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La naranja se pasea

Por Martin Amis

El asunto diario de escribir una novela con frecuencia parece consistir sólo en decisiones –decisiones, decisiones, decisiones–. ¿Debe ubicarse este párrafo acá? ¿O debe ir ahí? ¿Puede este tramo de descripción ser diversificado con un diálogo? ¿En qué momento se debe revelar esta información? ¿Debo usar un adjetivo diferente y un adverbio diferente en esta oración? ¿O debo descartar el adverbio y el adjetivo? ¿Coma o punto y coma? ¿Coma o guión? Y así.

Estas decisiones son menores, claramente, y son procesadas de forma más o menos racional por la conciencia. En cambio, todas las decisiones mayores ya fueron tomadas antes de que uno se siente al escritorio; y no hizo falta un momento de pensamiento. Las decisiones mayores son inherentes al escalofrío original –al latido o susurro inicial, un susurro que dice “ésta es una novela que vas a poder escribir”–. Misteriosamente, es el inconsciente el que hace el trabajo pesado. Nadie sabe cómo ocurre. Por este motivo Norman Mailer llamó a su (excelente) libro sobre la ficción Un arte espectral.

Cuando, en 1960, Anthony Burgess se sentó a escribir La naranja mecánica podemos estar seguros de que poseía un puñado de certezas sobre lo que tenía por delante. Sabía que la novela iba a transcurrir en el futuro próximo (y que iba a tomar el camino standard de la ruta de la ciencia ficción, desarrollando, y exagerando ferozmente, tendencias actuales). Sabía que su vicioso antihéroe, Alex, iba a ser el narrador, y que narraría en un argot o idiolecto que el mundo no había escuchado nunca antes (eventualmente eligió una infalible y deliciosa mezcla de ruso, romaní y slang). Sabía que tendría que ver con el Bien y el Mal y el Libre Albedrío. Y sabía, crucialmente, que Alex albergaría una pasión poco plausible: un amor extático por la música clásica.

Vemos la caprichosa brillantez de esta última decisión cuando nos reencontramos, después de más de medio siglo, con el malicioso, despreciativo, burlón y llorón joven sociópata de Burgess –un personaje inmejorablemente capturado por Malcolm McDowell en el desparejo pero celebrado film de Stanley Kubrick–. “No fui yo, hermano, señor”, se queja Alex ante el asistente social que lo llevó a la cárcel local: “Defiéndame señor, no soy tan malo”. Pero Alex es tan malo; y lo sabe. Los primeros capítulos de La naranja mecánica todavía ofrecen el impacto de lo nuevo: forman una línea roja de alegre maldad.

Durante su primera noche en la ciudad, Alex y sus drugos (o cómplices) acechan a un maestro de escuela, desgarran los libros que lleva consigo, lo desnudan y pisotean su dentadura postiza; roban y apalean a un comerciante y su esposa (“un buen golpe con una barra de abrir cajones”); patean a un mendigo borracho (“lo cracamos bien, sonriendo entretanto”); y tienen un encuentro con una banda rival donde usan el cuchillo, la cadena, la navaja de afeitar: “Esto sería la cosa verdadera y real, usaríamos el nocho, el usy y la britba, no sólo los puños y las botas... Y ahora bailoteaba con mi britba, como el barbero de un barco que navega en un mar muy picado”. Después, roban un auto (“zigzagueando detrás de gatos y todo eso”), someramente atacan a una pareja, irrumpen en una casa de “otro inteligente estilo hombre de libros como el que habíamos tolchocado unas horas antes”, destrozan las páginas dactilografiadas de su trabajo y violan a su esposa: “Luego todo se serenó, y nosotros estábamos llenos de algo parecido al odio, de modo que cracamos lo que todavía quedaba sano –la máquina de escribir, la lámpara, las sillas– y el Lerdo, como era ya típico en él, apagó el fuego orinando y se disponía a cagar sobre la alfombra, pues por allí abundaba el papel, pero yo dije no –fuera fuera fuera– aullé. El veco escritor y su china no estaban realmente en sus cabales, lastimados, ensangrentados, y haciendo ruidos. Pero vivirían”.

Y todo esto ha sido logrado para cuando llegamos a la página 30.

Antes de que termine la primera parte, 51 páginas después, con Alex en una “cantora” que huele a “un vono fuerte, mezcla de enfermería y lavatorios, cerveza rancia y desinfectante”, nuestro “Humilde Narrador” droga y lacera a dos chicos de diez años, corta a Lerdo con su britba y roba y asesina a una anciana solterona: “la bábuchca dijo: –Escuerzo, no toques a mis gatitos –y me arañó la cara. De modo que yo criché: –Sunca vieja y hedionda –y alcé la malenca estatua de plata y le di un buen tolchoco en la golová, y así la callé realmente joroschó”.

En el breve hiato entre estas dos tormentas de “ultraviolencia” (el día uno y el día dos de la novela), Alex vuelve a su casa –al Bloque Municipal 18 A–. Y aquí lo peor que hace es mantener despiertos a sus padres jugando con el estéreo en su habitación. Primero escucha un nuevo concierto de violín antes de proseguir con Mozart y Bach. Burgess evoca las sensaciones de Alex en un pasaje lleno de bravura que le debe menos al nadsat o el dialecto adolescente y más a las ondulaciones del Ulises de Joyce: “Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi golová las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al lado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas. Y entonces, como un ave de hilos entretejidos del más raro metal celeste, o un vino de plata que flotaba en una nave del espacio, perdida toda gravedad, llegó el solo de violín imponiéndose a las otras cuerdas y alzó como una jaula de seda alrededor de mi cama”.

Aquí sentimos el poder de ese latido o susurro inaugural –la insistencia autoral de que la Bestia va a ser susceptible a la Belleza–. De un golpe, y sin sentimentalismos, Alex es decisivamente realineado. Ahora ha sido equipado con un alma e incluso una sospecha de inocencia, una sospecha confirmada por la hábil revelación de las últimas líneas de la primera parte: “Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años”.

A fines de los ’50, cuando La naranja mecánica era solamente un brillo en los ojos del autor, los diarios monótonamente se quejaban de la ola de delincuencia masiva, mientras los Teddy Boys de la posguerra se diversificaban y multiplicaban en Mods y Rockers (que más tarde evolucionarían en Hippies y Skinheads). Mientras tanto, las revistas literarias estaban muchos más preocupadas con los efectos posteriores de la Segunda Guerra Mundial –en particular la supuestamente asombrosa coexistencia, en el Tercer Reich, de la barbarie industrializada y la Alta Cultura. Este es un debate al que la novela, valientemente, se une–.

Desnudo sobre su cama, deslumbrado por Mozart y Bach, Alex recuerda con orgullo sus logros de esa noche, con el escritor y su esposa: “Y mientras slusaba la parda suntuosidad del starrio maestro alemán se me ocurrió que me hubiese gustado tolchocarlos más fuerte, a la ptitsa y al veco, y abrirlos en tiras allí mismo en el piso de la casita”.

Así Burgess pone de manifiesto la siniestra pero no imposible sugerencia de que Beethoven y Birkenau no coexistieron, meramente. Se combinaron y conspiraron, inspirando sueños demenciales de supremacía y omnipotencia.

En la parte 2 la violencia no viene de abajo, sino de arriba: es la limpia y focalizada violencia del Estado. Habiendo pasado dos años de su sentencia, el enteramente incorregible Alex es seleccionado para el Tratamiento de Recuperación (usando la “técnica Ludovico”). Esto termina siendo un curso rápido de terapia de aversión. Cada mañana se le inyecta una droga que provoca náuseas y en silla de ruedas se lo lleva a una sala de cine, donde su cabeza es inmovilizada sobre el asiento y sus ojos obligados a permanecer abiertos con agujas; y después se apagan las luces.

Al principio Alex es obligado a ver escenas familiares de violencia recreacional (tolchocar málchicas, ptitsas crichando y cosas así). Después se avanza a mutilaciones, torturas japonesas (“incluso se videaba cómo le cortaban la golová a un soldado de un sablazo”) y finalmente un noticiero con águilas y swásticas, escuadrones de fusilamiento, cadáveres desnudos. La banda de sonido del último clip es la 5ª Sinfonía de Beethoven. “Basta, sodos grasños y asquerosos –grazna Alex cuando la cinta termina–. Usar de ese modo a Ludwig van. El no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música –y entonces me sentí realmente enfermo y tuvieron que traerme un recipiente que tenía forma de riñón... –No puede evitarlo –replicó el Dr. Branom–. El hombre destruye lo que ama, como dijo el poeta-prisionero. Quizá hemos encontrado el factor personal de castigo. Esto seguramente complacerá al director.”

De ahora en adelante Alex sentirá intensas náuseas, no sólo cuando contemple la violencia sino también cuando escuche a Ludwig van y a otros maestros celestiales. Su alma, tal como era, ha sido extirpada.

Ahora nos embarcamos en las curiosas disculpas de la parte 3. “Nada raro durará mucho”, dijo Samuel Johnson –y quería decir que el apetito de los lectores por lo extraño se sacia rápidamente–. Burgess (a diferencia de, digamos, Kafka) es sensible a esta ley casi infalible; pero se puede argumentar que La naranja mecánica debería haber sido incluso más corta que sus 196 páginas. De hecho la novela fue publicada con dos finales diferentes. La edición norteamericana omite el capítulo final (ésta es la versión que usó Kubrick) y cierra con Alex recuperándose de un catártico intento de suicidio. Está escuchando la Novena de Beethoven: “Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado”.

Este es el final “oscuro”. En la versión oficial, sin embargo, a Alex se le brinda la redención completa. Simplemente –y sentimentalmente– “supera” los atavismos de la juventud y empieza a tener deseos de casarse y sentar cabeza; sus gustos musicales viran hacia “lo que llaman lieder, sólo una golosa y un piano, muy callado y bastante nostálgico”; y carga con él una foto, recortada de un diario, de un bebé regordete “un bebé gorgoteando goo goo goo”. Así que se nos pide que aceptemos que Alex se ha vuelto blando y pensativo –a los 18 años–.

Se siente como una sorprendente pérdida de coraje de parte de Burgess o un recrudecimiento (recordemos que era católico agustiniano) de una culpa religiosa y autoflagelante. Horrorizada por su propia energía transgresora, la novela se somete a su propio Tratamiento de Recuperación, administrado severamente por el autor. Burgess sabía que algo estaba mal: “Un trabajo demasiado didáctico para ser artístico”, admitió a medias, “arte puro arrastrado a la arena de la moralidad”. Y no debería haberse preocupado: Alex puede ser un adolescente pero los lectores son adultos y están perfectamente en paz con lo imposible de regenerar. Además, La naranja mecánica es, en esencia, comedia negra. Cuando se la confronta con el mal, la comedia no siente la necesidad de castigar o corregir. Responde con una risotada corrosiva.

En su libro sobre Joyce, Joysprick (1973), Burgess hizo una provocativa distinción entre lo que llama un novelista clase A y uno clase B: el novelista clase A está interesado en la trama, los personajes y la profundidad psicológica, mientras que el novelista clase B está interesado, sobre todo, en jugar con las palabras. La más famosa novela clase B es Finnegans Wake, que Nabokov describió como “una novela que es como un budín frío, como un ronquido en la habitación de al lado”; y lo mismo puede decirse de Ada o el ardor, por lejos la más B de las diecinueve ficciones de Nabokov. De todos modos, como género, la novela B está completamente muerta; y La naranja mecánica puede ser su única sobreviviente de largo aliento. Es un libro que todavía puede leerse con sostenido placer, continuo entretenimiento y, a veces, incrédula admiración. Anthony Burgess no es, entonces, un novelista B menor, como se describió a sí mismo; es el único novelista B. Creo que esa definición lo conformaría.



Mermelada mecánica

Por Anthony Burgess

Fui a ver La naranja mecánica de Stanley Kubrick en Nueva York, peleando para entrar, como todos los demás. La pelea valió la pena, pensé –una película muy Kubrick, técnicamente brillante, pensante, relevante, poética, que despierta conciencia–. Fue posible para mí ver el trabajo como una remake radical de mi novela, no como una mera interpretación y esto –esta sensación de que no era una impertinencia promocionarla como La naranja mecánica de Stanley Kubrick– es el mejor tributo que le puedo pagar a su maestría. El hecho permanece, sin embargo, de que la película salió de un libro, y que la controversia que empezó a relacionarse con la película es controversia en la que yo, inevitablemente, me siento envuelto. En términos de filosofía e incluso teología, la Naranja de Kubrick es un fruto de mi árbol.

Escribí La naranja mecánica en 1961, que es un año muy remoto, y experimento cierta dificultad en empatizar con aquel escritor ya desaparecido, quien, preocupado por su sustento, llegaba a escribir cinco novelas en 14 meses. El título es lo más fácil de explicar. En 1945, cuando había vuelto del ejército, escuché a un cockney de 80 años en un pub de Londres decir de alguien: “Es más raro (queer) que una naranja mecánica”. El “raro” no significaba homosexual: quería decir “loco”. La frase me intrigó porque fusionaba particularmente lo surrealista y lo popular. Durante casi veinte años quise usarla como título de algo. Durante esos veinte años la escuché varias veces más –en estaciones de subte, en pubs, en la televisión– pero siempre de cockneys ancianos, nunca dicha por jóvenes. Era un tropo tradicional y debía titular un trabajo que combinara una preocupación por la tradición y una técnica bizarra. La oportunidad de usarla vino de cuando concebí la noción de escribir una novela sobre lavado de cerebros. El Stephen Dedalus de Joyce en Ulises se refiere al mundo como una “naranja achatada” (oblate); el hombre es un microcosmos o mundo pequeño; es un brote tan orgánico como una fruta, capaz de color, fragancia y dulzura; interferir con él, condicionarlo, es convertirlo en una creación mecánica.

Había en aquel entonces una presencia importante en la prensa británica de artículos sobre los problemas de la creciente criminalidad. La juventud de fines de los ’50 era inquieta y revoltosa, insatisfecha con el mundo de la posguerra, violenta y destructiva, y de ellos era de quienes hablaba la gente cuando se refería a la creciente criminalidad. Mirando atrás desde un pico de violencia podemos ver que los teddy boys y mods y rockers británicos eran meros principiantes en el arte de la agresión antisocial; sin embargo, eran portentosos y el hombre de la calle tenía razón cuando sentía miedo. ¿Cómo lidiar con ellos? La prisión y el reformatorio los volvían peores: ¿Por qué no ahorrar el dinero de los contribuyentes y someterlos a un curso fácil de condicionamiento, una especie de terapia de aversión que debería hacerles asociar el acto de violencia con malestar, náusea y hasta amenazas a su mortalidad? Muchas cabezas asintieron a esta propuesta (en el momento no una propuesta del gobierno, pero una propuesta que habían dado a conocer de forma privada influyentes teóricos). Aún hoy hay cabezas que asienten ante la propuesta. En The Frost Show me dijeron que hubiera sido bueno forzar a Hitler a una terapia de aversión, así el mero pensamiento de un nuevo putsch o pogrom lo habría hecho vomitar sus tortas de crema.

Hitler era, desafortunadamente, un ser humano, y si hubiéramos podido tolerar el condicionamiento de un ser humano, lo habríamos aceptado para todos. Hitler era una gran molestia, pero la Historia ha conocido a otros lo suficientemente molestos como para que los dedos del Estado sintieran picazón –Cristo, Lutero, Bruno, incluso D. H. Lawrence–. Uno tiene que ser genuinamente filosófico sobre esto, aunque haya sufrido mucho. No sé cuánto libre albedrío posee el hombre (Hans Sachs de Wagner dijo “Wir sind ein wenig fre”, “Somos un poco libres”), pero sé que lo poco que parece tener es demasiado precioso como para ser usurpado, por buenas que sean las intenciones del usurpador.

La naranja mecánica tuvo intenciones de ser una especia de tratado, incluso un sermón, sobre la importancia del poder de elegir. Mi héroe o antihéroe, Alex, es muy vicioso, quizá incluso imposiblemente vicioso, pero su vileza no es producto de condiciones genéticas o sociales: es algo propio en lo que se embarca con total conciencia. Alex es malvado, no está simplemente equivocado, y en una sociedad bien administrada la maldad que él representa debe ser chequeada y castigada. Pero su maldad es una maldad humana y reconocemos en sus actos de agresión potencialidades de los nuestros –realizados por el ciudadano no criminal en la guerra, la injusticia, la crueldad doméstica, los sueños en el sofá–. Alex es un ejemplar humano de tres maneras: es agresivo, ama la belleza y usa el lenguaje. Irónicamente, su nombre puede significar “sin palabras” aunque tiene muchas palabras propias –su dialecto grupal inventado–. No tiene, sin embargo, palabras que decir en el manejo de su comunidad o del Estado: la indignación se entromete en el camino de la caridad humana. El punto es que, si vamos a amar a la humanidad, tenemos que amar a Alex como un miembro –bastante representativo– de ella. El lugar donde Alex y su espejo F. Alexander son más culpables de odio y violencia se llama Hogar y es allí, nos dicen, donde la caridad debe comenzar. Pero con ese mecanismo, el Estado, que primero está preocupado por su autoperpetuación y, segundo, está más contento cuando los seres humanos son predecibles y controlables, no tenemos ninguna obligación, ciertamente no la obligación de la caridad.

Tengo una observación final que hacer y ésta no les va a interesar a aquellos que les guste pensar en la naranja de Kubrick más que en la de Burgess. El lenguaje tanto de la película como del libro (llamado nadsat, el sufijo “adolescente” ruso, como en pyatnadsat, que significa “quince”) no es mera decoración ni es una indicación siniestra del poder subliminal que el superestado comunista pueda tener sobre los jóvenes. Quiso convertir a La naranja mecánica en, entre otras cosas, un manual de lavado de cerebros. Uno lee el libro o ve la película y al final debería encontrarse en posesión de un vocabulario ruso mínimo –sin esfuerzo, con sorpresa–. Así funciona el lavado de cerebros. Elegí palabras rusas porque se mezclan mejor con el inglés que las francesas o alemanas (porque el alemán es una especie de inglés no demasiado exótico). Pero la lección de La naranja no tiene nada que ver con la ideología o las técnicas represivas de la Rusia soviética: está preocupada con lo que puede pasarnos a cualquiera de nosotros en Occidente si no mantenemos nuestra guardia alta. Si La naranja, como 1984, toma el lugar de una de las advertencias literarias –o cinematográficas– en contra de la debilidad, el pensamiento poco riguroso y la exagerada confianza en el Estado, entonces tendrá algún valor. Por mi parte, el libro no me gusta tanto como otros que escribí: lo he mantenido, hasta hace poco, en una jarra cerrada –mermelada, preservada en un estante antes que una naranja en un plato–. Lo que me gustaría es ver una película de otra de mis novelas, todas las cuales son singularmente no agresivas, pero temo que eso es pedir demasiado. Parece que debo ir por la vida como la fuente y el origen de una gran película y como el hombre que debe insistir, contra todos los que piensan lo contrario, que es la criatura viva menos violenta. Como Stanley Kubrick.

 

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