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27 Abr 2024
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Lectura de manuscritos y tutorías para obra en curso 

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Publica Página/12

Por Silvina Friera

El próximo lunes se realizará un homenaje en el Palacio de Bellas Artes, en el Distrito Federal, para recordar su legado. Las autoridades de Aracataca, su pueblo natal en Colombia, pidieron que las cenizas del Premio Nobel de Literatura sean llevadas al museo levantado en la casa de sus abuelos maternos, donde pasó los primeros años de su vida.

“El mundo y en particular los pueblos de Nuestra América hemos perdido físicamente a un intelectual y escritor paradigmático. Los cubanos, a un gran amigo, entrañable y solidario”, escribió el presidente cubano Raúl Castro a Mercedes Barcha, la viuda de Gabo. En la escueta misiva, el hermano del líder de la Revolución Cubana destacó que “la obra de hombres como García Márquez es inmortal”. Los medios cubanos publicaron sendos artículos que el escritor y Fidel Castro se dedicaron mutuamente en 2008 y 2009. “Nuestra amistad fue fruto de una relación cultivada durante muchos años en que el número de conversaciones, siempre para mí amenas, sumaron centenares”, comentó Fidel Castro en 2008. Por su parte, el narrador colombiano ensalzó a Castro al afirmar que el líder revolucionario cubano es un hombre “incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”. Casa de las Américas, institución cultural dirigida por el poeta cubano Roberto Fernández Retamar, se despidió del autor de La hojarasca a través de un comunicado: “Cuando a finales de 1936 falleció Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges dijo que el primer escritor de nuestro idioma acababa de morir. Hoy, ante la desaparición de Gabriel García Márquez, debe repetirse la sentencia. Sólo que García Márquez era, además (y es), uno de los mayores escritores en la historia de la literatura”, se lee en el primer párrafo. “Los cubanos admiramos en Gabo, junto a su genio literario, su constante defensa de la Revolución Cubana y su amistad fraternal con Fidel. En el ejercicio de aquella defensa, Gabo prestó grandes servicios, dando muestras de valor y desinterés. En general se identificó con causas nobles a lo largo de su vida. Esa vida acaba de ser interrumpida, pero de él puede decirse lo que Auden escribió a la muerte del gran poeta Yeats: ‘Se convirtió en sus admiradores’. Los numerosísimos y crecientes admiradores de Gabriel García Márquez no lo dejarán morir”, concluye el comunicado de Casa de las Américas.

El presidente francés François Hollande lamentó la muerte de García Márquez, del que dijo que es “un gigante de la escritura que dio brillo mundial al imaginario de todo un continente”. “Maestro del realismo mágico, recreó en sus novelas barrocas y poéticas una América latina soñada y dio a la literatura hispánica una de sus mayores obras maestras, Cien años de soledad”, señaló Hollande. El presidente francés planteó que el genio de Gabo alcanzó un “impacto universal” gracias al Nobel de Literatura que obtuvo en 1982. “Sus artículos de periodista comprometido y su infatigable combate contra el imperialismo le convirtieron en uno de los intelectuales sudamericanos más influyentes de nuestro tiempo”, agregó el mandatario francés. Aurélie Filippetti, ministra de Cultura de Francia, expresó su “viva emoción” por la muerte de un “inmenso escritor” al que consideró “patrimonio de la humanidad entera”. Las novelas del narrador colombiano, “tan brillantes como melancólicas, contienen una dimensión universal, una poesía incomparable y una gran lección de humanismo”, celebró Filippetti en un comunicado en el que destacó que el autor de Relato de un náufrago “es considerado como el escritor en español más importante desde Cervantes”, y que su obra “fue leída y traducida en el mundo entero”.

Aún no se sabe el destino final de los restos de Gabo. Primero decretó cinco días de duelo por la pérdida del “ilustre hijo” de Aracataca, pueblo ubicado en el departamento de Magdalena, en el norte del país, donde el escritor colombiano nació un 6 de marzo de 1927. Tufith Hatum, alcalde de Aracataca, manifestó su deseo de que las cenizas del autor de El coronel no tiene quien le escriba reposen en la Casa Museo –donde nació y vivió hasta los ocho años–, que abrió sus puertas en marzo de 2010. “Le hacemos esta petición con todo respeto a los familiares de Gabriel García Márquez y al gobierno nacional para ver si esas cenizas pueden reposar acá, en la Casa Museo”, precisó el alcalde cataquero (gentilicio de los nacidos en Aracataca). Además anunció que el próximo lunes los cataqueros realizarán un sepelio simbólico a la misma hora del que se llevará a cabo en México. En un mural de ese pueblo del Caribe colombiano hay una frase del escritor: “Me siento latinoamericano de cualquier país, pero sin renunciar nunca a la nostalgia de mi tierra: Aracataca, a la cual regresé un día y descubrí que entre la realidad y la nostalgia estaba la materia prima de mi obra”.

Gabo visitó por última vez Aracataca el 30 de mayo de 2007, luego de 24 años de ausencia. El escritor llegó en un tren que partió de la ciudad de Santa Marta para inaugurar lo que las autoridades locales denominaron la “Ruta de Macondo”. Cuando la singular locomotora –que fue pintada con llamativas mariposas amarillas, uno de los elementos literarios que García Márquez usó en su obra cumbre– llegó a la tradicional estación de Aracataca, una multitud recibió al autor de Crónica de una muerte anunciada y sus acompañantes con gritos de alegría y con una pancarta en la que se leía: “Bienvenido al mundo mágico de Macondo”. Sin embargo, a pesar del pedido del alcalde, los cataqueros se mostraron un tanto indiferentes ante la muerte del célebre escritor. En diálogo telefónico con la agencia AP, Plinio Apuleyo Mendoza, amigo de Gabo, recordó que el escritor visitó muy poco el pueblo. “Realmente no estuvo vinculado después a Aracataca, entonces la gente se siente un poco distante de él”, aseguró Mendoza.

La escritora mexicana Angeles Mastretta auguró que dentro de mil años “habrá quienes estén leyendo” a García Márquez. “Yo ahora estoy penando al Gabo, a su sonrisa en vilo, a sus brazos, a sus dedos largos. Me cuesta trabajo penar al escritor, entre otras cosas porque se da el gran lugar común de todos estos días: el escritor se queda en sus libros”, advirtió la ganadora del Premio Rómulo Gallegos en 1997, premio que el escritor colombiano obtuvo en 1972. A pesar del cliché, Mastretta reconoció que “se queda en sus libros y se va a quedar no ahora, no para nosotros, porque dentro de 500 años y dentro de mil, si existimos, habrá quienes estén leyendo al Gabo”. “No sé quién gobernaba el mundo cuando Cervantes escribió el Quijote, y nadie se va a acordar de quién gobernaba América cuando el Gabo escribió estas cosas clarísimas y convirtió este continente nuestro en la cosa esencial que es en sus libros, pero la gente sí va a saber quién era el escritor y qué cosas dijo.” Sobre lo que significó para su propio trabajo la obra de García Márquez, la autora de Mal de amores explicó que “hay que escribir leyendo al Gabo para no copiarle”. La escritora mexicana añadió: “Como él se hizo de una voz en la que nos cuenta tan bien, hay tantas cosas que nos pasan que él dijo tan bien dichas, que hay que leerlo para no repetirlo. O para repetirlo de distinto modo”. Además de su legado literario, Mastretta subrayó que uno de los recuerdos más entrañables que ella tiene es que nunca lo escuchó hablar mal de nadie. “Sí lo oí una vez regañarnos porque estábamos criticando, como uno suele hacer, no sé ni a quién. Y de repente dijo: ‘Basta, tanta gente tan bonita a la que le va tan bien hablando mal de otros. No lo puedo soportar’. ¡Qué ejemplo!”, sentenció.



García Márquez, maestro de periodistas

Publica Clarín

Por Héctor Gambini

-“Llámenme Gabo”. Gabriel García Márquez está sentado a mi izquierda, en la cabecera de una gran mesa en “U” con 12 periodistas llegados de toda Latinoamérica para hacer un curso de narración. Es abril, justo abril, de 1998 y estamos en uno de los magníficos salones del Museo de las Intervenciones, en Ciudad de México. Serán tres días consecutivos, en clases de cuatro horas cada día. Doce horas con el Nobel de Literatura, a solas, encerrados en el salón donde el maestro -eso era entonces y ésa era su aula-,  había dado la orden de no interrumpirnos. Bromeamos con el número y la superstición. El maestro y sus doce discípulos. Trece. “Acaso tengamos esta noche nuestra última cena”, dijo alguien. Gabo abrió un cuaderno, se acomodó los lentes y comenzó, como si no hubiese escuchado. No preguntamos nada cuando al día siguiente, segunda clase, un asistente se sumó al grupo únicamente como espectador. Ahora ya éramos catorce. El realismo mágico se metía en nuestra clase.

El Nobel, el prócer de las letras, la estatua viviente, era ahora un profesor de Periodismo que gozaba más de los relatos ajenos que de los propios. Más que hablar, quería escucharnos. El manejo de las fuentes en nuestros países, la resolución de las notas, la elección de los títulos, de la “cabeza” de la noticia. Impacto sin golpes bajos. Interés, resolución, certeza, placer. ¿Placer? “No leerás nada que no te guste, que no te llegue, que no te impacte, ¿por qué deberías hacerlo? ”, nos decía. Y se apasionaba. Y nos azuzaba: “¿Quieres un lector? Pues gánatelo!”.

Ya nos consideraba sus alumnos y nos indicó que si alguna vez volviéramos a vernos sólo le dijéramos Gabo. Sería la señal, la contraseña de las clases compartidas. Y entonces iba al punto “Tienes que tomar al lector por las solapas, ¿entiendes? Zamarrearlo en el primer párrafo e ir soltándolo de a poco. Una vez que captaste su interés, se quedará”.

Para eso hay que elegir las palabras justas. Deben sonar como música, pero también contar, dar información, entretener. Otra de sus máximas, que jamás olvidé: “Nunca es lo mismo decir cien elefantes cruzaron la selva que decir: Noventa y nueve elefantes adultos y un elefantito recién nacido cruzaron la selva…”. La devoción por el detalle. Porque siempre ayuda a entender lo sucedido. Siempre.

Pasan las horas y el Nobel es Gabo de verdad. Un tipo que baja del pedestal para ponerse al alcance de la mano. Que ríe con nosotros y nos dice, al paso, “corríjanme si me equivoco” cuando se lanza tras otra encrucijada acerca del origen de las noticias, del enfoque, de la mirada que define.

Las máximas afloran como agua termal: “¿Tú trabajas en Policiales? Mira… siempre hay alguien que sabe lo que pasó, sólo hay que encontrarlo…” Ríe con el acento argentino, y destaca lo de nuestra yuvia, siempre haciendo ye de la elle, cuando para el resto de Latinoamérica es Iuvia. Le llama la atención, también, el uso de la “ch” en el Río de la Plata. “A los argentinos les encanta… Tal vez por el gaucho. Dicen muchacho morocho, lo que para nosotros es un joven moreno, ¿no?” Y vuelve a reír.

No hay ni asomo del malhumor de escritor consagrado que, nos dijeron, solía tener por aquellos días. No con nosotros, sus alumnos. Pasan entonces sus horas de periodista, las que jamás olvidó. Cuenta otra vez su obsesión con los Buendía, el clan interminable de su obra cumbre, y nos dice que debió reducir a la familia en un par de generaciones porque debía entregar el libro según lo pactado y necesitaba el dinero. Su mujer Mercedes economizaba el querosén de las lámparas para que él pudiera seguir escribiendo y terminar. Mandó entonces “Cien años de soledad” a Buenos Aires, la ciudad donde se editó, y cambió la vida y el mundo.

Ya en confianza, me atreví a preguntarle: “¿Se sorprendió con ese éxito? ¿Dijo algo así como “no puedo creer que me esté pasando esto a mí?”. Parecía un golpe de fortuna.

“Creo que no ¿sabes? Yo sabía muy bien lo que había escrito”, me contestó sonriente. Por aquellos días, se enorgullecía de ser “el escritor más robado en las librerías de Nueva York” y se divertía porque había dicho, en una charla entre amigos, que había que abolir definitivamente la ortografía para que la gente se sintiera “libre de su tiranía”. Pero el mundo lo tomó en serio y hubo hasta debates en la Real Academia de Madrid.

Jamás volvió a Buenos Aires. Había oído que, supersticioso como era, no lo hacía porque le habían dicho que podría morir acá. También se reía de eso. “Patrañas”, dijo, y mencionó que no estaría cómodo llegando con un gobierno ultraliberal como el que entonces encabezaba Menem. Tampoco vino después. Nunca más.

El último día, el maestro nos invitó a almorzar. Dos colegas y yo fuimos en su Nissan blanco, conducido por él mismo, hasta un restorán en las afueras del Distrito Federal. Recuerdo una casona con un hermoso jardín y mesas dispuestas sobre el césped, bajo el sol. Entre nosotros caminaban pavorreales. “Ahora sí, veamos qué tienen para mí”, nos dijo. Y todos sacamos los libros que le habíamos llevado para firmar. Le dije que, si no llevaba su firma en uno, mi mujer no me dejaría volver a casa y entonces puso, junto a una flor que él mismo dibujó a mano alzada: “Para Melania, para que Héctor pueda volver a casa”. Es un ejemplar de Relato de un náufrago. Tras el brindis con tequila y pulque, tomó mi antebrazo y el de una periodista venezolana que estaba del otro lado. Sin mirarnos, apenas murmuró: “No me gustan las despedidas. Disfruté mucho de que nos hubiésemos conocido”. Hizo un leve movimiento de cabeza hacia la puerta de entrada y dos asistentes vinieron hacia él y lo acompañaron hasta la salida. Nos quedamos en silencio y alguien dijo: “El sueño terminó”. No fue así durante todos estos años en que tratamos de aplicar el secreto de la escritura perfecta en cada nota. No importa que no lo consigamos jamás.

El sueño del maestro de periodistas hablando de periodismo con periodistas es un faro eterno que alumbra entre las olas cada vez que uno quiere mirarlo. No se apagará nunca. Ni siquiera hoy, con lo que duele la noticia.

 

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