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Por Ray Bradbury

 

    Yo estaba enamorado, por entonces, de los monstruos y los esqueletos y los circos y las ferias y los dinosaurios y, por último, del Planeta Rojo.

    Con esos primitivos ladrillos he construido una vida y una carrera. Todo lo bueno de mi existencia me ha venido de mi duradero amor por esas cosas sorprendentes.

    En otras palabras, a mí los circos no me incomodaban. Le ocurre a algunos. Los circos son estridentes, vulgares, y al sol huelen mal. Hacia los 14 o 15 años, mucha gente ya ha sido apartada de sus amores, de sus gustos antiguos e intuitivos, uno a uno, hasta que al llegar a la madurez no les queda nada de alegría, de garra, de entusiasmo, de sabor. Las críticas ajenas, y las propias, los han puesto incómodos. Cuando a las cinco de una oscura y fría mañana de verano llega el circo, y suena el organillo, en vez de levantarse y salir corriendo se remueven en sueños, y la vida pasa de largo.

    Yo sí que me levantaba y salía. A los nueve años aprendí que hacía bien y todo el mundo se equivocaba. Aquel año entró en escena Buck Rogers y fue un amor instantáneo. Coleccionaba las tiras diarias, y las tiras me enloquecían la locura. Los amigos me criticaban. Los amigos se burlaban. Rompí las tiras de Buck Rogers. Me pasé un mes vagando por mis clases de cuarto curso aturdido y vacío. Un día me eché a llorar preguntándome qué desastre había caído sobre mí. La respuesta era: Buck Rogers. El ya no estaba, y la vida simplemente no valía la pena. A continuación pensé: estos no son amigos; estos que me hicieron romper las tiras y así me rompieron la vida por el medio; son enemigos.

    Volví a coleccionar Buck Rogers. Desde entonces he sido feliz. Porque así empecé a escribir ciencia ficción. Desde aquella vez nunca le he prestado atención a nadie que criticara mi gusto por los viajes espaciales, las barracas de feria o los gorilas. Cuando esto ocurre, meto mis dinosaurios en el bolso y me voy de la habitación.

    Porque todo es abono, ¿comprenden? Si durante una vida no me hubiera llenado los ojos y la cabeza con todas esas cosas, a la hora de asociar palabras y convertirlas en ideas de relatos, solo hubiera alumbrado una tonelada de cifras y media tonelada de ceros.

    ¿Cuándo empezó la realidad? Lo de escribir, digo. Sucedió todo de golpe entre el verano, el otoño y comienzos de invierno de 1932. Por entonces, yo estaba repleto de Buck Rogers, las novelas de Edgar Rice Burroughs y la serie radiofónica nocturna El mago Chandu. Chandu hablaba de mensajes síquicos y el Lejano Oriente y extraños lugares que por las noches me llevaban a escribir de memoria el guion del programa.

    Pero el conglomerado de magia y de rodar por la escalera con brontosaurios solo para levantarme con La de Opar, cuajó de una sacudida por obra de un hombre, Señor Eléctrico.

    Llegó con una sórdida feria de mala muerte, Los Espectáculos de los Hermanos Dill, durante un fin de semana del Día del Trabajo de 1932. Yo tenía 12 años. En cada una de las tres noches, el Señor Eléctrico se sentó en su silla eléctrica a que le dispararan diez millones de voltios de pura energía azul y restallante. Moviéndose hacia el público, con los ojos en llamas, el pelo blanco en punta y arcos de chispas entre los dientes, sonreía y rozaba las cabezas de los niños esgrimiendo una espada Excalibur, armándolos caballeros con un toque de fuego. Cuando la primera vez se acercó a mí, me golpeteó los dos hombros y la punta de la nariz. El rayo saltó a mi cuerpo. El Señor Eléctrico gritó: “¡Vive para siempre!”.

    Decidí que era la mejor idea que había oído nunca. Al día siguiente fui a ver al Señor Eléctrico con la excusa de que el truco mágico de dos céntimos que le había comprado no funcionaba. El lo reparó y me llevó a pasear por las tiendas, gritando en cada una “Cuidad el lenguaje” antes de que entráramos a conocer a los enanos, los acróbatas, las mujeres gordas y los Hombres Ilustrados.

    Bajamos a sentarnos a orillas del lago Michigan, donde el Señor Eléctrico habló de su pequeña filosofía y yo de la mía, que era grande. Nunca entenderé por qué me soportó. Pero escuchó, o eso me pareció a mí, tal vez porque estaba lejos de casa, tal vez porque en algún lugar del mundo tenía un hijo, o no tenía ningún hijo y quería tenerlo. El caso es que era ex pastor presbiteriano, dijo, y vivía en El Cairo, Illinois, y allí podía escribirle cuando yo tuviera ganas.

    Finalmente me dio algunas noticias especiales.

    -Nosotros ya nos conocemos -dijo. En 1918, en Francia, tu fuiste mi mejor amigo y ese año moriste en mis brazos en la batalla del bosque Las Ardenas. Y hete aquí, renacido, con nuevo nombre y nuevo cuerpo. ¡Bienvenido!

    Volví de ese encuentro con el Señor Eléctrico tambaleándome, maravillosamente soliviantado por dos dones: el don de haber vivido antes (y de que me lo hubiera contado) y el de intentar como fuera vivir para siempre.

    Unas semanas después empecé a escribir mis primeros cuentos sobre el planeta Marte. Desde esa época hasta hoy no he parado nunca. Dios bendiga al Señor Eléctrico, el catalizador, donde quiera que esté.

    Si considero todos los aspectos de lo que vengo diciendo, era casi inevitable que yo empezara a escribir en el altillo. Entre los 12 años y los 22 o 23 escribí historias hasta mucho después de la medianoche, excéntricas historias de fantasmas y embrujos y cosas guardadas en frascos que había visto en ferias sudorosas, historias de amigos perdidos en el oleaje de un lago, y de consortes a las tres de la mañana, esas almas obligadas a volar en la oscuridad para que las maten a la luz del sol.

    La salida al jardín con mis parientes, el Cuatro de Julio, no solo me dio las historias de Green Town, Illinois; también me propulsó hacia Marte, siguiendo el consejo de Edgar Rice Burroughs y John Carter, cargado con mi equipaje infantil de tíos, tías, mamá, papá y hermano. Cuando llegué a Marte los encontré esperándome, o al menos encontré unos marcianos parecidos a ellos que pretendían meterme en una tumba. Las novelas de Green Town que desembocaron en una novela accidental titulada El vino del estío y las historias del Planeta Rojo que se transformaron en otra novela accidental llamada Crónicas marcianas, las escribí, alternativamente, en los mismos años en que corría al barril donde mis abuelos juntaban agua de lluvia a rescatar los recuerdos, los mitos, las asociaciones de palabras de otros años.

    Por el camino también recreé a mis parientes como vampiros que habitaban un pueblo parecido al de El vino del estío, oscuro primo hermano del pueblo de Marte donde expira la Tercera Expedición. Así pues, vivía mi vida de tres maneras: como un explorador del pueblo, como un viajero espacial, y como un vagabundo con los primos americanos del conde Drácula.

    Advierto que apenas he hablado hasta ahora de una variedad de criaturas que encontrarán ustedes rastreando estas páginas, alzándose aquí en pesadillas para hundirme allá en la soledad y la desesperación: los dinosaurios. Desde los 17 años hasta los 32 escribí una media docena de cuentos de dinosaurios...

    Pero, ¿cómo empecé? A partir del año del Señor Eléctrico, escribí mil palabras al día. Durante diez años escribí por lo menos un cuento a la semana, en cierto modo imaginando que un día, al fin, me quitaría del medio y dejaría que ocurriese.

    El día llegó en 1942 cuando escribí El lago. Diez años de falsos comienzos se convirtieron de pronto en la idea adecuada, el escenario adecuado, los personajes adecuados, el día y el momento adecuado. Escribí el cuento sentado al aire libre, con mi máquina, en el jardín. Al cabo de una hora había concluido. Se me habían erizado los pelos de la nuca y estaba llorando. Sabía que había escrito el primer buen cuento de mi vida.

    Con poco más de 20, durante unos años seguí el siguiente programa. La mañana del lunes escribía el primer borrador de un cuento nuevo. El martes hacía una segunda versión. El miércoles una tercera. El jueves una cuarta. El viernes una quinta. Y el sábado al mediodía lo despachaba por correo a Nueva York. ¿Y el domingo? Pensaba en todas las ideas locas que se disputaban mi atención.

    Si todo esto parece mecánico, no lo era. Me guiaban las ideas. Cuanto más hacía, más quería hacer. Uno se vuelve voraz. Le entran fiebres. Conoce júbilos. De noche no puede dormir porque la criatura bestial quiere asomar y hace que uno se revuelva en la cama. Es un magnífico modo de vivir...

    Todo empezó aquel día de otoño de 1932 en que el Señor Eléctrico me dio sus dones. No sé si creo en las vidas previas; no estoy seguro de poder vivir para siempre. Pero ese muchacho se creía las cosas y yo lo he dejado con esa idea. El me ha escrito los cuentos y los libros. El recorre el tablero Ouija y dice Sí o No a las verdades sumergidas o a las medias verdades. El es la piel a través de la cual, por osmosis, todos los materiales pasan a vertirse en papel. Yo he confiado en sus pasiones, sus miedos y sus alegrías. Como consecuencia, el rara vez me ha fallado. Cuando tengo en el alma un largo noviembre húmedo, y pienso demasiado poco, sé que es buena hora de volver a aquel muchacho de las zapatillas de tenis, las altas fiebres, las alegrías multitudinarias y las pesadillas terribles. No sé donde acaba él y empiezo yo. Pero estoy orgulloso de él.

 

Extracto del ensayo Borracho y a cargo de una bicicleta, incluido en Zen en el arte de escribir, 1980.

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