para hacer films de entrenamiento. Algunos de estos cortos, por ejemplo Cómo construir un desfiladero, pueden verse en una compilación en DVD, junto con sus primeros trabajos hechos en la posguerra, dos series de fábulas y cuentos infantiles: los de Mamá Gansa y otros clásicos (Hansel y Gretel, Caperucita), en versiones adulteradas, recortada la truculencia de los originales, para volverlas aptas para su exhibición en escuelas, pero que sin embargo conservaban cierto surrealismo y bizarría, además de la incipiente maestría en el movimiento de sus muñecos.

Ray se había curtido trabajando solo en el garaje de su casa, contando apenas con la ayuda de sus padres. Su primer trabajo profesional en la industria del cine fue como asistente de Willis O’Brien en El gran gorila (Mighty Joe Young, 1949), pequeña obra maestra que intentó capitalizar el enorme éxito de Kong. Esta experiencia fue su mayor aprendizaje, pero en poco tiempo más Harryhausen ya había superado a su mentor, convirtiéndose en un auténtico hombre-orquesta que trabajaba solo, sin asistentes, dedicándose a la más bien dura tarea de confeccionar diseños y storyboards, los muñecos y modelos, pintarlos y animarlos y fotografiarlos cuadro a cuadro sin ayuda de nadie. Esto es, hasta la que fue su última película, la recordada Furia de titanes, de 1981, donde por problemas que habían atrasado costosamente la producción no le quedó otra que reclutar asistentes, y tras la cual optó por retirarse, dijo alguna vez, “cansado ya de ese trabajo solitario, confinado a salas oscuras”.

DE BESTIAS Y MONSTRUOS

Harryhausen creó escenas tan buenas que en la mayoría de los casos son infinitamente superiores a las películas que las alojaban. Imposible elegir entre el ejército de siete esqueletos que combaten a Jasón en Jasón y los Argonautas (su versión “abierta” del mito del vellocino de oro, de 1963), o el revivido lagarto prehistórico que asuela Manhattan en El monstruo del mar (The Beast From 20.000 Fathoms, 1953, de Eugene Lourie basada en un cuento de Bradbury, y su ingreso a la clase B, de la mano de quien luego fue el productor de casi todos sus films, Charles H. Schneer), la pionera destrucción de Washington en La invasión de discos volantes (Earth vs. The Flying Saucers, Fred Sears, 1956), el lagartoide bípedo que destruye Italia en La bestia de otro planeta (20 Million Miles To Earth, Nathan Juran, 1957), el pulpo gigante y radiactivo de (por razones de producción) seis tentáculos que se abraza al Golden Gate en La bestia del mar (It Came From Beneath the Sea, Robert Gordon, 1955), el cíclope de Simbad y la princesa (The Seventh Voyage of Sinbad, Juran, ’58, con su increíble cíclope), o las hormigas antropomórficas de Los primeros en la Luna (sobre relato de H. G. Wells). En la lista de todos sus admiradores están la inolvidable Medusa y el Kraken de Furia de titanes que, un poco berretoide y todo (a pesar de Laurence Olivier y Maggie Smith) sigue siendo tanto mejor que su hiperdigitalizada remake de tres o cuatro años atrás. En la lista de uno de sus fans locales, el cinéfilo impenitente Alfredo García, colaborador habitual de estas páginas, la que no falta seguro es el western con dinosaurios filmado en Almería y ambientado en México El valle de Gwangi, rareza entre rarezas, con James Franciscus y escenas increíbles en las que los cowboys enlazan bestias prehistóricas en lugar de caballos, y una lucha de exhibición entre un T-Rex y un elefante que, muy a lo King Kong, termina en desastre.

ESE BUEN MATERIAL

Retirado desde principios de los ’80, Harryhausen fue objeto de infinidad de tributos y homenajes e invitado de festivales y retrospectivas a lo largo de treinta años, jamás olvidado. A pesar de que Furia de titanes fue exitosa, los planes para una secuela nunca se vieron concretados: el artista ya había entendido, y lo decía sin resentimiento, que el público estaba buscando otro tipo de emociones, que la gracia y la fascinación que habían producido los monstruos en otra época ya no podía ser la misma, porque los monstruos habían pasado a estar por todos lados. Dos años y medio antes, Harryhausen donó todos los materiales de trabajo de sus películas al National Media Museum de Bradford, en su adoptiva Inglaterra: una colección que incluía 50 mil piezas, contando bocetos, storyboards, maquetas y muchos de los muñecos, que se habían mantenido considerablemente enteros. "La goma es como los seres humanos –dijo por ese entonces–. Es un buen material pero, eventualmente, todo se descompone y se pudre". Tampoco renegó de la tecnología digital, aunque desde su aparición decidió que era algo contra lo que no quería competir, y en última instancia, siempre creyó que era un tipo de acercamiento distinto al artificio cinematográfico: “Creo que hay una cualidad extraña que es propia de la fotografía en stop-motion y que aporta a la naturaleza fantástica de lo que se muestra. Si uno hace que las cosas parezcan demasiado reales, las reduce un poco a lo mundano. Con Kong, uno sabía que no era real, pero en la pantalla se convertía en una pesadilla. Hay algo en él y en los dinosaurios, una magia, que creo que no han terminado de capturar”.

 

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