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27 Abr 2024
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Publica Frontera D

 

Por Eduardo Jordá

 

Imagino que eso es más o menos lo que ha ocurrido en España con la concesión del Premio Nobel de Literatura al poeta sueco Tomas Tranströmer. En España calculo que había quinientas personas –mil, si nos ponemos optimistas- que hubieran leído alguno de sus poemas o que conocieran su nombre. Ni una más. Pero eso es lo habitual cuando se trata de poesía, de buena poesía, se entiende. La poesía interesa poco al lector medio porque no distrae ni permite pasar el rato, sino que exige un alto esfuerzo de atención y de concentración, un esfuerzo que no es muy distinto del trabajo de atención y concentración que exige componer un poema. El buen lector de poesía debe participar con sus cinco sentidos en la lectura de un poema, y de alguna forma debe recomponerlo en su interior y revivirlo y reconstruirlo con la ayuda de su memoria y su imaginación y su experiencia vital. Se dirá que eso es lo mismo que hace un buen lector con una novela o un relato, y es cierto, solo que el poema exige mucha más contribución por parte del lector: mucha más atención ensimismada, mucha más vibración interior, mucha más memoria estremecida. Sin esas aportaciones que surgen de lo más profundo del lector es imposible entender la buena poesía. Un lector mediocre puede disfrutar con Joaquín Sabina, pero solo el buen lector puede disfrutar con Tomas Tranströmer. Es tan simple como eso.

 

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La biografía de un poeta nunca explica por completo su poesía, pero la ilumina y nos la hace entender mejor. Sabemos que el abuelo de Tomas Tranströmer era práctico de puerto. De niño, Tranströmer coleccionaba insectos y estaba fascinado por la Historia Natural (la mirada de Linneo no anda muy lejos de la mirada de Tranströmer). Su familia procedía de una isla del Báltico. En el colegio, un compañero de clase se dedicaba a maltratarlo y a hacerle la vida imposible. Su padre se fue de su casa cuando Tranströmer era niño, y el abuelo que había sido práctico de puerto, y que tenía 71 años más que su nieto, fue su padre sustitutivo, su amigo, su protector y su compañero de juegos. Más tarde, Tranströmer estudió Psicología y trabajó como monitor en centros de reclusión de delincuentes y en hospitales. Y al mismo tiempo, Tranströmer aprendió a tocar el piano. Y un día, cuando tenía 60 años, Tranströmer sufrió un ictus que le paralizó medio cuerpo –el costado derecho- y también le impidió hablar. Pero él siguió tocando el piano con la mano izquierda.

 

¿Se pueden conectar estos hechos? ¿Son válidos para juzgar una obra poética? Sí y no. Pero podemos reconstruir con ellos esa figura secreta que revela el espíritu de una vida, como esa figura en la alfombra de la que hablaba Henry James. Y entonces vemos en Tomas Tranströmer una serie de presencias que lo acompañan, o por decirlo de otro modo, una serie de motivos musicales que se repiten a lo largo de su vida. Primero, abandono y pérdida, pero también afecto y comprensión. Y luego el deseo no de ayudar ni de proteger, sino de comprender. Y la música que suena siempre al fondo de esa vida, pero hay que tener cuidado con esa música, porque no es una música altiva ni orgullosa, sino una música pudorosa que escucha y comprende, en vez de anunciarse a sí misma o recrearse en sí misma. Y también recorre esa vida una mirada que une pasado y presente, todo lo vivo y todo lo muerto, porque esa mirada detecta la presencia de lo desconocido bajo la superficie de las cosas, igual que el niño Tranströmer había detectado la presencia de los insectos bajo las rocas y las hojas secas de un jardín. Y por último, en esa vida, está el mar, una presencia constante del mar sacudido por las tormentas y las heladas que se abatían sobre la isla del Báltico donde el abuelo de Tranströmer era práctico del puerto. Pero ese mar de Tranströmer no es solo agua salada, sino un elemento mucho más complejo, ya que ese mar, de un modo inexplicable que solo puede explicar la poesía de Tranströmer, también está habitado por los insectos y los sueños y los recuerdos.

 

Así que podemos imaginar a Tranströmer como alguien que posee la mirada de Linneo, pero que también escucha a un delincuente juvenil mientras echa de menos a su padre y recuerda los giros arcaicos con que le hablaba su abuelo, aquel práctico del puerto que tenía 71 años más que él. Y cuando Tranströmer acaricia las teclas de un piano con su mano izquierda, sabemos que está escuchando la música que surge del piano con la misma atención con que Linneo contemplaba las campánulas de la tundra que acabarían siendo la Linnaea borealis en sus estudios de botánica. Porque la imaginación de Tomas Tranströmer es una fuerza magnética que se desplaza con gran facilidad a través del agua y del hielo, pero también a través de la música, y el pasado olvidado, y la superficie de las cosas. Y la energía que desprende esa fuerza magnética se condensa en los sueños, unos sueños de una materialidad tan densa como el hielo, o incluso la electricidad estática que precede a una tormenta. O la luz remota que llega de una constelación.


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