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In absentia

 

Por Manuel Guedán


I've seen the future, brother:
it is murder.

Leonard Cohen

 

En su primera película estadounidense, Hitchcock partió de un nuevo reto: el título de la cinta aludiría a un personaje que, aun siendo el motor narrativo de la trama, no aparecería en ninguna escena. Rebeca es una sombra, una ilusión o un fantasma, pero en ningún momento una presencia real. En Decencia Álvaro Enrigue juega con una premisa similar respecto al título. Hay otra coincidencia entre las dos obras: aunque por distintos motivos, ambas resultan atemorizantes.

 

Para abordar los conflictos morales y políticos de México no como algo puntual, ni siquiera cíclico, sino endémico, Enrigue realiza dos cortes históricos que desarrollará alternativamente: por un lado Longinos Brumell, perteneciente a una estirpe de terratenientes, cuenta cómo afectó a su familia el estallido de la Revolución mexicana; por otro lado se narra el improvisado secuestro que sufre Longinos a manos de unos terroristas que, ya en los años setenta, aspiran a recuperar la lucha armada para sanear el cuerpo putrefacto de la Revolución. La estructura binaria de Enrigue entronca con las que ha venido componiendo Vargas Llosa, especialmente en sus novelas de carácter histórico, y que juegan no solo con dos tiempos sino también con dos intensidades: una subtrama serpentea por el transcurso de los años desvelando las penurias de los Brumell tras el golpe y su habilidad para reinsertarse en el nuevo régimen, gracias también a la complicidad y el afán de enriquecimiento de sus supuestos contrarios. Mientras esta parte revela la formación ideológica y moral —o su ausencia— de un hombre de negocios, la segunda subtrama exprime esa psicología en un suceso concentrado, el secuestro, revelando las «enseñanzas» que el personaje extrajo de la época de la Revolución. Aquí, de nuevo, dos posturas llamadas a devorarse —el viejo terrateniente y los jóvenes activistas— aprenderán a reconciliarse en pos del beneficio común. La flexibilidad moral que marca el desenlace de esta historia resulta una consecuencia lógica de la anterior; ambas subtramas borran así su circunstancialidad y la de sus personajes para elevar el conflicto, cuanto menos, a una cuestión nacional. Hay virtudes, como la generosidad, que sobreviven mejor en el hecho puntual que otras; la decencia es intrínsecamente una virtud durativa que reside en el momento del compromiso pero, sobre todo, en su defensa posterior, de ahí que la opción estructural de Enrigue resulte especialmente fértil para su objetivo: desmantelar el concepto que lleva por título.

 

Para ello el autor, consciente de la negrura de su empresa, escapa tanto del tremendismo como de la nostalgia. La novela desprende cierto aire crepuscular pero, por paradójico que parezca, lo único que salva a ese universo del apocalipsis es que su génesis se le parece mucho; o dicho de otro modo, al parecer de Enrigue cualquier tiempo pasado fue bastante similar. Así lo expresa el protagonista: «El millón de muertos de la guerra ni trajo justicia de todos tan temida ni salvó a la patria de lo único que hay que salvarla, que es de los mexicanos». Como demuestra la frase, en Decencia la ironía no opera como la figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario, sino como un tono burlón para decir exactamente lo que se dice. Esto no es anecdótico, es más bien una opción estética para denunciar uno de los mayores males de la cultura mexicana: el crimen ya no hace si quiera el esfuerzo de esconderse o disimularse, los cadáveres se exponen en la plaza pública y la corrupción se practica a plena luz. La infamia se ha vuelto tolerable. De ahí que el modo retórico que le corresponde no sea el velo sutil de la ironía, sino la frase descarnada, expositiva, que retrate lo evidente con la nitidez de la alta definición. Valga este otro ejemplo en el que un importante dirigente revolucionario defiende los resultados de su gesta: «¿Cómo que [la Revolución] no sirvió de nada? Pregúntale aquí a Brumell: cuando lo conocí él era rico y yo pobre; a la mañana siguiente yo era rico y él seguía siendo rico».

 

Es humor negro o, más específicamente, esa derivación que ha dado en llamarse poshumor y que nace, según el crítico de cine Jordi Costa, «cuando los motores de la comedia no se ponen al servicio de espolear la risa, sino la incomodidad, el sudor frío».  En algunos momentos Enrigue coquetea con el ingenio, enemigo habitual de la literatura por su cercanía al chiste; no obstante, este tipo de sentencias epigramáticas no funcionan como exhibicionistas balazos al aire o como válvulas de escape, sino que son más bien amplificadores, una herramienta paradójicamente oportuna para retratar los males hipervisibles de una sociedad. En el tramo final la comicidad se coaliga con una cierta ternura que podría aligerar la carga dramática de la novela de no ser porque, al cerrarla, el título vuelve a proyectar su sombra irónica y siniestra sobre todo lo leído.

 

Este humor que canaliza la podredumbre moral de la Revolución mexicana es fácilmente proyectable en varias direcciones: pasado y futuro, otras revoluciones, los altivos sistemas democráticos que se creen a salvo de la ignominia y aún una última muy relevante: el lector. En Decencia la noción de empatía es especialmente operativa y además de un modo bastante radical —que recuerda a su uso en la película Caché de Michael Haneke—: interroga a la conciencia del lector sobre su presunta complicidad con los personajes. Tanto en el episodio en que los revolucionarios toman la hacienda de los Brumell como en el secuestro, la sensibilidad del lector fácilmente puede encontrarse nadando entre dos aguas, las dos bastante enfangadas y poco atractivas. Lo significativo de esta operación es que si resulta incómodo empatizar con el cinismo ensimismado y corrupto de Longinos o con el idealismo inconsecuente de sus secuestradores, y esa ausencia de empatía por ambos bandos acaba tornándose en simpatía por los dos, no es porque en la novela se hayan retratado personajes patéticos, sino porque esta no deja espacio para la presunta inocencia del lector que fácilmente acabará entrampado en el cuestionamiento de su propia indignidad.

 

Aunque la reflexión moral de Decencia sea trasladable a otros ámbitos, y aunque Longinos afirme, con ecos borgianos, que «el derecho a la infamia es universal», resulta interesante reflexionar un momento sobre la mexicanidad de la novela para entender tanto su proyección como su raigambre literaria. Al eterno debate sobre el fin de las literaturas nacionales, Enrigue responde con una trayectoria narrativa cargada de matices pero de clara dirección. El protagonista de su primera novela, Aristóteles Brumell, comparte algo más que el apellido con Longinos: a los dos les une su maquiavelismo y la impunidad moral propios de las clases altas en su sociedad. El cementerio de sillas (2002) y, sobre todo, Vidas perpendiculares (2008) manejan desplazamientos en el espacio y el tiempo y trabajan la noción de evasión, tanto en el plano de los personajes como en el de la propia escritura, terminando de quitarle así a la literatura hispanoamericana el estigma de tener que abordar exclusivamente asuntos propios. En Hipotermia (2005) un notable cambio de estilo acompañó una recontextualización de lo mexicano para reinterpretar la cultura propia desde su fricción con Estados Unidos. Revisitadas ahora, parece como si algo de Decencia latiera en ellas y Enrigue hubiera decidido en esta ocasión abordar de lleno uno de los conflictos neurálgicos del país: esa infamia que amparaba a algunos de sus personajes anteriores y obligaba a escapar a otros.

 

La novela se configura como la aportación del autor a un tema de larga tradición hispanoamericana -civilización y barbarie-, muy presente en la literatura de México bajo la forma específica de la violencia omnipresente. En Rulfo puede rastrearse una pista sobre los principios de la negociación entre los dos términos opuestos que acabó suponiendo la extinción de uno de ellos: cuando los revolucionarios se alzan en los dominios de Pedro Páramo, el terrateniente no duda de cuál debe ser su respuesta: «hay que ir con los que vayan ganando». En Bolaño el mal se ramifica vertiginosamente y México se vuelve un caldo de cultivo especialmente fértil para el horror. Enrigue, por su lado, compone la contracara del carnaval de máscaras e hipocresías de Pitol; en Decencia hay inversiones entre secuestrado y secuestrador, entre revolucionarios y reaccionarios, pero en este carnaval los participantes no necesitan máscaras, porque es descarado y salvaje: «Don Pepe amaneció al día siguiente ahorcado en un poste de telégrafo y con la lengua arrancada y clavada en la frente. Cuando se lo conté a mi padre, salió por un segundo de su nebulosa de tequila para decir: Tanta Revolución para que al final sigamos siendo mexicanos». Así pues, la filiación del escritor resulta clara, pero de sus anteriores novelas se deduce también que la tradición, en la obra de Enrigue, no funciona como una habitación cerrada sino como una manera de estar en cualquier otra habitación.

 

Decencia es, en definitiva, una mezcla de códigos que se articulan sin molestarse     —se desliza entre la género histórico, la novela política y el bildungsroman, con ciertos ecos de western y novela de negra—, una mezcla de resonancias  fundidas en una voz propia y una mezcla de recursos literarios en sincronía —tan solo alguna leve pérdida de ritmo en el tramo medio— que se nutren de un lenguaje estilizado. En su retrato moral, en cambio, no hay mezclas ni contrapunto posible: la dialéctica ideológica ha sido neutralizada por la corrupción, capa de ceniza que todo lo cubre y que tan solo permite reconocer formas bajo su manto, ya no personas, ni ideas, ni valores. Ni siquiera el amor, redentor de última hora en tantas ficciones, y promesa de salvación en esta, logrará escapar a la infamia.

 

Al final de la película de Hitchock, la criada, desquiciada e incapaz de superar la ausencia de Rebeca, prende fuego a la mansión y muere abrasada junto a los recuerdos de su señora. En Decencia no solo ningún personaje se quema por el fantasma del título, sino que consiguen arreglárselas bastante bien en su ausencia («Véalo como es: otra estafa, la milésima de mi puta vida; aquí solo ganan los que entienden que todo es personal y siempre puede haber ganancias para todos»). El happy end resulta sombrío por la pregunta final que esconde, que no es si se puede vivir sin decencia, sino otra mucho más siniestra: ¿acaso se podría sobrevivir con ella?



Gramáticas de la pasión

 

Por Ernesto Bottini

 

La corrupción no es algo en sí misma sino que es algo que está en la substancia que corrompe.
San Agustín

 

Todas las artes han buscado la forma de representar, de acuerdo a la lógica expresiva de sus distintos lenguajes, la rugosidad del tiempo. La literatura ha desarrollado sus propios métodos a partir, sobre todo, de la reflexión acerca del vínculo entre el tiempo de la narración y el tiempo de lo narrado, complejo artificio capaz de cristalizar, según las necesidades de sentido, el flujo de la temporalidad del relato. Decencia (Anagrama, 2011), cuarta novela de Álvaro Enrigue (Ciudad de México, 1969), orienta esta búsqueda formal a dar cuenta de las inflexiones históricas y psicológicas que la Revolución iniciada en 1910 produjo en el tejido áspero de la sociedad mexicana, y por extensión las torceduras, correcciones y derivas que imprimió en el recorrido de su historia reciente. Pero también, a la vez, Decencia es el relato de una pasión más concreta, más limitada, que fija sus coordenadas en el contorno brumoso de la amalgama de dos cuerpos. Pasión de la carne mortal que precipita sus células y humores por el barranco tortuoso de las convenciones de la familia tradicional latinoamericana, un organismo también metafórico y político.

En Decencia se cuenta la historia de Longinos Brumell Villaseñor, descendiente del acomodado México pre-revolucionario, abogado e industrial del tequila, en dos cortes temporales de su vida. Por un lado sus propios recuerdos de los episodios de la Revolución, siendo un niño, y de toda la peripecia post-revolucionaria, sus viajes de negocios a la capital de la República, sus amoríos, la formación de la familia... Y por otro lado se narra, de manera paralela, un episodio más restringido, limitado a un período de tiempo más breve, en el que se ve envuelto, de forma involuntaria, en la huida de una célula terrorista que atenta en 1973 contra el Consulado de los Estados Unidos en Guadalajara.

El tiempo como sustancia demandante, las pasiones y la familia pueden considerarse los vectores que estructuran Decencia y que a su vez conforman la obstinación básica de la novelística de Enrigue. Cada una de sus novelas anteriores representa un modo de indagación específico sobre algunas de las combinaciones posibles de estos temas, sus intersecciones y consecuencias. Tanto El cementerio de sillas (2002) como Vidas perpendiculares (2008) despliegan sus redes hasta abarcar un perímetro –léase un período- narrativo que incluye a decenas de generaciones, se hunden en las profundidades de la historia hasta la hipérbole misma, buscando traspasar la membrana última de la Historia, desgarrar la epidermis esquiva de lo genealógico. El tratamiento del tiempo que aplica en estas novelas plantea, de forma ineludible, una sospecha crítica ante cualquier proyecto narrativo sobre el individuo o la familia -ante cualquier novela, podría decirse- que no se sumerja en las profundidades diacrónicas de su sintaxis. Todo aquello que en El cementerio de sillas y en Vidas perpendiculares es indagación vertical, en La muerte de un instalador (1996) y en Decencia es horizontal: largos períodos de tiempo en las primeras, cortes restringidos en las últimas. Pero se mantienen constantes la genealogía y el parentesco como claves que comprometen a los personajes, que los interpelan en los requiebros y aristas de su identidad. Decencia y La muerte de un instalador (extremos de la producción novelística de Enrigue) comparten, además del planteamiento técnico y temporal, personajes que se inscriben en una misma estirpe: los Brumell Villaseñor. El barroquismo de la monstruosidad operada en La muerte de un instalador abre una grieta, una sinusoide despiadada por la cual se pueden vislumbrar los orígenes calcáreos, la médula de la crueldad del arte, esa otra institución tradicional.

 

Los episodios de la Revolución que vive el protagonista de Decencia, si bien resultan esenciales y transformadores de su propia experiencia, apenas representan “una débil corriente del marasmo revolucionario que arrasaba al resto del país”. Su niñez provinciana se convierte en el edén subvertido del que hablaba Ramón López Velarde:

 

Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.

 

Luego vendrán las candilejas de la Ciudad de México, la familia y un romance prohibido y arrasador con la Flaca Osorio, belleza perturbadora y legendaria de la oligarquía jalisciense. Más de sesenta años después de aquellos acontecimientos que supusieron el abrupto fin de la edad de plata de la infancia del personaje, Longinos es secuestrado por una bizarra familia de revolucionarios, célula que es sinécdoque y anacoluto. Como escribió Octavio Paz en la revista Plural en 1973: “El terrorismo es un espejo que repite no nuestro rostro sino el de nuestro demonio. Pero ¿cómo distinguir entre el uno y el otro? El terrorismo no es sino la imagen invertida del terror estatal. Ambos son criaturas de las religiones ideológicas del siglo XX... Sin sostén popular la guerrilla no es verdaderamente guerrilla sino banda de aventureros suicidas”. Este análisis es elocuente sobre la naturaleza descabellada y paradójica de la célula que secuestra a Longinos, y que acaba reconvirtiendo su actividad revolucionaria, poco lucrativa y altamente suicida, en uno de los primeros cárteles del narcotráfico mexicano.

En la prolífica y variada tradición de las novelas sobre la Revolución, género mexicano por excelencia donde gravitan, entre muchos otros, Azuela, Guzmán, Vasconcelos, Urquizo, Revueltas, Ibargüengoitia y, algo más cerca en el tiempo, Carlos Fuentes, Decencia es una obra que se inserta con dificultad. La pregunta que plantea no sería qué hizo el individuo en la Revolución, o cómo se configuró en un fenómeno masivo, y quizá tampoco qué hizo la Revolución en el individuo, preguntas frecuentes de las obras que conforman esa tradición, sino cuál es el relato de la Revolución que acaba haciéndose el individuo y cuál el relato político que la sociedad actualiza en su producción de discurso y verdad. Cabe aquí señalar que el relato de los episodios ligados a la Revolución y sus postrimerías es en primera persona, y que por tanto arrastra todo lo que ello implica de parcialidad y subjetividad, una visión del mundo definida por sus limitaciones. Longinos Brumell reconoce que “no teníamos las categorías mentales para imaginar que (...) nuestra herencia era una red de puros agujeros”. También late en toda la novela un problema consustancial a la historia reciente de México: la distancia que media entre los ideales de la Revolución y su materialidad orgánica, esa circunstancia tan comprometedoramente planteada en Pedro Páramo del hombre que busca el paraíso y acaba por encontrar el infierno. Debido a su situación anómala –e incómoda- dentro de los relatos de la Revolución, y a la importancia capital de sus interrogantes, Decencia es una novela necesaria para pensar las claves de legibilidad del México contemporáneo. La Historia, según Paz, “es el dominio de lo impensado y también de lo impensable, de aquello que se resiste al pensamiento y de aquello que no puede ser pensado”. La ficción se postula, en la propuesta de Decencia, como una narración capaz de revelar profundidades más verdaderas que las históricas, como una exploración del pasado capaz de reconstruir una textura más auténtica de los acontecimientos. Porque los acontecimientos de la Revolución están recubiertos de máscaras, pertenecen a la mitología fundacional de la modernidad mexicana, están deformados y corrompidos: “El pasado revolucionario es una forma que asume el futuro, su disfraz”, leemos en Los hijos del limo.

Fatídico destino de máscaras y repeticiones es el amargo destilado de Decencia, que se alza como reverberación de aquellos quebrados versos que Salvador Novo escribiera en “Diluvio”:

 

Y yo lloré inconsolablemente
porque en mi gran sala de baile
estaban todas las vidas
de todos los rumbos
bailando la danza de todos los siglos
y era sin embargo tan triste
esa mascarada.

 

La desilusión ante los resultados prometidos por la Revolución recorre la espina dorsal de la novela y pronuncia sentencias tan lapidarias como ésta: “Tanta Revolución para que al final sigamos siendo mexicanos”. Aquello que queda finalmente, lo que sobrevive a semejante agitación y revuelta, es la puesta en escena de una legalidad y una justicia que es pura parodia y pastiche, una farsa y un modo de hacer lo social y político que habla no solamente de México, sino de toda Latinoamérica. El antídoto que propone Decencia es el choque frontal contra el relato diluido y falseado de la Historia, el desmontaje de algunos de los mitos del nacionalismo mexicano (la virilidad intrínseca, el tequila recio, la justicia social, la integración del indio y sus tradiciones en el festín de la Modernidad) exponiendo las claves de su propio artificio carnavalesco. Siguiendo a Roland Barthes en aquello de que “la escritura novelística tiene por misión colocar la máscara y al mismo tiempo, designarla”, Enrigue transparenta, contra el opaco rasero de aquellos que han querido ver costumbrismo en esta novela, una peripecia de actores que salen a escena con un maquillaje grotesco y llevando las vestiduras inadecuadas.

 

Frente a los héroes “vestidos como marionetas... para veneración y recuerdo de la niñez estudiosa” de los que hablaba Novo en sus Poemas proletarios, Longinos coloca la rugosidad de su propio recuerdo. Cuando se busca interpretar y ordenar las huellas del tiempo, el individuo cuenta con un agente maleable e intransferible: “El único instrumento que un ser humano tiene a su disposición para afrontar el tiempo es la memoria”, escribió Joseph Brodsky. Y la memoria se vale de un recurso recurrente para mantenerse operativa, de una mnemotécnica que es tan infalible como caprichosa. Los sentidos, y más específicamente el olfato, constituyen la puerta de acceso al recuerdo y el camino para la experiencia física, emocional y espiritual. La obra de San Agustín ha marcado a fuego el vínculo entre los sentidos y la trascendencia, y sus postulados recorren toda la obra de Enrigue, donde se hace referencia, tanto en sus novelas como en sus cuentos, al olor de una “fruta prehistórica” clavada en la “memoria de Neandertal”. Así, Decencia se abre con un recuerdo olfativo ligado a la Flaca Osorio, el otro pathos fundamental de la novela: “Olía a panadería, sobre todo debajo del lóbulo de las orejas y -¿direlo?- entre los pechos”. Inútil es abundar sobre las referencias literarias de este poderoso mecanismo de la memoria.

“El que encuentra una belleza santa de verdad, siente el filo ardiente de las estrellas en las yemas de los dedos y baja de vuelta por la escalera del aroma para postrarse ante ella. Le cede el paso al fantasma... la belleza abrasa y tiene que pasar, aunque sea sobre nosotros”, dice Longinos Brumell, que en su propio nombre lleva las marcas de la añoranza y su bruma. Sabe, de una manera nada primaria –y de forma análoga al cazamonjes de Vidas perpendiculares, quien afirma que “servir a la belleza es siempre estar del lado de Dios”-, que la entrega a esa experiencia y su fantasma, que también puede entenderse como su relato (un fantasma es siempre relato de una ausencia), es trayecto ineludible para pensar el más allá agustiniano: “Cualquiera que piense que en esta vida mortal un hombre puede dispersar las nieblas de las imaginaciones corporales y carnales para poseer la luz despejada de la verdad inmutable, y para penetrarla con la firme constancia de un espíritu completamente fuera de los modos comunes de vida, no entiende ni qué busca, ni quién es el que lo busca”, leemos en De consensu Evangelistarum. Un más allá que se convierte en radical imagen invertida pero exacta del más acá, de la virulenta y corrosiva acción del tiempo, existencia pura y mandato imperativo y categórico de la carne ahora, una espesura que mantiene pasado, presente y futuro en una dócil argamasa sintáctica. Decencia articula un discurso capaz de pronunciar las palabras justas de lo que se ha corrompido en el cuerpo sensorial y político, señalando a los agentes de su corrupción: las filiaciones, el tiempo y las pasiones.

Colaboramos con:

                               Concurso jóvenes talentos                                              Universidad Camilo José Cela