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Ribeyro y la tentación del fracaso

Por Esther Andradi

“Al publicar este primer volumen –de los diez o doce que comprenderá bajo el título general de La tentación del fracaso–, creo inaugurar una forma de expresión literaria nunca utilizada en nuestro medio, al menos bajo la forma específica del Diario del Escritor”, escribe Ribeyro en Mayo de 1992, en el prólogo.

Atento lector de diarios íntimos, de correspondencias y de memorias, Julio Ramón Ribeyro constató, siendo muy joven, que la literatura latinoamericana carecía prácticamente de ese género literario, cultivado tan profusamente por los europeos. Eran otras épocas y no existía ni sombra de internet ni blogs ni el yoísmo literario que suele abrumar estos tiempos de exposición permanente. Cierto que ya en 1942 la editorial Espasa Calpe había publicado en Buenos Aires Lo íntimo, el asombroso registro de vida y literatura de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, fallecida en 1892. Aunque una vez publicado desapareció de circulación hasta el día de hoy, en que la editorial Buenavista está a punto de reeditarlo. Ni tampoco podía conocer Ribeyro el diario de su compatriota, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), cuyo Mi vida con Enrique Gómez Carrillo iba a publicarse en Guatemala en 2008. Una excepción constituye el dramático testimonio de otro peruano, el escritor José María Arguedas, (1911-1969), que intercala su diario desgarrado y violento en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y registra la inevitabilidad del suicidio del autor a medida que se van volteando las páginas.

Tentaciones y fracasos

El tiempo se traga lo anecdótico, disuelve lo ditirámbico, plancha el barroco y al final sobrevive lo esencial. La obra de este peruano, contemporáneo de Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, se va agrandando a medida que pasan los años. Julio Ramón Ribeyro estudió Letras y Derecho en Lima, y en 1950 se fue a Madrid con una beca. Fue entonces que comenzó a escribir sistemáticamente su diario. Vivió más de tres décadas en París, donde realizó los más variados trabajos, hasta que se empleó en la agencia de noticias France Presse, y por último fue consejero cultural y embajador frente a la Unesco.

Se definía como un “escritor de clase media”. Nadie como él pintó, en los relatos de La palabra del mudo, los deslizamientos de ese sector social, sus aspiraciones frente a la aristocracia blanca y poderosa, su ambigüedad con el mestizaje, su desprecio por lo indígena. No coincidía este Perú que él escribía con el que esperaban encontrarse los europeos de los años sesenta y setenta. En su literatura no había suficientes indios, ni color local, ni se sucedían maravillas. Si fue tímido, como dicen quienes lo conocieron y frecuentaron, hasta creerse “de tercera división” frente a los que él definía como los “grandes” de la narrativa latinoamericana, Ribeyro es sin embargo el gran innovador de la literatura del continente. Dudoso de su capacidad literaria, autodestructivo, contradictorio, este escritor se aventuró por los caminos de lo inclasificable. En momentos en que la novela se imponía como única señora y reina de las letras, él escribió ficción mínima, fragmentos, cuentos... y se jugó en la escritura del Diario personal.

La tentación del fracaso es el registro metódico, doloroso, festivo y profundamente vinculado al oficio de su autor, del combate diario por la vida y la escritura. De sus dolores y amores, de sus fracasos, de sus dudas. Ni una sola línea de autoconmiseración, ni una pizca de piedad para el sufriente de úlcera y demás disturbios que analiza descarnadamente después de cada operación, de cada hemorragia. Pocas veces se detiene frente a ese cáncer crónico que lo invade, aunque controladamente. No se priva de nada este flaco tenaz y autocrítico.

“¿Por qué la tentación del fracaso, Julio?”, le preguntan una y otra vez los periodistas. Y el paciente Ribeyro responde que la escritura del diario a veces intenta sustituir la obra, y que esa es la tentación. “El diario íntimo es una ocupación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”, escribe en el prólogo al primer tomo, en mayo de 1992. “Puede también servirnos para, en caso de los escritores, no escribir lo que debiéramos escribir y escribir solamente acerca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos.”

Pero también el diario puede convertirse en el lugar donde se origina la obra. Una observación de lo cotidiano puede ser el germen de una prosa apátrida, o de un relato, o de un ensayo, de una reseña. El diario es el registro de lecturas de Ribeyro, sus preocupaciones, sus anhelos con el Perú, el hilo de Ariadna con los vaivenes del oficio de escribir.

El dinero

Tres temas se mantienen en La tentación del fracaso: La escritura, el amor, la enfermedad. Y por encima de los tres, la nube negra del dinero que nunca le alcanza. El escritor vive en la pobreza más absoluta y, cuando lo recibe, sea de su beca, de su familia o de sus eventuales trabajos, se lo gasta de golpe, en dos o tres días, y a veces hasta en una noche.

En agosto de 1954 ya había expirado su beca y su familia de Lima dejó de enviarle remesas de dinero, de modo que la situación no parecía tener salida. Fue entonces que el dueño del hotel donde se hospedaba, y al que ya no podía pagar, le ofreció un trabajo de conserje. Recibía un mínimo sueldo y tenía asegurada la habitación y en parte la comida. A cambio se encargaba del “monopolio de las funciones administrativas” y de limpiar diariamente las ocho habitaciones. Y una vez por semana baldear la escalera. “De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero.”

En una ocasión, la basura no fue recogida ya que el reloj no sonó, y sacó los cubos a la calle demasiado tarde. ¿Qué hacer? “Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura cuando estoy escribiendo precisamente ‘Los gallinazos sin plumasʼ. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica”, escribe, refiriéndose a su emblemático relato sobre la lucha por la sobrevivencia de dos niños que viven de los desechos, publicado en 1955.

En 1955, durante su estadía en Madrid, necesitaba diez dólares (!) para un pasaje de tren a París. El dueño de la pensión se los prestó. Como garantía, el escritor le dejó una maleta llena de libros que nunca pudo recuperar. Y conste que entonces los libros eran un preciado tesoro.

En 1956 consiguió un subsidio para estudiar alemán en Munich. En agosto de ese año consignó en su diario: “Noche catastrófica. Reeditando una de mis viejas y estúpidas salidas nocturnas he perdido anoche 150 marcos (el monto mensual de mi beca). Probablemente me los robaron en algún bar. Recuerdo haber terminado la noche en una comisaría, ebrio, discutiendo con una mujer de vida alegre. Única conclusión: no puedo seguir soltero.”

En noviembre de 1956, de regreso en París, registra: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos. Ahora en el Jardín de Luxemburgo pasé un día horrible bajo el más hermoso sol de otoño: mi única preocupación era escaparme antes que llegara la mujer que cobra por el derecho de ocupar una silla. No tenía ni un céntimo en el bolsillo.”

Vida y literatura

El primer tomo de La tentación del fracaso abarca la década de 1950 a 1960. Son los años de formación del escritor, sus dudas acerca de si vale la pena lo que escribe, qué es la vida, la felicidad, la juventud que se va. El deseo de escribir, de “escribir algo importante”, y sin embargo “yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno, luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada, vencido...” Páginas donde disecciona la obra que va publicando, y sobre todo, el proceso de creación de esa obra. ¡Y cuánto, pero cuánto sufrimiento detrás de esos cuentos perfectos!

“Quién dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad”, porque según Ribeyro, “la duración de una obra reside en gran parte en sus cualidades literarias. Por ‘literariasʼ entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construcción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la expresión queda”, resumía.

Aunque escribió tres novelas, su relación con el género es contradictoria. Lo aburría el naturalismo, deseaba inventar lo que no existe, fuera de todo lo conocido. “La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos”, escribe. “Françoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, concluye.

Ribeyro no conocía términos medios: “Uno de los caracteres esenciales de mi temperamento es la avidez, la vehemencia, la voracidad. Me fumo en la mañana los cigarrillos de todo el día [...] Previsión, economía, método, son palabras que no tienen sentido para mí. Jamás he podido distribuir mis bienes en proporción a mis necesidades. Mis apetitos no tienen otro límite que la fatiga y no se extinguen sino con el abuso. Cuando bebo es para emborracharme, cuando hago el amor hasta quedarme dormido, cuando leo hasta que mis ojos inflamados no distinguen las letras.”

La enfermedad

En 1973, luego de una hemorragia que lo puso al borde de la muerte, fue operado de una úlcera. La operación le significó casi un mes en el hospital, más tiempo de recuperación... Desahuciado por el personal médico porque no aumentaba de peso, robaba las cucharitas de metal del desayuno para ponérselas en los bolsillos antes de subirse a la báscula, y así demostrar que había subido algunos gramos. Se deprimió tanto, hasta que su madre le dijo: “Si tienes que morirte, pues acéptalo.” Entonces comenzó a comer de a poco, y para su cumpleaños, el 31 de agosto, se dio cuenta de que “ya nada iba a ser como antes pero que estaba salvado.”

Por esos días escribió: “Al nacer se nos dan unas cuantas fichas y es al vivir que debemos encontrar las restantes para recomponer el rompecabezas de la realidad. Ignoro si son pocos o muchos los que logran reconstruirlo, pero yo pertenezco a aquellos que se irán del mundo sin haber visto el dibujo escondido.” Como el personaje de su cuento “Silvio en el Rosedal”, publicado en 1977, el escritor buscaba descifrar los códigos escritos en las huellas de las cosas. Acaso Julio Ramón Ribeyro intuía que la respuesta se ocultaba en la trama tejida entre el diario y su literatura. A los lectores nos toca el privilegio de descubrirla.



Fragmentos del diario:

Lima, 3 de junio de 1950

¿Por qué estaré hoy tan decepcionado? Sin dinero, sin éxitos, sin amores, mis días van cayendo como las hojas secas de un árbol. Rodeado de oscuridad, de cenizas. Hoy me siento incapaz de todo. Una pereza moral irresistible. Sólo ansío viajar. Cambiar de panorama. Irme donde nadie me conozca. Aquí ya soy definitivamente como han querido que sea. Conforme me aleje irán cayendo mis vestiduras, mis etiquetas y quedaré limpio, desnudo, para empezar a ser distinto, como yo quisiera ser. Pero, ¿a dónde ir? Si llevo dentro de mi el germen de todo mi destino, ¿para qué hacer rodar por todos los paisajes, como un circo ambulante, el espectáculo de mi vida equivocada?

Lima, 28 de octubre de 1951

Quién va a imaginar que este hombre que fuma cigarros rubios y que viaja en taxi a la oficina tiene tan sólo un par de zapatos y que para colmo le ajustan. Quién va a pensar que debe tres cuotas de hipoteca, la matrícula de la universidad, el valor de un terno en la sastrería... Quién va a pensarlo, pero las deudas se acumulan y la situación parece no tener remedio. Vuelven los malos días de 1948. ¿En quién habremos de esperar ahora? Yo me siento impotente para librar mi hogar del hundimiento. Las 45 libras que gano por aquel trabajo mecánico y mensajeril me alcanzan apenas para mantener mis vicios y de ninguna manera para cultivar mis virtudes. Dentro de un año seré abogado, ¿para qué? Seguiré lo mismo, como ahora, en la Sección Legal de una Compañía, sufriendo la rigidez de la jerarquía, el desdén de los potentados y con cuatro o cinco clientes tan paupérrimos que tengo que pagarles los gastos judiciales. La mañana de este domingo está muy bella y yo no sé si estudiar mi curso de Derecho Tributario o si continuar escribiendo mi novela camusiana.

Madrid, 26 de marzo de 1954

¡Qué miseria de vida! He pasado una noche sin dormir, caminando por las calles de Madrid, porque no tenía alojamiento. Recién he conseguido un cuartito en la calle Santa Clara. Tengo una de esas fatigas profundas en las cuales hasta se pierde el sueño. Para colmo no recibo de Lima ni noticias ni dinero. Aquí en Madrid mi tío Ramón García Ribeyro parece haberse esfumado. Hace quince días que lo llamo por teléfono sin resultados. Mi formulario para la beca alemana duerme hace un mes en su cartapacio y aún no puedo enviarlo. La primavera naciente ha despertado la carne en las mujeres, las está dorando a fuego lento, sabe Dios para qué cópulas secretas. Y yo sigo solo —una vez más— lamentando la distancia, los amores perdidos.

 

París, 27 de agosto de 1954

Lucidez inútil. Hago esfuerzos tenaces para no comenzar una novela. Me agoto levantando y derribando objeciones. Todavía es temprano, me digo, no hay que apresurarse. Hace años, sin embargo, que me digo lo mismo. Francoise Sagan, una chica de dieciocho años, ha escrito una novela maestra. Tengo la certeza de que si tuviera ella 25 años, como yo, jamás la habría escrito. El tiempo me vuelve cauteloso y estéril. Ya pasó mi edad de la autobiografía. Me seducen los frescos, los vastos cuadros de costumbres. Mis taras culturales son sin embargo gigantescas. La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural acumulada durante siglos. Francoise Sagan no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás de mí, sólo tengo leyendas, tradiciones, sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela.

Madrid, 26 de Marzo de 1955

¡Qué miseria de vida! He pasado una noche sin dormir, caminando por las calles de Madrid, porque no tenía alojamiento. Recién he conseguido un cuartito en la calle Santa Clara. Tengo una de esas fatigas profundas en la cuales hasta se pierde el sueño. Para colmo no recibo de Lima ni noticias ni dinero. Solamente C. me escribe unas líneas frías y calculadoras que han sido como el golpe de gracia sobre mi abatimiento. Aquí en Madrid, mi tío Ramón García Ribeyro parece haberse esfumado. Hace quince días que lo llamo por teléfono sin resultados. Mi formulario para la beca alemana duerme hace un mes en su cartapacio y aún no puedo enviarlo. La primavera naciente ha despertado la carne en las mujeres, las está dorando a fuego lento, sabe Dios para qué cópulas secretas. Y yo sigo solo –una vez más- lamentando la distancia, los amores perdidos.

Me pregunto si vale la pena estar así, sufrido, golpeado, humillado. ¿Cuál será la compensación a todo este sacrificio? Supervivencia de la vieja concepción cristiana: me digo que merezco un premio, una forma de felicidad inatacable y duradera. En París creí haberla conseguido en los bellos días de abril a octubre. ¡Qué ilusión! Ahora en esta covacha miserable todo huele a aceite, a ropa tendida, a humedad, a condensación. Hay tres radios encendidos que me destrozan los nervios. Una pensionista bonita pasa insistentemente bajo mi ventana.

París, 14 de octubre de 1956

No tiene objeto mirar por la ventana cuando no se espera a nadie. Las cinco calles que se cruzan frente a mi hotel son como los cinco rostros de la indiferencia. Preferible es cerrar las cortinas y encender la luz. El domingo es largo. Sólo mi soledad me pertenece.



"La tentación del fracaso es una obra maestra. Ribeyro asegura que se inspiró çen la obra de Amiel, pero fue capaz de conferirle el toque de modernidad que convierte el libro en un texto fundamental de la literatura del “yo”, en la obra clave de la intimidad de un escritor que se desvela ante el lector y en el que podemos reconocernos".

Joaquín Marco. El Cultural. 2003.



Ficha:

La tentación del fracaso
Diarios 1950-78
Julio Ramón Ribeyro
Prólogos de Ramón Chao y Santiago Gamboa
Seix Barral, 2002
704 páginas

 

Colaboramos con:

                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela