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Por Heather Horn

¿Es la nueva novela de Jonathan Franzen una genialidad o una decepción? Los críticos, como grupo, no parecen poder decidir. El New York Times le dedicó una reseña tan positiva que provocó una severa reacción de algunas novelistas mujeres que se sienten despreciadas comparadas con Franzen. Jennifer Weiner, autora de In Her Shoes, dijo en una entrevista: “Hay un viejo y muy establecido doble standard que establece que, cuando un hombre escribe sobre familia y sentimientos es literatura con L mayúscula, pero cuando una mujer considera los mismos tópicos, es romance, o libro para la playa, algo que no merece una seria consideración crítica”. El Oprah’s Book Club lo eligió como su siguiente favorito y eso aunque Franzen tuvo un famoso enfrentamiento con el grupo.

Pero la segunda oleada de reseñas ha sido mucho menos positiva. Algunos críticos creen que el libro se esfuerza demasiado por ser relevante y moderno y que por eso falla en algunas de las metas más cruciales de una novela. En este fracaso, sin embargo, Franzen no está solo. Muchos comentaristas apuntan a la amplia debilidad de la literatura moderna, preguntándose con una urgencia muy particular entre los intelectuales modernos –preguntas que el mismo Franzen se hace en sus ensayos: ¿Qué debería ser una novela? ¿Entretenimiento, comentario social, o un espejo que refleja la vida?–. Y si compartimos la inclinación de Franzen por la gran novela social, ¿en qué punto el realismo entra en conflicto con el objetivo de producir una lectura entretenida (o arte importante)?

Mucha de la crítica sobre Freedom se centra en las ambiciones tolstoianas de Franzen, su deseo de capturar una era, con sus detalles banales incluidos. Charles Baxter, del New York Review of Books, alabando las primeras páginas del libro como “una brillante hibridación de una novela de Jane Austen y D. H. Lawrence”, después dice: “Pero Franzen, juzgando por la evidencia de esta novela, no quiere ser Jane Austen: quiere ser Tolstoi”. Lo que quiere decir que “Freedom es el tipo de novela que resume una era y que trata de incluir todo, un proyecto desesperado y heroico”. David Brooks no piensa que sea tolstoiano sino que las deliberadas referencias de Franzen a Guerra y Paz están puestas para enfatizar la diferencia entre sus personajes y los de Tolstoi. Estos últimos son “espiritualmente ambiciosos, buscadores feroces de una verdad universal que pueda resistir el duro escrutinio de su propia inteligencia. Los personajes modernos de Franzen parecen distraídos y desvalidos”. B. R. Myers, de The Atlantic, escribe la más agria, sugiriendo que la referencia a Tolstoi puede ser responsable de la insufrible blandura de la literatura moderna, de la que Freedom es solo un ejemplo: “Hoy los personajes son concebidos como si el objetivo de la literatura fuera crear vecinos plausiblemente agradables. Tienen sus pequeñas preocupaciones, pero ¿qué importa? ¿Los escritores realmente creen que cada familia infeliz es especial? Si es así, Tolstoi tiene mucho por lo que responder (incluyendo la última novela de Franzen)”.

El corolario: una atención maníaca a la cultura pop. Esta observación está implícita en parte en el comentario de Baxter sobre Tolstoi, sobre una novela que resume una era y trata de abarcarlo todo. Sam Tanenhaus, del NYT, está encantado con las observaciones de Franzen sobre la vida moderna (“incluido el hecho de que una madre bien pensante, aunque sea dura en los juicios sobre los lapsus éticos de sus vecinos, no los condenará con un epíteto más áspero que ‘raros’”), porque piensa que “crecen orgánicamente” de los temas de Freedom, pero Ruth Franklin y B. R. Myers son más escépticos. Franklin cuestiona “los precisos y certeros momentos de verosimilitud de la novela: esa referencia al libro de cocina Silver Palate, la descripción de la banda del college de Richard, la pila de libros de Elie Wiesel y Chaim Potok sobre la mesa de luz de Joey” llamándolos “si no exactamente poéticos al menos sociológicamente apropiados”. Se pregunta, sin embargo, si esto es lo que requerimos de la ficción. Myers, en cambio, saca los frenos: “En vez de retratar a un individuo interesante, o dos, y confiar en el realismo para incorporar la historia con naturalidad en la vida contemporánea, el Escritor Social piensa en todos los asuntos relevantes que tiene que incluir, después piensa en una familia lo suficientemente típica como para que pueda sostener todo. Estos lectores quieren un mundo que es reconociblemente el propio hasta en los detalles más triviales, hasta Twitter, incluso si el libro dice menos cosas relevantes sobre sus vidas que un libro escrito hace un siglo”.

¿Cuándo son el realismo, y el aburrimiento, demasiado reales? Esta es la cuestión central para B. R. Myers, pero también aparece en otras reseñas. Ruth Franklin acusa a Franzen de ser “todo espejo y nada de lámpara”. El realismo, dice, no debería ser solamente “una transcripción de la realidad... La tarea de una novela no es mostrarnos cómo vivimos sino ayudarnos a darnos cuenta de cómo vivir”.

La literatura moderna está obsesionada con la desesperación de la clase media. Todo se remonta hasta Thoreau y esa frase sobre la gente “viviendo vidas de callada desesperación”, argumenta David Brooks, en TNYT. “Su mensaje prendió, es halagador para los escritores y otros disidentes y se ha convertido en la base de casi todas las descripciones de los Estados Unidos suburbanos o de pueblo chico”. Pero como resultado, “incluso un escritor tan talentoso como Franzen hace descripciones aptas de vecinos maliciosos y de amas de casa que se automedican, pero ignoran cualquier cosa que pueda complicar el dogma de la Callada Desesperación”.

En Freedom, como en otras novelas similares, “las partes serias de la vida son cortadas y los lectores deben agacharse para habitar un mundo de cielorrasos bajos. Todo el mundo puede sentirse superior a los personajes sobre los que están leyendo, algo siempre agradable en una sociedad famosamente ansiosa por el estatus, pero hay algo que falta”.

Un verdadero elogio: en su corazón, la novela tiene un mensaje fuerte, argumenta William Deresiewicz en Bookforum: “El deseo de libertad, desde el punto de vista de Franzen, no es más que un deseo adolescente de irresponsabilidad y desconexión. La novela está llena de gente cuya libertad no sólo los hace desgraciados, sino que hace desgraciados a quienes los rodean”. Entonces, mientras la idea de que “la libertad americana... es la ruina del mundo, y la libertad humana es la ruina del planeta... no es algo agradable de oír, y el afán de polémica de la novela marra su arte..., es seguramente algo que no podemos escuchar con mucha frecuencia”.


 

Públicos y privados

Por Rodrigo Fresán

Hace unos años, de visita en el museo de la Martello Tower, en las afueras de Dublín, John Banville y yo nos asomamos a una de las vitrinas para contemplar dos perfectamente preservados ejemplares de Time –del 29 de enero de 1934 y del 8 de mayo de 1939– con el rostro de James Joyce en su portada. “¿Te acuerdas cuando los escritores salían en las tapas de revistas?”, fue el lacónico comentario de Banville. Y enseguida agregó: “Se entiende que me refiero a escritores escritores y no a productos de moda, ¿verdad?”.

El año pasado, con motivo de la publicación de Libertad, Jonathan Franzen (Chicago, 1959) habitó ese sitio alguna vez ocupado por el autor de Ulises acompañado de titular inequívoco: Gran novelista americano. Y todo aquel que alguna vez haya trabajado en un semanario de actualidad sabe cómo es la cosa: se enarbola a un escritor cuando poco y nada trascendente sucedió en los últimos siete días y, de paso, se sofistica un poco la línea editorial. Pero aun así –de acuerdo con la mirada de Banville– lo de Franzen es excepcional y, de algún modo, se las arregla para hacer comulgar lo mejor de ambos mundos. Libertad es un buen producto (el inteligente reciclaje de uno de los motivos clásicos de la literatura de USA para una nueva generación: el estado de la familia con el Estado de la Unión como telón de fondo de un escenario donde ya actuaron magistralmente John Cheever, John Updike y Richard Ford entre muchos otros) firmado por un “escritor joven” talentoso en fina sintonía con el zeitgeist, que no sólo había triunfado con su también familiar libro anterior, Las correcciones, sino que además se las había arreglado para dejar alguna huella en la siempre vaga memoria popular. Por un lado, Franzen había firmado un polémico ensayo en Harper’s sobre la decadencia de la inteligencia narrativa estadounidense; por otro, despreció la para él frívola bendición del muy influyente book club de Oprah Winfrey. Desde entonces, Franzen mide sus manifestaciones cuidándose, siempre, de decir algo (además de predicar sus obsesiones ornitológicas) cuando le piden que diga lo que sea.

Lo suyo no es gran cosa si se lo compara con las pasadas manifestaciones e intervenciones en la no-ficción en nuestras vidas de titanes de la ficción como Dickens (acaso el primero escritor público), Twain, Tolstoi, Zola, Hugo o Mann; todos ellos comprometidos con causas perdidas o triunfantes convencidos de que la pluma podía ser más afilada que la espada. Hoy por hoy, sería absurdo reclamarle a un escritor semejante responsabilidad y tarea y parece alcanzar y sobrar con la divulgación diet, el pintoresquismo generacional, el chamanismo new-age o la diatriba pasajera para trascender como pensador comprometido. La novela como género y especie ha dejado de ser el principal vehículo de ideas; y es más probable encontrar el rostro de un rocker mesiánico, una fashonista freak, un economista oracular o la efímeramente nueva encarnación de artefacto digital-cibernético portátil en las fachadas de publicaciones que se dedican a informar sobre el estado –bueno o malo o pésimo– de las cosas.

Y, aun así, los escritores de tanto en tanto siguen asomando la cabeza y yo fui el primero en celebrar la coincidencia cósmica y justicia poética de la noticia del fallecimiento de J. D. Salinger interrumpiendo la presentación/ transmisión en directo de la CNN del último iPad a cargo de Steve Jobs. Salinger, claro, fue –aunque no le haya gustado– portada de Time en 1961. Y ha pasado a la historia como ejemplar paradigma de lo que sucede –pensar en Hemingway como persona devorada por su propio personaje– en un país donde ser localmente famoso equivale a ser celebridad planetaria. Su deseo realizado de invisibilidad lo convirtió en fantasma omnipresente sentando base o ejemplo para otros a quienes las luces de neón les producen migrañas: Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Denis Johnson y Philip Roth –como J. M. Coetzee, Pascal Quignard, Henry Roth, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Milan Kundera, Julián Gracq, Haruki Murakami y Michel Houllebecq– son o fueron, con mayor o menor dedicación, virtuales artistas del perfil bajo o el frente esquivo. Por opción propia o por, sencillamente, ser fóbicos a cámaras y grabadoras y sillas en rectangulares mesas redondas de festival. En el fondo, el misterio poco misterioso pasa por una opción personal y por la certeza de que las lentes y los flashes sí acaban robándote el alma y degradando la obra a un segundo plano. Durante años, en Argentina, pocos sentían necesidad de leer a Borges porque por ahí andaba Borges, todo el tiempo, haciendo de Borges en radios y televisores. Y, mejor, no olvidar lo que les sucedió a Fitzgerald y a Kerouac y a Capote, irreparablemente erosionados por los vientos de la leyenda de sus propias vidas. De todo eso, cabe pensar, huyó Salinger cuando sus fans comenzaron a cercarlo para comunicarle que habían conocido a Seymour Glass en un bar o habían ido al colegio con Holden Caulfield.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que nadie pensaba en tomar decisiones semejantes: Emily Dickinson y Nathanael Hawthorne eran tímidos consumados; las hermanas Brontë comenzaron enmascaradas bajo alias masculinos; Jane Austen empezó firmando con el eufemístico By a Lady por condicionamiento social; y tuvo que pasar un tiempo para que algunos se preguntaron qué había sido de Ambrose Bierce y quién había sido Bruno Traven.

Ninguno de ellos, seguro (los curiosos pueden visitar esta galería de productivos y de productos en http://www.time.com/time/archive /collections/0,21428,c_writers,00.shtml donde no figura ningún escritor en idioma español; recuerdo, en cambio, portadas de Newsweek con fotos de Gabriel García Márquez y Alberto Fuguet) aparecería hoy en Time del mismo modo en que, hasta donde sé, ningún escritor fue alguna vez Persona del Año para esta revista.

Y a no olvidarlo nunca, la vida pasa y la obra, si hay suerte, permanece: J. K. Rowling nunca posó para la portada de Time pero sí aparecieron allí un dibujo con el rostro engafado del niño hechicero el 20 de septiembre de 1999 y un puñado de niños disfrazados de Harry Potter el 23 de junio del 2003.

Y es que –más allá del extremo y comercial ejemplo anterior; Molly Bloom no fue cover girl para que cada uno pueda imaginarla como mejor le parezca– de eso se trata y eso es lo que en realidad importa a la hora de la verdad: la creación de la criatura propia y su influjo sobre los que se crían con ella y crecen y creen en ella. Y, como advirtió Henry James, seguir trabajando en la oscuridad. El resto es vanidad de vanidades, polvo en el viento, ruido y furia, quince minutos de fama, penúltimo modelo y –-y sí dije sí quiero Sí– que pase el que sigue.


 

Su gloria y su maldición

Por Charles Baxter

A veces, las primeras páginas de Freedom parecen una brillante hibridación de una novela de Jane Austen y D. H. Lawrence. Están escritas con la convicción de que una novela de amor no está muerta después de todo. Pero Franzen, juzgando por la evidencia de esta novela, no quiere ser Jane Austen: quiere ser Tolstoi. El cortejo y el matrimonio comprenden sólo una parte de este libro. Los personajes deben mudarse hacia los centros de poder de Estados Unidos, fuera del Medioeste y hacia Washington y Nueva York, donde los errores históricos mundiales se cometen y donde, como inocentes, van a avisparse. Freedom es el tipo de novela que resume una era y que trata de incluirlo todo, un proyecto desesperado y heroico.

El tono de las últimas doscientas páginas de Freedom oscila entre la indignación moral y la desesperación mientras cubre el mapa de los Estados Unidos contemporáneos. La indignación surge de la contemplación de los personajes de una herida pública tras otra: West Virginia (“la república bananera de la nación, su Congo, su Guyana, su Honduras); la rabia de los conservadores de derecha; el daño ecológico desparramado por los ATV recreativos; el desgobierno, la mendacidad pública; incluso las ojotas. La indignación sube de volumen y, aún más, no parece tener remedio.

Lo que ha sucedido, pienso, es que la esfera pública es considerada aquí como una pérdida absoluta, y entonces todos los grandes problemas son imaginados como insolubles. El resultado es un tipo particular de desesperación, del tipo que surge de una rabia sin orificio de salida, la emoción básica de una gran proporción de lectores educados durante la administración Bush. Corrompido por ruinosas cantidades de dinero y por la aplicación cínica del poder, el mundo público retratado aquí parece incapaz de salvar algo que tenga valor. En cada momento que un ciudadano quiere entrar a ese mundo, se encuentra con mentiras y las operaciones de una lógica interesada y, desde el punto de vista de la novela, se convierte en un colaboracionista. Franzen no es un conservador, pero es un conservacionista, y su novela mira con desesperación y rabia como hábitats y personas adorables comienzan a desaparecer.

Freedom intenta lidiar con los años de Bush y finalmente es derrotado. Habiendo dicho esto, necesito agregar que el libro es, con frecuencia, inspirado y elocuente. Sus ambiciones son loables, así como lo es su furia. Tiene el corazón bellamente en la mano la mayor parte del tiempo. El gran público para el que la novela de Franzen está destinada sin duda la encontrará escrita con una inteligencia consistente y energía. Pero no puede resolver los problemas que considera cruciales, y esa es probablemente nuestra pérdida y nuestro destino.


 

Más pequeño que la vida

Por B. R. Myers

Cuando uno abre una novela, rápidamente se le presentan algunos personajes secundarios poco interesantes. Cansado de ellos, uno adelanta las páginas para encontrarse con los principales, sólo para darse cuenta de que esos personajes secundarios son los principales. Es una experiencia común incluso para el lector ocasional de ficción contemporánea y siempre apena el corazón. El problema no es solamente la ejecución o el talento. Hoy los personajes son concebidos como si el objetivo de la literatura fuera crear vecinos plausiblemente agradables. Tienen sus pequeñas preocupaciones pero, ¿qué importa? ¿Los escritores realmente creen que cada familia infeliz es especial? Si es así, Tolstoi tiene mucho por lo que responder –incluyendo Freedom, la última novela de Franzen–. Una comedia dramática suburbana sobre la relación entre Patty, que cocina galletitas y se describe como “relativamente más tonta” que sus hermanas, su rubicundo marido Walter, “cuya característica más saliente era su amabilidad” y el mujeriego amigo de la facultad de Walter, Richards, que toca en una banda indie llamada Walnut Surprise: un monumento de 576 páginas a la insignificancia.

Claro, las personas poco interesantes también son personas y un buen contador de historias puede hacer que nos interese cualquiera, como demuestra Madame Bovary. Pero aunque el narrador de Freedom nos dice desde la primera página “siempre hubo algo que no estaba demasiado bien en los Berglund”, uno solo tiene que leer que la escuela local “apestaba”, que Patty estaba “muy enganchada” con su hijo adolescente que, al mismo tiempo, se estaba “garchando” a la chica de al lado para saber que lo que sea que esté mal en esta familia no importa. El lenguaje que un escritor usa para crear un mundo es ese mundo, y el lenguaje incansablemente contemporáneo y por lo tanto juvenil de Franzen es un mundo en el que nada importante puede pasar. El matrimonio de Madame Bovary apestaba, Heathcliff estaba muy enganchado con Catherine: estas palabras fallan en el contexto no sólo porque son de nuestro tiempo. No hay importancia en cosas que apestan ni drama en estar enganchado. Y en cuando a coger, Anthony Burguess una vez criticó la noción de que usarla en prosa realista es volver a “una edad de oro de candor anglosajón”; la palabra era tabú desde el principio, porque representa un sexo brutal o, en el mejor de los casos, impersonal. “Un hombre puede cogerse a una puta pero, al menos que su esposa sea una puta, ¿no se puede coger a su esposa? Allí no habría amor”. Un escritor como Franzen, que describe a dos amantes como gente que coge, trivializa esta relación. El resultado es el aburrimiento.

Pero si Freedom es mediocre, lo es en la sacrosanta tradición de Don DeLillo, que nuestro establishment literario considera central para la literatura contemporánea. La lógica aparente es que la novela puede tentar a los americanos a salir de su armario de medios y entretenimiento y convertirse en más sociales, más amplios de criterio, más actualizados y focalizados. Esta puede ser la razón por la que se nos ofrecen personajes tan aburridos. En vez de retratar a un individuo interesante, o dos, y confiar en el realismo para incorporar la historia con naturalidad en la vida contemporánea, el Escritor Social piensa en todos los asuntos relevantes que tiene que incluir, después piensa en una familia lo suficientemente típica como para que pueda sostener todo. Y cuanto más aspectos de nuestra sociedad puede meter entre dos tapas de libro, más ambicioso se lo considera como escritor.


 

Una familia llena de infelicidad

Por Michiko Kakutani

La galvánica nueva novela de Jonathan Franzen demuestra su impresionante caja de herramientas literaria –cada habilidad narrativa esencial, además de muchas campanas y silbatos– y su habilidad para abrir una gran, updikeana ventana a la vida de la clase media americana. Con su libro no sólo ha creado una familia inolvidable, sino que ha completado su transformación de un agudo y apocalíptico satirista focalizado en transmitir los problemas socioeconómicos y políticos de este país en una especie de realista del siglo XIX preocupado por las vidas públicas y privadas de sus personajes. Mientras que la primera novela de Franzen, The Twenty-Seventh City tomaba prestado con libertad de escritores como Thomas Pynchon o Don DeLillo para crear una postal oscura y salpicada de St. Louis, su bestseller de 2001, Las correcciones señalizó su determinación de escribir a unos Buddenbrook americanos, de conjurar los Estados Unidos contemporáneos –no con una épica de historieta y zeitgeist sino deconstruyendo la historia de una familia para darnos un retrato en gran angular del país cuando se metía en los materialistas años ‘90.

Mientras Las correcciones testimoniaba el descubrimiento de Franzen de su ágil voz propia y el dominio de su tendencia a la pontificación sociológica, la novela era una especie de híbrido en el que los instintos satíricos del autor y su visión misántropa del mundo a veces se peleaban con su nuevo impulso de crear personas tridimensionales. A veces se podía sentir que estaba inflando de importancia el significado simbólico de las experiencias de sus personajes, incluso cuando, con condescendencia, les atribuía todas las cualidades venales, desde la hipocresía y la vanidad hasta la paranoia y la manipulación maquiavélica.

En las primeras páginas de Freedom esta dinámica parece aún más exagerada cuando se nos presentan los miembros de la familia Berglund como un rejunte de caricaturas desagradables, que dejan perplejos y perturbados a sus vecinos de St. Paul por su “amabilidad”. Walter Berglund es un débil, pasivo-agresivo esposo y padre, que extrañamente vende sus ideales de amor a la naturaleza para trabajar con una malvada compañía carbonífera. Su esposa, Patty, también parece súper agradable en la superficie, pero termina siendo una bruja que se enfurece con Walter e inexplicablemente tajea las nuevas llantas para nieve de su vecino. Su arrogante hijo adolescente, Joey, es tan infeliz en su casa que se muda con la familia de su novia a la casa de al lado.

Resulta, sin embargo, que estos sketches farsescos simplemente intentan mostrar cómo los Berglund pueden ser percibidos por los demás, así como el relato de Patty de este período de su vida, que se encuentra a continuación, refleja su propia necesidad de filtrar todo a través del prisma de su ira y depresión. Como Las correcciones demostraba dramáticamente, Franzen es extremadamente apto para describir estas dos emociones –que no solo Patty sino casi todos los personajes de esta novela sufren y que todos atribuyen a injusticias o daños sufridos en manos de sus padres.

Cuando la novela avanza, Franzen se sumerge con mayor profundidad en el estado mental de sus creaciones y las desarrolla hasta convertirlas en seres humanos completamente imaginados –no estereotipos nietzscheanos que se dividen en categorías de duros (desvergonzados, ambiciosos brutos) o suaves (patéticos, felpudos lloriqueantes); no amargados alimentados por antiguos rencores sino personas confundidas, que buscan, capaces de cambiar y quizá incluso de trascender.

Con una prosa que es al mismo tiempo visceral y lapidaria, Franzen demuestra cómo sus personajes luchan por navegar un mundo de gadgets tecnológicos y hábitos cambiantes, cómo luchan por balancear la ecuación entre sus expectativas en la vida y la gris realidad, sus ideas políticas y sus mercenarios deseos personales. Prueba que es un experto en la comedia adolescente (lo que le pasa a Joey cuando accidentalmente se traga el anillo de bodas justo antes de las vacaciones con la chica de sus sueños) y también en la tragedia adulta (lo que le pasa a la asistente y nuevo amor de Walter cuando se va sola a un viaje por la región carbonífera de West Virginia); y experto en poner un espejo frente al mundo que sus personajes habitan día tras días así como lo en delinear sus complicadas vidas internas.

En el pasado Franzen tendía a imponer una mirada cínica y mecanicista del mundo en sus personajes, amenazando con convertirlos en peones autorales sujetos a simples imperativos freudianos-darwinianos. Esta vez, al crear individuos conflictivos y contrariados capaces de elegir sus propios destinos, Franzen ha escrito su novela más profunda y sentida –una novela que es al mismo tiempo la convincente biografía de una familia disfuncional y un indeleble retrato de nuestros tiempos.


 

La cuestión del realismo. Por Eduardo Lago

 

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