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27 Abr 2024
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Publica Función Lenguaje

Por Julio Ortega

Nicanor Parra (Chile 1914) llamó "antipoesía" al proyecto de una sistemática recuperación del habla empírica. Para ser una forma lúcida de la vida cotidiana, la poesía debía recobrar el habla que la enuncia. Lo vivo diario debía darse en la ocurrencia hablada, esto es, como la pura duración del decir. Así, frente a la afasia y en contra de la corriente discursiva, Parra puso en práctica una poética de la contra-dicción: la "antipoesía" asumía con fervor su primer día iconoclasta a la vez que actualizaba la tradición, tan clásica como popular, de la temporalidad de lo oral y la inmediatez del nombre.

Pronto, en las reglas de la duración, la palabra específica ocurría como un espectáculo escénico del propio discurso. El "antipoema" resultaba ser una compleja estrategia formal que no se explicaba por su linaje literario y que ejercía una serie de disyunciones frente a las voces al uso. En una práctica de reapropiaciones y deconstrucciones, Parra hizo del poema un campo verbal de exploración, deslinde y reafirmación. Exploraba la textura de distintos espacios de ocurrencia de habla (la publicidad, las comunicaciones, la calle, la fiesta, la conversación); deslindaba entre diversas formulaciones del habla poética (soliloquio, contrapunto, notación, canción); y reafirmaba la calidad temporal del coloquio, su instancia sensible, su articulación múltiple en el acto de la enunciación. Estos trabajos sobre la dicción dan a la "antipoesía" su textura compleja y dúctil, su temperatura coloquial, su fraseo paralelístico y oposicional, y su peculiar humor, sobrio y paradojal.

Esta calidad de la dicción, y la consiguiente trama de forma y habla, es solo comparable al trabajo de César Vallejo sobre el coloquio urbano de la marginalidad hispánica en la Europa de los años treinta. Si Vallejo para armar su dicción transformó normas de habla codificada que provenían de la liturgia, la antítesis quevediana, el arrebato del himno, y que incluían formulas regionales y familiares, Parra ha tenido en cuenta la canción octosilábica, la tradición métrica -especialmente el endecasílabo-, la dicción isabelina y el dialoguismo civil de la moderna poesía inglesa; por otra parte, el esquema y el diagrama propios de los lenguajes de la ciencia y la lógica. Una dicción hispanoamericana se enuncia en esta poesía; y su registro da cuenta tanto de la historicidad como de la subjetividad, de esa tensión que anima la necesidad del sentido en esta palabra agónica e irónica, lúcida y paradójica. Como antes en López Velarde y en Vallejo, esa dicción hispanoamericana ocurre desde los márgenes pero con toda la tradición a su favor; en un lugar procesal, no codificado del todo, donde se levanta la diferencia de un decir alterno. Parra ha utilizado algunas veces el contrapunto fragmentario del poema surrealista, pero el control de la elocuencia poética es parte de su concentración antilírica; y la claridad y dureza del verso, que reclamaba Pound en contra de la dicción disgresiva, le ha sido siempre fundamental. Su laconismo impecable lo aproxima a veces a la tersa escritura de Kafka; su concentración, a la intensa ironía de Beckett. Por lo demás, Parra ha ido aun más lejos al explorar instancias del habla colindantes con la fractura del sentido, con cierta enumeración alucinada que puso en juego, como un extremo del poder designativo, en los sermones del Cristo de Elqui, que son un estremecedor retrato de la psiquis en un mundo al revés. Razonar desde dentro de ese monólogo evangélico de un Cristo popular equivale a construir una parábola de la época: un habla herida por lo diario disgregado.

Entre el humor de las voces populares y el horror moral ante la falta de explicaciones o la mentira de ellas, la "antipoesía" es el más vivo y permanente documento de la capacidad de sobrevivencia del sujeto hispanoamericano en esta modernidad desigual. Esta documentación imaginaria está hecha desde la capacidad cuestionadora del colectivo; y por eso ilustra tanto la celebración popular alterna como el descreimiento urbano ante la retórica y la sátira a los restos de la sociedad tradicional anti democrática. El carácter narrativo de esta interrogación colectiva supone el proceso del peregrinaje, la sangre, el sudor y las lágrimas del conocimiento en carne propia. Esto es, alegoriza el derecho popular a los nombres, tanto como sostiene los valores del sentido común, la sátira festiva y la risa dialogada. Esta cultura de la plaza pública es recobrada por la "antipoesía" como una fuerza crítica que relativiza lo monumental y que inmediatiza las evidencias.

Bravura, así, del hablar colectivo, del proyecto de ese sujeto del habla comunal, cuyo acento se nos revela como nuestro en estos ensayos de su voz posible. Con sabiduría mundana y pasión desmitificadora, con claridad doliente, esta poesía es un poderoso alegato por la vida concreta que hace más absurda una modernidad hecha de carencias. Esa fuerza del deseo pone en entredicho los límites del mundo definido como real. La zozobra de estar aquí demanda el habla del vivir ahora. Doble reclamo: de la capacidad de existencia y de la calidad de la diferencia. Ese camino se abre en la "antipoesía": el de la contracorriente, el del sentido contrario a lo establecido. Escribir es renombrar. La "antipoesía" se ha hecho la poesía de todos los días.

La notable influencia de la obra de Nicanor Parra en la actual poesía latinoamericana no es una marca de estilo sino una actitud ante el lenguaje. Impregna buena parte de la joven poesía, y no solo en Chile, con su épica subjetiva, su narratividad mundana, su iconoclastia libérrima, su antisentimentalismo, y con la ironía de sus representaciones tan inmediatas como parabólicas. Pero al convertirse en poesía, en práctica de una empresa de reescritura, la "antipoesía" no se ha hecho canónica. Y ello gracias a que su materia es procesal y sus hablantes son verdaderos testigos del habla de la desurbanización critica de estos tiempos. En ese sentido, es una poesía que ha generado instancias marginales desde donde enunciar el contralenguaje de la crisis. Ya Enrique Lihn y José Emilio Pacheco asumieron esta reconversión de la "antipoesía" en la lírica de los tiempos de penuria, desde la persona dramática del poeta, hecho por la sensibilidad moral del habla, por ese refugio final de una verdad compartible. Por lo mismo, el poeta es aquel que habla en el poema y en ninguna otra parte: es el testigo de la validación mutua del lenguaje. La lección parreana, la impronta de una oralidad ganada por la más exacta economía de la escritura, reverbera en la poesía nueva; pero de ninguna manera se opone a las versiones que se levantan en el horizonte del enunciado, en la textura de lo escrito, sino que, mas interesantemente, establece con ellas un campo diferencial interactivo, de exploraciones intradiscursivas y multitextuales, que es lo más propio de nuestro escenario poético actual. Hay, claro, otras líneas del coloquio, más biografistas y agonistas que la de Parra, como las de Efraín Huerta y Jaime Sabines, con las que la "antipoesía" tiene otras afinidades y diferencias. El coloquio en Parra presupone una poética: la posibilidad de dirimir lo real en el habla, esto es, la inteligencia de lo decible.

Incluir el relato del habla (la subjetividad disociada) en el discurso de la historicidad (en el sentido de la modernidad), es un gesto inaugural y actual de nuestra escritura; en la obra de Nicanor Parra ese inserción es un recomienzo. Por eso, debido a su íntimo y definitorio anti conformismo, esta poesía ha cambiado de lenguaje, rehaciendo no solo varias veces su propio repertorio sino los más estables relatos que den cuenta del lector (la política, la religión, las ideologías consoladoras), con lo cual el carácter subversivo de su poética se confirma una y otra vez como de reacción inmediata. Poética corrosiva de los discursos autoritarios es, al mismo tiempo, constructiva en el espacio siempre amenazado de una humanidad zozobrante, gracias a las aperturas inclusivas de su coloquio, hecho a favor de los derechos (y la inteligencia) del diálogo. Parra ha ensayado otras formas apelativas en sus "ecopoemas", en sus "chistes" (para desorientar a la policía tanto como a la poesía), en sus reapropiaciones de los lenguajes de la publicidad y de los graffiti, de las jergas de la política y la técnica, que desmonta y descentra a través de una práctica del ready made, el texto trove y el plurilingüismo paródico. Estas formas del habla de la comunicación suponen la racionalidad modernizante donde los sujetos son abolidos por la reproducción; el poeta, por lo mismo, reescribe el lugar de la poesía en ese circuito, propiciando la irrupción del sentido colectivo en el espacio que lo niega. En el escenario contemporáneo del habla manipulatoria, que actúa por saturación y demanda pasividad, Parra traza con su anotación al margen el otro umbral, el de la palabra de la plaza pública, que reaparece como una cicatriz del habla mutua, vulnerable pero esencial. Parra es de los pocos poetas nuestros que al reescribir el proyecto modernizador lo ha devuelto anotado y revisado, contradicho y desmentido.

Así, convocando distintas voces y lectores, el cuento de esta poesía es el de una tribu del habla. Nicanor Parra nos devuelve la palabra como si nos debiéramos a la poesía, a su diálogo.

 


Ocho segundos de Nicanor Parra

Por Roberto Bolaño

Sólo estoy seguro de una cosa con respecto a la poesía de Nicanor Parra en este nuevo siglo: pervivirá. Esto, por supuesto, significa muy poco y Parra es el primero en saberlo. No obstante, pervivirá, junto con la poesía de Borges, de Vallejo, de Cernuda y algunos otros. Pero esto, es necesario decirlo, no importa demasiado.

La apuesta de Parra, la sonda que proyecta Parra hacia el futuro, es demasiado compleja para ser tratada aquí. También es demasiado oscura. Posee la oscuridad del movimiento. El actor que habla o que gesticula, sin embargo, es perfectamente visible. Sus atributos, sus ropajes, los símbolos que lo acompañan como tumores son corrientes: es el poeta que duerme sentado en una silla, el galán que se pierde en un cementerio, el conferenciante que se mesa los cabellos hasta arrancárselos, el valiente que se atreve a orinar de rodillas, el eremita que ve pasar los años, el estadístico atribulado. No estaría de más que para leer a Parra uno contestara la pregunta que se hace y nos hace Wittgenstein: “¿Esta mano es una mano o no es una mano?”. (La pregunta debe uno hacérsela mirando su propia mano.)

Me pregunto quién escribirá ese libro que Parra tenía pensado y que nunca escribió: una historia de la Segunda Guerra Mundial contada o cantada batalla tras batalla, campo de concentración tras campo de concentración, exhaustivamente, un poema que de alguna forma se convertía en el reverso instantáneo del “Canto general” de Neruda y del que Parra sólo conserva un texto, el “Manifiesto”, en donde expone su ideario poético, un ideario que el mismo Parra ha ignorado cuantas veces ha creído necesario, entre otras cosas porque para eso, precisamente, están los idearios: para dar una vaga idea del territorio inexplorado en el que se internan, y no muy a menudo, los escritores verdaderos, pero que a la hora de los riesgos y peligros concretos sirve de muy poco.

El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios; sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado. El poeta mexicano Mario Santiago, hasta donde sé, fue el único que hizo una lectura lúcida de su obra. Los demás sólo hemos visto un meteorito oscuro. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.

Hay momentos en la travesía de un poeta en la que a éste no le queda más remedio que improvisar. Aunque el poeta sea capaz de recitar de memoria a Gonzalo de Berceo o conozca como nadie los heptasílabos y endecasílabos de Garcilaso, hay momentos en que lo único que puede hacer es arrojarse al abismo o enfrentarse desnudo ante un clan de chilenos aparentemente educados. Por supuesto, hay que saber atenerse a las consecuencias. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.

Un apunte político: Parra ha conseguido sobrevivir. No es gran cosa, pero algo es. No han podido con él ni la izquierda chilena de convicciones profundamente derechistas ni la derecha chilena neonazi y ahora desmemoriada. No han podido con él la izquierda latinoamericana neostalinista ni la derecha latinoamericana ahora globalizada y hasta hace poco cómplice silenciosa de la represión y el genocidio. No han podido con él ni los mediocres profesores latinoamericanos que pululan por los campus de las universidades norteamericanas ni los zombis que pasean por la aldea de Santiago. Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra. Es más, yo diría, llevado seguramente por el entusiasmo, que no sólo Parra, sino también sus hermanos, con Violeta a la cabeza, y sus rabelesianos padres, han llevado a la práctica una de las máximas ambiciones de la poesía de todos los tiempos: joderle la paciencia al público.

Versos tomados al azar. Es un error creer que las estrellas puedan servir para curar el cáncer, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. A propósito de escopeta, les recuerdo que el alma es inmortal, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. Y así podríamos seguir hasta que no quedara nadie. Les recuerdo, de todas maneras, que Parra también es escultor. O artista visual. Estas puntualizaciones son perfectamente inútiles. Parra también es crítico literario. Una vez resumió en tres versos toda la historia de la literatura chilena. Son éstos: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío”.

La poesía de las primeras décadas del siglo XXI será una poesía híbrida, como ya lo está siendo la narrativa. Posiblemente nos encaminamos, con una lentitud espantosa, hacia nuevos temblores formales. En ese futuro incierto nuestros hijos contemplarán el encuentro sobre una mesa de operaciones del poeta que duerme en una silla con el pájaro negro del desierto, aquel que se alimenta de los parásitos de los camellos. En cierta ocasión, en los últimos años de su vida, Breton habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y de las bibliotecas. Luego no volvió a tocar nunca más el tema. No importa quién lo dijo: La hora de sentar cabeza no llegará jamás.

 


* Este texto de Bolaño fue prólogo del catálogo de la exposición de Parra en Madrid en 2001 y fue recopilado en el libro Entre paréntesis (Anagrama, 2004). Fuente: Radar.

 

 

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